The Project Gutenberg EBook of Amar es vencer, by Madame P. Caro

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Title: Amar es vencer

Author: Madame P. Caro

Release Date: March 27, 2008 [EBook #24925]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK AMAR ES VENCER ***




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BIBLIOTECA DE «LA NACIÓN»

MADAME P. CARO

———

AMAR ES VENCER

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BUENOS AIRES

1909

Imp. y estereotipia de La Nación.—Buenos Aires.


Máximo de Cosmes a Javier de Cosmes.

París, 26 de junio de 190...

Celebro en el alma, mi querido Javier, que San Petersburgo te guste y que guste también a Marta, así como que hayáis encontrado en la embajada agradables colegas. Se pondera mucho el encanto y la bondad de la embajadora y esto facilitará vuestra aclimatación.

Dame detalles de vuestra instalación, de vuestras relaciones y hasta del trabajo que se te ha confiado, sin revelar, por supuesto, los secretos de Estado, pues para esto bastan los periódicos.

Salgo dentro de poco para un viaje bastante inesperado, pero quiero participarte sin demora una buena noticia, y es que estoy encargado de suplir al buen viejo Marignol en su cátedra del Colegio de Francia. El buen señor no quiere todavía soltar su presa enteramente y me ha escogido para hacer sus veces mediante un poco de dinero y lejanas esperanzas. Pero estoy encantado, porque, si lo hago bien, y lo procuraré con todas mis fuerzas, estaré designado para sucederle un día.

Y vuelvo a mi viaje, que te va a hacer mucha gracia. Figúrate que esta mañana una esquela de Lacante me llama a su lado. Corro a verlo y lo encuentro luchando con un violento ataque de gota. Con su bata de grueso muletón obscuro y anchas mangas, en las que ocultaba sus doloridas y temblorosas manos, y con aquel cráneo calvo, que relucía sobre una estrecha corona de cabello, parecía un fraile viejo.

A la primera ojeada vi una profunda turbación en aquella cara redonda y afeitada, tan maliciosa y jovial de ordinario.

—Querido mío—me dijo sin preámbulos,—me ocurre una contrariedad considerable: he perdido a mi tía.

—¿Qué tía?

—No tenía más que una, la señorita de Boivic, y aun ésta no lo era más que por benevolencia y especial elección. Era, en efecto, hermana del segundo marido de mi madre, de modo que no me unía con ella ningún lazo real de parentesco... Sin embargo...

—Siempre es triste—dije al ver que vacilaba para continuar—perder a los, que...

—No diga usted vulgaridades, mi buen amigo—me interrumpió con un gesto de impaciencia.—Apenas conocía a esa señora, a la que puede que no haya visto seis veces en mi vida. La muerte de esa respetable persona no me causaría, pues, ningún pesar particular... Preciso es que todo acabe, ¿verdad? Era muy vieja, casi octogenaria, y su muerte está en el orden, evidentemente... Por desgracia, no le conozco ningún pariente próximo, y tengo que ejercer derechos como heredero a una parte, al menos, de sus bienes. Su fortuna es la que el señor de Boivic legó a mi madre... ¿comprende usted? Esta situación me impone también deberes, el primero de los cuales sería hacer los honores fúnebres a la difunta y acompañarla decentemente al cementerio... Ahora bien, mire usted, hijo mío, estas piernas llenas de cataplasmas... ¡Bonita facha de heredero para escoltar hasta la última morada a aquella noble señorita! No puedo, sin embargo, dejarla ir sola, bajo la presidencia de una criada... Esto es lo que espero de usted, amigo mío; va usted a hacer la maleta y a tomar esta noche el tren para Quimper.

—¡Diablo!—dije un poco contrariado.

—Sí, amigo mío, Quimper, Quimper, Corentin, nada menos... Es usted mi pupilo, mi amigo, y esto equivale a un parentesco... Y hará usted mejor figura que yo al frente del cortejo...

—Estoy a las órdenes de usted.

—Otra cosa. La de Boivic era muy devota, y no me extrañaría que hubiera dispuesto de su fortuna, bastante modesta por otra parte, en favor de la gente de iglesia... Tendrá usted que cuidar de que no haya usurpado la parte que me corresponde.

—Pero, querido maestro, ¿con qué derecho habré de intervenir?

—Le enviaré a usted un poder en regla. Usted ha estudiado Derecho y es, justamente, el hombre que necesito... Observe usted que no me opondré en modo alguno a ciertos legados, ya a un hospital, ya a alguna obra piadosa... hasta a la Iglesia. Quiero respetar la voluntad de la difunta en todo lo que sea razonable, pero no consiento expoliación real o disfrazada, ni astutas intrigas... ¿Comprende usted?

—Perfectamente.

—No conozco el valor de la herencia ni me importa en lo que a mí se refiere. Gano bastante dinero con mi pluma, sin contar mi pequeñísimo patrimonio...

—Naturalmente; es por un espíritu de justicia, de estricta equidad, por lo que...

Lacante me miraba y sus ojillos vivos y movibles tenían una singular expresión, que cortó mi frase en suspenso.

—Querido amigo—continuó después de un instante,—es para cumplir un deber... un deber de conciencia en interés de la niña...

—¿Qué niña? ¡Cómo! ¿Acaso aquella noble dama tenía?...

Lacante no me dejó acabar.

—¿Qué diablos va usted a pensar, amigo querido? La niña, y esto es lo que me preocupa, la niña es hija mía.

Como comprenderás, no pude contener un grito de sorpresa, y tú, con toda tu diplomacia, vas a hacer lo mismo al leerlo.

Lacante siguió diciendo con sonrisa, mitad confusa, mitad placentera:

—¡Bah! querido, yo he sido joven, y lo he sido demasiado tiempo... Hay allí una flor tardía, que me pertenece, brotada en un tronco viejo y arruinado.

—¿Es joven?

—Una chicuela.

Reflexionó un instante y dijo:

—Apenas quince años. Su madre ha muerto. Es una triste historia, mi querido amigo... La pobre mujer estaba ya muy enferma cuando me casé con ella en Quimper...

—¡Ha sido usted casado!—exclamé en el colmo del asombro.

—¡Muy poco tiempo!... Y como no tenía por qué jactarme de una alianza que, lo confieso, no había premeditado y que contraje por un sentimiento de lástima, el incidente pasó inadvertido para el mayor número y fue pronto olvidado por los pocos que lo supieron. Ya lo he dicho... la pobre criatura estaba sentenciada y la muerte la arrebató al nacer Elena, es el nombre de la niña, a la que mi madre se encargó de educar... Después se la legó a mi tía Boivic, su cuñada, que acaba de morir... ¿Qué voy a hacer con esa muchacha, amigo mío? Es para perder la cabeza.

Y se cogió la frente entre las manos con expresión desesperada.

Yo no sabía qué decir.

—Tenerla con usted es difícil—me aventuré a decir tímidamente.

—¡Imposible!... Completamente imposible. Polidora tiene preciosas cualidades y es un ama de gobierno agradable para un solterón... pero eso de dirigir y acompañar a una señorita, no creo que sea su negocio...

—No, por cierto—dije con convicción.

Lacante continuó:

—Mi casa no está hecha para criar palomas... Mis costumbres... mis amigos... las conversaciones... yo mismo... No me hago ilusiones; no tengo nada de lo que haría falta.

—¿Qué va usted a decidir?

—No tengo dónde elegir, amigo mío; voy a meterla en un convento.

—¡En un convento!... ¡Él! No podía creer lo que estaba oyendo.

—¿La va usted a hacer una mojigata? ¿Usted?...

—Sí, hijo mío, hasta que pueda casarla. No veo qué otro partido pueda tomar.

—Hay colegios laicos, institutos de niñas, en los que la instrucción está ciertamente más desarrollada y fundada en un espíritu más ancho, más científico...

—Es posible... no digo que no... Pero no conozco esas casas ni sé qué pasa en ellas, mientras que es de tradición que en los conventos las niñas son bien tratadas y se encuentran a gusto... No soy un padre muy tierno... tengo de eso lo menos posible, lo confieso... Los niños me han parecido siempre un estorbo lamentable y tiránico... Sin embargo, no quisiera que esa muchacha fuera desgraciada... En cuanto a la instrucción, ya la desarrollará ella más adelante, si quiere... Su marido la ayudará.

¿He soñado que, al decir esto, me miraba de reojo? ¡Ah! no, eso no. Consiento en prestarle todos los servicios que pueda, porque le quiero mucho. Es el ser de este mundo a quien tú y yo debemos más, pues ha sido, más que un tutor, un padre para nosotros. Le soy enteramente adicto, pero no hasta el punto de casarme con su mojigata. Además, y aprovecho la ocasión para decírtelo, mi corazón ha elegido ya... Te contaré esto otro día.

Lacante me explicó entretanto que la niña estaría menos fuera de su centro en un convento que en otra parte, pues allí encontraría su atmósfera acostumbrada, los olores de incienso y de sacristía, las devociones meticulosas... Después de todo, todo eso me es igual... En cuanto a casarme, esos son otros cantares... No cuente usted con tal cosa, mi buen Lacante...

Adiós, me marcho... Por fortuna, tengo tiempo de aquí a diciembre para preparar mi curso del Colegio de Francia.

Máximo de Cosmes a su hermano.

30 de junio.

Continuación de mi aventura. Estoy hace tres días en Quimper y no sé todavía cuándo podré marcharme.

He atravesado la Bretaña de un tirón y me gusta su aspecto áspero y recogido. Algún día volveré para conocerla más íntimamente.

Llegué a Quimper anteayer, a la caída de la tarde, y después de haberme hecho llevar al mejor hotel de la ciudad, lo que no quiere decir que sea bueno, me he dirigido a la casa de la señorita de Boivic, un edificio situado en las cercanías de la Catedral y de aspecto austero y triste, que hace menos sorprendente el encontrar en ella muertos que vivos, una criada en traje rústico y cofia bretona me introdujo en un vasto salón herméticamente cerrado y débilmente alumbrado. Allí me esperaba la dueña de la casa en su ataúd clavado y entre cuatro cirios. Cerca de ella había una religiosa pasando las cuentas de un rosario. La religiosa me entregó una rama de boj mojada en agua bendita, y yo sacudí gravemente unas cuantas gotas, en señal de bienvenida, sobre el ataúd forrado de lana blanca.

Un desagradable olor de moho, mezclado con el de la cera quemada, se me agarró a la garganta, mientras la luz de los cuatro cirios temblaba en la vasta obscuridad como al soplo de invisibles fantasmas.

No sé qué fúnebre impresión se apoderó de mí... Y como, por otra parte, no tenía nada que decir a la muerta, me apresuré a marcharme.

Era muy tarde para ir a casa del notario y me fui a dar un paseo solitario por la ciudad, que no es muy grande. Atraviésala un riachuelo encajonado entre dos muelles de granito, por los que me paseé un buen rato, y, para terminar con las curiosidades de la localidad, entré en la Catedral, cuyo ábside, por un capricho del arquitecto, según dicen, está un poco inclinado a la derecha. La piedad de la gente del país quiere ver en esto la imagen de la cabeza inclinada de Cristo agonizante. Estamos aquí en el país de las leyendas y de las candideces místicas.

Era ya tarde y la iglesia estaba obscura. La lámpara del santuario hacía más sensibles las tinieblas en que se perdía su vacilante claridad. A la puerta de la sacristía, un farolillo encendido proyectaba vagos resplandores en una de las naves. El resto del edificio estaba sumido en la obscuridad, y apenas caía de las altas vidrieras la claridad suficiente para impedirme tropezar en los anchos pilares. Encontraba yo una especie de voluptuosidad severa en errar por aquel gran santuario vacío, repleto de los llantos, de los gemidos y de las plegarias de las generaciones muertas, y allí me estaba apoyado en un pilar, con los ojos vagos y la mente más vaga todavía, saboreando impresiones de una poética melancolía, cuando un rayo de luna, surgiendo de uno de los rosetones del crucero, atravesó el espesor de las tinieblas y trazó en ellas un surco de luz pálida y temblorosa que hizo aparecer la sublime altura de la bóveda y destacarse las esbeltas columnas de pesados capiteles esculpidos... Fue un efecto de incomparable belleza.

Pero creí ser juguete de una aparición fantástica cuando, al bajar los ojos, vi destacarse sobre la obscuridad, iluminado por el rayo de luna, un perfil puro y divino; así me lo pareció al menos en aquella fosforescente claridad, una cara inmóvil hasta el punto de hacerme dudar si era la estatua de alguna tumba: tan obstinadamente fijos en lo alto estaban sus ojos, como absortos en ardiente contemplación.

No me atrevía a moverme por miedo de que se desvaneciese la aparición, pero un ruido de llaves, del lado de la sacristía, deshizo el encanto. En un instante, la figura desapareció, tan de prisa, que no pude percibir ninguno de sus movimientos. Pareció que las tinieblas se habían abierto y vuéltose a cerrar detrás de ella.

Me apresuré a salir al pórtico para verla; pero se me había adelantado y por la calle, mal alumbrada, vi una figura negra e indistinta que parecía correr, hasta tal punto era rápida su marcha. La seguí, y, sin gran sorpresa, pues un presentimiento me lo había advertido, la vi entrar en casa de la señorita de Boivic.

Era la hija de Lacante, a la que acababa de sorprender en sus devociones de la tarde.

Como estaba muy cansado, me fui al hotel y tuve exquisitos sueños de una pureza de arcángel, hasta el punto de hacerme sentir el tener que levantarme de mi mala cama de posada cuando por la mañana tuve que hacerlo para asistir al entierro. Sabía que el notario había llenado todas las formalidades y que mi papel en la ceremonia consistía en ir a la cabeza del cortejo y en dar las gracias a los asistentes en nombre de la familia.

Me vestí, pues, de negro, como lo requerían las circunstancias y me fui a la casa mortuoria en unas disposiciones muy poco fúnebres, mal que pesara a la pobre solterona. Convendrás en que no estaba yo obligado a un duelo muy profundo. Todo mi cuidado consistía en desempeñar dignamente un papel nuevo para mí y en no escandalizar a aquella buena gente de Quimper con alguna involuntaria irreverencia.

También tenía, como comprenderás, una viva curiosidad por ver de cerca y a buena luz a mi fugitiva aparición de la Catedral.

La mañana estaba hermosa y serena. Los pájaros revoloteaban con alegres gorjeos y, detrás de una tapia orlada de yedra, oíanse voces de niños que reían y disputaban entre confusos pataleos y llamadas guerreras. Las mujeres pasaban con su cesto de provisiones al brazo. Un carpintero, delante de su banco, cepillaba unas tablas, cuyas olorosas virutas se rizaban alrededor. En la esquina de la calle unos albañiles estaban aserrando piedras con estridente ruido. Todo vivía y se agitaba en sus necesidades o sus placeres acostumbrados como si la señorita de Boivic no estuviese, allí cerca, clavada entre cuatro tablas bajo el inmaculado sudario de las vírgenes.

Las campanas de la Catedral doblaban pesadamente con ecos plañideros y entrecortados de silencios, como suspiros de agonía. Pero sólo las campanas lloraban en aquella mañana llena de sol y vida. Escuchábalas yo sin emoción alguna y me daban ganas de decirles: «Sí, sí; ha muerto... Todo muere, y ha hecho como los demás, lo más tarde que ha podido, la venerable dama. Pero no es esta una razón para lamentarnos y perder el tiempo de ser felices. Cada cual a su vez; la nuestra es de vivir.»

Sin embargo, cuando pasé el umbral de aquel gran salón herméticamente cerrado, en el que ardían los cirios hacía dos días, y respiré el olor frío de las altas vigas saturadas de vejez, sentí un malestar de tristeza y como repugnancia por una vida que conduce a la infalible muerte.

Empezaron a llegar amigos y parientes que yo no conocía y a quienes expliqué la ausencia de Lacante. Pero, a todo esto, no veía a la hija, y salí a informarme de lo que había sido de ella.

—¿Pregunta usted por la señorita Elena?... No sé si podrá bajar. ¡Ha llorado tanto, la pobre!... Casi tiene fiebre.

—¡Pobre joven! ¿Quería mucho a su tía?

—Ya ve usted... No tenía a nadie más que a ella para querer... puesto que a su padre no lo conoce y su madre y su abuela han muerto.

—Estoy encargado de llevar a la señorita Elena al lado de su padre—dije prontamente para destruir en el ánimo de aquella mujer la mala idea que tenía de Lacante.

—Sí, eso la consolará acaso, si su padre es un poco bueno para ella. ¡No ha sido muy mimada, la infeliz!

La llegada de nuevos invitados me obligó a volver al salón.

En seguida llegaron los sepultureros.

Cuando el convoy iba a ponerse en marcha, vi aparecer por una puerta lateral, entre un rumor de sollozos, a la hija de Lacante, con un inmenso sombrero de crespón y un denso velo que la aplastaba y le hacía parecer tan pequeña como si tuviese apenas doce años.

Escapándose de entre las manos de una criada que se esforzaba por retenerla, se echó de rodillas al lado del ataúd y lo estrechó en sus brazos en un movimiento apasionado, como si la muerta pudiera sentir todavía su presión, y ocultó la llorosa cara entre los pliegues del paño mortuorio.

Su rasgo fue tan espontáneo, su dolor tan verdadero, tan profundo su olvido de todo lo que la rodeaba, que mi corazón se oprimió de dolor y los ojos de algunos se llenaron de lágrimas.

La criada y los amigos se esforzaban por levantarla y llevársela; pero ella se agarraba al ataúd con sus manitas crispadas, y el tiempo urgía.

Me aproximé, y en el tono más dulce y compasivo que me fue posible, pero con firmeza, le rogué que no interrumpiera la ceremonia, por respeto hacia aquella a quien lloraba.

Al sonido extraño de mi voz levantó la cabeza, y, a través del espeso velo negro húmedo y arrugado, vi una cara hinchada y enrojecida por las lágrimas, indescriptible de puro descompuesta, y dos grandes ojos negros que parecían preguntarme: «¿Quién es usted?... ¿Cómo se atreve?...»

—En nombre de su padre, ruego a usted que domine su dolor.

La joven bajó la cabeza, se levantó lentamente y, apoyada en el brazo de una señora que parecía de su intimidad, siguió el cortejo y asistió con valor a toda la ceremonia, hasta la inhumación en el panteón de familia.

No la volví a ver. Me dijeron que estaba enferma y que había tenido que acostarse.

He recibido cita, para la apertura del testamento, del notario y de las personas designadas por la muerta como ejecutores testamentarios. La reunión se verificará mañana.

Máximo de Cosmes a su hermano.

Excepto unas mandas a los pobres, a ciertas obras de beneficencia y a los criados, la señorita de Boivic deja toda su fortuna, unos cuarenta mil pesos, a su sobrina Elena Lacante.

Así, pues, todo está bien. Nada de discusiones ni pleitos. Por esta vez no utilizaré los retazos de conocimientos variados que he sacado de los manuales de Derecho.

El testamento ha sido leído por el notario en presencia de Elena, como ayer velada y encapuchada con su gran sombrero y tan menuda y pequeñita con sus ropas de viuda, que inspiraba profunda piedad.

Pero no queda nada de la ideal aparición de la primera tarde en la Catedral bajo el fantástico rayo de luna. Su figura no es ya la de una santa o una madona poética y extasiada. No hay delante de mí más que una pobre niña temerosa, desolada y casi agreste. Me evita cuanto puede, huye en cuanto me ve y retarda todo lo posible la conversación que le he pedido. Preciso es que convenga con ella lo concerniente a su partida. No puedo estarme eternamente en Quimper, y he hecho rogar a Elena que me reciba en seguida; a las cuatro.

El mismo día a las siete de la tarde.

Por fin la he visto de cerca.

Me estaba esperando en el gran salón en que ayer reposaba su tía. Se habían quitado las colgaduras fúnebres y abierto de par en par las ventanas, pero aquel salón conservaba, sin embargo, un aspecto singularmente glacial y solemne, con sus ensambladuras sucias y desnudas, sus sillas y butacas metódicamente alineadas junto a las paredes y su mesa redonda con tabla de mármol, que, en el vacío de la vasta pieza, parecía un velador de niño, olvidado allí por descuido.

En el extremo del salón y acurrucada en un gran sillón de terciopelo de Utrecht de un amarillo ajado, estaba Elena Lacante.

Esperó para levantarse a que estuviese yo muy cerca de ella, y se estuvo tiesa delante de mí, sin ofrecerme la mano y mirándome furtivamente a través de las largas pestañas negras de sus párpados medio cerrados.

La saludé con mi expresión más amable y le pregunté si estaba muy cansada por las emociones que había sufrido.

—¿Cansada?... No, no lo estoy... Soy muy desgraciada.

Acentuó estas palabras con voz baja y apasionada y labios temblorosos. Sus manos, finas y un poco flacas, que la joven frotaba una con otra en un ademán de cortedad infantil, temblaban también. Y a las pocas palabras de simpatía que le dirigí, respondió con la misma voz sorda y ahogada.

—Todo lo he perdido... No tengo ya a nadie.

—¿No le queda a usted su padre?

Levantó los párpados y, olvidando su timidez, me miró de frente.

—Mi padre... ¿Está enfermo, no es verdad?

¡Qué ojos! Unos ojos gris claro, inmensos, cándidos y dulces, con reflejos cambiantes a la espesa sombra de unas pestañas muy negras... Es encantadora, amigo mío, esta hija de Lacante. ¿Cómo diablos se las habrá compuesto para dotar al mundo de esa flor de poesía? Preciso es que la madre haya puesto mucho de su parte, porque la verdad es que no encuentro en esta muchacha nada que le recuerde con su cabezota redonda, sus ojillos chispeantes, sus delgados labios contraídos por maliciosa sonrisa y su ancha y corta barbilla. Elena no es alta, muy menudita, con ademanes tímidos de pájaro dispuesto a volar. Su cara es ovalada, con espesos rizos separados como los de la Virgen sobre una frente muy blanca. Estaba pálida, acaso de emoción y de fatiga.

—No esté usted de pie—le dije,—y permítame sentarme a su lado. Tenemos que hablar.

La muchacha se dejó deslizar entre los almohadones del sillón, que casi la ocultaban, y me senté a su lado. Le expliqué que el estado de su padre no tenía nada de alarmante, puesto que sus crisis dolorosas le privaban de movimiento sin poner en peligro su vida. Añadí que tenía el encargo de llevarla a su lado y que debía preparar su viaje lo más pronto que le fuese posible.

La joven me escuchaba inmóvil, sin responder ni manifestar aprobación o disgusto.

—¿Le causa a usted pena lo que le digo?—pregunté por fin.

La muchacha hizo un gesto de incertidumbre y murmuró en voz baja y quebrantada que era mucho su dolor para que nada le produjera placer ni pena.

—Pero... su padre de usted... ¿No está usted contenta porque va a su lado?

Elena tardó en responder:

—No lo conozco... y él no me quiere.

—¿Quién le ha dicho a usted eso?—exclamé vivamente.

—Lo sé... no me ha querido nunca; ¿no es verdad?

A mi vez tardé en responder.

¿Qué podía decirle de aquel padre que no había tratado de verla en doce años? Protesté, sin embargo, lo mejor que pude.

—Juro a usted que, al saber la muerte de la señorita de Boivic, la mayor preocupación de su padre de usted ha sido el no poder hacerla feliz.

La joven me miraba ardientemente y sus labios se estremecieron; pero no dijo nada.

—¿No me cree usted?—añadí con insistencia.

Elena hizo con la cabeza un gesto indeciso y triste.

—¿Será posible—exclamé,—que alguien haya cometido la imprudente crueldad de hablar a usted mal de su padre? ¿Qué se han atrevido a decir a usted?

—Nada... pero me han enseñado a temerlo. Cuando no era buena, me amenazaban con enviarme a su lado.

—¿Quién? ¿La señorita de Boivic?

—Sí... y también Marivette.

Convertido Lacante en el coco, ¿con qué alegría debe considerar esta niña la perspectiva de ir a vivir con él?

—Le han dado a usted de él una idea muy falsa...

Traté de hacerle comprender la vida de estudio y de trabajo que hace Lacante, sus relaciones con escritores y sabios, su casa sin mujer y lo difícil que le hubiera sido tener a su lado y educar a una niña. Le pinté además sus ataques de gota que le entregan a los cuidados mercenarios de una criada.

La muchacha se conmovió.

—Yo sería de buena gana su sirviente—exclamó con pasión.—Lo cuidaré si quiere... y le querré si me lo permite...

Creo que posee un alma ardiente y tierna.

Al preguntarle qué sentía más dejar en Quimper, me respondió:

—¡Todo! ¡Todo!

Y rompió a llorar con la cara entre las manos.

—No hay una piedra de este país, ni una flor, ni una mata, ni una cara a que no esté unido mi corazón.

Y siguió sollozando mucho tiempo.

Su niñez, sin embargo, no ha sido muy dichosa. Su antigua criada, Marivette, me ha contado que la Boivic era muy seca y hasta dura para su sobrina, que nunca ha conocido caricias ni indulgencia. La muchacha, sin embargo, tiene tan buen corazón, que siente a su tía como si nunca hubiera tenido que sufrir su mal humor.

Nos vamos dentro de dos días.

Había yo pensado llevarme a Marivette como doncella de Elena, pero parece que no puede ser. Esta mujer está casada y tiene hijos. Su marido y ella quedan encargados, hasta nueva orden, de guardar la casa.

Y yo me llevo a Elena bajo mi única responsabilidad. ¿No encuentras que esto parece un rapto?

Tengo hecha la maleta, pagada mi cuenta en la fonda y espero, no sin impaciencia, el momento de reunirme con mi compañera de viaje. Estoy harto de Quimper, cuyas bellezas he saboreado hasta la saciedad, y tengo prisa por recobrar mi cuarto, mi trabajo, mis libros y a la que quiero más que todo, a la elegida de mi corazón.

Esta mañana, después de una entrevista con el notario a quien he encargado que arregle todos estos asuntos, paseaba yo mis ocios por las calles próximas a la Catedral, cuando vi a Elena, a la que conocí fácilmente por su ridículo traje, compuesto de trapos viejos de su tía, exhumados de un armario, y que la muchacha lleva con estoica indiferencia. La seguí, riéndome a pesar mío del extraño aspecto que la daban aquel chal tan largo que arrastraba por el suelo y el enorme sombrero de calesín, en el que desaparecía su delicada carita. La pobre muchacha resultaba irresistiblemente cómica.

Entré detrás de ella en la iglesia, con cuidado para que no me viera. Empezaba una misa en el altar de la Virgen, y Elena la oyó con un recogimiento inaudito, sin levantar los ojos hasta el momento en que se aproximó a comulgar. No puedes figurarte, amigo mío, el celestial candor de aquella cara extasiada y transfigurada. Veíala de perfil; el horrible sombrero y todas las grotescas fealdades habían desaparecido. No veía más que la aparición del primer día y su puro y radiante perfil. Lejos de ser un místico, soy un descreído... Pues bien, amigo mío; por un momento, deploré no tener la sencillez y la fe de aquella niña para conocer la sagrada embriaguez cuyo reflejo veía en aquella frente pura. Como en un relámpago, sentí el roce de lo divino, como en uno de esos golpes de sorpresa que ponen en conmoción nuestro sistema nervioso y le levantan un instante, para caer después, más que nunca, en la seca realidad.

Acabada la misa, vuelto el sacerdote a la sacristía, apagados los cirios y dispersos los asistentes, Elena se levantó y dio la vuelta a la iglesia deteniéndose en cada altar pare una oración o una reverencia. Hasta la vi enviar piadosos besos a sus santos favoritos. Llegada a la puerta, mojó los dedos en la pila de agua bendita, y como si no pudiera resolverse a un adiós definitivo, volvió a arrodillarse en la nave para rezar de nuevo. Por fin, dejó aquel sombrío santuario, patria de su alma, y cuando la vi marcharse sola con aquella gran pena en su juvenil corazón, tan pequeña, tan débil, no tenía ya gana de reírme de su traje. ¡Pobre niña! Sea la que quiera la buena voluntad de Lacante, temo que no tenga para ella entrañas de padre. Es un estorbo en su existencia, una carga de la que se ha librado todo el tiempo que ha podido y que le va a resultar incómoda hasta lo ridículo. Imagina el efecto de esa hija que le cae de improviso como una revelación que va a divertir, y casi a escandalizar, a sus respetables colegas de la Academia... ¿Cómo va a salir de la aventura? Es verdad que existe el convento... hasta que se case, dice él... ¿Quién sabe? Quizá hasta la muerte... Si la mete allí, allí se quedará.

Máximo a su hermano.

2 de julio de 190...

...¿Quieres saber lo que ha sido de mi amiguita Elena Lacante?... Celebro haber logrado interesarte por esta niña singular; una florecilla silvestre trasplantada de aquella landa bretona, que cubre con su gran sombra el alto campanario calado, a este hormiguero parisiense, agitado, turbulento, escéptico, burlón y malsano, en el que los intereses, los placeres, los teatros, los museos, todas las invenciones de la ciencia y de la civilización, dejan tan poco espacio al recogimiento de las almas pensativas. La florecilla silvestre por poco se muere aquí de asfixia física y moral.

Nuestro viaje fue bueno y velé por ella con cuidados de nodriza. Reíame para mis adentros y, sin embargo, me sentía asaltado por mil temores quiméricos. Me parecía que aquella joven cabeza, confiada a mi guarda, estaba amenazada de inauditas catástrofes y que el tren, que corría con su velocidad monótona y prevista, iba a conducirnos a los abismos. Comprendí entonces y excusé las más locas alarmas de ciertas madres, que me habían exasperado en otro tiempo. El proteger a un ser débil, desarmado, ignorante del peligro y que se fía de nosotros, es misión de una terrorífica dulzura. En aquella noche de viaje comprendí los transportes y las angustias del amor, todo ternura y todo temor; lo comprendí viendo dormir a aquella niña casi desconocida de la que una ironía de la suerte me hacía en aquel momento único protector. Estaba triste, después de los primeros asombros del viaje, y, al oírla suspirar debajo de su gran velo echado y murmurar palabras ahogadas que parecían quejas o plegarias, la compadecía con todo mi corazón. Hubiera querido mecerla en mis rodillas y consolarla con palabras acariciadoras como a un niño a quien se duerme para que no sufra. Es tanta la ignorancia de la vida y tan cándida su timidez, que daría gana de permitirse con ella una familiaridad de hermano mayor, sin sus ojos, aquellos ojazos de profunda gravedad, superior a sus años, que desconciertan e infunden respeto. En el fondo de aquellos ojos de larga mirada se ve vivir un alma, una razón ya firme y ejercitada en velar sobre sí misma; una inteligencia que reflexiona y observa, un corazón ya dispuesto para la ternura y el sufrimiento inocente, silencioso y solitario. Puedes, pues, suponer que no la senté en mis rodillas y que la dejé suspirar a sus anchas hasta que el cansancio le hizo dormirse. Sólo entonces, y con mil precauciones para no despertarla, extendí sobre ella mi manta de viaje, pues la noche estaba fresca.

Un señor de edad y su mujer, que viajaban con nosotros, se interesaban mucho por la juventud de Elena, por su tristeza y por su luto riguroso. Una vez les oí murmurar en voz baja:

—Debe ser la viuda de algún marino.

—Es demasiado joven. Más bien será una huérfana con su hermano.

—No, porque él no está de luto.

—Entonces será su novio.

Aquellas suposiciones me hacían gracia. Aquellos señores bajaron en Versalles y Elena y yo nos quedamos solos hasta París. Iba despierta, y como observé que me miraba de reojo a través de su velo, le dirigí algunas palabras animadas con una sonrisa.

—Sí, he dormido—me respondió,—y usted ha debido de pasar frío. Es usted demasiado bueno para mí.

—¿Por qué demasiado? ¿No quiere usted que seamos amigos?

—¡Soy tan poca cosa!

—No es esa la opinión de todo el mundo. ¿Sabe usted lo que pensaban esos señores que han viajado con nosotros esta noche? Que era usted una viuda o mi novia.

Elena se echó a reír y, por primera vez, oí su risa franca y joven, que me la reveló como capaz de alegría y de divertirse un poco.

—¡Viuda! ¡Novia!... ¿Tengo un aspecto tan majestuoso?

—¿No le gustaría a usted estar ya prometida?

—¡Oh! no—exclamó;—sería ridículo.

Y añadió con un candor deplorable:

—Mejor podría usted ser mi padre, ¿verdad?

—No lo veo así enteramente, Elena. ¿Qué edad cree usted que tengo?

—No sé...

Y añadió vacilando:

—¿Es muy viejo mi padre?

—Tiene sesenta y dos años...

--- ¡Oh! ¡Tanto como eso!

—Y yo tengo veintinueve.

—¡Ah!

—Confiese usted que me encuentra muy viejo.

—No, muy joven.

Creo que esta muchacha no encuentra gran diferencia entre mis veintinueve años y los sesenta y dos de Lacante... ¡Es tan grande la distancia entre ella y yo! Esta muchacha me ha puesto en la categoría de los característicos de teatro. Creer que apenas se ha empezado a vivir y echar de ver que para los demás se ha pasado ya de la juventud, es un descubrimiento que le pone a uno melancólico.

Elena miraba pasar por la ventanilla las estaciones y los pueblos con una emoción que parecía sufrimiento.

—¿Llegamos pronto a París?—preguntaba ansiosa.

—Todavía no; yo la advertiré a usted.

—¡Ahí está París!—exclamó al ver la inmensa extensión de casas y monumentos que surgía en el horizonte.

Y se puso muy pálida.

En la estación tomé un coche con mi compañera, que temblaba hasta el punto de tener que sostenerla. Y, con voz ahogada, me preguntaba cada dos pasos:

—¿Es aquí?

Ni siquiera observaba el ruido de las calles, el cruzamiento de coches, ni la agitación de la multitud, absorbida por la idea de su padre, al que no conocía.

En la calle de Tournon la ayudé a apearse y a subir el único tramo que conduce a casa de Lacante.

Nuestro amigo es un madrugador, como sabes, y estaba ya levantado e instalado en su mesa de escribir.

La señora Polidora, digna y tiesa, nos introdujo, y al ver el extravagante traje de Elena, colgada de mi brazo, murmuró entre dientes con impertinencia:

—¡Dios mío! ¿Qué es esto?

No fue mejor la impresión que hizo a Lacante la vista de Elena, que estaba de pie delante de mí, cortada y confusa, esperando una palabra de bienvenida mientras la examinaban los penetrantes ojillos de aquel buen señor gordo y calvo, cuyos labios sinuosos se torcían en una risita nerviosa.

—Es Elena—le dije presentándosela.

Lacante le ofreció la mano.

—Acércate, hija mía, acércate... Yo no puedo salir a recibirte.

Tenía la pierna extendida y el pie rodeado de franela.

—...Pero mi corazón va a tu encuentro; sí, mi corazón va a tu encuentro.

Lacante dijo esto dos veces, como para convencerse bien a sí mismo.

La muchacha se arrodilló al lado de su butaca y le besó la mano, en la que cayeron unas lágrimas.

—¿Qué tiene? ¿Qué es lo que tiene?—me preguntó Lacante agitado.

—Un poco de cansancio y mucha emoción.

—Sí, sí... ciertamente... cansancio, emoción... Es muy natural... ¡Pobre niña! Eso pasará cuando nos hayamos conocido mejor.

Le dio unos golpecitos en el hombro y mandó a la señora Polidora que la llevase al cuarto que le había hecho preparar y que es la pieza contigua al despacho, atestada de libros, entre los cuales se ha logrado introducir una camita de campaña y un lavabo.

A todo esto, me estaba yo ocupando de hacer entrar los equipajes, que acababan de llegar. Cuando volví al cuarto de Lacante me le encontré hundido en su sillón, con las cejas fruncidas y aspecto de preocupación.

—Es un paquete, mi querido amigo, un verdadero paquete—me dijo moviendo la cabeza con aire consternado.

Protesté diciéndole que Elena era encantadora y que la había visto mal.

—¿Cómo había de verla debajo de aquellos trapos grotescos y a través de sus lágrimas? Detesto a las mujeres que lloran.

—Elena no está siempre llorando, y hasta tiene una risa fresca como un manantial de agua pura. Si yo tuviera una hija desearía que fuera como ella.

—Y devota, ¿no es verdad?

—Eso sí, lo es bastante...

—¡Vamos allá! Todo eso está muy bien, muy bien. Era lo que hacía falta en mi casa.

Hablaba con seca ironía, dando golpecitos impacientes con las manos en los brazos del sillón.

Yo le respondí con algo de aspereza:

—No hay que hacerle reproches; ha sido educada así.

—Sí, sin duda... sin duda... La Boivic la ha educado a su imagen; pero lo malo es que ha muerto a la mitad de su obra... En fin, a lo hecho, pecho. Después de todo esas mojigaterías no duran. No hay como París para limar lo que hay de sobra de ese género en un cerebro joven.

—Pero si tiene usted la intención de meterla en un convento...

—Hasta en el convento, amigo mío... El aire ambiente penetra por las rejas y por los claustros. Dentro de un año se quedará usted asombrado del camino que habrá hecho... y acaso llegue usted hasta a asustarse...

Lacante se dirigía a mí como para prevenir mis objeciones. Palabra de honor; cree que me voy a casar con su hija... ¿Y Luciana, entonces, mi Luciana adorada, que no es devota, sino que tiene una alma alta y generosa y una inteligencia hermana de la mía?

Mi amigo me ha hecho quedarme a almorzar, y mientras tanto hemos hablado de Elena. Me ha rogado que me informe de diversas casas religiosas, y después me ha dictado unas cuantas esquelas advirtiendo a nuestros amigos que no fuesen aquella noche, que era, como jueves, la de su recepción, con el pretexto de que le atormentaba la gota. La verdad era que le embarazaba la presencia de Elena en aquella casa tan pequeña, cuyas cuatro piezas están siempre abiertas. Veo que quisiera retardar la divulgación de aquella parte secreta de su vida, de aquel matrimonio no confesado, y acaso inconfesable, contraído según creo con una mujer de condición inferior, y del nacimiento de aquella hija, a la que había pensado establecer en Bretaña. Ahora va a tratar de confinarla en un convento hasta que se case, si es que no toma allí el velo. Por muy escéptico que sea, estoy seguro de que aceptaría con gusto esa solución, la más cómoda y la más secreta de todas.

Sirviéronnos el almuerzo en una mesita volante, al lado del sillón del enfermo, y aquello pareció una comidita de niños.

Elena entró, libre ya de su horrible casco y muy linda, a pesar de su timidez, con aquel puro perfil virginal entre los pesados rizos de cabello castaño obscuro.

Su padre se puso contento al verla así, y varias veces me hizo guiños de satisfacción.

Pero hete aquí que, al sentarse a la mesa, la muchacha se santigua con gravedad y recogimiento. La señora Polidora se echa a reír encogiéndose de hombros. Lacante sonríe, mira a Elena con curiosidad y, poniendo los dedos sobre la mano de su hija, le dice:

—Veo, hija mía, que eres piadosa y te felicito por ello; la piedad es una fuente de goces íntimos para los que la poseen... Aquí, en París, no se usa el hacer a cada paso manifestaciones de religión. Hay iglesias, a las que se va a rezar públicamente, y cada cual tiene su conciencia, que es una especie de capilla privada en la que se puede adorar a Dios «en espíritu y en verdad,» como dice la Sagrada Escritura, sin poner a nadie en la confidencia. No hagas más señales exteriores de fe y conténtate con llamar en secreto la bendición de Dios sobre tus actos del día. ¿Comprendes?

La muchacha se puso encarnada y escuchó inmóvil, con los ojos bajos, pero respondió sin vacilar y con voz firme:

—Sí, papá.

Al siguiente día otro incidente.

Era viernes, y Elena no comía. Interrogada por su padre, respondió que tenía costumbre de ayunar.

—Pues bien, querida niña—le respondió Lacante,—tienes que perder esa costumbre y conformarte con las mías, esto es lo justo. La obediencia es una virtud que hará las veces de la austeridad. Estoy seguro de que no me darás el disgusto de resistirte.

Elena sonrió y presentó el plato sin decir palabra. Lacante se puso muy contento por aquella sumisión sin echarlas de víctima ni sombra de enfado. Cuando llegué, lo encontré radiante.

—Es buena muchacha la tal Elenita, querido. Nada gazmoña ni rebelde.

Y me contó el episodio del día.

—¡Cuando yo decía que es una joven deliciosa!—exclamé.

Lacante arrugó la nariz y movió maliciosamente la cabeza.

—Sí, sí—dijo,—deliciosa y dócil... Se ha comido animosamente su chuleta... pero... no ha tomado postre. ¿Qué dice usted de esto?... No he querido contrariarla y he hecho como que no lo observaba... Pero lo he visto y comprendido perfectamente.

—Ha sido un medio ingenioso—dije—de conciliar la obediencia con el precepto de la mortificación cristiana.

—Sin duda, amigo mío. Así nos las devuelve la Iglesia cuando ha sido su nodriza: de una dulzura flexible en la superficie, pero firmes en el fondo... ¿Firmes?... Esto es lo que habría que ver después de todo—añadió con expresión pensativa.

—¿Qué importa que quede el fondo, siempre que no haya al exterior ni mal humor ni exigencias? Bueno es, por el contrario, que las muchachas tengan principios; así es más probable que sean mujeres honradas.

Lacante estaba reflexionando.

—Sería interesante saber—dijo como hablando consigo mismo,—quién podría más, si las influencias hereditarias y atávicas o las que se ejercen en la más tierna edad por una mente extraña. Sería curioso. No puedo yo jactarme de haberle infundido el germen de todas las virtudes, y en cuanto a su madre, pobre criatura muy mal educada por unos padres que no le dieron más que golpes y malos ejemplos, no sé qué pudo transmitirle de bueno, fuera de la belleza... Esa niña tiene, sin embargo, una expresión de rectitud y de inocencia que debe de proceder de la educación que ha recibido...

—No sé por qué, querido maestro, se rehusa usted a sí mismo la satisfacción de haber transmitido a su hija, con la vida, las cualidades que hacen de usted un hombre honrado. En el maravilloso alambique de la Naturaleza, las cualidades especiales de nuestro sexo se transforman en las que convienen a la mujer. El sentimiento que nosotros tenemos del honor, por ejemplo, es en ellas el pudor y la fidelidad a la fe jurada.

—Puede ser, amigo mío, puede ser... Pero esa transformación gana, acaso, cuando es fortificada por lo que llamamos las antiguas supersticiones, muy bien apropiadas, en suma, para la imaginación viva y sensible de las mujeres. Para los que creen en ella con sinceridad, la religión debe de ser punto de apoyo sólido en la lucha contra las pasiones. Falta saber si el contraveneno sería suficiente para una naturaleza combatida por instintos más o menos desordenados y, lo repito, el experimento sería interesante.

—Si no se tratara de su hija de usted. Supongo que no tendrá usted la intención de experimentar...

Lacante tomó una expresión de cólera.

—¿Quién habla de eso?—exclamó golpeando en la mesa con la regla.—¿He dicho yo semejante cosa?... Mi hija irá al convento, que es el sitio más propio para mantenerla en las ideas que se le han inculcado... Y no seré yo el que trate... No diga usted tonterías, amigo.

Gruñó todavía un rato, y después, volviéndose hacia Polidora, que entró a darle unos periódicos, la interpeló en tono de buen humor:

—Y bien, Polidora, ¿qué dice usted de mi hija?

La mujer se regodeó con aire de suficiencia y dijo no sin desdén:

—Es una joven sencilla y sin malicia, seguramente... Pero no sabe llevar un vestido ni servirse de sus ojos...

—¡Alto ahí, Polidora! Agradeceré a usted mucho que no la enseñe esas artes de adorno... No necesita saber más, hasta nueva orden... ¿Entiende usted?

—Perfectamente, señor, y basta... Si el señor encuentra bien así a la señorita... Lo que yo decía era por su bien. Me pondré guantes para hablarla, si eso agrada al señor.

—Sí; me agrada, Polidora; y como usted es inteligente, quedo tranquilo.

Máximo a su hermano.

10 de julio.

He corrido una porción de conventos. Nunca había visto tantas monjas, mujeres amables, en resumidas cuentas, con una dignidad sencilla y una urbanidad púdica que tienen gran encanto.

Después de muchas comparaciones y reflexiones, creo que vamos a decidirnos a meterla en la Casa de Sión, que es la que parece más propia para ella. Los estudios no son allí malos y la admisión de pensionistas se hace con menos pretensiones aristocráticas que en el Sagrado Corazón, por ejemplo.

Elena, por otra parte, está delicada desde ayer, y el médico ha aconsejado que se le haga guardar cama. Es, sin duda, la consecuencia del cambio de aire y de vida.

Su existencia no es alegre, siempre sola con Polidora... y el diablo sabe qué es lo que Polidora podrá decirle en aquel cuarto lóbrego de un entresuelo, cuya ventana da a un patio, rodeado por todas partes de casas de cinco pisos.

He propuesto que se le haga pasear por París, antes de enjaularla entre las rejas de Sión; pero hay que esperar que esté vestida decentemente y libertada para siempre de aquellas galas enmohecidas en un armario, y que llevaba, sin duda, la señorita de Boivic hace treinta años.

Máximo de Cosmes a su hermano.

15 de julio.

Tenía que suceder; debía de ocurrírsete esa idea. ¡Enamorado de Elena Lacante!... La cosa estaba en el aire y dentro de las verosimilitudes románticas, y tu superior perspicacia no ha vacilado en desgarrar los velos del porvenir ni en profetizar. Pues bien, no; nada de vaticinios. Nadie es profeta en su familia.

Elena es agradable y las circunstancias singulares en que se me apareció fueron conmovedoras y de una fúnebre poesía. Pero, ya te lo he dicho, mi elección está hecha. ¿Crees tú que tengo un corazón con cajones numerados en el que colecciono las ternuras?

Dices que desconfías de las aventuras novelescas y galantes y de los amores que hieren como un rayo. Pero no sabes, amigo, que no se trata de aventuras galantes ni de amores a la ligera. Nada de rayos. La que amo es Luciana Grevillois, a la que conozco hace mucho tiempo; desde antes de la muerte de su padre, que falleció de repente, hace tres años, en el Observatorio, cuando estaba estudiando con su telescopio un eclipse de luna. Todos los periódicos hablaron de esto. Era un astrónomo distinguido, miembro de la Academia y de varias sociedades científicas. Privado de fortuna, dejó, al morir, a su mujer y a su hija en la situación más precaria, con una modesta viudedad a la que la munificencia del Gobierno añadió un estanco, que Lacante les consiguió. Las dos pobres mujeres han tenido que ingeniarse para suplir la insuficiencia de sus recursos y se han puesto animosamente a trabajar. La madre hace muestrarios de bordados para los almacenes, y la hija, que tiene talento, pinta miniaturas. No son éstos antecedentes ni procedimientos de aventureras y creo que no puede haber nada más honroso.

Las he visto con frecuencia en casa de la Marquesa de Oreve, la gran amiga de Lacante, que tiene un salón artístico y literario en el que nuestro tutor es rey y pontífice, bajo los auspicios del mismo Marqués de Oreve, un papamoscas de alto coturno. Toda esta gente debe ser desconocida para ti, que la habrás olvidado después del tiempo que llevas corriendo por el mundo, lejos del boulevard.

Las señoras de Grevillois no asisten a los jueves de Lacante, pero forman parte del círculo habitual de la Marquesa Leontina de Oreve. Allí se ve también a miss Carolina Godwin, poetisa lírica muy apreciada en Inglaterra, no muy joven y nada linda, aunque gusta a algunos por sus monadas de pájaro asustado y por una especie de gorjeo de que se sirve para expresar sentimientos supraterrestres e ideas de una elevación que causa vértigos. También va Sofía Jansien, una gorda subida de color y de potentes atractivos, cuya historia te contaré un día. Luciana brilla entre aquellas señoras, puedes creerlo, con un fulgor que deslumbra, con su cabellera de oro y su talle de diosa.

Admirábala yo de lejos, sin haber jamás pensado en hacerle la corte (sabes que soy, por naturaleza, poco galante), ni siquiera en hablar con ella de un modo particular. Hermosa y admirada como era, me parecía de una especie diferente de la mía y, por instinto, sin intención deliberada, me mantenía a distancia, dichoso solamente con su presencia, como se es dichoso con un rayo de sol.

Duraba esto hacía unos años, cuando, en una tarde del último octubre, Luciana vino a sentarse a mi lado. Me levanté al acercárseme, dispuesto a cederle el sitio y sin pensar que se hubiese molestado por mí. Pero ella, con un gracioso ademán, me hizo seña de que me volviera a sentar.

—Confiese usted, caballero, que no es usted curioso—me dijo sonriendo.

—¿A qué se refiere la observación?

—Hace meses y aún años que nos encontramos casi todas las semanas en este círculo, tan reducido que es imposible que seamos completamente extraños el uno al otro, y nunca ha tenido usted la tentación, ni aun la más frívola y pasajera, de hablar conmigo y tratar de saber si hay en mi alma más que una muñeca...

Y al ver que, estupefacto por aquel brusco ataque, no respondía, siguió diciendo:

—Yo deseo hace mucho tiempo conocer el color íntimo de su mente de usted, no de la que se muestra en plena luz en conversaciones hechas para la galería, sino de la que se calla, de la que se reserva, de la que sólo se entrega cuando está segura de encontrar una simpatía.

Estaba yo literalmente aturdido. Sabes que no soy inclinado a hacerme valer. Si tengo cierta estima por mi inteligencia, prescindo por completo de mis prendas físicas, y la atención de que era objeto por parte de aquella radiante belleza hacíame dudar si estaba despierto o sumido en las perfidias de un sueño.

Como convenía, me mostré conmovido por su benevolencia y hablamos largamente. Me quedé maravillado de la razón de aquella joven, de la madurez de su pensamiento, de la penetración, un poco desengañada, de su inteligencia. Se ve en ella un corazón que ha sufrido y que, si no se ha agriado, se ha empapado en las amargas aguas de la adversidad y está más dispuesto a la lucha que a una pasiva resignación. Es una valiente, esta Luciana, y he amado a esta valiente. Por mi parte, he creído conocer que le había agradado.

Tomamos la costumbre de crearnos, en todos nuestros encuentros, unos instantes de conversación íntima, y echamos de ver que estábamos maravillosamente de acuerdo en una multitud de cuestiones de arte, de sentimiento de la Naturaleza, de preferencias literarias, aspectos generales de la vida, en todo, en fin. Es verdad que hay en ella aspiraciones religiosas en las que yo no puedo seguirla; pero nada estrecho, nada de devociones infantiles como las de nuestra amiguita Elena Lacante. La religión es en Luciana un vuelo del alma hacia las alturas.

Unas semanas después, me dijo, un día en que habíamos hablado con singular confianza:

—Confiese usted que tuve razón al arriesgarme a los primeros pasos y que estábamos hechos para entendernos. ¿Por qué se separaba usted sistemáticamente de mí?

—Es usted demasiado hermosa y no me atrevía a aproximarme.

—¿De veras me encuentra usted hermosa?... Yo lo aprecio a usted mucho. ¿Cuál de los dos da más al otro?

—Una sola mirada de usted vale más que todo lo que hay en mí y que todo lo que pudiera ofrecerle en cambio.

—Ofrezca usted, con todo—díjome ella sonriendo,—y me contentaré con lo que sea.

Si en aquel momento me hubiera dicho que abriese el balcón y me arrojase de cabeza a la calle, creo que no hubiera vacilado, hasta tal punto estaba mi corazón fanatizado de amor por ella en aquel momento.

—Haga usted de mí lo que quiera—dije muy conmovido.

Luciana respondió:

—Lo que yo quiero es un amigo. ¿Quiere usted serlo?

—No es bastante.

Se quedó un momento silenciosa, mirándome al fondo de los ojos, y dijo en seguida:

—¿Piensa usted en lo que pide?

—Ciertamente que pienso.

—No se apresure usted, porque acaso después le pesaría. A mí me basta con la amistad.

—Y yo la quiero a usted toda—exclamé con ardor.

Si hubiéramos estado solos, la hubiera estrechado contra mi corazón; pero nos rodeaban diez personas, y aunque las costumbres del salón autorizan ciertos modales familiares y una amistad íntima, debemos por eso mismo observar una circunspección y una reserva exterior irreprochables.

Obtuve de ella en aquella tarde permiso para considerarla como mi prometida y le expuse lealmente mi situación, que no es brillante. Tenía ya en aquel momento esperanza de que Marignol me escogiese para suplirlo en la cátedra del Colegio de Francia; pero no era más que una esperanza, y, por otra parte, las condiciones leoninas que me impone ese avaro de Marignol mejoran muy poco mi situación.

Luciana pareció sorprendida de que mis trabajos de crítica sean tan mal pagados. Lo cierto es que con lo que yo gano y con lo poco que a la pobre muchacha le producen sus miniaturas no podríamos sostener una casa.

—Veo—me dijo con un ligero suspiro—que durante largo tiempo tendremos que armarnos de paciencia, a no ser que alguna hada benéfica...

—Las hadas—respondí suspirando—olvidaron el darme, al nacer, entre otros dones, el de la riqueza... y nunca lo he lamentado como hoy. Tendremos, pues, que no contar más que con nosotros mismos y con nuestro esfuerzo.

—Soy valiente—me dijo.

Pero conocí, sin embargo, que aquella larga perspectiva de cuidados, de trabajos y de lucha encarnizada contra la mala fortuna, la entristecía, como era muy natural.

Al despedirme de ella, la estreché la mano y le dije con energía:

—Siento que su cariño de usted me traerá la dicha y espero encontrarme pronto en estado de poder asegurar a usted la dignidad de vida y la tranquilidad de espíritu a que tiene derecho.

Luciana respondió a la presión de mi mano:

—Eso es; esperemos con paciencia el momento favorable para realizar nuestros proyectos.

—¿No retira usted nada de lo que me ha prometido?

—No, por cierto; guardemos nuestras queridas esperanzas y tengámoslas secretas, ¿verdad?

Hubiera yo deseado hacer mis confidencias al Cielo y a la tierra, pero Luciana me hizo observar que la situación de una novia a largo plazo y sin época determinada era embarazosa y algo ridícula.

Consentí, pues, en guardar para mí solo la felicidad que me tenía y me tiene aún deslumbrado, y hasta he concebido por ello cierto nuevo grado de consideración para mí mismo. Hay, además, dulces e incomparables delicias en el misterio de este amor velado a las miradas profanas y que es para nosotros un cielo de goces.

Aquí tienes, amigo mío, toda mi novela, perfectamente legítima y honrosa. Nada hay en las de Grevillois que huela a aventuras, y como Luciana es la belleza misma, seré con ella el más feliz de los hombres.

Perdóname que no te haya contado desde el principio todos los detalles, pero me lo impedía mi promesa de discreción absoluta. Con un hermano, sin embargo, se puede hacer una excepción, y no quiero que imagines alguna aventura dudosa emprendida a la ligera. Pero no nos vendas. Y, sobre todo, no vayas a figurarte que estoy enamorado de Elena. Si supieras cómo se borra hasta desaparecer la pobre chica cuando la comparo con Luciana... He tenido una prueba muy clara al volver de Bretaña. Fui a ver a esas señoras, y en cuanto se presentó mi hermosa prometida, sentí una impresión de luz como el que sale en pleno día de una cueva, o de un lugar de tinieblas.

La pobre Elena, enfermiza e infeliz, me causó una especie de enternecimiento al que contribuyeron el aparato fúnebre y la decoración mística que rodeaban su juventud.

Pero en el entresuelo de la calle de Tournon el prestigio poético se atenúa y se descolora y veo a esta joven tal como es: una criaturita inofensiva y graciosa, que sería acaso linda si fuese feliz, pero que tiene las facciones envueltas en un velo de melancolía y de temor que empañan su brillo.

Máximo de Cosmes a su hermano.

15 de julio.

Elena está decididamente enferma. El médico dice que tiene una fiebre mucosa. Lamentable contratiempo para Lacante, pues es imposible llevarla al convento, donde no la recibirían en tal estado. Hay que tenerla en la casa y puedes figurarte qué trastorno interior. El pobre Lacante, que contaba con seguir ejerciendo de incógnito su paternidad y había suspendido dos semanas seguidas, con diversos pretextos sus reuniones de los jueves, se va a ver obligado a confesar. No se puede guardar en la casa una muchacha enferma sin que se note algo.

El doctor, Carlos Muret, está ya en el secreto, y el desgraciado Lacante se arranca los últimos cabellos.

A pesar de mi cariño, no puedo menos de encontrar cómico el apuro de Lacante, y él, que lo ha observado, me ha tirado su gorro a la cara. El estado de Elena no es grave hasta ahora, y puede uno reírse sin remordimiento del gracioso embrollo en que este buen señor está metido. Él mismo ha acabado por reír, sin cesar en sus anatemas líricos contra el demonio de los tardíos e intempestivos amores que lo han impulsado a proporcionarse una familia a la edad en que, de ordinario, se descansa después de la obra realizada. En su lugar, hubiera yo contado en seguida mi historia, ahorrándome el embarazo de una situación falsa que se hace insostenible al prolongarse. Lo que le detiene no es tanto la confesión del pasado como el partido que hay que tomar para el porvenir. Teme las interpretaciones, las críticas y los consejos sobre la conducta que debe seguir para con esta niña a la que tan poco conoce y a la que tanto debe en compensación de su largo descuido. Lucha entre el sentimiento que tiene de su deber y el egoísmo de sus costumbres independientes, y quisiera estar libre de toda influencia y de toda intervención extraña para cerrar este debate.

Pero, a pesar de sus anatemas y de su aire regañón y contrariado, se le escapan palabras que denuncian una sensibilidad más excitada de lo que él quiere confesar. La juventud, unida al sufrimiento, tiene gracias a que no es posible resistir.

Máximo de Cosmes a su hermano.

18 de julio.

La revelación pública se hizo de improviso, ayer tarde. Unos amigos habían entrado forzando la consigna y estaba yo esforzándome por explicarles la ausencia prolongada de Lacante, mientras éste conferenciaba con el médico; cuando lo vi entrar pálido y descompuesto. Todos lo observaron y le hicieron preguntas sobre su salud.

Lacante entonces se decidió:

—Amigos míos, estoy bueno; pero aquí, en el cuarto contiguo, hay una enferma, y esa enferma es... mi hija.

En seguida, viéndolos a todos estupefactos, añadió:

—Sí, mi hija, una pobre niña que vino al mundo hace quince años, sin grandes ceremonias y en un lecho mortuorio... He sido casado, amigos míos, y si algunos de vosotros no lo han sabido, es porque me han quedado de aquella corta unión impresiones tan dolorosas, que trato de olvidarlas. De los dos amigos que me asistieron en aquellas circunstancias, el uno ha muerto, y el otro no ha salido nunca de Bretaña. Y ahora que la venerable persona que ha educado a mi hija acaba también de morir, pido vuestra benevolencia para esta niña, si no es que...

No pudo acabar y su emoción me conmovió.

—¿Tan mal está?—le dije.

—¡Está muy grave!

Un gran silencio se cernió sobre la estupefacción de todos. Creo que hubiera sido curioso observar las fisonomías, pero yo no tuve la serenidad necesaria. Se murmuraba en voz baja palabras de asombro y de vaga simpatía, pero nadie tenía gana de reír. La muerte, muy próxima, acurrucada sobre aquella joven víctima, quitaba a la aventura lo que, de otro modo, hubiera tenido de irresistiblemente jovial, y la emoción que lo dominaba salvó del ridículo a aquel padre recalcitrante.

Por muy tarde que se hubiesen conmovido sus entrañas por aquel pobre ser nacido de él, había sentido, sin embargo, en su corazón la llamada de la Naturaleza. Bien fuese por lástima, bien por remordimiento, él sufría y no podíamos menos de compadecerlo. Encorvado hacia el suelo y con las manos en las rodillas, parecía agobiado por un gran peso invisible, y sus facciones, tan expresivas y gesticulantes, en las que cada gesto subraya una malicia propia para provocar la risa, tenían en aquel momento una expresión trágica, por lo mismo que no era la acostumbrada.

Le preguntamos la opinión del médico. El doctor teme una meningitis y he pedido consulta. Hemos arrancado estas noticias a Lacante y todos se han despedido. Se veía que deseaba estar solo.

Me ofrecí a quedarme toda la noche a su disposición, pero él no aceptó y me estrechó calurosamente la mano.

—Mi querido amigo—me dijo con voz alterada,—era encantadora y creo que me hubiera querido... me quería ya...

—Y le querrá a usted todavía. ¿Por qué desesperar?

Lacante movió la cabeza sin responder.

¿No sería un extraño desquite de la niña abandonada el haber venido a casa de su padre para morir en ella, dejándole un eterno pesar?

Encontré en la calle a mis amigos, que me estaban esperando para asaltarme con sus preguntas. Tuve que contarles mi viaje a Quimper y hacerles la descripción de Elena. ¡Cuántas curiosidades va a tener que satisfacer, si vive, la pobre inocente! Como era natural, los amigos se desquitaron un poco de la violencia que se habían impuesto en casa de Lacante y se permitieron algunos epigramas jocosos, sin gran malicia, para decir la verdad.

Como era temprano me fui a acabar la velada en casa de las de Grevillois, que daban un té en su minúsculo cuartito del piso quinto. Puedes pensar si tendría yo prisa por ir. Me acompañó Gerardo Lautrec. ¿Te he hablado de él? Y cuando llegamos estaba la reunión en todo su esplendor. Unas quince personas llenaban literalmente la estrecha salita y refluían hasta el comedor, en el que había unos platos con pastas y sandwichs, escoltados por unos vasos de agua de naranja y una tetera de metal blanco. Una lámpara colgada y unas cuantas bujías iluminaban toda la casa.

Una señora estaba cantando en la sala, bastante mal por cierto: no podía verla; pero estaba tranquilo, porque Luciana no canta ni sabe más música que la necesaria para tocar un rigodón. Esperé con paciencia que aquella dama hubiera exhalado el último grito, que me pareció estridente y de un timbre infernal; así fue que el descanso resultó magnífico y la suprimida tortura se tradujo en un aplauso unánime. Me precipité entonces a la sala, empujando a unos cuantos jovenzuelos, so color de un entusiasmo irresistible, y me encontré con la cantante, que, roja, sin aliento y con el pecho al aire, estaba recibiendo los cumplidos con un gusto exento de toda modestia.

Era Sofía Jansien, de quien ya te he hablado. Hija de un plantador de la Jamaica se enamoró del intendente de su padre y se casó con él. Llevaron una existencia miserable durante unos años; pero, habiendo muerto el padre de una caída del caballo sin haber tomado la precaución de desheredar a la fugitiva, se encontró Sofía en posesión de una bonita fortuna, de la que disfruta con su esposo, quien la aprovecha para emborracharse concienzudamente una vez al día por lo menos.

Gracias a su dinero y a algunos altos parentescos, Sofía es admitida en sociedad, pero no lleva a su Jansien, que se encuentra más a sus anchas, para satisfacer sus gustos, en el recogimiento del hogar conyugal. Se dice que se llevan bien. Ella no murmura sobre el número de botellas que el hombre se bebe todos los días, y él la deja, sin mal humor, ir adónde le acomoda y hacer lo que se le antoja.

Esta historia, que todo el mundo conoce, la audacia un poco cínica de su lenguaje y la extravagancia de sus modales, hacen que no la vea yo con mucho gusto en casa de Luciana; pero sé que la pobre muchacha tiene que conservar en ella una cliente preciosa. Esa exuberante amiga de las artes, que pinta como canta, ha escogido a Luciana para retocar clandestinamente sus obras maestras, y paga liberalmente su talento, y, sobre todo, su discreción.

La felicité con un bravo un poco seco, saludé a la de Grevillois, muy ocupada en cumplimentarla para hacer caso de mí, y traté de descubrir a Luciana. Estaba sentada en una silla baja, entre un torrente espumoso de gasas y tules blancos y rosa, y en cuanto me vio se levantó vivamente.

—¿Y Lacante? ¿Dónde está el señor Lacante?

Comprendió en seguida, en la expresión de mi cara, que Lacante no me había acompañado, y sus hermosas facciones se ensombrecieron.

—¡Cómo! ¿No ha venido? Me había usted prometido traerlo... ¡Es fastidioso!... Querida Condesa, me va usted a guardar rencor por esta decepción, pero no es mía la culpa.

El desagrado de la Condesa Vannier era visible a pesar de sus protestas de urbanidad. La especialidad de esta Condesa consiste en conocer y recibir en su casa a todas las celebridades, no sólo de París, sino del mundo entero, cualquiera que sea su clase de celebridad. Creo que tendría orgullo en recibir en su salón a un licenciado de presidio, con tal que su crimen hubiese sido un poco ruidoso. Le falta Lacante en su colección, y Luciana le había prometido procurárselo valiéndose de mí.

Me esforcé por excusar a Lacante con vagas razones, pero Lautrec cortó mi inútil retórica.

—Si Máximo no trae a Lacante—dijo,—trae en cambio una novela inédita.

—¡Una novela! Veamos, veamos... Señor Cosmes, no puede usted negarse.

Tuve que contar de nuevo la historia de Elena, que interesó y divirtió mucho al auditorio.

Las mujeres se enternecieron por la enfermedad de la inocente y vieron en ella un castigo por la insensibilidad de Lacante.

Los hombres decían:

—Es acaso un desenlace y una buena solución.

Sofía Jansien resumió todas las opiniones con su voz de clarín:

—Si ha de perder a su hija, más vale que no la haya educado él mismo, pues así se consolará más fácilmente. Si vive, tendrá tiempo para hacer que olvide el pasado y para hacerla feliz... Señoras, no nos enternezcamos por Lacante... Ha amado y esto basta; su misión está cumplida. El gran negocio en esta vida es el amor.

Luciana preguntó:

—¿Es bonita esa joven? No nos lo ha dicho usted.

—¡Lindísima!

Procuré, con algo de malicia, acentuar mi respuesta, pues nada molesta a las mujeres como la belleza de las demás.

—¿Tan bonita es?

—¡Deliciosa!

—El viaje, entonces, no le habrá a usted parecido largo...

—¡Oh! Máximo no se ha aburrido—dijo Lautrec riendo.

Me pareció leer un poco de despecho en los ojos de Luciana; y como todo lo que atestigua el amor gusta al que ama, aquel despecho me resultó agradable.

La Condesa Vannier creyó que debía defenderme y habló de misión de confianza, de joven doncella sin protector, de lealtad, de delicadeza, de honor y otros lugares comunes, que todo el mundo tenía en la mente antes de que ella los dijese.

Pero la de Grevillois intervino oportunamente, rogando a Lautrec que nos recitara alguna de sus poesías.

Lautrec se excusó diciendo, con un acento de ironía más picante que todas las frases, que la paternidad de Lacante le tenía fuera de su estado normal; pero unas palabras de Luciana, acompañadas de una de sus irresistibles miradas, lo decidieron, y nos recitó un soneto de corte romántico, según el cual la crisis fatal de la vida humana no es el día en que se ama ni el en que se muere, sino aquel en que se sufre el primer desengaño de amor...

—Hay también el día en que se paga al casero—dijo una voz.

Hubo risas, pero el éxito de esta melancólica reflexión se perdió en el ruidoso triunfo de Gerardo Lautrec. Leyendo los versos no es posible formarse idea del efecto que produjeron dichos por él, con su voz cálida y envolvente, patético sin esfuerzo y con matices de infinita ternura o de varonil altivez. ¡Cómo tenía atentas y palpitantes a todas las mujeres! ¡Y cuánta era mi irritación al ver a Luciana suspendida de sus labios! Es el tal casi hermoso, alto y rubio como un inglés y con su flema y su tiesura un poco altanera. Joven, rico y con bastante talento para deslumbrar, tiene con las mujeres todos los éxitos que puede desear y hasta algunos más. Luciana, que tenía los ojos brillantes de entusiasmo, le dio las gracias con efusión y se lo llevó después al comedor con el pretexto de darle un refresco.

Lautrec, sin embargo, no tardó en despedirse, y yo me ofrecí el pobre desquite de hacer rabiar un poco a Luciana.

—¡Cómo!—la dije,—¿ya se ha marchado el poeta, a pesar de los encantos de usted?

—¡Ay de mí!—exclamó riendo;—olvidemos lo que es triste y hablemos un poco de esa joven tan deliciosa... de la hija de Lacante.

—Tampoco eso es alegre; la pobre niña está acaso a estas horas en el duro trance de la muerte.

—Entonces hablemos de otra cosa—dijo secamente; y me dejó casi en seguida.

No me he engañado sobre aquella sequedad aparente ni sobre aquel movimiento de mal humor: todo ese despecho viene de que he ponderado la belleza de Elena, de que está celosa, y sus celos prueban que me ama. ¿Qué más puedo desear?

Pronto la vi reír con unos cuantos hombres agrupados a su alrededor. Me mantuve a distancia, y mientras la de Jansien me confiaba a voz en cuello sus ideas soldadescas sobre el grande y único negocio de la vida, que es el amor, yo me embriagaba, de lejos, con la belleza de Luciana, con su ingenio, con su gracia, con los incomparables encantos de su talle y de sus movimientos, y pensaba que aquellos tesoros eran míos. ¿Comprendes que haya yo podido agradarla? Es increíble.

Máximo de Cosmes a su hermano.

30 de julio.

La enfermedad de Elena se prolonga sin dejar de ser grave. Los médicos esperan el veintiún día para pronosticar, entonces deberá producirse una crisis que será decisiva. La vi la otra mañana, muy blanca, en su camita de campaña instalada en la biblioteca para dos o tres noches y que será, acaso, el lecho de su eterno reposo. Su cara, tan pálida como las sábanas, se destacaba sobre la obscura encuadernación de los libros y sus ojos hundidos brillaban en la penumbra.

Me vio en la rendija de la puerta, donde estaba yo medio escondido, y me hizo una señal con la mano. Sus labios se movieron al mismo tiempo, pero su débil voz no pudo llegar hasta mí.

—¿Qué quiere?—pregunté a Polidora que estaba allí.

—Dice que no entre usted, porque se le puede pegar su enfermedad.

¡Pobre niña! Aquel cuidado por los demás, en medio de su fiebre, era conmovedor.

Polidora la cuida con un celo que la rehabilita a mis ojos. Después de todo, es posible que no le haya faltado más que la ocasión de tener virtudes.

He recibido esta mañana una deliciosa carta de Luciana. No la he visto desde la reunión de la otra noche y creía, no sé por qué, que estaba enfadado. La he tranquilizado en seguida con unas palabras dirigidas a la lista del correo, como está convenido entre nosotros. Nada más legítimo, puesto que somos prometidos. Sería duro a nuestra edad someter nuestra correspondencia a la buena señora de Grevillois, y acaso más duro todavía el excluirla de ella. Hemos pensado que lo mejor era ahorrarle ese disgusto.

Adoro las cartas de Luciana, porque se muestra en ellas más libre y más tierna que hablando. En los raros instantes en que podemos hablar solos está reservada y casi fría y me hace feliz esta reserva, hija de su pudor y de su dignidad. El lazo que nos une, aun siendo un poco místico, no deja de ser fuerte.

Máximo de Cosmes a su hermano.

6 de agosto.

¿Sabes que estoy celoso del interés que tomas por todo lo que se refiere a Elena Lacante?

La pobre niña es interesante, pero yo también, qué diablo... Y tú no parece que te das cuenta de ello.

Voy, pues, a decirte el estado de Elena. La crisis que se esperaba ha traído un alivio de la fiebre y la muchacha empieza a revivir, a mirar a su alrededor y a darse cuenta de las cosas. Hay todavía, sin embargo, alteraciones y lagunas en su memoria.

Lacante es extraordinario. Aunque el médico ha recomendado el reposo y el aislamiento a la enferma, Lacante entra diez veces al día en el cuarto de su hija, ya con el pretexto de buscar un libro, ya con el de cerciorarse de la buena temperatura. La fibra paternal hasta ahora inerte y muda, ha vibrado por fin al contacto de esta débil criatura, tan dulce en sus sufrimientos y tan linda en su doliente palidez. ¡Ah, querido! La belleza es una maga poderosa.

Además, a Lacante le parece deliciosa la novedad del sentimiento que experimenta a una edad en que todo se ha probado y agotado hasta las heces. En la pureza inmaculada de tales sentimientos ¡qué irresistible fuerza la de esas sensaciones todavía no gustadas! Lacante saborea su encanto con una alegría temblorosa por miedo de ver agotarse ante sus ojos ese manantial en el que sueña con apagar la sed de su vejez.

Creo que no podría ya separarse de su hija. El otro día le oí encargar una institutriz inglesa o alemana para acompañar a Elena durante su convalecencia... Piensa, con razón, que Polidora, con toda su buena voluntad, no será una compañía conveniente para su hija. También me ha hablado de un cuartito que se alquila en el mismo piso que el suyo y que podría completar su casa. Creo que las cosas se arreglarán de ese modo, y, realmente, puesto que la existencia de Elena no es ya un secreto para nadie, no veo por qué se ha de privar de la alegría de su presencia. Esto le obligará acaso a sacrificar algunas intimidades y a moderar el tono de las conversaciones. El buen gusto no perderá nada con ello.

Máximo de Cosmes a su hermano

8 de agosto.

Hoy ha sido gran fiesta para Lacante y sus amigos: Elena se ha presentado un momento en la sala. Hace quince días que han vuelto a verificarse las veladas de los jueves y esta noche el dueño de la casa, aunque algo atacado de la gota, nos había parecido de muy buen humor. A eso de las diez nos ha dejado sin decir palabra, y, casi en seguida, ha vuelto a entrar con Elena de la mano.

¡Qué aparición, querido mío, la de aquella niña olvidada, demacrada, vestida con una bata blanca, flexible y sedosa, que le daba un aspecto de figura antigua! Con sus cabellos obscuros separados en la frente y unidos por detrás en una gruesa trenza, y con el tímido asombro de sus ojazos, un poco hundidos, parecía un ser celestial. Su padre, radiante, se la presentó a la Marquesa de Oreve, que allí estaba y que la acogió con miradas, fijamente investigadoras y palabras de bienvenida un poco arrulladoras y afectadas. Me gustaría saber lo que ha pensado la muchacha de aquella cara redonda, coronada por un complicado edificio de trenzas y rizos y que se paseaba de un hombro a otro con lentitud presuntuosa. Nunca me había chocado tanto como entonces, por el contraste con la cándida sencillez de Elena, la ridiculez de aquellas maneras y de aquellos adornos.

Lacante hizo que su hija se sentase y le presentó, uno por uno, sus invitados, añadiendo al nombre de cada cual una nota característica destinada a fijar sus recuerdos. Cuando llegó a mí, Elena dijo con presteza:

—A este caballero lo conozco. Es el amigo de Quimper, que tan bueno ha sido conmigo.

Y me ofreció su manita demacrada.

En este momento entró el doctor Muret y se indignó al encontrarla todavía de pie siendo más de las diez. Hubo que ver a Lacante, confuso como un colegial cogido en falta, dándose prisa para llevarse a Elena, a pesar de su pie gotoso, y volviendo la espalda a la cólera del médico. Parecía rejuvenecido con la belleza de su hija.

Cuando volvió, fue unánime y calurosamente felicitado. Gerardo Lautrec improvisó, en honor de Elena, un soneto de rimas sonoras y raras, en el que la comparaba con las vírgenes de las Propilias y rimaba ánfora con canéfora, lo que es rico, nuevo... y no hace daño a nadie.

Máximo de Cosmes a su hermano.

20 de agosto.

Acabo de recibir tu carta y quiero responder sin tardanza a tu afectuosa reprimenda.

Me regañas por mi elección porque hubiera podido hacer un matrimonio mejor. Dí, si quieres, que hubiera podido hacerlo más rico, pero no con tan bella prometida. El matrimonio, para mí, no debe ser un buen negocio, cómodo y fructuoso; el buen matrimonio es aquel en que los corazones se unen, las inteligencias se comprenden y los gustos se adaptan, y esto es lo que sucede con Luciana y conmigo.

Lo que tú piensas sin atreverte a decirlo; lo que yo veo a través de tus precauciones oratorias, es que he debido de dejarme engañar por una ambiciosa coqueta y pobre, que ha creído hacer una excelente presa y que finge el amor para asegurarse una posición. No lo niegues; adivino tu pensamiento a pesar de los velos que le disfrazan... Pero ten en cuenta que conoce la insuficiente medianía de mis recursos actuales y lo incierto de mis lejanas esperanzas, que se reducen a una cátedra en el Colegio de Francia cuando Marignol tenga a bien dejarme la suya.

¿Crees realmente que con su belleza, su juventud, tiene veintitrés años, el nombre honrado de su padre, su ingenio y su talento, necesita representar la comedia del amor para procurarse un marido?

La sospecha es injuriosa y poco agradable para mí. No soy fatuo ni me creo en condiciones de hacer perder la cabeza a las mujeres que encuentro al paso. Pero ¡qué diablo! no soy tampoco un monstruo y no me parece enteramente imposible que una muchacha de talento y de corazón se enamore de un mozo que no es tonto, aunque no tenga la belleza de Apolo ni las gracias perversas de don Juan.

Y, además amigo mío, aun cuando se me probase que Luciana ha querido ante todo asegurarse una posición y un marido de buena voluntad, y que había usado de astucia para pescarme en el anzuelo de su belleza, sería ya tarde para desdecirme, pues he dado mi palabra. Pero tranquilízate; me ama y me prefiere a todos los que la asedian con sus adulaciones. De otro modo, ¿por qué me había de escoger?

Ayer, en casa de la Marquesa de Oreve, donde nos reunimos a festejar la convalecencia de Elena, Luciana deslumbraba. Las demás mujeres parecían comparsas destinadas a hacerla valer y resultaba entre ellas una estrella refulgente. La misma Elena, muy linda, sin embargo, bajo el velo de timidez y de modesto silencio en que se envuelve, se eclipsaba y desaparecía. Nadie puede compararse con Luciana.

Puesto que te divierten mis crónicas, voy a contarte aquella comida en casa de la Marquesa.

La de Oreve tenía a su derecha a Lacante, por supuesto, y a su izquierda a Kisseler, el escultor.

Enfrente de ella, su augusto esposo.

¿Lo conoces? No creo. Un hombre alto y delgado, barba escasa y una cabellera bermeja, muy indisciplinada a pesar de los emplastos de cosmético que tratan de civilizarla. Fuera de esta malignidad de unos pelos rebeldes, el Marqués es feliz. Tiene la nariz aguileña y larga; lo que es eminentemente aristocrático y le llena de satisfacción. Es aficionado a la historia y se pasa la vida rebuscando las antiguas crónicas. Sabe al dedillo las alianzas, buenas y malas, de todas las grandes familias y las juzga soberanamente, para hacer olvidar, sin duda, que él se casó con Leontina Marsh, hija de un fabricante de drogas. Con la cabeza un poco echada hacia atrás y con los ojos ahuevados y vagos, pasea su pensamiento por un pasado tan lejano y ve tan alto en las jerarquías de Príncipes, que no puede ver lo que pasa delante de sus narices. ¡Y deben de haber sucedido unas cosas!...

El Marqués tenía a sus dos lados a la de Grevillois y a Sofía Jansien, y, mientras nos sentábamos, le oí decir:

—En 1590, una señorita La Fertè-Jonchère se casó con un caballero de Grevaulx-Loys, de donde debe de haber salido, después de varias alteraciones de lenguaje, la familia de usted: Grevaulx-Loys... Greville-Loys... Grevillois... ¿Comprende usted?

Lo abandoné a su disertación para ir a sentarme en el extremo de la mesa con la juventud, pues mi escasa importancia social me permite asociarme a ese batallón ligero. No me atreví a sentarme al lado de Luciana, que me había dicho por lo bajo, siempre prudente en su táctica: «No llamemos la atención.»

Gerardo Lautrec tenía el honor de ser su vecino y yo estaba enfrente, sin perder ni un movimiento, ni una expresión, ni un matiz siquiera de sus fisonomías. Acaso me hubieran molestado las solicitudes de Gerardo si Luciana, con una seña y una imperceptible sonrisa, no me hubiera probado que estábamos secretamente unidos.

La conversación versó al principio sobre la literatura y las novelas nuevas. Desde que Lacante es de la Academia, la Marquesa se ha vuelto de una intolerancia feroz para los otros escritores, y su celosa amistad no reconoce el mérito de ninguno. Ni siquiera Loti encuentra gracia con este adorable Bamountcho. Los extranjeros le parecen de una rivalidad menos próxima y son tratados menos severamente. D'Annunzio no sale mal librado. Lacante sonríe con bondad ante esos holocaustos en su honor y defiende a las víctimas con buenas razones un poco flojas. Su equidad natural se deja adormecer por el rumor de esas adulaciones abundantes y locuaces, que no le permiten siquiera desarrollar su opinión. Se resigna e inclina la cabeza bajo el peso de las indiscretas razones que le asesta la inagotable elocuencia de la dueña de la casa, a no ser que el Marqués, molestado por el ruido, no la detenga con un ademán de su larga mano incolora:

—Querida amiga, nos gusta oír hablar a Lacante; permítenos escucharlo.

La primera parte de la comida se consagró a la literatura. Hacia el asado, sin embargo, la conversación se extravió, y dejando los laberintos literarios, hicimos una excursión atrevida hasta las más altas cimas del arte, bajo la dirección de Kisseler. Después, como cediendo a la atracción del vacío, dimos un inmenso chapuzón en el obscuro abismo en que lucha la metafísica contra las religiones, que la desdeñan, y contra la ciencia que la desprecia.

Te hago gracia de los largos rodeos por donde llegamos, de digresión en digresión, al concepto de la divinidad. Kisseler fue también quien inició el asunto con una audaz apología de la belleza plástica que fue como divinizar la forma: la belleza era para él el primer atributo de un dios; y el culto de la belleza, el primer dogma de una religión: la Grecia antigua fue la cuna de la verdadera religión, única digna de conmover a la conciencia humana y de unirla en un culto común, la adoración de la belleza. Gerardo Lautrec trató de espiritualizar la idea mostrándonos en la belleza de la forma la imagen y el símbolo de la belleza moral, única representación de la divinidad. Al oír esto Sofía Jansien, roja como la grana bajo sus ricillos de un negro azabache, preguntó con indignado desprecio cómo era posible que se perdiese el tiempo en definir lo que no existe.

—Nosotros—dijo,—somos nuestros propios dioses, puesto que siempre dotamos a la divinidad de nuestros propios atributos, incluyendo nuestros vicios, como lo prueba la mitología de los griegos.

La Marquesa interpeló a Lacante, que se había limitado hasta entonces a aprobar sucesivamente todas las teorías con la benevolencia ligeramente irónica y con la sonriente indiferencia que opone generalmente a las opiniones ajenas en todo, lo que se refiere a las cuestiones de metafísica religiosa. Es este un terreno en el que se cree maestro y en el que no soporta incursiones extrañas más que con sonriente piedad. Hubiera él preferido no verse obligado a responder, y salió del paso con su habilidad acostumbrada para no herir a nadie.

Desarrolló primero la idea de que para los que consideran el Universo como una fuerza independiente que saca de sí misma todo lo que existe, no es necesaria la hipótesis Dios; y la cuestión de saber si Dios es bueno o justo, bueno o malo, no significa nada.

—Es verdad—añadió—que si no se puede demostrar racionalmente la existencia de Dios, no es absolutamente imposible que exista. Lo prudente es, pues, obrar como si su existencia estuviese demostrada y reconocerlo como fuente de todo el bien que hay en nosotros.

—¿Para qué?—exclamó la impetuosa Sofía, contrariada por aquella hábil balanza entre las diversas opiniones.—¿Para qué ese engaño impuesto a nuestra credulidad? Lo que subleva en las religiones es que hablen en nombre de un Dios que no pueden definir.

Gerardo replicó que la palabra dios expresa justamente lo inexpresable; y yo hice observar que la ciencia usa el mismo procedimiento al emplear ciertas palabras para expresar hipótesis, como el éter y el átomo, lo que facilita la explicación de los fenómenos.

Muy bajo, por deber de conciencia, sin duda, la de Grevillois afirmó que la virtud no existiría sin la creencia en Dios, y esto proporcionó a Kisseler la ocasión de dar una carga furiosa contra las virtudes asalariadas, letras de cambio giradas contra el Padre Eterno.

Y entonces (he querido traerte aquí por este largo rodeo) Luciana, que había guardado hasta entonces un prudente silencio, levantó la linda cabeza y dijo con emoción:

—No es recompensas lo que pedimos a Dios, sino que sea nuestro testigo en el áspero camino de la vida. Necesitamos saber que está presente, invisible y eterno, viendo las injusticias del destino, las violencias que nos imponemos por su gloria, las fatalidades que nos oprimen, nuestras miserias y nuestras virtudes, muchas veces ignoradas de todo el mundo.

Su voz vibraba, brillaban sus ojos, y Lacante la saludaba con gestos amables, más por su asombrosa belleza que por su elocuencia.

—Luciana nos hace ver maravillosamente—dijo con galantería Lacante—una ley fatal de nuestra pobre humanidad, que la conduce a concebir la existencia de Dios como un dogma necesario, mientras es incapaz de establecer racionalmente ese dogma. Este callejón sin salida—añadió riéndose—es el gran infortunio de los filósofos.

Después, dirigiéndose a Elena, que estaba escuchando con profunda atención, le preguntó:

—¿Qué comprendes tú de todo esto, hija mía?

Bajo la transparencia de su piel corrió la llama de rubor. La muchacha bajó los ojos sin responder; pero su cortedad divertía a Lacante, que insistió:

—Vamos a ver, dinos lo que piensas. Una devota como tú debe estar muy enterada de estas cosas. ¿Qué te representa mejor a Dios, la bondad o la belleza?

Elena respondió con gran dulzura:

—¡El amor!

Y tal palabra tuvo un encanto exquisito en aquellos labios inocentes.

Sofía nos echó a perder aquel delicado placer gritando a voz en cuello:

—¡Bravo! ¡Bravo! Esa es la verdad; la verdadera religión es la del amor.

—El amor, hijo de Venus—murmuró el Marqués, a quien aburrían estas cuestiones y buscaba un refugio, habitual para él, en la genealogía.

La Marquesa creyó que debía explicar el pensamiento de Elena.

—Esta niña, señores, sólo ha querido hablar del amor divino y no conoce otro; ¿verdad, querida? En el convento de Bretaña no enseñaron a usted más que a amar a Dios...

—A Dios y a los hombres, señora—respondió Elena con cándida intrepidez y sin echar de ver las sonrisas de todos.

—¡Diablo!—exclamó Kisseler con su brutalidad de siempre;—pido que se agregue a las señoras...

Elena no lo oyó, aturdida por la risa estrepitosa de Sofía, a quien estas bromas gustan extraordinariamente.

Nos levantamos de la mesa al ruido de aquellas carcajadas, y pasamos al salón.

Elena Lacante al Padre Jalavieux.

Agosto.

Señor cura:

Me siento muy culpable y muy ingrata para con usted. Le había prometido darle noticias de mi viaje, de mi llegada a casa de mi padre y de lo que fuera de mí. Han pasado cerca de dos meses y no he cumplido, mi promesa; y aunque pudiera excusarme por haber estado mala, muy mala, según dicen, prefiero acusarme y pedir a usted perdón, para oír en mi corazón aquellas palabras tan dulces que pronunciaba usted después de la confesión de mis faltas: «¡Váyase en paz!»

¡Cuánta necesidad tendría de sus consejos en esta existencia tan nueva! Y no tengo nadie a quien dirigirme, porque nadie me conoce bastante para interesarse por mí. Mi padre es muy bueno, pero necesitaría consejos para agradarle y no me atrevo a pedírselos. Me intimida hasta el extremo, a pesar de su bondad, que excede a todo lo que podía esperar. Me demuestra hasta ternura, y esto es un verdadero prodigio, pues nada he hecho hasta ahora para que me quiera. Creo que se ha aficionado a mí, por los cuidados que me ha prodigado durante mi enfermedad, y que me agradece que viva, como si tuviese yo en ello algún mérito. Si por eso es feliz no debe dar gracias más que a Dios. Por desgracia (y este es un gran secreto que confío a usted) no creo que piense en tal cosa y esto me produce una pena extremada. Según lo que mi ignorancia me permite juzgar, me parece que Dios es para él un asunto de estudios, un problema interesante e insoluble, y no ese Padre lleno de justicia y de amor al que usted me ha enseñado a amar y a temer. Y esta diferencia en el modo de concebir a Dios, la vida eterna, nuestra alma misma, pues todas estas creencias se encadenan, es acaso lo que me hace ser tan tímida al lado de mi padre. Hay entre nosotros una equivocación, más todavía, una dificultad para entendernos, que me hace encontrarme como en país extranjero entre esta sociedad tan inteligente, tan ingeniosa y, según creo, tan sabia. Mis sentimientos no encuentran eco. Todo lo que digo asombra y hace sonreír.

Todo esto viene acaso de mi ignorancia y de que no sé el sentido exacto de las palabras; pero lo que sí veo claramente es que las prácticas religiosas no se usan en París y que el domingo se diferencia poco de los demás días de la semana. Mi padre, sin embargo, es tan bueno, que me permite obrar según mi conciencia, con tal que no le moleste en sus costumbres, lo que es, después de todo, muy natural. ¿Lo creerá usted, señor cura? Lo poco que hago por Dios, discretamente y en silencio, lo hago con más fervor y me proporciona más dulzura por lo mismo que tengo que superar más dificultades. Deseo mucho complacer a mi padre y que me quiera. Piense usted que es el único ser en el mundo a quien puedo consagrar mi vida: ¿qué iba yo a hacer de mi corazón si nadie se cuidase de él?... ¿Lo escandalizo a usted, señor cura? Usted piensa que Dios nos pide ese corazón y esa vida, y que esto es bastante para llenarlos. Pero, se lo ruego a usted, no piense eso. Dios es demasiado grande y yo demasiado pequeña, y necesito intermediarios para elevarme hasta Él, como los peldaños de una escala de amor; pero si mi inteligencia va derecha hacia Él, y no pide más luz; si la fe me basta para creer; mi corazón no podría subir tan alto de un solo vuelo. Siento mi corazón como vacío, y pesado por estar vacío... Es acaso absurdo lo que estoy escribiendo, pero me resiento todavía de esta larga enfermedad, tengo la cabeza débil y no sé cómo van mis pensamientos. Es preciso, pues, perdonarme si digo alguna tontería.

Adiós; escribiré a usted otro día más en detalle mis impresiones sobre la gente que rodea a mi padre. Hasta este momento las mujeres me gustan menos que los hombres... Quiero decir que me desorientan más, porque son realmente de otra especie que las mujeres de Quimper, al menos que las que conocí en casa de mi pobre tía. Aquí, por mucho que las miro, me es imposible saber si son jóvenes o viejas, guapas o feas, buenas o malas, pues tienen un aspecto, que desconcierta, de serlo todo a la vez. En el mismo momento se presentan bajo aspectos enteramente contrarios y la incertidumbre que producen es causa de cierto malestar. He visto, sin embargo, una señorita muy linda a la que desearía querer mucho, pero... Señor cura, borro el "pero" hasta que la conozca mejor.

Adiós, mi bueno y venerado padre, usted me permite, ¿verdad? continuar dándole ese nombre. No olvide usted en sus oraciones a su hija respetuosa,

Elena Lacante.

Máximo a su hermano.

25 de agosto.

Hace unos días llegué a casa de Lacante, como casi siempre, a llevarle algunas notas que me había pedido. Lacante había ido a una reunión del Diario de los Sabios, y no encontré en su despacho más que a Elena, muy ocupada en acabar una carta.

—¿A quién escribe usted con tanta aplicación?—le pregunté sentándome enfrente de ella.

Elena me enseñó el sobre.

—Al padre Jalavieux.

Parece que es el sacerdote que le dio la primera comunión.

—¿Y qué le dice usted que tan largo es? ¿Los pecados mortales?

—No, por cierto. Podían equivocarse de camino y... figúrese usted. Las cartas se pierden algunas veces.

—Enséñeme usted la carta, ¿quiere usted?

—No.

—¿Tan graves secretos escribe usted a ese padre Jalavieux?

Elena titubeó.

—No son precisamente secretos...

—¿Qué son, entonces?

—Cosas de poca importancia, pero dichas en confianza.

—¿No tiene usted bastante confianza en mí para decírmelas?

La muchacha bajó la cabeza sin responder.

Estaba tan linda con aquel aspecto de confusión juvenil y sincera, que quise divertirme en continuar la broma.

—¿No sabe usted que me intereso mucho por su persona, por sus ideas, por sus sentimientos?...

—Sé que es usted muy bueno y que quiere mucho a mi padre. A causa de esto, bien puede usted interesarse por mí.

—A causa de eso y otras muchas razones además, Elena. La quiero a usted ya... como a una hermanita.

—¡Oh! mejor—exclamó la muchacha con cándida alegría.

—En ese caso enséñeme usted su carta como lo haría si tuviese yo la suerte de ser su hermano.

Elena movió la cabeza y se puso grave.

—No... no puedo. Me parece que sería faltar a las consideraciones debidas al señor Jalavieux el admitir un tercero entre los dos sin que él lo sepa.

—He ahí un escrúpulo sutil... Por otra parte, ese señor no lo sabrá.

—¿Qué importa? La ofensa existiría aunque fuese ignorada... Puede que esté yo en un error, pero lo siento así.

Mientras hablaba estaba doblando la carta para meterla en el sobre, y yo me incliné rápidamente y se la quité.

—Ahora—dije poniéndola lejos para que no pudiera cogérmela,—soy dueño de sus secretos de usted, señorita Elena.

Echéme a reír al ver la indignación que había en su mirada por mi audaz atentado, y mientras me reía, mis ojos se fijaron casualmente en esta frase: «He visto una señorita muy linda a la que desearía querer mucho, pero...» Esta última palabra, aunque muy legible todavía, había sido tachada con un rasgo de pluma, y tal circunstancia tomó para mí una singular importancia.

—¿Es a la señorita de Grevillois a la que encuentra usted tan linda?—le dije enseñándole el párrafo de lejos.

—No quiero responder a usted.

Elena parecía enfadada y volvía la cabeza para no verme.

—Si me responde usted, le devolveré la carta.

—Sí, es esa señorita.

Cogió la carta, que le devolví, y se apresuró a meterla en el sobre.

—¿Qué quería decir ese «pero» que ha borrado usted?

—Eso no tiene importancia, puesto que lo he borrado.

—Quisiera saber qué tiene usted que reprochar a esa amable persona.

Elena me miró con fijeza.

—¿Le interesa a usted mucho esa amable persona?

—Lo que me interesa, Elena, es la manera que usted tiene de juzgar las personas... Me gustaría penetrar en su alma, tan secreta y prudente, y aprovecho para ello todas las ocasiones que se presentan...

Una coqueta no hubiera dejado de hacer con este motivo unas cuantas monadas; pero Elena, que es demasiado sencilla y natural, reflexionó unos instantes y me dijo con acento de sincero pesar:

—Quisiera responder a usted; pero no debo, en conciencia. Sería injusto comunicarle una impresión poco favorable, cuando a mí misma me ha parecido bastante precipitada y superficial para no querer atenerme a ella.

Insistí yo, secretamente picado y deseoso de saber qué podía reprochar a mi amada Luciana, pero se negó obstinadamente a responder.

—No, no; estaría muy mal. No insista usted, porque perderá el tiempo.

Vi que, en efecto, sería inútil insistir, pues su cara había tomado una expresión de dulce resolución, contra la cual se veía que no prevaldría ningún esfuerzo.

Y, como se trataba de Luciana, aquella resistencia me mortificó.

—Decididamente, es usted demasiado perfecta, señorita Elena, y su conciencia se alarma demasiado fácilmente... La caridad cristiana gana mucho cuando no se la exhibe con cierta pedantería... Aquí están las notas que deseaba su padre de usted. Sírvase usted entregárselas cuando vuelva.

Saludé y me fui.

Elena hizo un movimiento como para retenerme, pero nada dijo sin embargo.

Y nos separamos enfadados.

Máximo de Cosmes a su hermano.

...Diversos obstáculos me han impedido ir a casa de Lacante durante varios días. Ayer, jueves, día de la comida semanal, me fui temprano para poder hablar con él tranquilamente.

Elena estaba sola en la salita, y me salió al encuentro con expresión de cándida ansiedad.

—¿Todavía enfadado?—me preguntó, y su voz, su mirada, su hermosa mirada, pues no se puede negar que tiene unos ojos admirables, todo, en su joven fisonomía y en su actitud, parecía implorar.

Yo no pude fingir un descontento que tenía ya olvidado, y respondí:

—Nada de eso... ¿Cómo guardar rencor a una niña como usted?

Le dí la mano, la tomó, y antes de que yo pudiera preverlo ni impedirlo, me la besó...

Si te crees que el beso de aquellos lindos y frescos labios me produjo un inmenso placer, te engañas. Ese beso me ocasionó sorpresa y confusión, además del secreto chasco de sentir bajo su candor un sentimiento de inconsciente veneración. Y, ¡qué diablo! si es hermoso el ser venerable, y honroso el ser venerado, con todo, la cosa es, a mi edad, un poco desconsoladora.

Lacante, con gran estupefacción de todos, nos anunció aquella noche que se va a instalar en el campo. Si lo conocieras como yo, comprenderías lo que tiene de revolucionaria esa extraña decisión. Hace mucho tiempo que nos dejaste y que estás corriendo por el mundo de las embajadas, para darte cuenta de la fijeza proverbial de las costumbres de nuestro amigo.

Piensa que nunca ha viajado para no separarse de sus libros y de su mesa.

Aquel espíritu tan curioso se ha condenado a no conocer nada del vasto mundo más que por la lectura y por su maravillosa intuición de las cosas. Así fue que le hicimos repetir varias veces su declaración.

Parece ser que es la Marquesa la que ha provocado esta revolución, que ella sola aprovechará, pues la casita que Lacante ha alquilado en Vaucresson está muy cerca de su «Villa del Lys.» Ha convencido a Lacante de que el aire puro de los bosques es necesario para el completo restablecimiento de Elena, y acaso tiene razón, pues la convaleciente tarda en recobrar sus colores. Este arreglo me agrada desde que he sabido que Luciana y su madre están invitadas para fin del verano en la «Villa del Lys.» La Marquesa quiere que Luciana le haga su retrato en miniatura y dar al mismo tiempo a Elena una amiga joven y distinguida que dispense provisionalmente a Lacante de la necesidad de buscarle una señora de compañía. Todo está habilidosamente combinado en favor de los intereses de la Marquesa, que no puede pasarse sin Lacante.

Es asombrosa la influencia que ha tomado esta mujer sobre un hombre de una inteligencia notable, de una penetración extremadamente sutil y dotado de un sentido tan distinguido de lo delicado y de lo raro. Ella es pesada y ruda, sin conjunto ni elegancia natural. A pesar de los artificios de la modista y del peluquero, sigue ordinaria, tiesa y evidentemente salida de los almacenes de productos químicos de su señor padre. Y su espíritu está en armonía con su cuerpo. Tiene inteligencia, pero vulgar, y sus ideas, que ella quiere presentar como superiores, son todas prestadas y reflejas, no se apoyan en nada personal y sólo descansan en el vacío. Tiene opiniones generalmente extremas, porque se figura que pensar fuera del sentido común es colocarse en la categoría de las almas privilegiadas. Sus juicios son duros e inflexibles, porque su escasa vista no distingue los matices, pero pronuncia sus sentencias en voz baja e indiferente, por haber oído decir que es de buen tono no animarse por nada. Tiene pocos o ningunos principios, y pasa, sin embargo, por haberse mostrado virtuosa en más de una circunstancia. Pero emplea una especie de ostentación en adornarse con la amistad de Lacante, cuyo alcance parece que trata de acentuar.

Y es que así conviene a su vanidad. Con cierta instrucción y alguna memoria, quiere echarlas de ingeniosa, y puedes pensar cuánto contribuye a su reputación la presencia habitual de Lacante y cuánto se la envidian.

Lo más asombroso es que a él le guste, pues no es posible que se haga ilusiones sobre lo que vale la señora. Pero esos demonios de escépticos y de «ironistas» no necesitan ilusión y toman de cada cual lo bueno que tiene, sin ocuparse de lo demás.

Hay varias cosas que le han gustado en la Marquesa de Oreve y alrededor de ella. En primer lugar, la atmósfera de lujo y de elegancia en que vive. Sabes tan bien como yo que Lacante es de una familia de las más modestas y que ha conocido en su juventud la estrechez y las vulgaridades de las existencias necesitadas, la fealdad de los mueblajes de ocasión y el olorcillo de las alcobas demasiado pobladas, en las que se mezclan las emanaciones de las camas con las de la cocina. Ha comido en mesas en que un hule hacía de mantel y en vajillas desportilladas. Fuera ya de la familia y durante las languideces de sus largos comienzos en la república de las letras, ha sufrido trabajos y hasta ayunado, más ávido entonces de libros que de bienestar, aunque llevando en sí mismo, oculto y comprimido, el sentido de las cosas bellas, delicadas y exquisitas.

El prestigio y la influencia encantadora de tales cosas se apoderó de él al entrar en la existencia íntima de los Oreve y en aquella casa de una suntuosidad elegante, en la que sus consejos y su innato buen gusto han introducido refinamientos de arte. Las atenciones de la de Oreve ganaban a sus ojos con estar adornadas de alhajas, de sedas y de encajes y hasta su título de Marquesa tenía como un perfume de polvos «a la maréchale» que le hacían retroceder un siglo, lo que gustaba a su imaginación curiosa del pasado. Puede ser también que lo conquistase el culto entusiasta de la Marquesa y su admiración fecunda en adulaciones, pues los más listos se dejan atrapar por ellas. La vanidad del uno y del otro, aunque desde puntos de vista diferentes, ha podido ser el lazo de esa amistad tan desproporcionada en apariencia. La verdad es, sí, que los afectos más tiernos se cansan algunas veces, la vanidad subsiste siempre por lo mismo que nunca se harta.

¿Se sabe jamás en qué consiste el atractivo de dos seres, el uno hacia el otro? Los mismos que le experimentan no se dan cuenta de ello muchas veces.

También el Marqués ha contribuido a mantener esa rara intimidad. La solemnidad beatífica con que encubre su nulidad, sus manos cuidadas de ocioso, sus pretensiones de resolver las cuestiones de etiqueta diplomática, porque fue en otro tiempo simple agregado a la legación de Berna, y hasta ese pueril conocimiento de las genealogías aristocráticas que le permite jugar con los grandes nombres como un chicuelo con las tabas, todo ese conjunto de necedades divierte a Lacante y completa el decorado.

El Marqués, por su parte, encuentra natural, conveniente y ajustado en todo a las tradiciones, que un literato coma a su mesa, y sea el amigo íntimo de su mujer. La satisfacción que le inspira el espejo cuando contempla en él la palidez aristocrática de su cara, a la que sirven de marco unas patillas escasas pero bien peinadas, su ancha frente y hasta su cabellera bermeja e indisciplinada, no le permiten sospechar nada malo por la familiaridad de Lacante en su casa, y acaso, tiene razón. En todo caso, sería verdaderamente difícil suponer ahora nada incorrecto en tales relaciones.

Elena al Padre Jalavieux.

Septiembre.

Puesto que usted me lo permite, querido y respetable padre, y hasta me lo pide con insistencia, voy a continuar, con toda sinceridad y confianza, el relato de mis impresiones. Debo decirle, ante todo, que procuro adaptarme a sus consejos no juzgando demasiado de prisa a las personas que me rodean.

Tiene usted razón al decir que un cambio brusco de localidad puede producir dos efectos contrarios y casi igualmente peligrosos: o una especie de entusiasmo por la novedad de las cosas y de las personas, o una tristeza que exagera la crítica. Con este último sentimiento es con el que yo tengo que luchar y así lo procuro desde que usted me lo ha advertido.

¡Es todo aquí tan diferente de lo que estaba acostumbrada a ver y a conocer en Quimper!

Y no es que todo fuera allí para mí gozo y dulzura. Usted, señor cura, conocía a mi pobre tía, y aunque no quisiera decir nada que pareciese un reproche a su memoria, sabe, sin embargo, que era severa, y, a veces, hasta un poco gruñona. Detestaba el ruido y el movimiento y me obligaba a estar inmóvil y muda a su lado, cuando tanto hubiera yo querido moverme y hablar. Decía que hay que saber aburrirse, porque la vida no es una expedición de placer.

A pesar de esto, me quería y me cuidaba bien, y como siempre me estaba recordando que yo no tenía madre y que mi padre no se cuidaba de mí, la encontraba muy buena por tenerme a su lado y soportar mis defectos, y estaba tan acostumbrada a ella, a sus maneras un poco rudas y a sus manías, que cuando murió, no sabía qué hacer de mi vida sin ella. También estaba muy hecha a aquellas costumbres tan metódicas: a misa por la mañana, el almuerzo a las diez, la comida a las seis, y entre uno y otra, lo más delicioso del día, que era la merienda de pan y fruta, que se me permitía comer en el jardín, corriendo, saltando y hasta trepando a los árboles, lo que no era muy bonito para una joven.

¡Cómo me gustaba aquel jardín, con sus cuadros de huerta, con sus orlas de flores rodeadas de boj, con sus musgosos y viejos manzanos, sus rosales grandes como árboles y la parra y las campanillas azules que vestían la fachada de la casa! También tenía cariño a aquel destartalado caserón, en el que corrían los ratones por delante del indolente gato, que les dejaba correr.

¡Y qué bien me parecían los amigos de mi tía cada uno en su género! Aquel señor de Tintellier y aquella señora de Rech, empaquetada en su traje de seda granate, y su hermana Malvina, tan sentimental, de cuyos largos «arrepentimientos» se burlaba usted, señor cura, con un poco de malicia, que también me gustaba.

Después había allí la Catedral. ¡Qué a mis anchas me encontraba en su gran nave obscura, tan sonora, por la que corrían ruidos que no se pueden expresar, bajo aquella bóveda alta y misteriosa y entre aquellos severos pilares por los que parecía que circulaban los ángeles! Y los sonidos del órgano que subían, subían, entre nubes de incienso, y parecía que me arrebataban con ellos... ¡Cuánto me agradaba todo aquello! Sólo el recordarlo me conmueve y me ocupo en hablar a usted de esto en vez de describirle mi nueva vida.

Aquí todo ha cambiado, y cada variación que echo de ver es como un muro de olvido que se levanta y me separa de aquellas cosas del tranquilo pasado. No sólo han cambiado el cuadro exterior y las personas, sino también, y sobre todo, la atmósfera en que se agita la gente a mi alrededor y en la que me siento como aturdida de perfumes desconocidos y embriagadores, tan diferentes de los sanos olores de mi ciudad natal, como las esencias en que aquí se impregnan las señoras son distintas del aroma de las violetas y de las rosas. Todo me parece artificial y contrahecho, las figuras, las fisonomías, las actitudes, las conversaciones, los sentimientos... Parece que, aquí, todo el mundo desconfía de la Naturaleza y trabaja para alejarse de ella; y todos viven con tal soltura en estas sutiles complicaciones, que estoy al verlos estupefacta, sin aliento y anonadada. Me cuesta trabajo comprender y no soy comprendida. Tomo en serio simples chistes, y cuando digo con sinceridad lo que me viene en mientes, todos se asombran o se ríen. Hay veces en que parece que me encuentran ingenio, siendo así que, sencillamente, no han comprendido lo que yo quería decir. Este perpetuo error me cansa. He rogado a mi padre que me preste unos cuantos libros de literatura y de historia; cuando esté acostumbrada a los asuntos que son el objeto habitual de la conversación, acaso mi inteligencia será más flexible y más despierta y pareceré menos tonta. Lo malo es aquí (se va usted a reír, señor cura, y, sin embargo, es la verdad), que yo no soy bastante joven. Todas las personas que me rodean saben reír y bromear y como yo no sé, debo de parecer terriblemente fastidiosa. Esto me da pena, porque tengo mucho amor propio, y lo siento además por mi padre. También él, se lo aseguro a usted, es demasiado joven para mí. Físicamente tiene el aspecto bastante aviejado; es grueso, algo cargado de espalda, muy calvo y tiene un cerquillo de cabello blanco que le hace parecer un fraile, mucho más, con una especie de solideo redondo que usa por casa y que completa el parecido. Con sus piernas gotosas, no parece ciertamente un muchacho; pero su sonrisa, la movilidad de su cara, su vivacidad, su calor de vida interior y una llama de pensamiento que le corre de pies a cabeza, le hacen vivir en un instante, más de lo que se vive en Quimper en diez años. No diga usted esto a nadie, señor cura, pero en el primer momento encontré a mi padre más bien feo; ahora, me gusta su cara de tal modo, que creo que no habría otra alguna que me gustase más. ¡Es todo el mundo tan insignificante a su lado!... Ciertamente, tiene el aspecto menos... ¿cómo lo diré? menos padre de familia que el señor Ravenaz, por ejemplo, el mayordomo de cofradía que cantaba tan fuerte en la misa mayor y hacía cantar con él a sus cuatro hijas y siete hijos, todos dóciles a una señal de sus ojos; o que el señor Tintellier, que sólo tiene un hijo, pero que es tan escéptico y no ríe nunca más que con un lado de la boca, de modo que su alegría se parece al esfuerzo de tragar algo amargo y más da lástima que envidia. Mi padre ríe de tan buena gana, no a carcajadas, pero con tal fe e intención, que se toma parte en su alegría aun sin saber por qué. Sus ojos ríen al mismo tiempo que sus labios y las mejillas, la barba y hasta las orejas parece que se divierten a la vez con lo que le hace reír, que es, a veces, un pensamiento que ni siquiera ha dicho. Yo no puedo separar de él la mirada, tanto me interesa y me encanta.

Tiene algunos amigos bastante agradables. Primero, don Máximo de Cosmes, al que vio usted en Quimper y que es el favorito de mi padre. Tiene hermosos ojos (no sé si usted lo repararía), bonitos dientes que se ven mucho, aunque él no trata de enseñarlos, y un carácter que creo en armonía con su cara franca y simpática. Hay otro también que me gusta bastante, porque defiende generalmente ideas que se aproximan a las mías. Mis ideas, señor cura, puede usted figurarse que no son inventadas por mí, pues son las del catecismo y el Evangelio. Las de don Gerardo Lautrec no son tan límpidas, pero son hermosas, sin embargo, y él las sostiene con formas elegantes, con palabras lindas y musicales y con una especie de emoción entusiasta, sin decir nunca nada que me mortifique, mientras que noto en los demás una indiferencia hostil y hasta aversión y desprecio declarados contra todo lo que es más sagrado para mí... Y todavía se contienen por mi causa... He visto a don Máximo hacerles señas y contener en sus labios palabras que iban a decir. Lo más sorprendente es que las mujeres, muchas al menos, hablan exactamente igual que los hombres, con el mismo atrevimiento respecto de todos los asuntos, y acaso, con más violencia todavía.

Con toda esta charla, señor cura, no le he dicho a usted que, hace una semana, estamos instalados en el campo, a unas leguas de París y en un sitio delicioso, rodeado de bosques y praderas. Más bonito sería, sin embargo, si no hubiera tantas casas, pues las hay por todas partes y eso desfigura el paisaje. Más parece esto un arrabal que el campo.

Muy cerca de nosotros, la Marquesa de Oreve, de la que ya he hablado a usted, tiene una hermosa casa, a la que llaman la «Villa del Lys». Aquí se llama así a cualquier casa por pequeña que sea. La nuestra es la «Villa Sol», nombre retumbante y pomposo para tan modesta casita. La verdad es, sin embargo, que está bañada de sol de la mañana a la tarde, lo que parece que es muy bueno para mi salud.

Estoy tan débil todavía, que me cansa el escribir y aquí hago punto, a pesar de todo lo que tengo todavía que decir a usted. Otra vez será.

Bendiga usted a esta su hija, mi buen señor cura, y deséele prudencia y salud.

Elena Lacante.

Máximo a Su hermano.

5 de septiembre.

La de Grevillois y su hija se han instalado en la «Villa del Lys», y Luciana ha bosquejado ya el retrato de la «patrona,» como llamamos a la Marquesa. Creo que está muy parecido, demasiado casi, y preveo que a Luciana le costará trabajo contentar a su modelo. La Marquesa ha manifestado ya cierta discreta indignación ante el boceto.

«Sobre todo, hija mía, cuide usted de no engordarme exageradamente... Sin criticar a usted, creo que me da las proporciones de una nodriza... Creo también (y usted me dispensará, ¿verdad? esta pequeña coquetería) que me hace usted la cara demasiado ancha y demasiado corta... Además, los ojos no están parecidos... Siempre me han dicho que son lo mejor que tengo... Pero usted corregirá todo esto cuando revise mañana su obra... Hace falta tiempo para acostumbrarse al modelo y sólo se ve exactamente a la larga...»

Luciana estaba un poco nerviosa y traté de calmarla como pude durante un corto paseo que hicimos solos para ir a la «Villa Sol». El tiempo estaba hermoso y de una suavidad encantadora. Vagos y finos perfumes embalsamaban el aire, penetraban en los sentidos y ablandaban el corazón, que parecía fundirse en el pecho con una sensación de desvanecerse y de evaporarse en el éter... Era aquello delicioso y hubiera yo querido que Luciana participase de mi encanto, pero seguía nerviosa y despechada.

—Es estúpido—decía—el ser pobre y depender de la primer tonta que se presente... Porque tiene dinero y lo paga, cree tener derecho para decírselo a una todo, a no ahorrarle humillaciones ni críticas, a exasperarla con sus consejos de idiota y a aplastarla bajo la enorme y pesada superioridad de su fortuna... Juventud, ingenio, talento, belleza, todo, absolutamente todo, es juzgado, medido y pesado desdeñosamente por cualquier imbécil encaramado en sus sacos de pesos, desde donde dominan a la despreciada multitud de los pobres diablos de uno y otro sexo...

Mi pobre Luciana tenía los hermosos ojos llenos de lágrimas de cólera mientras lanzaba sus imprecaciones con risa nerviosa y un calor de despecho que denunciaba su humillación.

Yo sufría por ella y tanto como ella, pero le contesté con dulzura y logré hacerle comprender que su resentimiento era excesivo y hasta injusto, pues, al fin, la vanidad de la Marquesa de Oreve no hace daño a nadie más que a ella misma y en modo alguno al artista que la pinta como es. La superioridad del dinero no existe realmente más que para aquellos que la reconocen, e indignarse por ella es un modo de reconocerla. Seamos, pues, orgullosos y permanezcamos libres de todo sentimiento de envidia, de adulación y de cólera, le dije besando sus bonitas manos.

Luciana sonrió débilmente.

—Habla usted como un sabio—me dijo,—pero la cordura es difícil, se lo juro, cuando hay que habérselas con la suficiencia presuntuosa. Quisiera tener esa hermosa filosofía; pero carezco de fuerza de alma, lo confieso, y tengo rencor a la Marquesa por ser rica, única cualidad que es indiscutible. Todo puede ser puesto en duda, la belleza, el mérito, hasta la juventud, puesto que no se tiene en el mundo más que la edad que se representa y los sabios artificios de una mujer de cuarenta años hácenla asemejarse a otra de veinticinco. Solamente la fortuna se pesa y se mide y sólo las cifras tienen una realidad inflexible.

—Lo que se cuenta, se mide o se pesa—contesté;—no vale nada al lado de una sola gota de infinito...

Luciana dejó ver su bella y seductora sonrisa y respondió:

—Lo veo a usted venir: el amor es infinito, ¿verdad?

—Lo es el mío, ciertamente.

—Diga usted el nuestro, Máximo.

Mi amada recobró su alegría y su gracia seductora, Íbamos lentamente por los frondosos senderos del bosque y habíamos olvidado el objeto de nuestro paseo, cuando vimos venir a nuestro encuentro, muy lejos aún, a Elena con Polidora, que no nos habían visto y se detenían de vez en cuando para cortar flores.

—Ahí tiene usted al retoño de Lacante en su elemento—dijo Luciana con un dejo de desdén.

—¿No le gusta a usted, Elena?

—¿Qué quiere usted que le diga? Apenas la conozco... No es más que una chiquilla...

—Si usted quisiera ocuparse de ella con un poco de indulgencia, la sociedad de usted podría serle muy provechosa.

Luciana hizo un gesto que no fue de entusiasmo.

—No sabría qué decirle... Es imposible encontrar dos naturalezas más opuestas que la de la hija de Lacante y la mía. No sabe nada de lo que a mí me interesa... No sabe nada de nada, por otra parte... Me extraña mucho que pueda usted hablar con ella más de diez minutos.

—Pues yo la encuentro encantadora... y rara.

—Rara, ciertamente, pues ese tipo no se encuentra más que en las selvas vírgenes o en las estepas de Bretaña. Que es encantadora... me lo ha dicho usted varias veces...

—Aseguro a usted que me complacería mucho procurando trabar amistad con ella... Ya sabe usted lo que es Lacante para mí.

—¡Hacerme amiga suya!—exclamó.—Enséñeme usted entonces por dónde hay que tomarla.

Estábamos ya muy cerca de Elena, quien nos conoció y nos saludó con un gran ramo que traía en la mano.

—¿De dónde viene usted?—le pregunté.—¿De una santa peregrinación, de una iglesia, de una capilla?

—No acierta usted... He pasado el tiempo de un modo más profano... Vea usted mi cosecha.

Y nos enseñó el ramo.

Polidora, tomando un aspecto de importancia, empezó a decir con algún retintín:

—Venimos de...

Elena se volvió vivamente hacia ella.

—No diga usted nada, Polidora; se lo ruego... Hay que enseñar a don Máximo a no ser curioso.

—Tendré que contar, ciertamente, su fechoría de usted a su señor padre—respondió el ama de gobierno.—Nada me impedirá cumplir con mi deber.

Elena respondió con dulzura:

—Hará usted bien.

Y dirigiéndose a Luciana, le preguntó si le gustaban las flores e hízole admirar las que formaban su ramo...

Mientras tanto hice hablar a Polidora, que muy engallada y con gesto desdeñoso, iba detrás como para separar sistemáticamente su causa de la de Elena. Era evidente que había discordia entre ellas, y como la vieja estaba deseando charlar, no esperó a que yo la preguntase.

—¡Dios mío! No es que esta muchacha sea mala, ¡oh! no; pero es imprudente. Ha sido criada como una salvaje en un país donde no hay civilización... Habla a todo el mundo y hace conocimiento con el primero que se presenta.

—¡Cómo!—exclamé.—Pues parece más bien tímida y más inclinada a callarse que a hablar.

—Sí, aquí, en la buena sociedad... porque conoce que no está en su centro ni a la altura necesaria. Pero en los caminos, no pasa un mendigo ni una paleta sin que arme conversación con ellos. No tiene malicia, ni desconfianza, ni sentimiento alguno de las conveniencias... Por más que le digo: «¡Eso no se hace!» ya está hecho cuando yo hablo... El otro día iba un pobre hombre tirando, con su perro, de una carretilla cargada de chirimbolos, y con la lengua fuera al subir un repecho. Vuelvo la cabeza y ¿qué es lo que veo? La señorita, que iba empujando por detrás con todas sus fuerzas y que siguió así hasta lo alto de la cuesta, por más que le dije. Además le dio todo el dinero que llevaba... No es por el dinero, pues me gusta que las jóvenes tengan la mano abierta, pero las conveniencias...

—¿Y hoy... ha empujado algún otro carro?

—¡Mucho peor!... Figúrese usted que ayer vinieron dos chicos a mendigar a la puerta, y la señorita les dio pan y unos centavos y les hizo hablar. No dije nada, porque su padre estaba allí y lo permitía... Pero hete aquí que esta mañana pide ir a paseo, y en cuanto estamos fuera me dice muy amablemente: «Querida doña Polidora, quisiera ir hacia la Celle-Saint-Cloud, a ver la madre de los dos niños que vinieron ayer; está enferma, tiene muchos hijos, carece de recursos, y qué sé yo cuántas cosas más.» Parecía al oiría, que no había otras miserias en la tierra... «¿Cómo se llama?» le dije. «La Briffarde; vive en el campo Quemado... Vamos allá, ¿verdad? ¿Quiere usted, mi querida doña Polidora?» Porque es mimosa como ninguna, la chiquilla. En fin, le dije: «Vamos,» no queriendo contrariarla. Echamos a andar preguntando el camino de vez en cuando, y por último llegamos a la Celle. «El campo Quemado, me dijo un segador, está allá, en lo bajo del camino. ¿Qué va usted buscando en el campo Quemado? No hay por allí nada bueno.» «Buscamos a una familia de pobres que vive allí.» «Entonces allí la encontrarán ustedes. La mala semilla se encuentra en todas partes.» El tono en que me dijo esto me dio qué pensar. Veo a dos pasos unas mujeres trabajando junto a una puerta, me acerco y pregunto: «¿Vive por aquí la Briffarde?» No tardé mucho en oír más de lo que quería: una perdida, una arrastrada, con toda clase de vicios y miserias. Intento entonces marcharme más que a paso y llevarme a la señorita; pero, que si quieres; ya se había echado a correr sin volver la cabeza y estaba en la perrera, porque no merece otro nombre el agujero en que vive esa mujer con sus crías. Naturalmente, tuve que seguirla y aún tengo levantado el estómago del hedor y de la podredumbre en que se revolcaban aquellos chiquillos y de los guiñapos infectos que servían de cama a la madre.

—¿Pero estaba verdaderamente enferma? ¿No habían mentido los niños?

—Lo estaba y mucho, según creo. Habían dicho la verdad. Los chicos se echaron como lobos sobre las provisiones que llevábamos. ¡Buen día tuvieron, los desgraciados! La madre trató de comer; pero no pudo... Lo que es esa no tiene para mucho tiempo. Pero ¿cree usted, caballero, que es el sitio de la señorita Elena la casa de una mujer así?... Ya sé, ya sé; la caridad... Pero también existen las conveniencias...

Y la tal Polidora se llenaba la boca con esto de «las conveniencias.»

Pensé, sin embargo, como ella, que no sería prudente dejar que Elena volviese a aquel antro, donde podía tener malos encuentros para su inocencia.

Hablaré de esto con Lacante, pues no me atrevería a iniciar con ella la cuestión. Un alma inocente es como las alas de una mariposa, a las que no se osa tocar por miedo de hacer caer el fino polvillo de oro y azul que nada puede reemplazar después. La pureza de un alma virgen realiza la idea que yo me formo de lo divino, es decir, de algo primordial, superior a todo conocimiento, antagónico con la ciencia misma, en una palabra, sublime. Da tristeza el pensar que un día se atentará contra la divina ignorancia. Querría uno colocar para siempre a la joven inocente en un altar, como esas celestiales vírgenes de los Primitivos cuyo colorido deslumbrador y cuya cándida gracia llegan intactos hasta nosotros desde el fondo de los siglos cristianos. Elena tiene el sereno candor de aquellas vírgenes. ¿No te gusta, como a mí, esa valentía y esa misericordia para con la pecadora?

En la «Villa Sol» encontramos a Lacante esperándonos sentado a la sombra del único tilo, y Polidora le contó sin tomar aliento la aventura de la Briffarde y le rogó que prohibiese a Elena volver a casa de aquella mujer de mala vida.

Elena estaba extraordinariamente desolada.

—Pero, ¿y los hijos, papá, qué mal han hecho? ¡Si los hubieseis visto devorar el pan y la carne! Tienen hambre y están hechos jirones... ¡Y la madre está tan enferma! No creo que tenga cura.

—Seguramente que no—exclamó Polidora.—Todo lo que se haga por ella será como no hacer nada.

—Papá, te lo ruego; permíteme al menos que les envíe algún socorro.

—Pero tú quieres arruinarme—dijo Lacante sonriendo y acariciando el cabello de su hija, que estaba arrodillada a su lado en la hierba.

—¿Quieres, verdad?—le dijo Elena besándole la mano.—Estoy segura de que doña Polidora consentirá en volver al campo Quemado.

Pero Polidora, muy ofendida y roja de indignación, declaró secamente que lo que no estaba bien para la señorita no lo estaba para ella y que, por otra parte, no tenía afición ninguna a visitar perdidas.

¿Comprendes a la joven y dulce virtud de Polidora temblando por su pureza?

Elena, muy confusa por haber ocasionado tal algarada, me echó una mirada cuya angustia comprendí en seguida, y me propuse ser el mensajero de su caridad.

Lacante dijo entonces que permitía a Elena volver, acompañada por mí...

—¡Y por mí!—se apresuró a decir Luciana.

Se convino en que iríamos los tres el domingo próximo, y Elena, radiante, nos dio las gracias a Luciana y a mí como si le hubiéramos hecho un rico regalo.

Elena al Padre Jalavieux.

Septiembre.

Me pregunta usted, señor cura, si tengo amigas y cómo son... Todavía no he encontrado ninguna a mi gusto.

Tengo, sin embargo, por vecina a una joven muy guapa, inteligente y artista. La veo con frecuencia, casi todos los días, desde que vivimos en la «Villa Sol». Viene a buscarme, sola o acompañada, para que demos un paseo por los bosques, y creo que la aburro, mientras que ella me intimida, lo que hace que apenas cambiemos palabras y menos aún pensamientos. Encuentra que soy ignorante, lo que es mucha verdad, y que tengo un entendimiento estrecho y limitado, lo que podrá ser cierto sin que yo me dé cuenta de ello. Naturalmente, no me lo dice así en mi cara, porque es muy fina; pero en varias ocasiones en que no se trataba directamente de mí, le he oído expresarse duramente contra las personas demasiado devotas y cuyas prácticas diarias empequeñecen la religión. Sabe usted, sin embargo, señor cura, con cuánta facilidad se cae en la indiferencia cuando se descuida el rezar todos los días. Dios se vuelve entonces como extraño, no se oye ya su voz en el fondo de la conciencia, no se sabe lo que nos manda ni lo que nos prohíbe y, en ese silencio de la voz interior, se flota al azar del humor y de las circunstancias.

Hace un momento, Luciana, así se llama, me ha preguntado de repente, después de andar juntas un gran rato sin decir palabra, si no sentía a Dios presente en el aire puro y libre de los campos, en las frescas enramadas del bosque, en el brillo chispeante del sol y hasta en la delicada pequeñez de los musgos y de las flores lo mismo que en la iglesia.

Le respondí que, en efecto, nada me hace más sensible la presencia de Dios que las inocentes bellezas de la Naturaleza.

—Entonces, ¿por qué le gusta a usted tanto ir a las iglesias?

—Porque allí es donde se realizan los misterios.

Me miró con una especie de asombro y no insistió.

Luciana es creyente, tiene el alma religiosa y habla noblemente de Dios y de las cosas divinas, que ella saborea como artista, más sensible, acaso, al sentimiento un poco vago de lo divino que a una fe precisa y determinada. Piensa que los dogmas estorban al impulso del alma hacia Dios, cuando, por el contrario, son para ella un punto de apoyo sólido que nos impide extraviarnos del camino recto; y porque así se lo digo me encuentra el entendimiento estrecho y limitado. Siento cernerse su desdén sobre mi cabeza y esto me produce una timidez que me cuesta trabajo dominar.

Su madre, la señora Grevillois, es una persona dulce, siempre cansada y sin aliento. Es muy piadosa, pero no del mismo modo que su hija, a la que sólo el respeto impide juzgar a su madre como a mí. Esta excelente persona pasa los días enteros sentada en una butaca junto a la ventana, con un bastidor de tapicería en las rodillas, y, casi sin levantar los ojos, clava la aguja en el cañamazo con una regularidad apacible y mecánica que da sueño. Es viuda, no tiene fortuna y creo que trabaja para ganar dinero. De todas las mujeres que me rodean, ella es la que me inspira más simpatía. Es la única que no se ríe con los chistes del señor Kisseler, un escultor amigo de mi padre, cuyo ingenio hace gracia a todo el mundo. Este señor me disgusta y me parece grosero, acaso porque no le comprendo, pues da a las palabras más sencillas, en apariencia, un sentido particular que hace reír a los hombres y ruborizarse a las señoras, sin perjuicio de reírse también. La de Grevillois permanece seria y con una expresión de placidez, como si no oyera lo que se dice. A la Marquesa de Oreve, por el contrario, le divierten extraordinariamente las ocurrencias del señor Kisseler y, si está callado, lo que es raro, no deja de incitarlo: «Kisseler está triste esta noche... Se conoce que no le inspiramos.»

Y esto basta para inflamar la pólvora. Mi padre dice muchas veces a la de Oreve:

—No lo provoque usted, señora, porque tenemos aquí muchachas esta noche.

Pero ella responde tranquilamente:

—No se apure usted; hay gracias de estado para las jóvenes y no entienden más que lo que deben entender. ¿Verdad, señoritas? Todo es puro para los puros.

Y el señor Kisseler se dispara.

La otra noche tuvo la ocurrencia de parodiar las ceremonias de la Iglesia, el modo de andar, las actitudes y genuflexiones del sacerdote en el altar. Al mismo tiempo murmuraba sílabas raras e incomprensibles, con inflexiones de voz cómicas, resoplidos grotescos y contorsiones extáticas y devotas. Estaba tan gracioso que, a pesar de la repugnancia que me inspiraba aquella farsa burlesca que era una profanación, no podía guardar mi seriedad ante aquella cara mofletuda, aquella nariz arremangada y aquellas muecas de compunción. La risa me retozaba en los labios, y puedo asegurar a usted, señor cura, que contra mi voluntad.

Por la noche, antes de volverse a París en el último tren, esos señores quisieron acompañarnos, a mi padre y a mi, a la «Villa Sol». Mi padre, un poco molestado de la gota, iba apoyado en el brazo de don Máximo. El señor Kisseler revoloteaba y mosconeaba alrededor de nosotros como un gran saltamontes aturdido, y don Gerardo Lautrec iba a mi lado, explicándome como poeta, las bellezas del claro-obscuro, mientras se levantaba en el horizonte una fina luna nueva. Este señor Lautrec es una persona muy agradable, alto, esbelto y rubio. Tiene unos ojos muy brillantes y muy rápidos, con los que parece que recorre el horizonte entero de una ojeada, y creo que su ingenio tiene la misma prontitud que su mirada.

Iba yo muy entretenida con lo que me decía, pero escuchándolo sin responder, intimidada por sus brillantes ojos, que se posaban a veces en mí como un relámpago, y avergonzada por la necedad de mi silencio, cuando el señor Kisseler vino involuntariamente en ayuda de mi torpeza. En una de sus piruetas, puso el pie en falso sobre una piedra, tropezó y se quedó bonitamente sentado en el camino, con el sombrero por un lado y el bastón por el otro. Sin turbarse absolutamente nada, sacó tranquilamente el pañuelo y se puso a enjugarse la frente con expresión satisfecha, como si el sueño de su vida se hubiera realizado al encontrarse allí gozando de un reposo definitivo. La carcajada fue general, pues la flema del señor Kisseler en tal aventura resultó irremisiblemente cómica. Fueron necesarias las instancias de sus amigos, que temían perder el tren, para decidirlo a levantarse del polvo donde estaba sentado y que le cubría la ropa. No fue floja tarea la de sacudírsela para ponerlo presentable.

Máximo a su Hermano.

14 de septiembre.

Ayer, domingo, fui a almorzar a la «Villa Sol» y a ponerme a la disposición de Elena para la visita proyectada a la Briffarde. Lautrec almorzó también en casa de Lacante y se ofreció a acompañarnos al campo Quemado. Luciana, fiel a su promesa, llegó en el momento en que íbamos a ponernos en marcha. Salimos, pues, los cuatro, dando escolta alegremente a un voluminoso cesto lleno de provisiones, con el que cargábamos alternativamente Lautrec y yo.

El tiempo estaba radiante y el calor nos hubiera parecido insoportable si hubiéramos tenido que ir a descubierto por una carretera. Pero atravesamos, por el contrario, un ancho trozo de bosque lleno de quintas con sus jardines floridos, sobre los que notaba el tibio perfume de las resedas, de los heliotropos y de las rosas.

El paseo era delicioso, a pesar del peso del cesto, que nos aserraba el brazo a Gerardo y a mí, torpes para llevarlo a causa de nuestra inexperiencia. Yo propuse aligerarlo haciendo una meriendilla a expensas del contenido, pero esta idea práctica fue acogida con una explosión de indignado desprecio, y las jóvenes, exaltadas, se apoderaron valerosamente del cesto y lo llevaron durante unos cien pasos, después de lo cual volvieron hacia nosotros miradas suplicantes y se dejaron convencer de que debían desistir de su hazaña.

Por fin llegamos.

He aquí el campo Quemado y la miserable cueva en cuyo umbral dos niños llenos de harapos se revuelcan en el polvo como perrillos alegres.

Entramos. Un olor fétido y sofocante se nos coge a la garganta y me basta una mirada para convencerme de que a la enferma le quedan pocas horas de vida.

La imaginación no puede concebir un marco más siniestro para el drama de la muerte: un camastro en una choza; ni eso siquiera, un montón de trapos sórdidos en una cabaña abandonada, podrida y agrietada, en la que, por lástima, se ha dejado instalarse a aquella desgraciada con sus crías, abortos demacrados, medio desnudos, sucios, enmarañados y rabiosos como animales hambrientos que se disputan un hueso. Por fuera, el dulce sol de septiembre, un aroma de hojas maduras, que una ligera brisa trae del bosque, y el puro incienso que exhalan los campos hacia un cielo azul pálido... Dentro, un aliento pestilente de fiebre, un hedor de roña inveterada, exhalaciones rancias, y, en una cama indescriptible, entre trapos sucios que apenas lo cubren, un esqueleto lívido, de arrecido sudor y en el que sólo brillan dos ojos ardientes, feroces, atrevidos, desesperados, dos ojos en cuyo fondo se leen todos los terrores de la muerte y todas las ambiciones de la vida.

Es la Briffarde.

La moribunda pasea por nosotros la espantada interrogación de sus ojos y los fija después en Elena, a la que mira un rato sin decir palabra, ya porque al pronto no la ha conocido, ya porque necesitase reunir sus fuerzas para hablar.

—Ya está usted ahí—dijo en voz baja y bronca.—Creí que no vendría usted.

—Lo había prometido.

—Se dicen esas cosas... y después... si te vi no me acuerdo.

Su voz se debilitó y murmuró, con cólera, sílabas incomprensibles. En seguida exclamó con aliento ahogado:

—Los pequeños... tienen hambre... No hay qué comer... Yo no puedo trabajar.

—No, pobre mujer, está usted todavía muy débil—dijo Elena con dulzura.—He traído para ellos pan y carne, y para usted caldo y vino.

Al mismo tiempo sacó las provisiones del cesto.

—Y aquí tiene usted un poco de dinero—añadió abriendo el portamonedas.

—¡Venga, venga el dinero!—exclamó la enferma, abriendo con ademán de fiera las largas y huesudas manos sacudidas por un calofrío...—¡El dinero! ¡El dinero!

No se calmó hasta que sintió en la mano dos monedas de plata, sobre las cuales se crisparon sus dedos; y, como si el esfuerzo la hubiese aniquilado, sus párpados se cerraron y su aliento anheloso se suspendió un instante.

A todo esto, la hija mayor de la Briffarde, pálida muchachona de unos doce años, estaba repartiendo entre sus hermanos el pan, la carne y unos cuantos coscorrones destinados a reprimir la indiscreta avidez de su apetito, todo esto en medio de un ruido infernal de gritos y llantos.

—Salgamos—me dijo Luciana, sofocada por el hedor de aquella cueva y estremecida de repugnancia. Yo hice seña a Elena de que se acercase.

—Esta mujer se está muriendo—le dije muy bajo.

Elena me miró con espanto y palideció.

—Todavía no, ¿verdad? Todavía no...

Y su voz me suplicaba como si hubiera dependido de mí el prolongar aquella vida expirante.

—Estoy seguro de que le quedan pocos instantes de vida. Si quiere usted evitar el cruel espectáculo de su agonía, no se esté usted aquí.

—¡Oh! no, no es eso lo que temo...

Se aproximó a la moribunda, le cogió la mano, aquella mano a la que una avaricia suprema tenía fuertemente apretada sobre las dos monedas, y la acarició dulcemente.

—¡Pobre mujer! La encuentro a usted hoy muy débil... Los niños deben de fatigarla...

—¡Oh! sí, los arrastrados... Siempre gritando, disputando y pegándose... No puedo con ellos... Mejor estaría en el hospital... pero dejarlos solos...

La voz de Elena continuó con gran dulzura:

—Podríamos colocarlos en alguna parte mientras esté usted enferma... ¿Dónde quiere usted que los metamos? Dígame lo que desea.

La mujer se quedó un rato sin responder, con los ojos fijos y el oído en tensión, como si tratase de penetrar el sentido de las palabras de Elena.

—¿Colocarlos? ¿Los chicos?... ¡Ah! sí, sí quiero... Las niñas con las monjas... de la Celle... Debe de costar caro... Los dos pequeños al Asilo, o en casa del padre Boussel, en Auteuil... ¿Sabe usted?

Elena prometió ocuparse de todo aquello, y yo admiré la ingeniosa gracia de aquel corazón de quince años tratando de arrancar a una madre, sin que ella lo sospechase, su última voluntad sobre los que iba a dejar huérfanos.

Me estaba ahogando en aquel aire pestilente y salí a reunirme con Luciana y Gerardo. Como ellos, aspiré con delicia el poco de aire puro que caía de las alturas del bosque al campo Quemado.

Elena, mientras tanto, seguía inclinada sobre aquel semicadáver, cuyo pecho huesudo estaba sacudido por un hipo siniestro. Había echado un poco de vino en una taza desportillada, y con el brazo alrededor del cuerpo de la Briffarde, estaba humedeciendo sus secos labios.

La mujer aceptaba aquellos cuidados como había aceptado las limosnas, sin dar las gracias y como cosa debida.

Los niños se habían diseminado por el campo, adonde los había enviado Luciana a cortar amapolas.

No quedaba en la choza más que la hija mayor, sentada en una piedra que servía de mesa y de banco. Sus ojos, pálidos y sin expresión, nos miraban obstinadamente a través de los mechones de cabello y detallaban de pies a cabeza el traje de Luciana, indiferentes, al parecer, al gemido casi continuo de la moribunda.

En el silencio de la choza, llegaba hasta nosotros la voz de Elena:

—¿Vienen alguna vez a visitarla a usted las hermanas de la Celle?

—Cuando tienen tiempo... muy de tarde en tarde...

—¿Y el señor cura, viene alguna vez?

La mujer exclamó duramente:

—¿El cura?... No, por cierto... A ese ni lo conozco.

—Estoy segura de que vendría si usted quisiera verlo.

—¿Para qué?—Hizo un movimiento brusco de protesta y cayó pesadamente, sin poder incorporarse.—¿Qué iba a hacer aquí el cura?... No quiero sotanas ni hombres negros a mi alrededor.

Elena respondió con voz temblorosa:

—Pues le diría a usted cosas consoladoras y palabras dulces y buenas.

—¡Palabras!... ¿De qué sirven las palabras y las frases?... Lo que yo necesito es que me curen... y el cura no puede hacerlo... El cura no es Dios...

—No es Dios, pero se dirige a Él y le reza...

—¡Oraciones!... Simplezas... Eso es lo que saben hacer... Hay quien los quiere; pero no... Si hay un Dios, tendrá otra cosa que hacer que ocuparse de mí, según parece... Puede jactarse de haberme hecho dura la vida, el tal Dios... ¿Por qué hay pobres como yo y ricos que no carecen de nada? Cuando oigo a los chicos aullar de hambre, ¿cree usted que tengo ganas de dar las gracias a ese Dios?

La moribunda se incorporó entonces, desgreñada, medio desnuda, con los hombros de esqueleto descubiertos, y sus ojos despedían llamas mientras sus labios, contraídos, se retorcían en una mueca espantosa. Elena retrocedió instintivamente.

—Dígale usted que deje a esa mujer agonizar en paz—murmuró Luciana a mi oído.—Hace mal en atormentarla así.

Yo también pensaba que Elena hacía mal. Sus esfuerzos por despertar la conciencia de la moribunda, por conmover su corazón e inspirarle mejores sentimientos, me parecían a la vez crueles y patéticos. ¿Para qué perturbar a aquella miserable bestia humana en su lucha suprema contra la disgregación? ¿Para qué exponerse a hacerla ver el negro abismo en el que estaba ya medio caída?

Me aproximé a Elena y traté de llevármela.

—Venga usted—le dije,—y deje a esta mujer agonizar en paz. Vámonos.

La muchacha hizo un movimiento para seguirme; pero una fuerza, mayor que toda repugnancia y que todo consejo, la aproximó al camastro y triunfó de la repugnancia y del horror que, por un instante, la había dominado.

Puso otra vez la mano en la de la moribunda, humedecida por un sudor glacial, y le dijo tiernamente:

—¡Cuánto sufre usted! Quisiera, antes de marcharme, que rogásemos juntas a Dios, pues yo creo en Él y lo amo.

La mujer dejó ver una risa sarcástica, y aquella risa, cortada por el hipo de la muerte, resultó horrible.

—Usted lo ama porque tiene razones para ello... ¡Yo, no!

—Siempre tenemos razones para amar a nuestro padre, y Dios lo es para los que le ruegan, para los que tienen confianza en Él, y le piden perdón por sus faltas... ¿Quién será el que no lo haya ofendido mil veces? Una sola palabra de arrepentimiento puede obtenernos su perdón... Usted lo sabe, ¿verdad? pues se lo han enseñado en el catecismo...

—Allá, en tiempos... sí, como a los demás.

—Entonces creía usted en Dios...

—Es posible... Cuando una es joven cree todo lo que le cuentan... pero después todo varía... Ya no creo en nada... Esas son historias para divertir a los pobres.

Volvió los ojos irritados hacia la puerta, en la que estábamos apoyados Gerardo y yo, y dijo:

—Oiga usted; pregunte a esos señores si van a misa.

—¡Yo sí voy!—dijo Gerardo.

—¿Y a confesarse?... ¡Bah! Eso es bueno para los desgraciados... para cerrarles la boca cuando la miseria les hace gritar demasiado fuerte... Dios, los curas y los ricos, se entienden muy bien... Yo no quiero cura... no quiero... He jurado que ninguno se acercaría a mí... y quiero cumplir mi promesa...

—¿A quién ha hecho usted tal promesa, pobre mujer?

—¿A quién?...

Estúvose un buen rato sin responder y dijo después bruscamente:

—El que me hizo jurar eso fue el padre de mi hijo más pequeño.

—¿Y dónde está el padre?—preguntó cándidamente Elena.

--- ¿Dónde está?... ¡Qué sé yo!... Se marchó hace muchos meses... Desde entonces estoy enferma...

Su palabra, entrecortada por las sofocaciones, se iba haciendo incomprensible.

—¿No guarda usted rencor al padre de ese niño? Dígame que le perdona.

—Hay veces que si lo atrapara por mi cuenta, al miserable...

Intentó un gesto de amenaza, pero no pudo levantar la mano, que se crispó bajo los harapos que la cubrían en parte.

Después siguió diciendo con voz vacilante:

—Otras veces... otras veces...

Y parecía buscar penosamente los jirones de su pensamiento fugitivo.

—Otras veces—dijo dulcemente Elena, inclinada hacia los fétidos harapos,—recuerda usted el tiempo en que se le enseñaba esta hermosa oración: «Dios mío, perdónanos, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.»

La Briffarde volvió hacia ella aquellos ojos que se apagaban, y sus facciones contraídas tomaron una expresión de paz. Sus labios resecos se entreabrieron, y, como un soplo, dejaron pasar la palabra: «Perdón...» Desde las profundidades del pecho subió a la garganta un estertor que se detuvo de repente. En aquellos ojos, ya fijos, aparecieron dos lágrimas sin rebosar de los párpados y se reabsorbieron lentamente, como el agua en una tierra árida.

Me aproximé a Elena y la así la mano.

—¡Se acabó!—dije.—Ahora venga usted.

—Hay que cerrarle los ojos—respondió Gerardo, que estaba a mi lado y cumplió ese piadoso deber.

Elena se levantó sin resistencia y me siguió.

En el campo se oía reír a los niños pequeños, que estaban jugando al escondite, mientras el mayor se pegaba con otro chico de su edad.

—¡Vámonos pronto!—exclamó Luciana estremeciéndose.—¡Es horrible la muerte!...

Elena me miraba indecisa.

—Los niños... ¿Qué hacemos? ¿Dejarlos solos con su madre muerta?

—Voy a avisar a los vecinos. Espéreme usted.

Luciana, impaciente por dejar aquel fúnebre lugar, vino conmigo hasta la casa más próxima, donde había dos mujeres trabajando junto a una ventana abierta.

—Por fin se ha muerto—dijo una de ellas cuando le noticié la muerte de la Briffarde.

—No se ha perdido mucho—respondió la otra; una morenilla bastante fresca.

—Con todo, caballero, la muerte es siempre alguna cosa, ¿no es verdad?

Creí que debía apoyar ese sencillo sentimiento y añadí que aquella muerte era triste a causa de los niños.

—¡Bah! Para el socorro y los buenos consejos que les daba—respondió la morena,—puede que sea mejor que esté donde está.

—No se les puede dejar solos con el cadáver—indiqué yo.

—Claro está que no... Allá voy... Tú, Aniceta, corre a la Celle y advierte a la hermana y al cura, para el entierro. Bueno es que esos chicos vean a su madre pasar por la iglesia antes de irse a la tierra.

La buena mujer puso en orden las calcetas que estaba zurciendo, me siguió y no dejó de hablarme de las fechorías de la pobre Briffarde.

—No tenía nada de buena... Sin los chiquillos, que pedían limosna por los caminos, todos se hubieran muerto de hambre, porque usted comprende que la caridad de los vecinos no basta para tapar tantas bocas... Además, la tal Briffarde no tenía nada de cómoda... Una salvaje, caballero, una leona... Las monjas de la Celle casi no podían con ella...

Y yo iba pensando en el cándido apostolado de Elena y en su paciente dulzura, que había triunfado al fin de la rudeza de aquella miserable criatura y de su desesperada impenitencia. Una palabra de misericordia y de ruego había encontrado el camino de su corazón, enternecido su último suspiro y desarmado un poco su áspero y furioso rencor.

No era, acaso, el arrepentimiento lo que se había despertado en su alma, sino una turbación precursora; y la miserable pecadora no habría comparecido con la blasfemia en los labios y la ira en el corazón ante el Juez infalible en quien Elena tiene fe.

Fuera de la fúnebre choza, y sentados juntos en un haz de leña verde, recogido por los chicos en el bosque, estaban Elena y Gerardo hablando en voz baja.

En el campo habían cesado los gritos y los juegos y remaba un trágico silencio.

En el interior, los muchachos, agrupados en un rincón, estaban llorando con llamadas monótonas y, en cierto modo, mecánicas: «Mamá... mamá...» entrecortadas por sollozos en los que la conmoción nerviosa, el asombro y el terror tenían tanta parte como el desconsuelo. La mayor habíase sentado de nuevo en la piedra y tenía en la falda al más pequeño, al que daba golpes intermitentes para hacerle estarse quieto. Un niño de tres o cuatro años había cogido el resto del pan blanco llevado por Elena y lo estaba babeando concienzudamente al tratar de morderlo sin partir; pero el mayor lo vio e interrumpió su cantinela llorosa para quitárselo, y reforzó vigorosamente este acto de justicia con un coscorrón en la cabeza del delincuente, después de lo cual secó el zoquete con un jirón que le colgaba de la manga.

En esto entró la amable vecina, echó una ojeada al descarnado esqueleto cuyas angulosas formas dejaban adivinar los trapos que la cubrían. La cara parecía como fundida y achicada, pues la nariz afilada y las sienes hundidas dibujaban duramente sus líneas, y los párpados cerrados le daban una expresión de augusta calma y revelaban una belleza desaparecida hacía mucho tiempo.

—¡Esta mujer no tenía treinta y cinco años, caballero!... ¡Vea usted lo que queda de ella!... ¡Vamos! A callar—exclamó volviéndose hacia los chicos;—no se debe hacer ruido al lado de los muertos... Y además, por mucho que la llaméis, no ha de volver... Arregladme todos esos trapajos... Y tú, Eudosia, que eres la mayor, lava la cara a tus hermanos, para que no estén asquerosos cuando venga el cura.

Luciana me suplicó que nos fuésemos, alterada de nerviosa impaciencia por escaparse de aquella atmósfera de muerte.

—Es tarde, y su padre de usted estará inquieto—dije a Elena, que se levantó en seguida.

La última mirada a la difunta, unas cuantas palabras dulces a los niños, con promesa de volver a verlos, y hétenos en marcha por la creciente sombra que invade el camino.

Gerardo iba al lado de Elena e inclinaba graciosamente la cabeza hacia atrás, como para verla andar.

Y Luciana, cuya alegría iba renaciendo a medida que nos alejábamos del campo Quemado, le preguntó riendo:

—¿Qué busca usted en la espalda de Elena?

—Quiero ver si le brotan las alas.

Elena, muy absorta en sus pensamientos, no oyó nada de esto.

Y Luciana siguió diciendo a media voz:

—Me parece un poco formalista, este ángel... Su implacable caridad me ha dado calofríos... ¿Le gustaría a usted, cuando estuviera luchando con una enfermedad, que vinieran a decirle con la mejor intención del mundo?: «Hermano, hay que morir; ha llegado la hora...» ¿Le gustaría a usted que le presentasen, ante los ojos alucinados por la fiebre, el espectro espantoso de la muerte en el fondo de un negro agujero?

—¿Por qué no, si la voz que me advertía era dulce y el corazón tierno?

—Pues yo pido que me dejen morir con la ilusión de la vida.

—Y yo—exclamé—pido que deje usted a un lado esos crespones fúnebres y esos trágicos deseos para gozar en paz de su juventud y de la fiesta de esta hermosa noche que nos ofrece la benévola Naturaleza...

¡Qué bonita estaba Luciana y qué resplandeciente de vida, en la radiación oblicua del sol al esconderse detrás de la movible cortina de los bosques! Había como un nimbo de oro en torno de su frente. Los pájaros revoloteaban cantando su canción de la tarde, y poco a poco se iban desvaneciendo las impresiones siniestras que traíamos del campo Quemado. Como entrábamos en lo más espeso del bosque y el sendero era allí estrecho, dejé a Gerardo que se adelantase con Elena y retuve detrás a Luciana. ¿Fue aquella visión de la muerte lo que había rozado nuestras vidas? ¿Fue la dulzura embriagadora de la resplandeciente Naturaleza lo que dio un impulso más fuerte a la avidez de vivir y de ser feliz que yace en nosotros? Lo cierto es que sentí un extremado enternecimiento al ver a mi lado a aquella hermosa criatura en todo el esplendor de la juventud, de la gracia y de la fuerza, y que debía ser mía. Rodeé con el brazo su talle, y, teniéndola muy cerca, le dije bajito:

—¿Me ama usted?... ¡Yo la adoro!...

No sé qué la preocupaba e ignoro si me oyó, pues no se dignó responderme... Después de largo rato de distracción, acabó por decir:

—¿Me ha hablado usted?... ¿Qué me decía?

El encanto estaba roto. Retiré el brazo, me separé de ella y respondí:

—¿Yo? nada... Usted sueña... ¿Qué puedo tener que decirle?

—Me pareció... ¡Vaya! ¡Ya está usted enfadado!

—Nada de eso... Usted es linda, el tiempo hermoso y el bosque está perfumado, ¿qué más puedo yo pedir?

Mirábala yo de reojo, de vez en cuando, y la veía andar, tiesa y orgullosa, sin volver ni una vez la cabeza hacia mí, y con los ojos fijos en la joven pareja que iba delante de nosotros y que parecía hablar con animación. Pensé entonces que, al verlos tan interesados el uno por el otro, comparaba tristemente su entusiasmo con nuestro silencio de enfado, y este pensamiento me conmovió.

—Querida Luciana... he debido comprender que esta expedición la ha puesto a usted nerviosa y que su rigor no era más que un efecto del cansancio... No he debido guardarle a usted rencor...

—Luego, quiere usted decir que me lo guardaba usted—respondió en tono más dulce, pero con cierta expresión de aburrimiento.—La verdad es que este paseo me ha hecho daño y que no me falta nada para llorar.

Y su voz temblaba, en efecto, lo que acabó de enternecerme.

—Luciana mía—exclamé,—si la he disgustado a usted, le pido perdón... Y, sobre todo, no llore, pues no podría resistir sus lágrimas, y no sé qué me impediría colgarme de la rama más alta de ese roble.

—Excelente medio de arreglar de una vez nuestras querellas—dijo Luciana riendo.

Después se adelantó hasta alcanzar a Elena y a Gerardo, y añadió en voz alta:

—Señor Lautrec, usted, que es alto, ¿quiere alcanzarme esa rama de madreselva?

Gerardo se volvió al oír su nombre y se apresuró a cortar y ofrecer a Luciana la rama de madreselva que estaba enredada en el mismo árbol en que había yo dicho que podría ahorcarme.

—¿Es para darme un disgusto para lo que ha recurrido usted a Gerardo a fin de que le diese esa flor?—pregunté a Luciana.

—Ha sido para ofrecérsela a usted, caballero—respondió poniéndomela en el ojal.

Su mal humor parecía disipado y Luciana sonreía embriagándome con su mirada y con el ligero aliento de sus labios. Besé aquellos finos dedos que me condecoraban con tanta gracia, y se firmó la paz.

Sin embargo, me ha quedado de aquel día un vago e inquieto malestar. ¿Qué hay en Luciana que no puedo definir?... De los rincones inexplorados de su alma surgen, a veces, como relámpagos, unos rayos fugitivos que me dejan vislumbrar su misterio, y se apagan después sin que se haya determinado nada preciso. De esos resplandores furtivos en el alma impenetrable de mi amada me queda un temor lleno de atractivo y como un deslumbramiento doloroso.

Elena al Padre Jalavieux.

Septiembre.

Otra vez ya, mi buen señor cura. Debe usted de pensar que me doy demasiada importancia y que invado un poco su descanso. Pero ¿es mía toda la culpa? ¿No me anima mucho la bondad de usted?

Hoy le escribo teniendo en el corazón un gran peso de cuidados y de emociones.

Mi padre acaba de estar muy enfermo, señor cura. La otra mañana se puso de repente muy pálido, su vista se quedó fija y turbia y perdió el conocimiento. Durante unos minutos, que me parecieron siglos, estuvo como muerto, caído en su butaca, inerte e insensible a nuestros cuidados y a los gritos de doña Polidora... En esos instantes han pasado por mi mente horribles pensamientos...

Cuando por fin abrió los ojos y me vio toda temblorosa a su lado, sus pobres labios azulados se esforzaron por sonreír, y sus primeras palabras fueron para darme una broma, lo que prueba que su espíritu no se había extraviado muy lejos de nosotros y que había vuelto, con el primer aliento, a entrar en sus moradas de costumbre: «¿Me creías ya muerto, juzgado y condenado, mi querida devota?... Ea, no te entristezcas; otra vez será.»

Esperaba tranquilizarme con ese tono jocoso, pero en su cara, pálida y un poco contraída era tan doloroso el esfuerzo para sonreír, que no pude contener las lágrimas.

Mi padre me alargó la mano, torpe y pesada, y me dijo con una especie de melancólico asombro:

—Pero, entonces, ¿me quieres?...

¡Lo dudaba, después de las bondades que tiene para mí continuamente!

Cubrí de besos aquella mano que estrechaba la mía con una presión todavía muy débil, y le respondí desde el fondo de mi corazón:

—¿A quién he de querer en este mundo sino a ti?

Creí leer en sus facciones el paso fugitivo de un ligero enternecimiento; pero después, y a medida que se disipaban rápidamente las nubes del síncope, se volvía a encender la malicia de la mirada en sus pupilas todavía turbias, y me dijo en su tono ordinario:

—¿Que a quién habéis de querer?... ¡Vaya, vaya! señorita Elena, ¿es usted sincera?... Creí que ese corazoncito era más pronto en conmoverse... y esperaba...

—¿Qué, papá?

Su viva y penetrante mirada me traspasó, en cierto modo, de parte a parte, y escudriñó todos los repliegues de mi alma antes de responder:

—Si esos ojos mintieren, habría que desistir de la verdad... Ya hablaremos de esto otro día, hijita. En este momento, lo mejor que puedo hacer es descansar... Sobre todo, no te agites; la muerte es poca cosa, ¿sabes? Un síncope como éste, un poco más largo, y ya estaba... No hay que formarse espantajos...

¡Ay!... Yo también pensaba lo mismo: un síncope un poco más largo sería la muerte, y temblaba de espanto pensando en el despertar, en el temible despertar en la otra vida...

Y no me atreví a decir nada.

Me faltó el valor y me callé cobardemente.

¿Por qué no está usted a mi lado, querido señor cura, para acallar mi remordimiento y aconsejar a mi buena aunque incierta voluntad, tan fácilmente extraviada en mis pensamientos?

Me siento tan débil, tan desarmada ante un hombre como mi padre, que ha vivido, estudiado y reflexionado tanto...

Creo que el lenguaje humano no tiene palabras para demostrar los misterios, y el pensamiento de poner mi ignorancia enfrente de la sabiduría y la ciencia de mi padre me parece un orgullo insoportable.

Y, sin embargo, ¿es bastante rezar en el secreto de mi corazón? ¿Es bastante? Dígamelo usted, mi buen señor cura.

Máximo a su hermano.

6 de octubre.

Lacante acaba de pasar una crisis que nos ha asustado un poco. Hace dos días recibí un telegrama de Elena advirtiéndome que su padre estaba enfermo y rogándome que llevase un médico.

Correr a casa de Muret y llevármelo a la «Villa Sol», fue cuestión de una hora.

Cuando llegamos, la crisis había terminado y encontramos a Lacante acostado por orden de su hija y bromeando agradablemente.

El doctor no encontró nada alarmante por el momento y prescribió un régimen que Lacante no seguirá, por desgracia.

Cuando Muret se marchó, después de haber ordenado un reposo absoluto y elogiando mucho a Elena por su sangre fría y por la prudencia de sus cuidados, fui a buscarla al jardinito, donde estaba sentada en el sillón habitual de su padre, a la sombra del tilo y en una postura un poco caída. Sus ojos hundidos y su palidez atestiguaban su emoción. A pesar de la expresión de tristeza que la envolvía por entero, los rayos del sol que se filtraban por el ramaje, ponían un nimbo de oro en torno de aquella fisonomía cándida y doliente.

Corté unas violetas y se las di con palabras de ánimo, a las que ella respondió con una débil sonrisa.

Me senté al lado suyo, penetrado de compasión. ¡La comprendía, la adivinaba tan bien!... ¿No había visto, hacía poco tiempo, al lado de la cama de la mendiga, a aquella criatura delicada, tan pronto confundida por una mirada, tan propensa a turbarse, tan tierna, desplegar una energía moral y una firmeza que llegaron a parecerme hasta duras, para arrancar a una pecadora al peligro de una muerte inconsciente, que hubiera sido para su fe la muerte sin perdón, la muerte eterna? Por muy extraño que yo fuese a sus creencias, la había comprendido y había admirado su fe robusta y activa y aquel imperioso sentimiento del deber que podía más que sus timideces y hasta que su compasión.

Y entonces también la adivinaba.

Comprendía su sufrimiento y su espanto al ver a su padre inanimado, y mi piedad por aquel débil corazón de niña, estaba impregnada de ternura. ¿Por qué el aspecto de la muerte predispone el corazón a esos enternecimientos? ¿Será que buscamos por instinto un refugio contra el aniquilamiento final? ¿Será que las fibras más profundas del ser se conmueven a la vez y vibran al unísono al contacto de la formidable enemiga?

Tenía yo un deseo apasionado de decir a Elena:

—Te he comprendido, alma piadosa y tierna. Por descreído que yo sea a los ojos de tu fe, he sentido y comprendo tu divina caridad. Nuestras inteligencias son diferentes y las influencias que han presidido a nuestro desarrollo han sido opuestas; hay, sin embargo, un punto en el que nos entenderemos siempre, y es el amor a la pobre humanidad, condenada al dolor y a la muerte.

Mientras yo me dirigía este monólogo, Elena mordisqueaba las violetas que yo le había dado y nuestros pensamientos se encontraban.

—¿Usted no cree?—me preguntó tristemente.

—Creo, por el contrario, en muchas cosas hermosas... en la bondad... en la ciencia... en la...

Elena me interrumpió:

—Hay un nombre que lo resume todo, ¿y no lo dice usted?

—Es que quisiera comprender...

—¿Comprenderlo todo?—me preguntó.—¿Es eso posible? ¿Cree usted que todo se puede explicar?

Yo no quería ni afligirla ni discutir.

—No—respondí;—las cosas de la fe, no. A esas se llega por el corazón.

—¡Oh! ¡Cuánta razón tiene usted!—exclamó con mirada brillante.

—Ya ve usted que no estamos lejos de entendernos—dije sonriendo.—Si usted quisiera que hablásemos así algunas veces, acabaríamos por ser de la misma opinión.

—Sí... usted me enseñaría a pensar...

—¡Oh! Para eso aténgase usted a su catecismo, Elena... He lamentado muchas veces que esté usted aquí expuesta a oír discursos que hieren sus creencias... Si alguna palabra mía lo ha hecho alguna vez, pido a usted de todo corazón que me perdone. Me acusaría siempre de haber cambiado en algo las ideas que le han hecho a usted ser lo que es.

Recordé que su padre dijo un día lo mismo delante de mí.

Elena sonrió y dijo:

—No tema usted; lo que ha entrado una vez en el corazón ya no sale.

Máximo a su hermano.

8 de octubre.

Ayer, día de la comida semanal en casa de Lacante, llegó Kisseler reventando de gozo. Acababa de saber una fea historia de uno de nuestros hombres políticos más visibles, favorito del Ministerio y en condiciones de ser ministro de un día a otro. Naturalmente, todos se esfuerzan por echar tierra al escándalo, y lo lograrán: testigos sobornados, supresión parcial del sumario, jueces bien elegidos, nada se omitirá para conseguir que se evite el proceso. Desde el punto de vista político, pues, las consecuencias serán nulas, por el momento al menos. Pero los detalles son curiosos e irresistiblemente cómicos para un cínico como este diablo de Kisseler.

Apenas entró, estando todos ya a la mesa, pues, según costumbre, llegaba tarde, empezó a contar la cosa con una gracia, con una mímica y con un lujo de detalles verdaderamente chistosos.

Desde las primeras palabras, Lacante le mostró con una seña a Elena, sentada enfrente de él, y Kisseler afirmó que sería prudente y que velaría su relato. Lo veló, en efecto, pero con un velo tan extrañamente plegado, que no hacía más que añadir un incentivo más a la brutal aventura.

Yo no podía menos de mirar a Elena, tan joven, tan inocente, entre todos aquellos hombres excitados y retorcidos de risa. Éramos siete, sin contar la Marquesa de Oreve.

Luciana y su madre no habían venido, afortunadamente, y Elena parecía entre nosotros como una hermosa azucena surgiendo de un lodazal. De vez en cuando dirigía a su padre una seña de amistad con un ligero gesto que quería decir claramente: «¡Qué fastidioso es ver reír a los demás cuando no se sabe de qué se ríen!»

¡Cuánto le agradecía yo el que no comprendiese, y cómo me felicitaba por la ausencia de Luciana, que, más madura en la atmósfera parisiense, hubiera ciertamente comprendido! Creo que en este caso hubiera tirado a Kisseler por la ventana...

Cuando todos se marcharon y Elena se metió en su cuarto, me quedé fumando un cigarro con Lacante para esperar la hora del tren.

Lacante estaba preocupado y tocaba el tambor nerviosamente con los dedos en la mesa. Por fin dio un suspiro y dijo:

—Tendré que separarme de mis amigos o de mi hija.

Y después de una pausa añadió:

—Es duro, a mi edad, romper con unas amistades de cuarenta años.

—Kisseler es incorregible e incomprensible, es verdad... Los demás tienen más tacto.

—¿Cree usted eso?... Hay discusiones de ciencia y de filosofía que ofrecen iguales o mayores peligros que las enormidades de Kisseler para un entendimiento joven y cándido como el de Elena. ¿Le parece a usted que ha comprendido ni una palabra de toda esa grosera historia?... Como si la hubieran contado en chino. Mientras que la sequedad de la duda que se introduce en esa tierna naturaleza substituye a la cándida fe que es su fuerza y su gracia...

Y Lacante levantó las manos y las dejó caer, como si viese ya pulverizado todo el edificio de fuerza mística.

—Admito—dijo,—que Elena no entiende las obscenidades de Kisseler, pero así como el oído se acostumbra a los sonidos de una lengua extranjera y acaba por comprender su significación, ¿no teme usted que?...

—¿Que sepa pronto más de lo necesario? Sí, sin duda.

—Es verdad—dije no sin malicia,—que le he oído a usted en otro tiempo expresar la opinión de que no es prudente dejar a las jóvenes en la ignorancia de las necesidades de la vida y que los padres asumen así una gran responsabilidad cuando llega el momento de elegir su destino.

—Aquellas eran teorías y frases de solterón—dijo moviendo la cabeza.—Solamente sabe el precio de la pureza el que ha podido penetrar hasta el fondo el alma de una virgen. Toda iniciación que no sea la del amor es un sacrilegio. Sí, sólo el amor tiene derecho a revelar los misterios...

Reflexionó unos instantes y siguió diciendo:

—Habría que casar a Elena. Podría ciertamente sacrificarle Kisseler y mucho más; pero soy viejo, amigo mío, y he recibido hace poco una dura advertencia, y debo asegurar el porvenir de esa pobre niña. Tiene algunos bienes, a los que se añadirán después los míos; es bonita y tiene bastantes cualidades para que no le falten los partidos.

—Es deliciosa—exclamé.

Lacante fijó en mí sus ojillos grises y penetrantes y yo bajé la cabeza.

Después siguió diciendo:

—Sí, ¿verdad? Más de uno lo juzga así, y cuando yo declare mis intenciones ya sé quiénes se pondrán en la fila... Pero solamente Elena decidirá.

Se levantó pausadamente (noto que se va entorpeciendo) y se apoyó en mi brazo para entrar en su cuarto.

Al estrecharme la mano, me dijo:

—Esta niña merece ser dichosa.

—Lo será—respondí maquinalmente.

Me dirigió entonces una seña amistosa y me dijo:

—Gracias, hijo mío.

¿Aplicábase esta frase al apoyo de mi brazo o a mi frase trivial sobre la dicha de Elena? Me quedé en la duda y esta duda me ha turbado.

Durante todo el camino he ido repitiéndome los términos empleados por Lacante en esta conversación y los de mis respuestas. ¿Debía revelar a Lacante mis compromisos con Luciana, a pesar de mi promesa de no decírselo a nadie? ¿Por qué debía hacerlo así?... Por temor de que a Lacante se le haya puesto en la cabeza darme su hija. Pero, si no piensa en tal cosa y me he engañado, ¿no sería tan ridículo como impertinente el tomarle la delantera y hacerle comprender que he adivinado su intención y que no debe contar conmigo? Por otra parte, ¿no ha dicho que solamente Elena elegiría?

Este último pensamiento ha calmado considerablemente mis escrúpulos, pues no tengo ningún motivo para creer que Elena decidirá nunca en mi favor, sino todo lo contrario.

Este Lautrec me parece muy solícito para con ella (lo está, eso sí, con todas las mujeres); es joven, elegante, rico, y como tiene pretensiones literarias que Lacante puede favorecer, bien pudiera ocurrir que por ese lado hubiera un desenlace muy dichoso...

Pero, es raro, la idea de ver a Lautrec convertido en el hijo de la casa, en la de Lacante, me oprime el corazón... No puedo, sin embargo, casarme al mismo tiempo con Luciana y con Elena, la morena y la rubia... Estoy loco y me voy a la cama.

Buenas noches, querido hermano...

Elena al Padre Jalavieux.

Octubre.

He leído, releído y meditado su carta de usted, mi buen señor cura, a fin de hacer entrar en mí el espíritu que la ha dictado y que quiero que sea mi regla de conducta: «No discutir jamás las cuestiones de fe...» ¡Cómo me agrada esto! La paz, la modestia del silencio... «Afirmar valientemente mi fe cuando se presente la ocasión, sin tratar de imponérsela a los demás.» También esto me gusta extraordinariamente.

Pero, señor cura, «hacer amar la fe haciendo amar en mí las virtudes que le debo...» ¡Señor! ¡Virtudes! Yo, tan débil, y que no tengo más que instintos ora buenos, ora malos y casi siempre infinitamente medianos...

Eso es mostrarme con el dedo toda mi impotencia. Me conozco bien y sé que cedo al primer movimiento y que no pienso en resistir hasta que el mal está hecho. También lo sabe usted que me conoce mejor que yo misma, puesto que es más imparcial.

Esto me recuerda una de la mayores humillaciones de mi vida, un día en que mi pobre tía me sorprendió encaramada en una silla delante de la chimenea del comedor, con la nariz pegada al tremó, que tenía reflejos verdes, para verme más de cerca. Mi tía se indignó enormemente y me llevó, toda temblorosa, hasta la sacristía, donde estaba usted escribiendo en un gran librote. Le contó a usted mi crimen y creo que habló de propensiones hereditarias, palabras que oía yo por primera vez y que me dieron un miedo atroz, pues me creí atacada de alguna enfermedad mortal. Recuerdo qué bueno fue usted, señor cura, y cuánto le quise desde aquel día. «Mi querida señora, le dijo usted; hay un precepto de la Sabiduría, que dice: Conócete a ti mismo. Elena ha empezado el inventario por el exterior; después llegará a lo principal.» Y me dio usted un cachetito en la mejilla. Era yo muy niña, pues tenía seis años; pero siento aún en el carrillo la dulzura de aquel cachetito consolador.

Mi padre está ahora mejor y ha vuelto a todas sus costumbres de trabajo, a sus estudios y a sus lecturas.

He ganado en esta crisis, que tanto me atormentó, una intimidad más estrecha con él; me permite que le lea y encuentra que lo hago bien y con inteligencia. Observe usted esto, señor cura; mi padre, que sabe lo que se dice, asegura que leo con inteligencia. En otro tiempo me acusaba usted de leer a escape y sin enterarme de lo que leía... Pero era que (ahora puedo decirlo) los libros de edificación, las meditaciones, los sermones y las controversias, me aburrían cruelmente. No me gustaba nada más que la vida de los santos, con tal que no fuesen muy largas ni atestadas de notas. Me parece que, en esas hermosas historias de almas enamoradas de lo divino, la precisión pedantesca y el exceso de documentos son un contrasentido, o en todo caso, una torpe maniobra que nos sujeta a la tierra cuando quisiéramos remontar el vuelo y subir a lo más alto. Espero que no se escandalizará usted y que me perdonará la ligereza y el mal gusto de mi entendimiento.

Mi padre lleva su bondad hasta tomarme por su secretaria, y entonces escribo al dictado u hojeo los libros necesarios para su trabajo y le marco o le copio los párrafos que necesita. Y no puede usted figurarse lo agradable y gloriosa que encuentro así la vida.

Lo mejor de todo es que, ahora, hablamos con más frecuencia y más íntimamente, y que cada día lo quiero más.

Elena al Padre Jalavieux.

Hace un momento, después de dos largas horas de trabajo a la sombra del único árbol del jardín, entre las matas de rosales, y a pesar del vientecillo que levantaba las hojas de mi libro, mi padre se ha recostado en su butaca, después de sujetar cuidadosamente las cuartillas cubiertas de su fina letra, y me ha mirado con sonrisa de aprobación.

—Esto es lo que se llama una hija trabajadora y buena... Capaz serías de estarte trabajando hasta perder las fuerzas, sin pedir gracia.

Yo no estaba cansada y así se lo dije, y añadí que era muy feliz figurándome que le ayudaba un poco.

—Sí que me ayudas y que me facilitas la tarea. Me extraña el ver que, sin confusión ni ruido, te has hecho este trabajo de investigaciones que no tiene nada de seductor y que exige, después de todo, sagacidad y atención.

Yo estaba contentísima, como usted comprende, señor cura.

Mi padre siguió diciendo:

—Las mujeres son, verdaderamente, criaturas asombrosas, dotadas de una facultad de asimilación y de una finura de intuición que suplen a lo que ignoran. Ven a darme un beso, pequeña encantadora. No te figuras lo que te admiro a veces sin que lo parezca. Tu vida es muy grave para una muchacha de tu edad.

Me apresuré a ir a besarlo, y después me senté en la hierba a sus pies... Mi padre se puso a acariciarme el cabello, un poco pensativo.

Y yo, que nunca he sido acariciada, me sentía feliz, en aquella tarde de sol, entre el perfume de las resedas y de los heliotropos.

—De pronto me dijo:

—¿A quién haces tú tus confidencias?... No siempre es a mí...

—¿Mis confidencias?...

—Sí, tus ideas... tus reflexiones... tus sentimientos secretos... ¿A quién se los dices?... ¿Es a doña Polidora?

—¡Dios mío! no, papá. No comprendo bien lo que tú entiendes por...

Mi padre hizo un gesto de impaciencia.

—Vamos a ver... Hace seis meses que vives a mi lado, rodeada de hombres de talento y de valía... y todos empeñados en agradarte. Es imposible que no haya uno que te guste más que los demás... Sé franca...

—Desde luego, el que me gusta menos es el señor Kisseler.

—Procedamos, si quieres, por eliminación. ¿Qué piensas de Gerardo Lautrec?

—Lo encuentro fino, ingenioso, amable...

—¿Es a él a quien prefieres?

—¡Oh! no...

Me interrumpí, no sabiendo realmente si decía la verdad.

—Entonces es Máximo... a no ser que el doctor...

—No, no, por cierto.

—Bueno—dijo mi padre radiante,—entonces la palma es de Máximo...

—Te aseguro, querido papá, que no lo sé y que nunca me he preguntado semejante cosa. Mi único pensamiento, que ha absorbido todos los demás, ha sido no serte molesta, no disgustarte y tratar de hacerme querer un poco. Todo lo demás me es igual.

Mi padre me atrajo hacia sí y me besó tiernamente.

—¡Pobre hija mía! Dios sabe, si existe, que lo has logrado bien.

A pesar de la exquisita dulzura de sus palabras, a pesar de sus caricias, me pareció que una larga y acerada aguja había penetrado en mi corazón, y en medio de mi alegría, pasó por mí un calofrío de espanto. «¡Dios sabe, si existe!» No puedo acostumbrarme a esa forma irónica de la duda, habitual en mi padre. Acaso no es más que un vicio de su mente, contraído hace largo tiempo y que se manifiesta mecánicamente.

No quise hacerle ver que me había entristecido y traté de responderle con buen humor.

—La prueba de que Dios existe es que tú eres bueno...

—¿Eso crees? ¿Es eso una prueba?... ¿Cómo te arreglas para verlo así?

—Eres bueno y Dios me ha dado un padre como tú.

—¡Ah! Vamos; sales del paso con un madrigal... Pero piensa que lo que Dios te ha dado, puede quitártelo.

Me estremecí, y él, que lo vio, siguió diciendo con dulzura y estrechándome contra su pecho:

—La experiencia prueba, hija mía, que todo lo que vive tiene que morir, y no he de escaparme yo de la ley. Por eso te preguntaba hace un momento, no por malicia ni por curiosidad, sino porque desearía vivamente que entre los jóvenes, distinguidos por diversos títulos, que me rodean, hubiese alguno bastante dichoso para agradarte y al que pudiera yo confiar el cuidado de tu porvenir.

—¡Me dices cosas crueles!—exclamé.

—¿Qué tiene de cruel el que desee tener dos hijos en vez de uno?... Tu matrimonio, tontina, no apresuraría mi fin sino todo lo contrario, pues me daría una tranquilidad de espíritu preciosa a mi edad. Hay que ver las cosas con calma y buen sentido. El matrimonio es la verdadera vocación de la mujer, y no veo nada de espantoso en que una guapa muchacha se case con un buen mozo de su gusto... ¿Qué dice de esto la señorita?

Al decir esto me estaba pellizcando amistosamente una oreja y moviéndola para despertar mi atención.

—Es que, hasta ahora, no tengo gana de casarme... ¡Soy tan feliz a tu lado!

—Frase clásica de dama joven. Todas las muchachas, tarde o temprano, tienen gana de casarse y si tú no la tienes todavía es que estás un poco atrasada para tu edad. ¡Diecisiete años! ¡Ahí es nada!... Un monstruo... de una bonita especie, lo confieso...

—Pues bien, papá, elige tú...

—Perfectamente... Elijo a Kisseler...

—¡Kisseler!

Mi espanto le hizo reír de buena gana.

—Eso le enseñará a usted, señorita, a reflexionar antes de hablar.

—Creí que elegirías otro.

—¿Cuál? ¿A quién harías de buen grado el precioso don de tu personilla?

—Ya lo pensaré, papá. Veo que contigo no hay que andarse en bromas. Pero ¿quién me dice que el feliz elegido no será recalcitrante?

—Eso, pequeña, es asunto vuestro. No puedo darte ni garantía ni consejos. Creo que esas cosas se arreglan de un modo amistoso y que tú estás hecha de un modo que hará fáciles los arreglos.

—¡Amor propio de autor!—pensé tristemente.

—Ahora—dijo mi padre,—trabajemos una hora más y te dejaré en libertad.

Estaba yo distraída, mi pensamiento divagaba y tenía gana de llorar. Mi padre echó de ver esta languidez desusada, y me despidió.

Puse en orden los papeles y me levanté prestamente.

—¡Cómo! Hija desnaturalizada, ¿te vas sin darme un beso? ¿Me tienes rencor?

—Sí—respondí apretándole la cabeza con las manos y besándole en la calva;—sí, porque veo que tienes prisa de desembarazarte de mí.

Mi padre dio un golpe en la mesa con mucha furia.

—Faltas a la verdad a sabiendas... ¡Vete de aquí o te tiro mi Aristóteles a la cabeza!

Y blandía el librote con fingida cólera.

Eché a correr y me refugié en el bosque vecino, un lindo bosque de senderos tortuosos y sombríos, en los que me interné con gran necesidad de estar sola.

Aquella prisa por casarme me entristecía.

A pesar de toda la bondad de mi padre, temo que mi vida, bruscamente incrustada en la suya, sea para él un estorbo y una carga dura de soportar.

Aquel temor se mezclaba con otro más cruel, el de que mi padre sintiese acaso más comprometida su salud de lo que quería dejar ver.

¡Cómo! Siempre está presente la muerte; en todas las vueltas del camino, en las horas más serenas de la mañana como en el ocaso de la vida, aparece con su misterio y su terrible silencio.

En aquel bosque de vivificantes aromas y de follajes enrojecidos por el otoño, pasé, señor cura, unos momentos crueles.

Después, la calma fue viniendo poco a poco al recordar las pruebas de ternura de mi padre y la necesidad cada vez mayor que parece tener de mi presencia.

Me convencí, porque lo necesitaba mucho, de que las seguridades del médico sobre la fuerte constitución de mi padre eran enteramente sinceras y de que podía tener confianza.

Y entonces se impuso a mi reflexión la idea del matrimonio en sí misma. Casarme; elegir un ser para entregarme a él y que sea mi dueño; dar de una vez y para toda la vida el corazón, es cosa grave...

Además, hay que agradar, hacerse amar... ¡Qué trabajo de Hércules, Dios mío! ¿Cómo se arregla una para hacerse amar? ¿Por dónde se empieza? ¡Si usted cree, señor cura, que estas cuestiones son fáciles de resolver!...

Mi padre no parece que las encuentra la menor dificultad, pero es por su infatuación paternal.

Y luego, ¿a quién quisiera yo agradar? El señor Lautrec tiene ideas que se aproximan a las mías, o que, al menos, no las contradicen violentamente. Es muy agradable y, sin decir jamás piropos triviales, sabe hacer halagüeñas sus atenciones. Pero hay en él algo que se opone a la idea del matrimonio. Parece que va por la vida como un viajero que está dando la vuelta al mundo, sin fijarse en parte alguna, sensible a las bellezas del camino, vibrante, entusiasta, apto para comprenderlo todo, para deslumbrar, para gozar, para pescar al vuelo y saborear las más finas y las más fuertes sensaciones. Amar debe ser otra cosa. Me parece que el amor debe tener menos superficies para concentrarse más. Debe ser humilde, puesto que implora, y altivo también, puesto que es fuerte. No veo en el señor Lautrec ni esa humilde ternura ni ese robusto orgullo. Y, en todo caso, no soy yo quien podría inspirárselos. Me parece muy fascinado por la bellísima Luciana, que es tan a propósito para gustarle. Hay, ciertamente, entre ellos un atractivo. Borremos, pues, de la lista, a don Gerardo Lautrec.

Tengo cariño y agradecimiento por el doctor Muret, que me cuidó con tanto celo y bondad cuando estuve mala. Mi padre lo estima mucho, y puede una acostumbrarse a su fealdad que es interesante. Sin embargo, su aire de solemne importancia me da siempre gana de reírme en sus barbas, y esta es una mala disposición para casarse. Además, tiene siempre en la mano aquel dichoso libro de apuntes y saca el reloj cada minuto, lo que es también un poco fastidioso.

Kisseler... No quiero pensar siquiera en él, porque lo detesto de pies a cabeza.

No queda ya más que Máximo, el candidato de mi padre. Tiene una dulzura tranquila y fuerte que inspira confianza; su sonrisa es agradable y benévola; sus maneras, sencillas y naturales. No trata de brillar ni de forzar la atención y me gusta su cara pensativa. Da gana de leer en el secreto de aquel corazón tan bien cerrado. Tiene hermosos ojos, cuya mirada, a veces, conmueve y penetra. Y, además, es muy adicto a mi padre...

Pero yo no puedo, sin embargo, ir a decirle: «Por el amor de papá, cásese usted conmigo, caballero.» Tendría que ocurrírsele a él solito.

Máximo a su hermano.

Es verdad, soy culpable. Hace siglos que no te escribo y me acuso de ello todos los días sin tener nunca valor para tomar la pluma.

Y es que, la verdad, no comprendo ya ni a los demás ni a mí mismo, y nada hay que desanime tanto como no poder poner en claro los propios sentimientos y encontrarlos ilógicos, contradictorios y miserables.

Estoy más humillado de lo que puedo decir por este lío de conciencia.

Tú sabes si adoro a Luciana por su belleza soberbia, por su naturaleza independiente y franca y por su modo de conquistarme, pues fue ella la que me conquistó con la confesión espontánea de una preferencia que yo no sospechaba.

La amo, y, sin embargo, me siento cambiado para con ella o más bien, mi amor ha tomado una forma inquieta y dolorosa. No dudo de ella, pero no me entrego ya con la misma serena confianza. A pesar mío, la observo, la analizo, y no encuentro ya sus cualidades tan indiscutibles. Hallo una discordancia entre la hermosa franqueza que usó conmigo el primer día y la excesiva prudencia que impone a nuestras relaciones en la pequeña sociedad que nos rodea.

Cuando así se lo hago observar amablemente, me responde riendo:

—Está jurado y no hay que hablar más del asunto.

Y añade en tono de broma:

—¿Quiere usted que, dentro de diez años, al vernos todavía novios, nos abrumen a chistes nuestros amigos?

—¡Diez años, Luciana!... es imposible...

—¿Por qué es imposible? El viejo Marignol, como usted le llama, tiene sesenta y ocho años; nada le impide llegar a setenta y ocho como muchos de sus colegas, e interceptarnos todo ese tiempo el camino de la iglesia.

La discreción que me impone me es penosa para con Lacante, que es para mí más que un amigo; pero ella me responde que si Lacante es mi tutor, la Marquesa de Oreve es su protectora y habría las mismas razones para hacerle la confidencia.

Y entonces, adiós secreto y vienen todos los inconvenientes de una espera interminable.

Hay otra cosa que me alarma en Luciana. Creo haberte dicho que me ha escrito algunas veces y me ha autorizado a responderle a la lista del correo. Esos misterios no son muy de mi gusto, aunque no haya nada más inocente, puesto que la señora de Grevillois conoce nuestros compromisos y los aprueba. A Luciana, por el contrario, le divierte esta novela, y lo que me preocupa es el tono de esa correspondencia, la ternura exaltada de las cartas de Luciana y el contraste de esa ternura con la corrección casi fría de nuestras conversaciones. ¿Será que, cuando estamos juntos, una delicadeza pudorosa detiene en sus labios las expresiones vivas? Quisiera creerlo. ¿Será que tema mis temeridades? Hará mal. Respeto mucho en ella a la mujer que será mía para que tenga nada que temer. Sea como quiera, me produce cierto malestar esa disparidad entre la palabra y su expresión escrita. Sospecho que está más prendada del amor que de su prometido. Me figuro que cede a la inocente e inconsciente retórica de un alma romántica enamorada de los bellos períodos y de las frases cadenciosas, y esto me produce una especie de impaciencia despechada que me hace responder con frialdad y casi en tono burlesco.

Si crees que la amo menos, te engañas. Su presencia me produce siempre la misma turbación deliciosa, y su belleza me encanta. Si supieras la gracia de aquel talle de divina y esbelta elegancia, el atractivo de aquellos labios húmedos y rojos y la potencia de aquellos ojos, tan pronto chispeantes de luz como tenebrosos y obscuros, bajo el misterio de las largas pestañas... ¡Qué seducción hasta en sus caprichos, pues los tiene! Tiene también desigualdades de humor, y, de repente, accesos de un encanto imprevisto y de una humildad encantadora.

¡Pobre Luciana! ¿Por qué soy tan severo... y tan injusto acaso con ella?

Ayer, cuando llegué a casa de la Marquesa de Oreve, estaba Luciana en el jardín con un libro abierto en la falda. Gerardo Lautrec, que estaba sentado a su lado en una silla de tijera, se levantó al verme subir la escalinata. Luciana me ofreció distraídamente la mano y continuó en seguida la conversación interrumpida a mi llegada.

—¿De modo que querría usted estar ya lejos de Francia?

—Adoro a mi país, pero francamente, pasarse la vida en oscilar desde el Luxemburgo al parque Monceau es un poco monótono.

—Usted piensa—díjele riendo,—que el bosque de Bolonia es insuficiente como selva virgen.

—Eso puede llevar muy lejos—repuso Luciana.

—¡Bah! El mundo es tan pequeño... Pronto se le da la vuelta.

—¿Qué es lo que usted llama pronto?

—Dos o tres años...

—¿Y encuentra usted que es poco? Eso prueba que no deja usted detrás ningún pesar.

—Siempre se dejan pesares... aunque no sea más que el de los sueños no realizados.

—Los sueños son humo y no valen un pesar...

—Todo lo contrario... Hay sueños deslumbradores... tan inaccesibles, por desgracia, como el Himalaya... Eso se los lleva uno consigo...

—Para perderlos por el camino.

Ambos se reían y yo me figuré, sabe Dios por qué, que la risa de Luciana era nerviosa y falsa, y cátame triste para toda la noche. ¿Estoy, pues, celoso? Ciertamente, Luciana es coqueta y le gusta agradar y ser alabada. ¿Por qué acusarla? Es bella y lo natural es que goce del éxito de su belleza. ¿Y qué me importa, puesto que su corazón es mío y estoy seguro de su rectitud y de su ternura? Lo demás es polvo que el viento disipa.

Elena al Padre Jalavieux.

Estoy asistiendo a una bonita novela que espero terminará por una boda entre Luciana Grevillois y el señor Lautrec. Es visible lo que se gustan mutuamente y no me ocurre qué podría impedirles casarse. Luciana no tiene fortuna, pero creo que él tiene bastante para dos. Lautrec había anunciado que iba a hacer un viaje de unos cuantos años, pero, de repente, ha dejado de hablar de ello, y el otro día me respondió a una pregunta que le dirigí sobre este asunto:

—Tiempo tengo. Haré ciertamente ese viaje, pero la fecha no es segura, pues depende de circunstancias ajenas a mi voluntad.

Creo que esas circunstancias ajenas a su voluntad son el consentimiento de Luciana, y lo creo más al ver que me dejó para ir a afilar los lápices a aquella linda persona, que estaba dibujando, y que los dos se pusieron a hablar en voz baja de cosas indiferentes, pero en ese tono confidencial que indicaba claramente que sólo esperaban que yo me fuese para cambiar de asunto. Lo comprendí y me marché a casa para saladar a la Marquesa de Oreve.

La señora de Grevillois, que estaba al lado de la ventana trabajando activamente en su bordado, me interpeló al pasar para reprocharme graciosamente que dejase sola a Luciana. Me previno que la Marquesa estaba de mal humor y que no había querido colocarse para su retrato, y añadió dando un suspiro:

—No sé qué va a pasar con la tal pintura; mi pobre hija la ha vuelto a empezar dos veces sin conseguir dar gusto a la de Oreve... Es fastidioso. Y ya sabe usted que Luciana tiene poca paciencia... De esto nacen violencias penosas y temo que resulte un poco de frialdad entre la Marquesa y nosotras. Véala usted, querida amiga, y trate de disponerla mejor en favor del retrato... Y si Luciana le habla a usted de sus dificultades, procure apaciguarla.

—No me hablará, querida señora. Tengo yo muy poca importancia para que se confíe a mí.

—No lo crea usted. Puede usted serle muy útil. No se sabe el bien que puede hacer una palabra dicha con oportunidad.

La Marquesa estaba en su saloncillo, echada en un sofá y con una bata rosa que estaba lejos de rejuvenecerla. Sus ricillos, muy lacios, le caían por un lado, y los postizos, mal arreglados al color del cabello, tenían un lamentable aspecto de negligencia. Me ofreció una mano lánguida y me dijo:

—Buenos días, hija mía; siéntese un instante y deme noticias de su padre. ¿Está mejor? ¿Vendrá a comer esta tarde? Dígale usted que quiero absolutamente verlo... Necesito su filosofía para restaurar la mía, que está muy decaída... Tengo contrariedades que me asesinan. ¿Ha visto usted mi retrato? Ahí lo tiene usted, en esa mesa; quítele el papel de seda y contemple ese horror... ¿Qué dice usted de eso? Yo creí que esa joven tenía talento, o, a falta de talento, ingenio... Pero nada, no tiene nada... Esto es tan torpe como feo... sin elegancia, sin expresión, sin poesía...

Contemplé la miniatura y la verdad es que no se parecía al modelo.

—Los ojos son hermosos—me atreví a decir.

—¡Unas puertas cocheras! Ocupan la mitad de la cara... ¡Eso, unos ojos!... No tienen vida ni llama; son negros y estúpidos como bocas de horno... Yo tengo los ojos grandes, es verdad, pero no desmesurados. Es preciso que, en una cara, esté todo proporcionado. Además, yo no tengo esa fisonomía de una legua; mi óvalo es más bien un poco corto. Parece que se ha propuesto desfigurarme.

—Me parece—dije tímidamente—que había hecho un boceto un poco mejor.

—¿El primero? No, querida; era igualmente feo en otro género. Había exagerado en un sentido opuesto... Una cara de luna llena, boca común y conjunto de una vulgaridad repugnante. Jamás consentiré en reconocerme en los pintarrajos fantásticos de la señorita Grevillois. Renuncio a ello.

Mientras hablaba, la estaba yo mirando, y compadecía con todo mi corazón a la pobre Luciana, obligada a hacer un lindo retrato de tal cara.

La Marquesa siguió diciendo:

—No puedo despedir a esas señoras de un momento a otro, como a criadas; tienen derecho a miramientos y las haré estarse aquí hasta final de verano, como estaba convenido. Pero rogaré a Luciana que no se ocupe de mí.

—¿No teme usted que se ofenda?

—Yo doraré la píldora... e inventaré pretextos. Además, está muy ocupada con sus coqueteos para pensar en otra cosa... Mire usted allí a Lautrec, a su lado. Se diría que está a sus pies... No sé, realmente, lo que tiene para embrujarlos así.

—Es muy guapa.

—Sí, no es fea... Hay, sin embargo, otras que valen lo que ella... Usted misma, querida.

—¡Oh! señora...

—Vale usted lo mismo, en un género más delicado. Máximo dijo el otro día que tiene usted un delicioso tipo de virgen. Y Kisseler añadió: «Una virgen que haría condenarse a todos los santos.»

No se escandalice usted, querido señor cura; en este país se habla de todo así, en broma.

La Marquesa se reía y se extasiaba por el ingenio de Kisseler y por sus graciosas salidas. Yo estaba encarnada como una puesta de sol, y muy contenta, lo confieso, al saber que Máximo me encuentra bonita. ¡Quisiera tanto gustarle!

El mal humor de la Marquesa se ha ido disipando poco a poco y ha acabado por convenir en que la presencia de Luciana en su casa es un gran atractivo para los amigos.

—Lautrec no hubiera venido a pedirme de almorzar esta mañana si hubiera estado yo sola—dijo en tono melancólico.

Y, al ver que yo iniciaba un gesto de política protesta, continuó:

—La juventud atrae a la juventud... No digo yo que, en mis tiempos... En fin, esos tiempos han pasado, bien lo sabe usted, aunque su buena educación le impida decirlo... A la edad de usted, una persona de... de...—Buscaba un número de años verosímil, y no encontrándolo a su gusto, acabó de este modo:—una mujer de mi edad me parecía un ser antidiluviano... enteramente inútil en este mundo... Después, las ideas se ensanchan... Yo hago justicia los encantos de la juventud, aunque prefiero un poco más de seriedad y de madurez... No olvide usted decir a su padre que cuento con él para comer. Usted lo acompañará necesariamente.

Cuando me retiraba, me volvió a llamar:

--- No tema usted por Luciana; no le diré nada desagradable, aunque retiraré mi cabeza de entre sus manos crueles. Hasta muy pronto, hija mía.

En el jardín seguía el señor Lautrec afilando lápices a Luciana, que ya no dibujaba.

La de Grevillois, en la ventana, clavaba asiduamente la aguja en el cañamazo.

Las avispas zumbaban en los espliegos y el sol reía en mi corazón; era feliz y pensaba cómo se aclara el porvenir y cómo se despeja y se allana ante mí la vida, todo esto porque sé que no disgusto a Máximo.

¿No es curioso, señor cura, el ver qué poca cosa nos transforma y transforma con nosotros todo lo que nos rodea?

Pasé por detrás del banco en que estaban hablando Luciana y Gerardo, y como me ocultaban los arbustos, no sospecharon que estaba yo tan cerca ni que sus palabras, escasas y lentas, llegaban hasta mí.

Luciana decía:

—Yo no tengo confianza.

Y él respondió:

—Sin embargo, pruebe usted...

Las palabras eran insignificantes, pero la entonación era tan íntima, tan penetrante y tan dulce, que temí ser indiscreta y me escapé de allí.

Y en mi precipitación por poco dejo caer al Marqués de Oreve, que se estaba paseando con un librote debajo del brazo y aspecto de preocupación.

—Figúrese usted—me dijo poniéndome una mano en el hombro para contener mi impulso—que no puedo encontrar el vínculo de parentesco entre los Olmutz y los La Fribourgére...

—¿Desea usted saberlo?

—Ciertamente... Pero es humillante preguntar a esa gente, porque parece que ignora uno la gramática. Los La Fribourgére son nobleza de toga, y de toga muy corta... Mientras que los Olmutz, ¡diablo! esos son otra cosa; nobleza de espada. Su casa remonta al siglo xii, tachada solamente por un matrimonio desigual a mediados del xiv.

Evidentemente—dije con convicción;—un parentesco así es honroso.

Y después de excusarme diciendo que mi padre me esperaba, separé vivamente el hombro de su larga y blanca mano y me eché a correr.

Es tan corta la distancia entre la «Villa del Lys» y la nuestra, que mi padre me permite ir y venir sin escolta, y yo no abuso, se lo aseguro a usted, señor cura.

Aquel día, sin embargo, hubiera querido dar un rodeo para saborear mi contento, pero esos excesos no están en el programa e invité a mi alegría a no salirse del camino recto.

¿Y sabe usted, señor cura, por qué estaba yo tan alegre?... Porque Máximo de Cosmes ha dicho que soy bonita... ¡Qué horrible vanidad!

Y por mucho que trato de ruborizarme de vergüenza, la verdad es que estoy contenta.

¡Impenitencia final!

Elena al Padre Jalavieux.

Tiene usted mucha razón, mi buen señor cura, y su sermón ha venido muy a propósito para poner un poco de aplomo en mi cabeza y un poco de prudencia en mi corazón.

«No basta ser bonita, me dice usted, para ser amada; los hombres tratan de encontrar cualidades más sólidas y de un orden más elevado en la que será la madre de sus hijos... Y, después, nada prueba que el corazón de don Máximo esté libre.»

Es verdad; jamás me he preguntado si el corazón de Máximo está libre.

Siempre me parece que también los demás empiezan su vida, que sus ojos se han abierto al mismo tiempo que los míos y que en ellos, como en mí, todo el pasado es una página en blanco.

Máximo, sin embargo, no es joven. ¡Veintinueve años; casi treinta! Es más que probable que no haya esperado a conocerme para fijar su corazón.

Y aquí me tiene usted desazonada de mis ilusiones. Era muy dulce el pensamiento de pasar mi vida entre mi padre y él. ¡Son tan buenos los dos y se entienden tan bien para mimarme!... Casi no hay día en que Máximo no me envíe o me traiga algunas pruebas de su recuerdo: un libro, un dibujo de bordado, un ramo de violetas... pequeñeces, pero afectuosamente ofrecidas.

No tengo experiencia, pero dudo que un novio pudiera ser más amable.

¡Sus maneras conmigo son tan graves y tan dulces, y me agradan tanto!... Hay, sin embargo, una especie de violencia, casi de frialdad, que se interpone a veces entre él y yo y parece helar en sus labios las palabras cariñosas. Y ya esto, aun antes de la advertencia de usted, señor cura, me había dado qué pensar.

Hace unos días, me dolía la cabeza después de un largo paseo al sol, y no quise comer. Mi padre se alarmó y dijo que iba a llamar al médico, pero le supliqué que no lo hiciese, segura de que aquella simple jaqueca no resistiría a una noche de sueño. Así estaba convenido cuando llegó Máximo. En cuanto me vio echada en el sofá de la sala, su cara se alteró y, en voz conmovida, reprobó a mi padre el haber cedido a mi capricho no llamando a Muret. Quise protestar, y me dijo bruscamente: «No crea usted que vamos a consultar sus antojos cuando se trata de su vida...» Dio media vuelta y, sin querer fiarse de nadie, corrió él mismo a telegrafiar al doctor, que no tardó en venir y se rió de nosotros.

—Mi padre y Máximo tienen la culpa de que se haya usted molestado—le dije.—De este modo, cuando otra vez le llamen a usted, no vendrá.

—Vendré lo mismo; pero me tomaré tiempo para comer.

Mi padre se lo llevó en seguida e hizo que le sirvieran una cena.

Me quedé sola, cerré los ojos para que descansase mi dolorida cabeza, y me quedé dormida. Cuando desperté era de noche, y por la ventana abierta oía la voz de mi padre en el jardín y el ruido de sus pasos algo pesados sobre la arena. No sé qué ligero ruido, un suspiro acaso, me hizo volver la cabeza, y, en la obscuridad, adiviné, más que vi, a Máximo a mi lado.

Cuando vio que estaba despierta, me apoyó dulcemente la mano en la frente y me dijo:

—¿Le duele a usted aún?

—Casi nada; pero ¿por qué está usted ahí en la obscuridad, en vez de pasearse con mi padre y el médico?

—¿La contrarío a usted?

—Siento que no goce usted de esta hermosa noche.

—El tiempo me ha resultado agradable de este modo.

—¿Ha dormido usted también?

—No... He estado repasando mis recuerdos. Me acordaba de nuestro viaje; cuando la traje a usted de Quimper a París. Estaba usted dormida y gruesas lágrimas permanecían inmóviles en sus mejillas, mientras grandes suspiros espasmódicos la agitaban de vez en cuando, como los de una niña castigada. ¡Era usted tan débil y tan pequeña! Y yo sentía que no lo fuera usted más... un nene al que hubiera podido acunar en mis rodillas para consolarlo.

—Y me cubrió usted con su manta; no lo he olvidado... ¡Qué bueno fue usted! Es verdad que lo es usted siempre...

En seguida cambió de tono y me dijo con una especie de dureza:

—Todo aquello pasó. Ha crecido usted, se ha hecho una guapa joven y ya no siento deseo alguno de hacer de nodriza.

Se levantó y cerró la ventana, por creer que la noche estaba fresca.

Y se marchó.

Pienso algunas veces si estará enamorado de Luciana, tan bella y tan inteligente. Sin embargo, más bien parece que se evitan.

Pero queda lo desconocido, tan tenebroso, tan inmenso, tan lleno de misterios...

Máximo a su hermano.

20 de octubre.

También esta vez tengo que excusarme por mi lentitud en escribirte; pero tenía una repugnancia inconcebible a la pluma, al papel, a mis ideas, a mis sentimientos, a todo, hasta a Luciana... Sí, Luciana, mi Luciana me resultaba una carga, un dolor, un despecho constante.

Estaba celoso, y la he ofendido gravemente, como un estúpido. Ella se irritó y hemos estado enfadados una semana entera, con motivo de ese Gerardo, que la corteja sin ocultarse. Encontraba yo que ella aceptaba y hasta buscaba imprudentemente sus galanteos y que se comprometía.

Hícele la observación y ella la tomó con altanería e impaciencia. La acusé de ser una coqueta y de hacer doble juego, y ella se indignó, por lo que cambiamos palabras crueles.

—Sospechas, reproches, escenas violentas; ¿es así como comprende usted el amor?—me preguntó.—Si piensa usted ser un marido escamón y tiránico, es tiempo aún de decirlo.

—Y si usted ha de ser una mujer inconsiderada y ligera, que da lo mejor de sí misma al primero que se presenta...

Luciana me interrumpió con violencia:

—¿Qué he dado yo al señor Lautrec más que atención trivial y política que tiene toda mujer para el hombre que se ocupa de ella? ¿Qué me reprocha usted, fuera de una inofensiva charla? ¿Tendré que volverme imbécil y huraña para complacerlo a usted? Si así es, no soy la mujer que le conviene.

—Mucho lo temo.

—¿Quiere usted un rompimiento?—exclamó deteniéndose de repente y mirándome a la cara, pues íbamos juntos por los paseos del bosque, delante del grupo de nuestros amigos, que no podían oírnos.

Mi corazón flaqueó y no pude soportar el desafío de su mirada ni el brillo de su belleza.

—¡Un rompimiento!—dije con emoción.—¿Cómo ha podido tal palabra encontrar el camino de esos labios?... Demasiado sabe usted que la amo.

—Empiezo a dudarlo.

Luciana volvió a echar a andar a mi lado, pero sus miradas siguieron irritadas y duras.

—No—respondí,—no lo duda usted. Conoce usted su poder y abusa de él... Sabe muy bien que no puedo luchar y que nunca la he amado más que hoy.

Tenía yo una singular necesidad de afirmar mi amor, tanto para mí mismo como para ella. Era aquello como una especie de exorcismo contra los malos pensamientos, las cóleras y los rencores que me torturaban hacía algún tiempo.

Luciana me escuchaba muy grave y como ensimismada en sus pensamientos, dudando si creer en mis protestas, o acaso interrogándose a sí misma, no lo sé.

Por fin dijo en tono más dulce:

—Si duda usted de mí, confiéselo francamente, Máximo. La lealtad es el primer deber del amor.

—Tiene usted razón. Y si, de igual modo, siente usted alguna vez el habérseme prometido, tenga la sinceridad de decírmelo. Se puede perdonar todo, menos el ser engañado.

—Le prometo a usted ser sincera. Y, ahora, no nos querellemos más. Hay que perdonarme que me gusten los elogios y que sea sensible a las dulces palabras. Es un defecto común a todas las mujeres.

Habíamos llegado al sitio habitual de separarnos y me fui con Lacante y con su hija.

A pesar de haber hecho las paces con Luciana, no estaba contento. La había encontrado dura en su defensa y fría en sus promesas. Ella, por su parte, conservaba un secreto descontento. Y este estado de lucha sorda ha durado una semana, durante la cual no ha cambiado su actitud con Gerardo.

Lautrec no habla ya de viajar o parece aplazar, para una época indeterminada, su expedición al Asia Central.

Había yo creído observar que Luciana le escuchaba por una especie de bravata, y yo, por orgullo, fingía indiferencia y trataba de parecer alegre y satisfecho. Tomaba parte con animación en la conversación general e iba de cuando en cuando a buscar un poco de reposo al lado de Elena, que es verdaderamente una deliciosa criatura, sencilla y tierna. Si ésta da alguna vez su corazón, no será mujer de quitarlo.

Esta alma tranquila me ha salvado de la desesperación durante la semana maldita, en la que Luciana parecía desprenderse de mí y durante la cual me sentí profundamente sepultado en la fría sombra de los amores difuntos. La influencia pacificadora de Elena producía en mí, más cada día, su benéfico efecto.

A la violencia sublevada de mis ilusiones sucedía una especie de triste resignación que embotaba y como insensibilizaba mi sufrimiento. Algunas veces, mientras tanto había visto pesar sobre mí la mirada de Luciana sin que expresase ni despecho ni pena, y sí, solamente, una especie de extrañeza. Mi falso contento no la conmovía; sonreía de buena gana si alguna frase mía le daba ocasión y me observaba con una especie de ironía cuando yo permanecía mucho tiempo al lado de Elena.

Y aquella indiferencia me parecía una prueba de la disminución de su amor.

Mi asombro, pues, fue grande cuando ayer, en el momento en que me disponía a acompañar a Lacante y a su hija, la vi acercarse a mí y decirme muy bajo, poniéndome la mano en el brazo:

—Déjelos usted marcharse solos, una vez, por casualidad. ¿No he de tener yo nunca el favor de una conversación íntima? Reclamo mi parte del ingenio y de la amabilidad de usted. Sentémonos en este banco, si le parece.

—¿Qué va a ser de Lautrec?—pregunté amargamente.

—Se consolará con la Marquesa, como la niña de Lacante con su padre.

Y me señaló a la Marquesa y a Lautrec engolfados en una conversación muy animada, mientras el Marqués de Oreve se paseaba por el terrado con Kisseler.

Eché una mirada de pesar a Elena, que se alejaba, después de haber vuelto la cabeza dos o tres veces para ver si yo la seguía. No sé si Luciana lo echó de ver.

—No es pedir a usted mucho—me dijo.—Siéntese... a mi lado... unos minutos.

—¡Al lado de usted!—exclamé con una admiración irónica.—En verdad, me colma usted de bondades... ¿Qué pasa, pues?

Pero había ya cedido a la atracción de sus hermosos ojos y sentádome a su lado.

Durante un rato estuvimos callados.

—Hable usted—me dijo por fin.—Cuénteme sus malos pensamientos contra esta pobre Luciana.

—¿Para qué? Le importan a usted tan poco...

—Si me importaran poco no estaría aquí ahora esperando la inevitable reprimenda. Tóqueme usted la mano... está temblando.

Tenía la mano helada y la guardé en la mía, aunque sin tierna presión.

—¿Por qué toma usted a juego el torturarme—le pregunté,—sabiendo que su complacencia en tolerar la actitud comprometedora de Lautrec es injuriosa y cruel para mí?

—Sea usted justo—exclamó.—Lautrec hace a mi lado lo mismo que usted con la niña de Lacante... Mi coquetería no es más criminal que la de usted.

—No hay nada entre Elena y yo; nada que no sea natural y legítimo entre un hermano mayor y su hermana.

—Sí, naturalmente; una amistad fraternal... Así empiezan siempre esas cosas... Es verdad que yo no puedo invocar la misma excusa. Soy demasiado sincera para no confesar que hay en Lautrec algo más que una amistad de hermano... y en mí algo menos.

—Reconozca usted que está enamorado.

—¿Por qué no?

—Y usted lo ha animado y hasta excitado... Le ha hecho usted perder la cabeza.

—Nada de eso. Puedo afirmar que es enteramente dueño de sí mismo.

—Luciana—exclamé,—júreme usted que no hay nada entre ustedes.

—De buena gana, amigo mío... Pero, ¿qué llama usted «nada»? Me ha hecho el amor, no lo niego.

—Pero usted, ¿qué ha respondido?

—Palabras sin significación... y nada más.

Y con voz incisiva, casi dura, siguió diciendo:

—¿Se figura usted que soy bastante tonta para creer en un sentimiento serio en el señor Lautrec? ¿Cree usted que no he descubierto en seguida la sequedad egoísta de aquella alma sin profundidad, sin nobleza, sin?...

—¡Cuidado!—exclamé.—Habla usted de él con amargura. ¿Qué le ha hecho a usted?

Luciana se echó a reír.

—¿No quiere usted que lo juzgue severamente? Hay que ser consecuente, mi pobre amigo. Agrádeme o no, usted no puede hacerme un reproche igual. Pero dejemos esta vana disputa y estas niñerías crueles que nos hacen tanto daño. Yo no pido más que convenir en mis culpas: sus celos de usted me hirieron y tuve a orgullo el hacerle frente... Usted, para castigarme, no ha dejado un momento a Elena Lacante, y ha logrado también lo que se proponía, que, a mi vez, me he vuelto celosa. Esta es nuestra historia.

—¡Usted celosa, Luciana!... Se estima usted muy superior a las demás para que eso sea posible.

—Pero el amor me vuelve modesta, Máximo, y yo lo amo a usted... bien lo sabe.

¡Ah, la hechicera! Todo lo olvidé. Había vuelto a tomar su timbre de voz encantador, un poco velado, más conmovedor que todas las palabras, y la sonrisa de misteriosas promesas que la hacen irresistible cuando ella quiere serlo. Todo mi rencor se había disipado y sólo vinieron a mis labios palabras de excusa y de amor.

Escuchábame ella pensativa. Su animación y su ardor para defenderse habían desaparecido. Los párpados caídos me ocultaban sus ojos y una expresión de indecible tristeza ensombrecía su linda cara. La languidez de toda su persona, de su talle inclinado, de sus manos abandonadas, hacíala infinitamente interesante.

Tomé una de aquellas manos, inertes en la falda, y la oprimí contra mis labios. Hizo al punto un movimiento para retirarla, pero después me la abandonó, volvió la cabeza y me miró con expresión incierta. Sus ojos estaban húmedos.

Por fin, dio un gran suspiro y dijo, respondiendo, sin duda, a sus largos pensamientos:

—Entonces, ¿cuándo nos casamos?

—Cuando usted quiera—respondí sorprendido por aquella brusca pregunta.

—¿Y si quisiera ahora mismo?

—Sería el más feliz de los hombres.

—¿A pesar de mi coquetería y de... mis defectos?

—A pesar de todo, pertenezco a usted, Luciana... Mi corazón, mi vida, todo lo que poseo es de usted... Por desgracia, lo que poseo es muy poca cosa.

—¿Marignol sigue viviendo?

—Ciertamente... y no puedo matarlo, al miserable.

Nos echamos a reír y ella me dijo cariñosamente:

—En fin, usted me ama, y esto es lo importante...

—Sí, la amo a usted, porque la creo sincera y leal... Una sola cosa podría separarme de usted; la falsedad y la mentira... Y eso no lo espero... Creo en usted como en...

Buscaba un punto de comparación, pero ella no me dio tiempo para encontrarlo.

—Gracias—dijo levantándose y estrechándome la mano.—Yo también tengo confianza, y puesto que Marignol se obstina en no morirse y en cortarnos los víveres, habrá que tener paciencia y seguir amándonos en el misterio...

—¿Por qué no hemos de aclararlo un poco?

Luciana dijo con la cabeza que no.

—Si pudiéramos fijar una fecha, aunque fuese lejana, yo sería la primera en gloriarme de su elección de usted, amigo mío... Pero piense en el ridículo de esta novia sempiterna suspirando por el casamiento... El ridículo es lo que más temo en el mundo...

—Yo no veo el ridículo...

Luciana hizo un gesto nervioso.

—Las mujeres lo vemos así—dijo.

—¿A qué ha venido, entonces, esa pregunta sobre la fecha de nuestro matrimonio?

—Un trabajo de sonda—dijo riéndose.—La pobre opinión que tengo de mí misma me hace dudar de usted, sobre todo cuando le veo ejercer sus privilegios de hermano mayor con Elena Lacante. Temo algunas veces que se engañe usted sobre sus sentimientos, como se engaña ella...

—¡Elena!...

Me pareció que una aguda punta entraba hasta lo más profundo de mi corazón.

—¡Imposible!—exclamé.—Elena no puede engañarse... Jamás una palabra mía ha podido causarle la ilusión del amor.

—Mejor para ella en ese caso—dijo Luciana con indiferencia.

He conservado una impresión penosa de esta conversación.

Me siento más estrechamente unido que nunca con Luciana. Nos hemos explicado, perdonado y reconciliado. Me ha renovado la seguridad de su amor y de su voluntad de ser mía. Debería ser dichoso y no lo soy.

Cuanto más la conozco, más echo de ver que los sentimientos de Luciana no tienen aquella sencillez franca y luminosa que me conquistó al principio. Su alma es complicada, y lo que ignoro de ella me turba y me alarma. Cuando la tengo al lado sufro su encanto, me seduce y quedo vencido. Ausente, trato de comprenderla, la analizo y pierdo la paz de mi corazón... ¡Por qué, pues, es tan triste la dicha!

Máximo a su hermano.

25 de octubre.

Te envío, puesto que lo deseas, la fotografía de Luciana, y añado la de Elena, a la que te alegrarás de conocer. Una y otra son de un parecido perfecto y podrás, si esto te divierte, sacar tus horóscopos psicológicos como si las estuvieses viendo a ellas mismas. Lo que la fotografía no puede reproducir es el brillo deslumbrador de la tez, del cabello, de los ojos de Luciana. Es hermosa, maravillosamente hermosa...

¡Ah! querido; el hombre es un animal estúpido. Hace unos días creí que el corazón de Luciana se apartaba de mí, y caí en el marasmo de la desesperación. El horrible pensamiento de un rompimiento me perseguía, y vivía en las angustias de los más negros celos. Hoy todo está apaciguado. Luciana es dulce, cuidadosa de no disgustarme... y no estoy tranquilo.

Me atormento y la torturo con mil quimeras y quejas inmotivadas... Algunas veces me pregunto si no es mi libertad la que echo de menos. Me parezco a esos niños que lloran y patalean por tener un tambor, y en cuanto lo tienen, les falta tiempo para reventarlo para ver lo que hay dentro. Lo cierto es que mi dicha no da ya el alegre sonido que yo esperaba.

Estoy perdiendo el tiempo en gemir en vez de hacer mi maleta, pues salgo de viaje dentro de un momento. He prometido dar una conferencia en el Círculo Artístico de Amberes y aprovecharé la ocasión para pasear mi elocuencia por Gante, Bruselas y Malinas, donde estoy invitado. Es un viaje de ocho días que me distraerá y traerá unos cuantos pesos a mi bolsa hospitalaria.

Todo el mundo se va; además, Lautrec ha fijado su partida para la semana próxima, lo que me tranquiliza. Deploro dar al asunto la menor importancia, y, sin embargo, prefiero saber que está lejos.

Luciana también sale dentro de unos días, con su madre, para Ruán, donde hay una exposición de pinturas. Supongo que procurará volver a París al mismo tiempo que yo.

Tengo abajo el coche.

Te contaré mi viaje en la próxima carta. Adiós.

Elena al Padre Jalavieux.

30 de octubre.

Hemos vuelto a París, mi buen señor cura. Unas cuantas borrascas de lluvia y de viento nos han hecho temer por la salud de mi padre, y hemos dejado la «Villa Sol» a la que el sol no visitaba ya casi nunca.

He tenido la sorpresa de encontrar en el mismo piso de nuestra casa un encantador cuartito decorado para mí de un modo precioso. Máximo ha sido el encargado de arreglarlo y quien lo ha escogido todo, y no puede usted figurarse qué fresco, qué lindo y de qué buen gusto es. Mi cuarto tiene dos ventanas a un jardinillo rodeado de altas tapias, cuya fealdad está cubierta por un tapiz de hiedra.

Estoy muy contenta de no tener ya como único punto de vista el sombrío patio en que crece la hierba entre las losas. Sobre el jardinillo hay un gran cuadro de cielo, en el que se presentó la luna a festejarme el día de nuestra llegada. Al lado de la alcoba hay una piececita con un estante de libros y un piano; aquel es mi salón, y un poco más lejos otra pieza más grande en la que duerme doña Polidora. Le respondo a usted de que estoy bien guardada, pues la buena señora no me mima, furiosa como está por el ascendiente que voy tomando en la casa.

Trabajo mucho con mi padre, y además, me hace tomar lecciones de música y de inglés; no será culpa suya si no llego a ser una mujer como es debido.

Sería completamente feliz si la salud de mi querido padre fuese más sólida; pero padece mucho de la gota y hay momentos en que me desespera el no poder aliviarlo.

Todas nuestras costumbres de verano han sido cambiadas. La Marquesa de Oreve está todavía en Vaucresson por unos días; Máximo se ha marchado ayer a Bélgica para dar unas conferencias, y el señor Lautrec se va muy pronto a no sé qué lejanas regiones, en las que parece que se estará dos o tres años. Lo echaremos de menos, porque es amable y alegre. La de Grevillois y su hija han vuelto a su cuartito de la calle de Verneuil.

Hace un momento ha llegado el señor Kisseler a darnos la bienvenida y nos ha hecho saber la grave enfermedad de un sabio, el señor Marignol, profesor del Colegio de Francia y del que Máximo es suplente. No quiero mal a ese señor, al que no conozco; pero es viejo, y si su salud lo obligase a jubilarse, se aseguraría el porvenir de Máximo y nos alegraríamos por él.

Máximo a su hermano.

Gante, 3 de noviembre.

Mis dos primeras conferencias han salido muy bien; he recogido no pocos aplausos y, lo que es mejor, he tenido un auditorio numeroso y entusiasta. Será una debilidad, pero lo cierto es que los aplausos, no sólo cosquillean agradablemente el amor propio del orador, sino le dan ingenio, animación y elocuencia; son como un trampolín desde el que se lanza uno con un aumento de vigor.

Esta mañana, al abrir un periódico de Francia, he leído la muerte casi repentina de Marignol. ¡Pobre hombre! No puedo decir que lo siento, y me engañaría a mí mismo si me apiadase mucho por su defunción. Era viejo, más viejo que su edad, y su misión estaba cumplida. No había estado tierno conmigo y me interceptaba el camino con una arrogancia que lo hacía poco amable. Por otra parte, hay que acabar muriéndose; es un accidente que nos está reservado a todos, y no son acaso los que ya lo han sufrido los más dignos de compasión. Sin embargo, ese accidente de la muerte es tan definitivo e irreparable, que el placer de ver mi porvenir asegurado ha sido menos vivo de lo que yo esperaba, y he sentido una especie de remordimiento por haber deseado tanto esa plaza, aunque hubiera preferido, seguramente, obtenerla por el abandono voluntario del que la poseía.

Al fin han desaparecido los obstáculos entre Luciana y yo. El camino está allanado, pues no veo a nadie en línea para disputarme el puesto.

Cuando yo vuelva fijaremos la fecha de la boda y la anunciaremos a nuestros amigos, a Lacante ante todo, y esto enturbia un poco mi alegría. Se va a quedar sorprendido y su sorpresa será para mí una acusación, pues le debía más confianza. ¿Por qué no le he hecho vislumbrar, al menos, mis proyectos? ¿Me habrá quitado el valor de hablar su deseo, vagamente indicado, de darme a Elena en matrimonio? Eso, precisamente, hubiera debido obligarme.

La verdad es que nunca se ha expresado claramente sobre este asunto y que es ridículo hasta la impertinencia renunciar un honor que nadie le ofrece a uno. Me digo esto para justificarme y no lo logro. Lo cierto es que he retrocedido cobardemente ante lo que me era penoso decir, he contado con la casualidad para salir del paso, y me encuentro ahora en un apuro cruel. Y si fuera cierto lo que supone Luciana; si Elena hubiera podido equivocarse sobre los sentimientos que me inspira, habría yo cometido una mala acción... Por fortuna no lo creo, y esto me tranquiliza.

Mientras paseaba hace poco este caso de conciencia bajo las bóvedas de la gran Catedral de Amberes, al caer la tarde, me parecía ver a Elena tal como se me apareció en Quimper, en un rayo de luna, como una criatura fantástica, como un ser de pura espiritualidad. Cuando estoy lejos de ella, así es como la veo y así habrá atravesado mi vida.

Y no puedo impedirme una tristeza de cólera y de indignación al pensar que nunca seré nada para ella y que otro se apoderará un día de aquella inocencia y de aquella dulzura. Es insensato, egoísta e ingrato, tener tal pensamiento y no poder arrojarlo de mi mente. Empiezo a creer que no estoy criado para el matrimonio y que soy una especie de anfibio hecho como ellos para flotar entre dos aguas sin hacer pie jamás en tierra firme.

Me maldigo y me injurio de despecho por ser como soy y no poder ser de otra manera.

No valía la pena que se muriese Marignol, puesto que no me produce ningún contento.

Elena al Padre Jalavieux.

Me ocurre una gran aventura, en la que me he comprometido un poco a la ligera y sin saber cómo saldré. He aquí la historia, señor cura.

Ayer noche comimos en casa de la Marquesa de Oreve con las señoras de Grevillois, la de Jansien y unos cuantos hombres, entre los cuales estaba Gerardo Lautrec. Tratábase, justamente, de una comida de despedida antes de su gran expedición a través del mundo.

Se hablaba de Oriente, de las razas asiáticas, de costumbres, de trajes y de otras cosas relacionadas con el viaje de don Gerardo, cuando, de pronto, la de Jansien da un ruidoso suspiro y exclama:

—¿Dónde estará usted mañana a esta hora?... Muy lejos ya.

Lautrec se echó a reír y respondió:

—No tan lejos como usted cree. Retardo mi viaje veinticuatro horas para estrechar la mano a Máximo de Cosmes, que llega mañana con todos los laureles de Bélgica.

—¡Tanta amistad!... Confiese usted que es un pretexto.

—Nada de eso, señora. Soy muy amigo de Máximo, y además, tengo que pedirle un servicio... Quiero poner en sus manos un depósito que, para mí, tiene importancia, pues son mis papeles más preciosos.

—¿A él?—exclamó Luciana.—¿Por qué a él?

Había algo tan raro en el sonido de su voz, que no pude menos de mirarla. Sus ojos brillaban con un extraño fulgor, pero, en un momento la llama que los iluminaba se apagó y Luciana volvió a caer en la inmovilidad un poco triste y altanera que había guardado hasta entonces.

Lautrec respondió:

—Confío esos papeles a Máximo, porque es mi amigo y el más caballero que conozco. Si muero, estoy seguro de que ejecutará escrupulosamente mis voluntades, ya para publicar lo que le parezca digno de ello, ya para quemar lo que no deba ser leído.

Al decir esto miraba a Luciana, que le había preguntado; pero ella parecía pensar en otra cosa y seguía indiferente y pensativa.

Mi padre dijo, aprobando a Lautrec:

—Máximo es la lealtad misma, y además, discreto como una tumba. Se le pueden confiar los encargos más importantes con la certeza de que serán ejecutados en conciencia.

—Yo—dijo Sofía Jansien en tono ruidoso y duro—no conozco más que un confidente discreto, el fuego. ¡Ja, ja, ja!

Esta señora tiene un modo de reír que rompe los vidrios.

Lautrec continuó:

—Sí, cuando uno muere, lo que posee más secreto debe ser entregado al fuego. Mientras se conserva un soplo de vida se quieren conservar los frágiles vestigios de los días dichosos, de los goces que se han disfrutado y aquellos a que no se ha renunciado todavía... Nadie quiere sacrificar el pasado ni el porvenir.

Sus rápidas miradas, que siempre solicitan la aprobación de los presentes, se detuvieron en Luciana, pero ésta no levantó los ojos y Gerardo no pudo leer en el mármol impasible de aquellas lindas facciones, fijas en una inmovilidad absoluta y altanera.

Aquella actitud contrastaba de tal modo con su habitual solicitud para mirarle, responderle y sonreírle, que no podía menos de notarse la diferencia. Supuse que se refugiaba en aquella insensibilidad aparente por orgullo y para no denunciar su pena por la partida de Lautrec.

En el momento un poco tumultuoso de las despedidas, al separarnos después de la velada, mi padre invitó a todos a venir esta noche a casa a festejar el regreso de Máximo. Todos aceptaron menos la señora Jansien, que estaba ya comprometida, y las de Grevillois, que tienen que estar en Ruán mañana por la tarde y no vuelven hasta dentro de dos días.

Luciana, envuelta en un abrigo obscuro cuyo capuchón le velaba en parte la cara, estaba hablando, en un rincón del recibimiento, con Lautrec, en voz baja y animada. Su madre, pronta a salir, la llamó, y le oí decir:

—¡Oh! eso, señor Lautrec, nunca... nunca más.

Y se separó de él.

—Adiós, entonces... por mucho tiempo.

Dióle Lautrec la mano, y Luciana dejó caer en ella la suya como a su pesar.

Al salir, pasó a mi lado y me dijo precipitadamente:

—Vaya usted a verme mañana temprano, se lo ruego... Me hará usted un gran servicio... Ya sabe usted que salimos a las nueve.

Vacilé, extrañada, pero ella me tomó la mano, me la apretó con fuerza y me dijo:

—¡Si usted supiera!... Vaya usted; se lo suplico.

Su madre la estaba llamando en la escalera, y Luciana añadió, mirándome ardientemente:

—¿Irá usted? Hágalo por mí, Elena.

Se lo prometí, y esta mañana obtuve de mi padre permiso para ir a despedirme de ella. Estaba escribiendo y consintió sin hacerme preguntas.

Salí, pues, con la señora Schwartz, una señora que viene todas las mañanas para acompañarme a la iglesia y a mis clases y que, al mismo tiempo, me enseña el alemán.

Serían apenas las ocho cuando llegué a la calle de Verneuil. Me abrió la puerta la señora de Grevillois y pareció muy sorprendida al verme.

—¿Luciana?—me dijo titubeando.—No sé si podrá recibirla a usted, hija mía, nos vamos ahora mismo.

Antes de que yo respondiera que venía a ruego de Luciana, apareció ésta.

—Entre usted—me dijo vivamente;—me alegro mucho de verla.

Y dirigiéndose a su madre para prevenir toda objeción, añadió:

—Estoy absolutamente lista y ya he tomado el té. Mientras lo tomas tú y acabas de vestirte, puedo hablar un momento con Elena. Tengo que enseñarle unas pinturas que no conoce.

La de Grevillois hizo entrar a la señora Schwartz en el comedor y yo seguí a Luciana a su cuarto, un cuartito muy modesto con ventana a un patio estrecho que parece un pozo. Por fortuna, como viven en el último piso, reciben la luz por encima de los tejados próximos.

Me ofreció la única silla, muy usada y no muy sólida, y se sentó ella en la cama, sin cortinas y cubierta con una colcha de flores azules muy descoloridas.

Estos detalles se fijaron en mi mente por el contraste entre aquellas cosas miserables y la espléndida belleza y el brillo de juventud de aquella a quien servían de marco.

Luciana estaba muy pálida y sus ojos irritados indicaban un largo insomnio.

Me tomó la mano, la conservó en la suya, cuyo calor me quemaba a través de mi guante, y me dijo:

—Gracias por haber venido... Es usted buena, Elena, y se puede fiar en usted, ¿no es verdad?

Sus ojos me miraban como si buscasen mi alma en el fondo de los míos.

—Si pido a usted un servicio... un gran servicio que sólo usted puede prestarme, ¿querrá usted?

—Ciertamente, si puedo hacerlo... y...

—¿Y qué?...

—Y si no hace falta para ello faltar a ningún deber.

Por sus labios pasó y se desvaneció la sombra de una sonrisa no exenta de lástima.

—Si fuera preciso—dijo—faltar a algún deber, no se lo pediría a usted... Me dirijo a usted precisamente porque la tengo en particular estima, porque sé que es usted leal y piadosa y porque usted cree en la santidad de un juramento... ¡Oh! no tenga usted miedo—añadió adivinando que la solemnidad de la palabra juramento me había alarmado;—sólo se trata de mí, de mí sola, de una cosa de la que depende mi porvenir...

—¿Un matrimonio?

—Casi...

Vaciló y dijo penosamente:

—Un matrimonio fracasado...

—Y que usted siente—respondí, conmovida por su palidez y empozando a presentir una parte de la verdad.

—Sí, lo siento... No se puede menos de tomar cariño...

Se interrumpió y dijo después:

—Me guardará usted el secreto, ¿verdad? ¿Lo promete usted? Esas cosas son penosas... como usted comprende.

—Comprendo...

—¿Me promete usted el secreto?...

—Se lo prometo...

—Un secreto inviolable... un secreto de confesión...

—Excepto para mi confesor—dije pensando en usted, mi bueno y piadoso consejero.

Luciana reflexionó un instante.

—Excepto para ese, si usted juzga útil hablarle de ello.

—Tiene usted mi promesa; pero si tan penoso le es confiarse a mí, ¿para qué decirme más?

—Es preciso... ¿No le he dicho que tengo que pedirle un gran servicio?

Luciana se ponía encarnada y pálida alternativamente.

—¿Ha reparado usted—me dijo al fin—que el señor Lautrec me hacía el amor?

—Era difícil no repararlo.

—¿Ha pensado usted que podría casarse conmigo?

—Me ha ocurrido esa idea, pero no con gran seguridad. El señor Lautrec, no sé por qué, no me parecía maduro para el matrimonio...

—Tenía usted razón y le juzgaba con más acierto que yo... Yo me dejé enredar por sus palabras halagüeñas, por su ternura superficial y por sus vanas y vagas protestas... Me había gustado... ¿Cómo lo encuentra usted?

—Muy agradable.

—Su persona, sus gustos, su ingenio, su posición... su fortuna, hermosa sin ser colosal, sus relaciones, todo él me agradaba... y tuve la debilidad de escribirle...

—Es lamentable... pero él es un hombre honrado y no abusará de esa confianza.

—Así lo creo... estoy cierta... Mis imprudentes cartas están seguras en sus manos... Pero se marcha y él mismo no se disimula los peligros que lo esperan.

Se estremeció y su voz se volvió débil.

—Si no volviese, ¿qué sería de esas cartas?

—Ya oyó usted ayer que confía sus papeles a Máximo; esas cartas están, sin duda, comprendidas en ellos.

—El señor Cosmes conoce mi letra...

—Pero las cartas deben de estar metidas en un sobre...

—¿Qué sé yo? Además un sobre puede abrirse, romperse... Basta una casualidad que ocurre siempre en estos casos.

—Aunque así fuese, Máximo no abusaría del secreto que descubriese.

—¡Ah! No comprende usted—exclamó con desesperación.—¿Y la humillación, y la vergüenza? ¿No es eso nada para usted? ¿Cómo pensar en eso sin morir? Tal idea me da fiebre...

Temblaba y estaba agitada por grandes calofríos.

—Es preciso absolutamente que yo tenga esas cartas.

—¿Se las ha pedido usted al señor Lautrec?

—Sí, sin duda; y se ha negado a dármelas.

—Es abominable, odioso...

—No, no crea usted en ninguna brutalidad de su parte... Al contrario; protestó de su cariño, de su abnegación... Quiere conservar mis cartas por ternura, y acaso porque sabe vivir... Ayer todavía se atrevió a pedirme que continuásemos esa correspondencia.

—¿Está usted segura—dije vacilando,—de que no piensa en el matrimonio?

—Jamás se ha pronunciado esa palabra entre nosotros... Había yo creído, loca de mí, que el amor... los sentimientos de admiración apasionada y de entusiasta simpatía que él expresaba, lo conducirían a eso... Me escribió... y le respondí... Esta es la imprudencia que hoy expío con crueles agonías... más crueles de lo que usted puede pensar.

Pareció dudar si me diría una cosa, que por fin no se atrevió a confiarme.

—Elena, he contado con usted para recobrar esas cartas.

—¡Conmigo! ¿Qué puedo yo hacer?... Creo que si usted hubiera insistido...

—He insistido—respondió nerviosamente.—He hecho más... he ido a su casa a pedírselas.

—¡Oh! Luciana...

—Sí, una mañana dí ese paso insensato e inútil, sin saberlo mi madre. No estaba en su casa y me comprometí en vano. No pude hacer más que escribirle dos palabras, que le dejé bajo sobre en la antesala. Le suplicaba que llevase anoche a casa de la Marquesa esa prueba de mi locura, y que la depositase en un rincón de la biblioteca, donde la hubiera yo sacado sin que nadie lo notase.

La fatalidad ha querido que su criado no le diese mi esquela.

—¿No puede enviárselas a usted... por el mismo procedimiento que empleaba para escribirle?

—Podría, pero asegura que no puede pasarse sin una amistad tan querida y excepcional; me suplica que confíe en su prudencia y en su honor, y, sin comprometerse a nada, habla del porvenir con palabras tiernas... y vagas. Lo conozco bien... y no me fío de él ni de nadie... excepto de usted, Elena... La he visto a usted dulce, compasiva y valerosa, al lado de una miserable pecadora, la Briffarde... y he creído que tendría usted piedad de mi angustia.

—¿Qué puedo hacer?—dije tristemente.

—Esta noche va usted a ver a Gerardo, Elena, y le pedirá, le exigirá que le entregue esas cartas... Aquí tiene usted dos letras para él, que he preparado y que autorizan su intervención. Con usted, no podrá salir del paso con frases de novela. La credulidad, la confianza que le he mostrado, me impiden hablarle alto... No puedo, a pesar de todo, pedirle que se case conmigo si él no lo desea o si no encuentra que soy un buen partido para su ambición.

—Luciana—le dije turbada en extremo.—Temo no poder cumplir una misión tan delicada; no sabe usted lo tímida que soy.

—Su bondad de usted la inspirará.

Me asió apasionadamente ambas manos, pues la de Grevillois acababa de abrir la puerta para recordar a su hija que era hora de salir.

—Probaré—dije muy bajo a Luciana cuando vino a abrazarme.

La de Grevillois y la señora Schwartz estaban de pie esperando que acabase nuestra despedida.

Las miradas de Luciana me imploraban y me daban las gracias al mismo tiempo, mientras leía yo en ellas no sé qué sombrío y trágico que me espantaba.

—¿Qué me oculta?—me pregunté.

Tenía el presentimiento de que no me lo había dicho todo.

La buena señora de Grevillois, entretanto, me colmaba de cumplidos y de excusas por verse obligada a despedirme.

Ya con la puerta abierta, Luciana afirmó la voz y me dijo:

—Hasta muy pronto... Si ve usted esta noche al señor Lautrec, dígale que le deseo buen viaje... Y no olvide usted decir a Máximo que mi madre y yo sentimos mucho no estar con ustedes para darle la bienvenida. Pero Ruán no nos ha consultado para la apertura de su exposición.

—No olvidaré nada...

Me atrajo hacia ella, me besó y me dijo al oído:

—Gracias... el secreto, ¿verdad?

—Eso, sí, puedo prometerlo.

—Deme usted también un beso, hija mía—exclamó la de Grevillois.

Y lo hice de corazón.

¡Compadezco tanto a esta madre tan llena de ternura y de abnegación, y que no tiene la confianza de su hija!

Ahora, señor cura, estoy sola en mi cuartito, mientras mi padre ha ido a la Academia. Y sin dejar de cuidarme de los preparativos de la comida, me estremezco al pensar lo que tengo que decir esta noche al señor Lautrec.

El mismo día, 12 de la noche.

He vencido, mi buen señor cura, y estoy muy contenta por Luciana sin estar muy orgullosa por mi diplomacia, pues la verdad es que no he tenido mucho mérito. Voy a contarle a usted cómo ha pasado.

Déjeme usted decirle ante todo que, hace un momento, cuando acababa yo de escribir, ha llegado Máximo. ¡Qué placer el volverlo a ver! Me ha dado las dos manos con efusión, y después, vuelto ya mi padre, se ha dirigido exclusivamente a él para contarle el éxito de sus conferencias y todos los detalles del viaje.

Mi padre le ha dicho que había visto al ministro y que su nombramiento para el Colegio de Francia está firmado y próximo a aparecer en el Diario Oficial.

Máximo ha dado las gracias con calor a mi padre; pero no ha parecido tan encantado como yo esperaba. Así somos, ¿verdad? Cuando obtenemos las cosas deseadas, no nos causan todo el placer que esperábamos de ellas; el deseo, sin duda, las ha descontado de antemano.

A todo esto no se me iban de la cabeza las recomendaciones de Luciana y he debido de aderezar con ellas el pudding que he confeccionado con mis propias manos.

Al primer campanillazo mi corazón se puso a latir tan fuerte, que me quedé como petrificada en la silla. Eran los Marqueses de Oreve, que notaron en seguida mi turbación.

—¿Está usted mala?—me preguntaron al mismo tiempo.

—¿Elena?—preguntó mi padre.—Ha estado alegre todo el día como un pájaro de primavera.

Nuevo campanillazo y nuevo ahogo.

Decididamente, no he venido al mundo para las negociaciones delicadas.

Esta vez era Kisseler, y detrás de él, Lautrec.

No sé con qué expresión lo he recibido, pero sí que fue bastante singular para que, en varias ocasiones, me mirase sonriendo. No pude menos de hacer la observación en voz alta:

—¿Qué tengo hoy de extraordinario?

Lautrec respondió:

—Estoy observándolo.

—¡Ay, señor cura! No puede usted imaginar qué fastidioso es tener una cara en la que se lee todo, y sobre todo lo que se quiere ocultar. Yo estaba como en ascuas.

¿Cómo llamar aparte a Lautrec sin llamar la atención? ¿Cómo hacerle tan grave revelación delante de todo el mundo? Por fortuna, Máximo y el doctor no habían venido y me acordé, como una idea luminosa, de un viaje a las Indias, ilustrado con bonitos grabados, que había hojeado hacía unos días. Me acerqué al señor Lautrec, le hablé con entusiasmo de los maravillosos palacios y de las ruinas gigantescas, que me habían chocado, y le inspiré el deseo de ver el libro.

Me siguió a la biblioteca, pero también al Marqués de Oreve se le antojó ver las estampas... Mi combinación iba a fallar, cuando quiso el Cielo que la Marquesa se enredase en la genealogía de los Coburgo. El Marqués volvió en seguida pies atrás, y Lautrec y yo nos quedamos solos en la biblioteca, cuya puerta abierta nos dejaba expuestos a todas las invasiones. No había, pues, tiempo que perder.

—He inventado un pretexto para traerlo a usted aquí—dije valientemente, y entregué a Lautrec la esquela de Luciana. Él le echó una ojeada y se puso encarnado.

—¡Cómo! ¿Usted su confidente? Es inverosímil e inaudito.

—Esa reclamación me parece natural y justa—dije sin responder a su asombro.

—Entonces, ¿es serio? ¿Quiere sus cartas?

—¿Lo dudaba usted?

—Sí, lo confieso. Creí que se trataba de una pequeña habilidad de coquetería para saber el precio que yo atribuía a sus cartas, que son, en efecto, encantadoras.

—Me las entregará usted, ¿verdad?

—¿Ha manifestado Luciana alguna duda sobre mi lealtad?—preguntó con voz alterada.

—Ninguna... Pero se marcha usted para mucho tiempo... va usted lejos... y es permitida la inquietud...

—¡Qué locura!... Además, no tengo ya esas cartas... están con otros papeles en una maleta cerrada que he confiado a Máximo...

—Recóbrelas usted y démelas.

—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? Me marcho a las seis de la mañana.

Reflexioné un instante y dije:

—Máximo vive cerca de aquí, en la calle de Conde... Puede usted ir y volver en menos de media hora.

—Será preciso entonces que prevenga a Máximo, porque tiene la llave de la maleta y no sé dónde la ha puesto.

—Hágalo usted, se lo ruego, sin denunciar a Luciana.

—Naturalmente... ¿Por quién me toma usted? Pondré un pretexto... Unos papeles que he metido allí por error... ¡Es fastidioso! Siempre se tienen molestias con las mujeres atacadas por el furor de escribir...

Estaba violento y nervioso.

—¿Cómo podré dárselas a usted esta noche?

—¿Es voluminoso?

—No mucho; unas veinte hojas en un sobre.

—Entonces busque usted un momento favorable para poner el sobre en este libro, y hágame una seña para que yo lo busque en seguida y no caiga en otras manos...

Estaba yo ruborizada y temblorosa por tener que recurrir a semejantes astucias, y casi me despreciaba al ver que se me ocurrían como si el alma invisible de Luciana me las inspirase.

Nuestro coloquio, por otra parte, no había pasado inadvertido, pues se trataba de ir a comer y mi padre me interpelaba:

—¿Pero qué es esto, Elena? Una dueña de casa que olvida sus deberes para charlar...

—Es ese zalamero de Lautrec, que hace de las suyas—dijo irónicamente Kisseler, que no pierde ocasión de decir despropósitos.

Acepté más que de prisa el brazo que el Marqués de Oreve me presentaba, arqueado en forma de guirnalda.

Cuando pasé al lado de Máximo, que acababa de llegar, me echó una mirada severa que me intimidó. Pero como tenía conciencia de no haber hecho nada malo, no quise atormentarme.

Después de comer, Lautrec se llevó a Máximo a un rincón para concertarse con él y en seguida cogió un cigarro y salió. Su ausencia no fue larga.

Cuando volvió, le dijo Máximo:

—¿Lo ha encontrado usted?

—Sí, tengo lo que necesito.

Y añadió:

—He vuelto a poner la llave en su sitio.

Después se puso a hablar con un grupo de amigos que habían venido en su ausencia.

Yo no le perdía de vista. En un momento dado entró en la biblioteca, estuvo allí unos segundos y salió echándome una mirada que quería decir: ya está. Estaba yo entonces en gran conversación con la Marquesa de Oreve, que me estaba confiando sus sentimientos íntimos, y aquella psicología tenía trazas de durar mucho tiempo, porque parecía gustarle. No podía yo interrumpirla ni dejarla y tenía la frente bañada en un sudor de impaciencia al pensar que cualquiera podía entrar en la biblioteca, hojear el libro y dar con el sobre misterioso, cuya presencia sería difícil de explicar. Dudo que mis respuestas a la Marquesa le dieran una alta idea de mi inteligencia.

La llegada del té me arrancó de aquel suplicio.

Cuando todo el mundo estuvo servido, me escurrí hacia la biblioteca, me fui derecha al librote, ligeramente entreabierto por el espesor del paquete, tomé el sobre lacrado y, dando un suspiro de alivio, me le metí en el bolsillo con grandes precauciones para no romper algún sello de lacre.

Levanté la cabeza y me encontré con Máximo, que me estaba mirando en silencio. En la especie de asombro indignado que expresaba su cara, comprendí que me había visto perfectamente meterme el sobre en el bolsillo.

—¿Qué preciosos papeles son esos, Elena, que guarda con tanto misterio?

Estaba yo como la grana y traté de responder riendo:

—La curiosidad es un pecado de mujer; los sabios lo han dicho.

—¿Es una carta?

—Aunque así fuese...

—¿Una carta para usted?

—No—respondí con voz un poco vacilante.

Máximo me miró fijamente como reflexionando. Después dijo de pronto:

—¿Son cartas de usted que se le devuelven?

Esta vez respondí con resolución:

—Menos todavía.

Máximo me cortaba el paso con insistencia y yo temía que, a fuerza de preguntas, me hiciese hablar más de lo que debía.

—No me pregunte usted, porque no sabrá nada.

Traté de tomar un tono de broma, pero me sentía, torpe, intimidada y mis carrillos ardían. Máximo me miraba con una expresión severa que me daba mucha pena y que poco a poco fue tomando un tinte de tristeza.

—¿Secretos, Elena?

—¿Por qué no?

Y, dando un golpe de ciego, añadí:

—¿No tiene usted ninguno para mí, Máximo?

Sin responderme, dio media vuelta.

—Está bien; cada cual tiene los suyos y yo no tengo ningún derecho para preguntar los de usted.

Se volvió a la sala y no me dirigió la palabra en toda la noche. Cuando se marchó le ofrecí la mano, pero fingió no verlo y se contentó con saludarme fríamente.

Y vea usted cómo he vencido a mi costa, señor cura, y cómo, por hacer un servicio, me encuentro regañada con el hombre a quien más quiero en el mundo, después que a mi padre.

¡Con tal de que Máximo no vaya a contárselo!... Si mi padre me pregunta, ¿qué le voy a responder? He prometido a Luciana un secreto inviolable...

Ahora es cuando veo mi imprudencia y el mal que de ella puede resultar. ¿Por qué el bien que he querido hacer se vuelve contra mí como un castigo? Consuéleme usted, mi buen señor cura, y aconséjeme. Su pobre hija espiritual está agobiada de temores y de penas y perseguida de negros presentimientos.

Máximo a su hermano.

16 de noviembre.

Los sucesos han marchado desde mi última carta, querido hermano; mi boda está fijada para el 31 de diciembre. Mi vida de soltero acabará con el año. ¿Lo siento acaso? No me lo pregunto, ocupado como estoy por las emociones del presente.

Habrás visto en los periódicos mi nombramiento oficial para el Colegio de Francia. He aquí una etapa recorrida con facilidad y presteza, gracias al apoyo del buen Lacante, a quien debo la poca notoriedad que me ha valido este favor.

Como recompensa por su constante afecto y por los servicios que me ha prestado, he ido a darle parte de mi casamiento, y no puedes figurarte con qué flaqueza de valor y de alma he cumplido ese ingrato deber. Me parecía que iba a cometer un parricidio.

A mis primeras palabras, su cara risueña y cordial se contrajo y tomó una expresión que nunca olvidaré, en la que se leían la sorpresa, la pena y muchos reproches.

Me escuchó en silencio, dejándome enredarme en mis frases y sin ayudarme con una palabra en mi penoso discurso. Le conté, lo mejor que pude y con entera sinceridad, mi historia, desde el primer paso de Luciana y nuestros compromisos recíprocos, que datan de un año, es decir (y así lo ha comprendido), anteriores a la aparición de Elena entre nosotros.

Su expresión rígida, tan poco adecuada a su fisonomía fina y sonriente, se fue dulcificando poco a poco. Suspiró profundamente y me dijo con un poco de tristeza:

—Me creía muy amigo de usted para que me tuviera tanto tiempo privado de sus confidencias.

Balbucí unas excusas sobre la incertidumbre de mi porvenir y sobre los obstáculos que hubieran podido eternizar mi noviazgo. Lacante movió la cabeza sin replicar, y siguió diciendo:

—Deseo de todo corazón que ese matrimonio le haga a usted feliz. Acaso hubiera deseado para usted una esposa cuyos gustos estuviesen más en relación con su fortuna. Sin embargo, si, como espero, Luciana es una mujer de corazón, sabrá sacrificar sus gustos en la medida necesaria.

En seguida me preguntó qué asunto iba yo a elegir para mi curso de este año, marcando así que la cuestión de mi matrimonio le parecía agotada.

Iba a exponerle mis ideas sobre este asunto y a pedirle consejos, cuando entró Elena muy sonriente y más bonita que nunca.

—Aquí tenemos a mi hijita,—dijo Lacante atrayéndola hacia él y con una inflexión de ternura que me conmovió. Parecía que quería preservarla de algún peligro. La misma Elena lo notó y le miró con un poco de alarma.

—¿Estás malo, papá?

—¿Malo?... No, por cierto; estoy muy bien... ¿Decía usted, Máximo?...

Había yo perdido el hilo de mis ideas y se lo confesé cándidamente.

Lacante suspiró, y dirigiéndose a Elena, que se había sentado a su lado en una silla baja, le dijo:

—No te extrañe la turbación de Máximo, pues tiene la mente muy lejos del Colegio de Francia... Viene a participarnos su casamiento con Luciana Grevillois.

—¡Luciana!...

Elena dijo ese nombre como un grito. Nunca he visto más profunda alteración de un semblante; la sangre abandonó sus mejillas y sus labios temblaron. Me miró fijamente con ojos dilatados y replicó:

—¿Es con Luciana con quien se casa usted?

—Cuando la conozca usted mejor, espero que querrá hacerla partícipe de la benévola afección que siempre me ha mostrado.

—¡Oh! La conozco ya bien... mejor de lo que usted cree...

Dijo esto Elena con fría aspereza y volviendo la cara, para ocultarme, sin duda, sentimientos que la ruborizaban.

La emoción contenida de Lacante me había dado pena, pero la de Elena me dejó indiferente. Cualquiera que fuese la causa, sabía yo que su corazón no entraba en ella para nada. Un singular incidente, ha cambiado en aversión decidida la atracción casi irresistible que me llevaba hacia ella y con la que luchaba en el secreto de mi conciencia. Durante mis querellas con Luciana había yo llegado a preguntarme si la sencillez de Elena, su modestia, su seriedad y hasta el fervor de su cándida devoción, convendrían mejor a mi vida laboriosa que la belleza brillante de Luciana. Sí, en vanas ocasiones, ahora puedo confesarlo, ha flotado entre Luciana y yo una sombra de pesar que me indisponía con ella. Ahora sé a qué tenerme y soy justo con mi prometida.

He descubierto que Elena, la inocente, la cándida, no es más que una mentirosilla muy inconsecuente, y que sus grandes ojos de tan recta y pura mirada y su puro perfil de inmaculada virgen, son una excelente máscara para ocultar las intrigas de una muchacha mal educada.

Figúrate que, una noche, la sorprendí guardándose en el bolsillo unas cartas que había depositado Lautrec en un escondite convenido. No pudo negar, pues el delito era flagrante, y salió del paso con audacia y bromeando sin explicar nada.

Esta intriga no me extraña y apenas me indigna por parte de Lautrec. Pero ella, Elena, ¿por qué recurre a esas maniobras clandestinas, engaña la confianza de su padre y se compromete con un hombre a quien apenas conoce, cuando podría escogerle en pleno día si él ha sabido agradarla? La cosa es fea, vil e instintivamente perversa.

¡Fíese usted de los místicos éxtasis en el fondo de las viejas catedrales!

He tenido un instante la intención de denunciarla a su padre; pero he renunciado a esta misión eminentemente ingrata. Lacante hubiera podido decirme: «¿A usted qué le importa?» Y, en efecto, ¿qué me importa, después de todo? Lacante es un poco responsable de lo que ocurre, porque no vigila a su hija, deja a su lado a esa Polidora de escasa moralidad y tiene a esta niña inexperta en un círculo corruptor y corrompido. Lo asombroso hubiera sido que hubiese continuado inocente.

Desde aquella fatal noche mis relaciones con Elena han cambiado por completo. La evito y le muestro una gran frialdad; y ella lo conoce y sabe que no me engaña y que la juzgo como merece. Por eso su estupor al saber mi matrimonio, su palidez y el visible temblor de sus labios me extrañaron, pero me dejaron frío. Hasta afecté mirarla con indiferencia agresiva que decía claramente: «Si creías endosarme algún día tus inconsecuencias, te engañabas, bonita niña. No soy hombre de hacerme el restaurador de las virtudes desportilladas.»

¡De quién fiarse, Señor!...

Elena al Padre Jalavieux.

Tengo una gran pena, mi buen señor cura. ¡Máximo de Cosmes se casa con Luciana Grevillois! Él mismo se lo ha dicho a mi padre, cuyos proyectos han sido así reducidos a polvo.

Y yo he echado de ver, al saber la noticia, que quiero a Máximo más de lo que pensaba. Me parece que la vida se ha derrumbado a mi alrededor y que ando por el vacío, hiriéndome en los escombros.

Lo más cruel es que, desde el momento en que me vio coger las cartas de Lautrec, me juzga severamente, me cree culpable, y no puedo desengañarlo...

¡Qué imprudente he sido al encargarme del secreto de otra! ¡Cómo me arrepiento de esta fatal condescendencia y del movimiento de lástima que me impulsó a ello!

Mi padre está un poco triste y preocupado, aunque se esfuerza por no dejarlo ver. Estaba acostumbrado a la idea de que Máximo sería su hijo, él mismo me lo ha confesado. Cuando Máximo nos dejó después de anunciarnos su casamiento, nos quedamos los dos unos instantes sin hablar. Después, mi padre me puso la mano en la cabeza y me preguntó si me sorprendía aquel matrimonio.

—Un poco—dije en el tono más tranquilo que pude.

—A mí también me ha sorprendido. Me había figurado que, dentro de algún tiempo, sería dichoso convirtiéndose en mi hijo... Le hubiera confiado sin temor a mi Elena... porque es un hermoso corazón y lo estimo mucho. ¿Qué piensas de su elección?

—No sé si Luciana lo hará muy feliz—dije fluctuando entre la violenta antipatía que sentía en aquel momento por Luciana y el miedo de dejarla adivinar.

Mi padre me contó que el compromiso de Máximo con Luciana data de un año, e insistió con bondad en ese punto, dándome a entender que, en aquel momento, Máximo no me conocía. ¡Pobre padre! Le cuesta trabajo comprender que se pueda preferir a Luciana, y acaso creía que mi amor propio sufría más que el suyo.

Y se engañaba, porque no es eso lo que me hace sufrir. Lo que me preocupaba entonces era el asombro de que Luciana, comprometida con Máximo, hubiera tratado de casarse con Lautrec. Hay en esto un misterio. Yo no he soñado que ha seguido con él una correspondencia secreta, que me ha encargado de rescatar, aun a riesgo de comprometerme. No lo hubiera hecho, sin duda, si hubiera podido sospechar mi cariño a Máximo y presentir lo que yo sentiría ser mal juzgada por él por su causa. Tampoco podía saber que yo me dejaría caer en el garlito. Evidentemente, no tiene ella la culpa de todo esto. Y, sin embargo, me hace daño verla; su presencia es para mí un suplicio.

En cuanto volvió se apresuró a venir a casa, impaciente por conocer el resultado de mi diplomacia. Pero justamente aquel día una sucesión de visitas se interpuso entre nosotras y no pude hablarle en secreto, ni, mucho menos, entregarle sus cartas. La segunda intentona no fue más dichosa, pues había yo salido. Hasta ayer no pude llevármela a mi cuarto, mientras su madre se quedaba con mi padre, y, confieso mi debilidad, señor cura, no pude reprimir un movimiento de repulsión cuando me dio la mano.

—¿De modo que ha vencido usted?—me dijo en seguida.—¿Tiene usted mis cartas?

—Aquí están.

Abrí mi cajón y le entregué el sobre cuidadosamente lacrado y en el que estaban escritas estas palabras: «Para quemarlo.» Luciana le abrió, contó los pliegos, y dijo:

—Están todas... ¡Qué amable ha sido usted!... ¿Le costó trabajo obtenerlas?

—Ninguno... La dificultad estuvo en entregármelas aquella misma noche sin que nadie lo notase.

—¿Y lo logró?

—No por completo... Máximo lo vio.

—¡Máximo!...

Luciana pronunció este nombre con voz alterada.

—Tranquilícese usted—dije un poco amargamente,—todo su desprecio cayó sobre mí. Creyó que las cartas me pertenecían.

Luciana no pudo contener un suspiro de alivio.

—¡Pobre Elena!—dijo con embarazo.—Estoy desolada por la contrariedad que le causo a usted.

—Es algo más que una contrariedad—respondí un poco secamente.

Ella me miró, como para penetrar el fondo de mi pensamiento, y replicó:

—Estoy desolada... pero perdóneme usted mi abominable egoísmo. Es una dicha que sus sospechas hayan recaído en otra, porque yo me voy a casar con Máximo.

—Lo sé.

Me temblaban las manos y los labios, y mis nervios, en intolerable tensión, me dejaban apenas fuerza para hablar.

Luciana continuó:

—Sí... me he decidido... Hace mucho tiempo que Máximo había pedido mi mano... y yo vacilaba... La abominable conducta de Lautrec me ha hecho ver el valor de cada uno.

—Cuento con usted—dije con voz ahogada,—para justificarme con Máximo. Quiero tener su estima.

Luciana pareció apurada y balbució:

—Sí... sin duda... lo haré... Buscaré una ocasión y lo explicaré todo de un modo verosímil... Confíe usted en mí y guarde el secreto... Me lo ha jurado usted.

—No lo olvido.

Necesitaba todas mis fuerzas para contenerme y para contener los movimientos de aversión que me sacudían los nervios.

Sé que hacía mal, pues no debo odiar ni despreciar a nadie... Pero sufría mucho para ser buena.

Luciana volvió a darme las gracias y a besarme, pero sus caricias me eran odiosas.

¡Oh! señor cura, regáñeme usted, si quiere; muéstreme mi deber; pero, sobre todo, consuéleme. Usted, que sabe el bien y el mal de mi vida y de mi alma, deme valor y un poco de su piedad.

Máximo a su hermano.

Dices que no comprendes cómo esa Elena, que te había pintado tan piadosa y cándida, se ha dejado arrastrar a una intriga más o menos galante. No te falta nada para decir que la calumnio. ¡Como si las apariencias no fuesen con frecuencia engañadoras! ¡Como si el corazón de las mujeres no fuese desde la cuna un abismo de misteriosa perversidad y de instintiva perfidia!

Y el alma de las devotas, sábelo, es la peor de todas, porque unen a la perversidad de sus instintos, y hasta el desorden de su conducta, la hipocresía de una virtud con que se engañan a sí mismas... Tienen tan altas aspiraciones, que se creen todavía llevadas por los ángeles cuando arrastran ya los pies por el fango de los caminos.

No hablemos más de Elena. Ha matado en mí la fe en la inocencia y en todo lo que es puro y verdadero. Esa niña, con sus ojos de madona y su sonrisa infantil, ha cometido un asesinato moral.

No quiero pensar más que en Luciana, que, dentro de seis semanas, será mi mujer. Está muy alegre y su humor es igual, dulce y tierno desde que todo está decidido, y yo le agradezco que sea dichosa, porque eso alivia no sé qué malestar que arrastro conmigo hace ya mucho tiempo, como el que no está dentro de su vocación. Creo que la mía hubiera sido hacerme cartujo y pasarme la vida entre cuatro paredes descifrando manuscritos, pues la verdad es que detesto la vida que hago, las relaciones, las vanidades, la vanagloria del éxito, el placer, y, sobre todo, a las mujeres, desde la primera a la última; no exceptúo más que a Luciana... con mil trabajos. Hay momentos en que, aun a su lado, me ocurren pensamientos malos, desconfianzas y duros sarcasmos.

Y la culpa es de Elena. Había imaginado en ella tal ideal de adorable bondad, de ingenua ternura, de sencillez y de rectitud, que, despojado de ese ideal, me encuentro como aplastado en el suelo, como caído de un campanario, aturdido, quebrantado, incapaz de remontar el vuelo hacia las alturas y condenado a arrastrar mis miembros dislocados y mi espinazo roto por el polvo nauseabundo de la vida vulgar.

Termino con esta hermosa imagen para irme a cumplir mis deberes de novio feliz. ¡Qué comedia es la vida!

Máximo a su hermano.

Así, pues, se vuelve usted irónico, señor hermano, y me hace observar con malicia que mi última carta está llena de imprecaciones contra Elena, mientras que Luciana ocupa en ella muy poco lugar...

¿Qué quieres deducir de ello? La verdad es que la cólera, la indignación y todos los sentimientos dolorosos, favorecen la elocuencia más que la dicha. ¿Desde cuándo se narra la felicidad? ¿Puedo describirte al detalle las perfecciones de mi prometida, la riqueza de su talle, la nobleza de su hermosura, ni el encanto atrayente de aquella boca, que parece llamar al beso que rehusa la altivez de la mirada? ¿Te diré cuántas veces he besado sus largos dedos de uñas duras y brillantes? ¿Te contaré nuestras querellas (existen y tengo que confesar que vienen de mí) seguidas de una paz frágil? Me estoy volviendo gruñón y saltarín como una cabra, y temo que nuestro matrimonio no sea un modelo de armonía.

En otro tiempo, ¿te acuerdas? era yo bueno, tenía compasión de todo lo que vive y sufre y hubiera sido incapaz de causar la más ligera pena a una criatura humana. Pero me han enseñado que hay que defenderse y estar en guardia, y que lo seguro en este mundo es dar los primeros golpes. Siento que me estoy volviendo todo lo malo que es necesario.

Después de muchos días de no ver a Elena, ayer la encontré en casa de la Marquesa de Oreve. Cuando me acerqué a ella para saludarla, me dio la mano con una mirada de tan suplicante dulzura y con una sonrisa tan triste, que todos mis malos sentimientos vacilaron. ¡Qué poder hubiera podido ejercer sobre mí si hubiera sido tal como yo la imaginaba, si me hubiera amado y las circunstancias nos hubieran unido a tiempo!

Había a su lado una silla vacía y me senté en ella, obedeciendo a una fuerza más poderosa que mi voluntad; pero como no teníamos nada que decirnos, no atreviéndonos a iniciar ningún asunto íntimo y personal, no hicimos más que cambiar reflexiones tontas sobre los que nos rodeaban, sobre el tiempo y sobre las revistas de la quincena, todo ello interrumpido por torpes silencios. No me atrevía a levantarme; una indulgencia repentina y tierna me tenía clavado en aquella silla al lado de la suya, y sólo temía que el fastidio de aquella estúpida conversación o un detalle imprevisto le hicieran levantarse a ella. A pesar de mis secretos resentimientos, había vuelto a ceder al encanto de su dulzura, de la cándida gracia que emana de ella como un perfume y de la alegría un poco melancólica de reanudar nuestra fraternal amistad.

Luciana estaba impaciente al verme tanto tiempo al lado de Elena, y varias veces había sorprendido sus miradas fijas en nosotros como si quisiera adivinar lo que decíamos.

Por fin se aproximó, acercó una silla y nos pidió con expresión sonriente permiso para terciar en la conversación.

—¡Bah! Para lo que decíamos... Elena no está inspirada, y yo he dado prueba de buena voluntad sin resultado.

—No sin resultado... No puede usted figurarse el placer que me ha producido...

Elena dijo aquello con una triste gravedad que quitaba toda trivialidad al cumplido.

Luciana preguntó:

—¿De qué hablaban ustedes?

—Decíamos que el verde será el color de moda de este invierno... Si lo duda usted, mire a la de Jansien.

Luciana se echó a reír.

—Es verdad; parece una pradera.

Y Kisseler que se había acercado, añadió:

—No le falta nada; ni la campanilla al cuello.

—Le falta el pastor—replicó Luciana.

Elena estaba distraída y me pareció que acogía, con frialdad las frases cariñosas de Luciana, que estuvo, contra su costumbre, pródiga de ellas.

¿Sería la ausencia de Lautrec lo que la tenía tan preocupada? Así lo pensé y sentí renacer todas mis prevenciones.

Lacante, que estaba algo delicado y andaba con dificultad, se retiró temprano con su hija. Y disponíame yo a seguir su ejemplo, cuando Sofía Jansien salió al paso.

—No tiene usted la menor atención para las antiguas amigas—me dijo haciendo monadas.—Apenas me ha saludado usted esta noche, y su bella Luciana lo guarda tan severamente, que no se le ve a usted por ninguna parte... Ni siquiera me ha anunciado usted su boda.

Le recordé que había intentado en vano encontrarla en su casa y que la había escrito para participarle el casamiento.

—Sí, la estricta urbanidad y nada más. Pero yo hubiera querido otra cosa...

—¿Qué, señora?

—Un poco más de interés en hablarme de sus proyectos... antes de que fuesen definitivos... Le hubiera a usted dicho, acaso, cosas... interesantes.

—Siempre es tiempo de decirlas.

—No, no... ya no es tiempo... No hay más que inclinarse ante las declaraciones oficiales... Pero hace usted mal en tratarme como a una cantidad despreciable, se lo aseguro.

—Nada más lejos de mi pensamiento. ¿Qué me hubiera usted dicho, señora, antes de las declaraciones oficiales?

—Le hubiera dado a usted acaso algunas indicaciones útiles... con arreglo a ciertas observaciones... ¿Quién sabe? Puede que hubiera podido hacerle a usted su horóscopo y el de Luciana...

—No sabía que era usted nigromántica; de otro modo, hubiera recurrido ciertamente a sus luces sobrenaturales...

—¡Ah! ¡Ah! Es usted irónico... se burla usted... Yo no soy, sin embargo, una visionaria, amigo mío, y lo que veo lo veo bien.

—¿Y qué ve usted?

—Una guapa muchacha y un buen mozo. Nada más, por el momento.

—Sin embargo... parece que... Dígnese usted decirme qué significan sus ingeniosas insinuaciones.

—Nada absolutamente, amigo mío; no tengo nada que decir a usted ya... Siento solamente que no me haya usted hablado antes de sus proyectos. Me ha tenido usted muy olvidada estos últimos tiempos.

La insté inútilmente y no pude sacar nada más.

Estoy cierto, sin embargo, de que tenía en la mente alguna maldad contra mí o contra Luciana... probablemente contra Luciana, que es demasiado hermosa para no suscitar muchas envidias.

Creo que no hay para qué atormentarse por los dichos de esa aturdida de Sofía Jansien; y, con todo, aquella conversación me ha preocupado.

Elena al Padre Jalavieux.

Doña Polidora ha venido esta mañana a decirme que mi padre me llamaba, y he corrido alegremente a su despacho, pues los momentos más felices del día son los que paso a su lado.

Máximo estaba con él y los dos tenían un aspecto grave. En seguida me eché a temblar sin saber por qué, por instinto, solamente porque tengo el corazón como aplastado por el secreto que llevo en él y por mis culpas para con mi padre. Me senté en un taburete al lado de su butaca y esperé interrogándole con la mirada.

—Es muy joven—dijo mi padre dirigiéndose a Máximo,—es una niña.

Había en sus palabras una tierna piedad que parecía abogar por mi.

Máximo respondió:

—Es joven en años, pero la creo muy adelantada para su edad.

Su voz dura me hirió tanto como la mordaz ironía de sus palabras, cuyo sentido yo sólo comprendía.

Pensaba en las fatales cartas que me había visto ocultar. ¡Oh! ¡Con qué ganas le hubiera arrojado al rostro la verdad! ¡Cómo le hubiera dicho que guardase sus desprecios para la que los merece! Pero la traición es cosa vil y baja. Más vale callar y sufrir. Mi padre se había sonreído, sin sospechar la crueldad de Máximo.

—Querida—me dijo alegremente,—se trata de un matrimonio. No tomes ese aspecto horrorizado, puesto que nada habrá de hacerse contra tu voluntad. El partido que se presenta, sin ser excepcionalmente brillante, es muy conveniente y ofrece serias garantías. Un muchacho bien educado, inteligente, de conducta irreprochable... Máximo, que lo conoce bien...

No pude contener una exclamación y observé a Máximo, que me estaba mirando con expresión provocadora.

—Sí—continuó mi padre,—Máximo ha consentido en encargarse de presentar la demanda de su compañero de colegio, Gastón de Givors, y de hacer valer sus ventajas, que no son de desdeñar.

—Veamos las ventajas—dije fríamente, dirigiéndome a Máximo.

—Hay que saber ante todo si Gastón de Givors no la disgusta a usted.

—No lo conozco.

—Dispense usted, Elena, pero debe conocerlo, porque ha venido aquí varias veces y hasta han hablado ustedes.

—Es posible, pero no he reparado en él. Viene aquí mucha gente y el señor de Givors se ha perdido en la multitud.

Mi padre intervino:

—Si haces un esfuerzo, verás cómo te acuerdas... Un oficial de la Escuela de Guerra, pequeño, moreno...

Y al ver que yo decía que no con la cabeza, pues no tenía recuerdo alguno ni empeño en tenerlo, Máximo dijo con maldad:

—Creo que Elena prefiere los rubios...—por alusión a Lautrec que es rubio y alto.

Aquel ataque me irritó.

—Tiene usted razón—dije,—prefiero los rubios. Puede usted decírselo a su candidato.

—¡Vamos! Elena—exclamó mi padre,—eres demasiado razonable para que te fijes, tratándose de tal cuestión, en el pelo de la bestia.

Nos echamos a reír y esto hizo menos violenta la situación.

—La cosa es seria, querida, y ya que Máximo sostiene tan mal la causa de su amigo, voy a encargarme yo de hacerlo.

Mi padre empezó entonces la enumeración de las cualidades del señor de Givors, de sus ventajas de familia, de su posición y sus esperanzas.

Yo lo escuché dócilmente, pero sin disimular mi indiferencia.

Mi padre lo echó de ver y me dijo:

—No parece que te interesa gran cosa lo que te estoy contando... Se trata de ti, sin embargo... Di lo que piensas.

Máximo dijo a su vez:

—Mi pobre amigo Givors, enamorado de usted, se pone a sus pies, en mi persona, para solicitar una respuesta favorable... ¿Qué debo decirle?

—Empiece usted por felicitarlo por la elección de su embajador—respondí con una amargura que me era imposible contener.—Si me decido a ese matrimonio, será ciertamente por la intervención de usted, Máximo...

—¿Pensaría usted acaso rehusar?—dijo un poco conmovido.

Mi padre no me dejó responder.

—Espera un poco, hija mía. Mi deber me obliga a insistir en la demanda del señor de Givors, que merece gran consideración... Si así no fuera, Máximo no se hubiera encargado de esta misión... que tan mal temple, dicho sea de paso... Pero piensa que había para ti en esa misión grandes probabilidades de dicha...

Me volví hacia Máximo y le pregunté:

—¿Es verdad?

Él me respondió en tono poco seguro:

—¿Puede usted dudarlo?

—Entonces, ¿me aconseja usted que acepte?

—¡No!... es decir... no puedo aceptar tal responsabilidad. Someto a usted el deseo de un amigo y afirmo que no sé nada de él que no sea honroso... Pero ¿quién se ha de atrever a garantizar la perfecta armonía de las naturalezas, de los caracteres, de las almas?...

—Tiene usted miedo por él, ¿verdad?

Nuestras miradas se cruzaron y creí leer en el fondo de la suya menos desprecio que pena.

—¿Qué respondo a Givors?—dijo por fin.

Mi padre vino en mi ayuda:

—No se puede, realmente, exigir de Elena una respuesta inmediata. Dejémosle tiempo para reflexionar...

Así están las cosas, pero yo no reflexiono, señor cura, pues estoy decidida a no casarme en este momento. Hay en mi corazón demasiadas tempestades y no se debe comprometer la vida bajo la influencia de una borrasca.

Hace poco tiempo que vivo con mi padre y quiero gozar de su presencia y de su ternura.

Así se lo he dicho, y aunque ha tratado de combatir mis argumentos, he visto que mi decisión no lo contrariaba y que, acaso, tendría un pesar al ver disolverse ya nuestra dulce vida común.

Máximo a su hermano.

Me ocurre una cosa infinitamente desagradable.

Esta mañana encontré en mi mesa, entre otras cartas, una sin firma y de letra visiblemente desfigurada, concebida en estos términos:

«Va usted a adornar su casa con una obra de hermosa apariencia, pero que ha sido ya leída y estropeada por otro. Sépalo.»

Hace un momento me han entregado otra en caracteres de imprenta, que se expresa con más claridad:

«Un amigo, que se interesa por usted, se cree en el deber de advertirle que está usted burlado por una coqueta. Al buen entendedor...»

La denuncia es tan formal como cobarde. Esos bajos ataques no merecen más que desprecios y he echado al fuego los dos papeles infames...

Sin embargo, relacionándolos con las insinuaciones de esa mala peste de Sofía Jansien, tienen algo de alarmante. Por lo menos prueban la existencia, alrededor de mi pobre Luciana, de enemistades que no retroceden ante nada. Pero sé por dónde buscar esclarecimientos. Preciso será que la Jansien me explique sus frases ambiguas y sus reticencias.

Estoy indignado, me siento infeliz, y justamente, voy, dentro de un momento, a presentarme ante el público en el Colegio de Francia.

¡Bonita preparación para una lección de apertura! Me arde la cabeza.

El mismo día, 6 de la tarde.

No quiero cerrar esta carta sin decirte que mi lección ha salido muy bien a pesar de mis disgustos y del cansancio de mi cerebro.

Una vez en mi cátedra, ante cientos de cabezas, de ojos y oídos dirigidos hacia mí, el sentimiento del deber profesional, y más aún el temor de fracasar miserablemente, han triunfado del desorden de mis ideas. Me he hecho violencia, me he serenado, y he dado la carrera sin vacilar hasta saltar victoriosamente el último foso.

En cuanto entré en la sala vi, en primera fila, a Luciana con su madre, y su vista me hizo daño a pesar de la sonrisa afectuosa que me dirigió... ¡Pobre muchacha! No lejos de ella estaba Sofía Jansien gesticulando y agitando un alto penacho multicolor. ¡De qué buena gana los hubiera puesto en la puerta, a ella y su penacho!

Todos nuestros amigos estaban allí: los Marqueses de Oreve, Lacante, Kisseler, hasta el doctor Muret, que había hecho hueco entre dos consultas para darme esa prueba de amistad. Antes de hablar los había visto a todos, menos a Elena, y ya la acusaba por su indiferencia cuando la vi detrás de su padre, desde donde me miraba atentamente, creyendo, sin duda, no ser vista.

Después de uno o dos minutos, empleados en colocar en la cátedra mis libros y unas cuantas notas de que me había provisto prudentemente, y durante los cuales me esforcé por poner en orden mis ideas, empecé bastante penosamente el elogio de mi predecesor, lo que no era materia fácil tratándose del pobre hombre al que sucedo. Mi triste exordio fue saludado por unos cuantos aplausos, que más se dirigían al difunto que a su panegirista.

Desde este momento desapareció toda cortedad y, libre ya de las trivialidades de encargo, entré valientemente en el asunto, que se me presentó claro en la ilación lógica de sus deducciones, e hice mi discurso con esa especie de soltura del que sabe lo que quiere decir y encuentra la expresión justa para decirlo.

A la salida recibí numerosas felicitaciones de todos los amigos y de muchos desconocidos. Luciana estaba radiante y se unía a mí, muy orgullosa, como si ya le perteneciera mi éxito, y esa cándida vanidad me complacía, a pesar del veneno de la víbora anónima que sentía correr por mis venas. Acaso no disimulé bien, pues me pareció inquieta en el momento de separarnos.

—Está usted cansado—me dijo,—y esta noche hablaremos mejor. Irá usted, ¿verdad?

—Trataré de ir.

Su cara se ensombreció.

—¿Qué puede impedírselo? ¿Una invitación? ¿Un placer?

—No hay placer para mí sin usted, Luciana. Esta noche iré, aunque sea tarde. Quiero hablar con Lacante, que no ha podido decirme más que dos palabras a la salida de la lección. Tengo necesidad de sus consejos, de sus observaciones y de su fino espíritu crítico...

Y he corrido a casa de Sofía Jansien, a la que había anunciado mi visita. Pero había salido, dejándome una excusa y citándome para mañana.

La noche me va a parecer larga. Esa mujer presiente el objeto de mi visita y retrocede todo lo posible. Preciso será que hable, sin embargo, y yo sabré obligarla.

Máximo a su hermano.

26 de noviembre.

La he visto y no ha querido decir nada, valiéndose de subterfugios y afirmando que había querido castigarme por el abandono en que la tenía y que había hecho mal de tomar en serio unas bromas que no merecían ese honor.

—¿Me afirma usted, señora, que no había en sus palabras ningún doble sentido ofensivo para mí o para mi prometida?

Sofía exclamó:

—¡Su prometida! ¿Así estamos ya? ¡Se va a divertir esa joven en la vida conyugal si ya sospecha usted de ella!... ¡Qué chistosos son los hombres! No me haga usted responsable de sus chifladuras, querido.

—Dispénseme usted que insista, señora. Háyalo usted querido o no, ha conseguido alarmarme, y le suplico de nuevo que me diga si realmente no hizo ninguna alusión desfavorable para mí o para...

—¿A usted? ¿Qué se le puede reprochar? Es usted un amable y buen muchacho, muy loco y muy cándido.

—No sé si soy amable ni, sobre todo, si soy cándido; lo que sé es que se trata de la tranquilidad de toda mi vida. Sea usted buena y franca... No sabe usted nada que se pueda reprochar a Luciana, ¿verdad?

—Reprochar... reprochar... Siempre se puede reprochar algo... hasta el ser demasiado perfecto...

—Eso no es responder... Voy a ser más preciso: lo que se podría reprochar a una joven seria...

—¡Bah! Es usted fastidioso—exclamó con un gesto de molestia.—Este interrogatorio me va cansando y agotaría la paciencia de un santo... No tengo nada que decir a usted y nada le diré... ¿Qué quiere usted que yo sepa de Luciana? ¡Es usted asombroso, palabra de honor! No estará contento hasta que le diga horrores de la mujer con quien se va a casar...

—Me importa, señora, conocer esos «horrores» para desenmascarar a los calumniadores y hacerles arrepentirse...

No hay calumniadores en esta casa, señor mío. Busque usted otro terreno para sus hazañas de galante caballero.

La hubiera estrangulado, pues conocía que estaba mintiendo y tratando de despistarme. Su voz y su risa sonaban a falso, y su salvaje enfado no hacía más que hundir en mi seno el aguijón de la duda... ¿De qué pueden acusar a mi pobre Luciana? ¿Qué puede saber, sin decirlo, esta horrible Sofía?

Después de unos minutos de silencio, empleados en dominar mi cólera, me levanté.

—Puesto que se niega usted a hablar, acaso sabré algo más preguntando al señor Jansien.

Sofía me miró con risueño asombro.

—¿Federico? ¿Mi marido? Es una idea original. ¡Inténtelo usted, amigo, inténtelo!...

Tiró de la campanilla y dijo al criado:

—Ruegue usted al señor que baje al salón.

Momentos después me vi entrar un hombre gordo, subido de color, cabello gris, bigote recio, anchas manos colgando de unos brazos rígidos y aspecto general de mozo de carga. Era el antiguo mayordomo del plantador; el feliz esposo de la abominable Sofía, que me presentó diciéndole que tenía que hacerle unas preguntas.

Vi que con tal personaje no hacían falta precauciones oratorias, y le dije:

—Tengo, caballero, que pedir a usted unos informes confidenciales, referentes a un matrimonio...

—¿Un matrimonio?... Bueno... bien...

—Se refieren a personas a quienes la señora de Jansien favorece con su benevolencia.

—¿Mi mujer?... La señora de Jansien favorece...

—La señora de Grevillois y su hija Luciana.

El hombre abrió los ojos con asombro.

—¿Grevillois? ¿Luciana? No las conozco...

Yo insistí:

—Su señora de usted recibe a esas personas, y creí...

—Pregunte usted a mi mujer... Yo no sé nada. Yo tengo mis amigos y ella los suyos... Cada cual sus gustos... Ella está contenta y yo también.

Vi que no sacaría nada de aquel zopenco y me marché, perseguido por la risa violenta de Sofía Jansien... ¡Con qué gusto la hubiera estrangulado!

En el momento en que yo salía, me llamó:

—Veo, caballero, que me guarda usted rencor, y hace mal... En casos como el de usted, sólo los amigos están obligados a responder... y a ellos hay que dirigirse cuando se quiere saber alguna cosa... ¿Por qué preguntar a los que no tienen el honor de ser de ese número?

Saludé sin responder y me fui a mi casa, donde encontré otro anónimo como los anteriores y que los siguió a la chimenea.

¿Qué enemigos de mi dicha se ocultan así en la sombra? ¿Qué bajas envidias ha excitado contra ella la pobre Luciana? No puedo sospechar de Sofía Jansien. Por mucho rencor y antipatía que tenga contra ella, no puedo creerla capaz de acciones tan bajas y despreciables...

Y, por otra parte, no puedo casarme llevando en el corazón una duda insultante contra la que va a ser mi mujer.

Elena al Padre Jalavieux.

Estoy todavía temblando de miedo, mi buen señor cura. Mi pobre padre ha estado muy enfermo durante dos días y dos noches, y yo he pasado terribles angustias.

La gota iba subiendo y los médicos no ocultaban el peligro. Esta mañana se ha puesto algo mejor y hemos vuelto a la esperanza, pero me estremezco todavía al pensar que la muerte ha podido llevarse a mi padre querido en ese obscuro estado de alma que lo tiene tan lejos de Dios.

Una noche en que lo estaba velando, me puse a rezar y a llorar arrodillada al lado de la cama, creyéndole dormido. Un ligero movimiento de la mano me indicó que despertaba, y me levanté prontamente por miedo de disgustarlo. Fijó entonces en mí sus ojos penetrantes y me dijo con una semisonrisa en los pobres labios quemados por la fiebre:

¿Por qué interrumpes tus oraciones cuando te miro? ¿Me tomas por un tirano? Ruega a Dios, si eso te consuela, hija mía; pero, entonces, no llores.

Esta vez me atreví a responder que no lloraría si fuésemos dos a rezar.

—¡Ah! Esos son otros cantares...

Se calló un rato con los ojos cerrados, y después, temiendo, sin duda, haberme afligido, me dijo con dulzura:

—Todos dependemos, hija mía, más o menos, del medio en que hemos sido educados y de las enseñanzas que hemos recibido. Cuando esté mejor, te contaré mi infancia y mi juventud, y verás que si soy un incrédulo no es enteramente por mi culpa.

Me asió la mano y me la besó varias veces, como para excusarse de ser como es y no como yo querría que fuese.

Elena al Padre Jalavieux.

28 de noviembre.

Mi padre está mucho mejor, señor cura. Esta mañana estaba alegre y se sentó solo en la cama. Después pidió su gorro negro y se lo puso con aire triunfante. En seguida habló de este modo:

—Aquí tiene usted, amigo mío...

Olvidaba decir a usted que se dirigía a Máximo, que le ha demostrado durante la enfermedad un cariño filial.

—Aquí tiene usted una personita que se tortura porque no pienso como ella en materia de fe, y que estoy seguro de que me encuentra muy ingrato porque no conformo mi pensamiento al suyo.

Quise protestar, pero me interrumpió con un gesto y siguió diciendo a Máximo:

—Quiero que sepa que no pongo en esto ninguna obstinación mal intencionada, y que, si dependiese de mí, no contristaría a tan buena hija ni vería su cara llorosa y angustiada sin transigir, por lo menos, con Dios-Padre... al que no niego absolutamente, pero que es para mí lo incognoscible. Conviene que Elena sepa que mis padres no me dieron religión y que ningún bautismo ha llamado sobre mí la gracia divina. Mi padre, alistado por entusiasmo, a los dieciocho años, en los ejércitos de la Revolución, perdió allí las pocas nociones religiosas que había recibido en casa de sus padres. Llegado a sargento, se casó con la hija de un escribano, llamado Sandoz, educado en las ideas de los enciclopedistas y libre de todo prejuicio religioso. He vivido muchos años, sin conocer a Dios más que por los escritos de D'Alembert y de Diderot y, después, por los de Rousseau y Voltaire. Mi madre se quedó viuda y se volvió a casar con un antiguo emigrado, el señor de Boivic, que se la llevó a Quimper, donde sus ideas se modificaron poco a poco, pero yo no era ya bastante joven para modificarme a su imagen, y vivía, además, lejos de ella. A ella, pues, y, después, a la señorita de Boivic, debes la educación que has recibido.

Mi padre se había vuelto hacia mí y se sonreía.

—¿No era, entonces, mi tía la señorita de Boivic?

—No, pero en Bretaña los parentescos son hospitalarios y la de Boivic quería considerarte como sobrina.

—Fue muy generosa para mí—dije con emoción.

—Ciertamente; le debemos mucho agradecimiento... Ya ves, querida Elena, que si no soy un buen cristiano, no pongo en ello gran malicia.

Yo estaba afligida al ver el ancho abismo que separa a nuestras almas, pero me esforcé para no dejarlo ver.

—Realmente, papá, no es culpa tuya... pero...

—¿Qué, hija mía?

—Un día dijiste que si la existencia de Dios no puede ser demostrada, es bueno, sin embargo, obrar como si lo fuese.

Mi padre se volvió hacia Máximo.

—¡Miren la chiquilla, que recoge mis palabras para traérmelas a la cabeza!... Y bien, señorita, ¿no obro yo con arreglo a la ley de Dios? ¿Me ves hacer mal al prójimo, despojar a la gente o calumniar a la virtud? ¿No vivo yo como una persona honrada y celosa de su deber?... ¿Qué tienes que objetar?...

No me atreví a responder, y él siguió diciendo:

—Habla, pardiez, y di lo que piensas... No me gustan las reservas mentales.

—Querido papá... los deberes para con el prójimo... son la mitad de la ley.

—Sí, sí, necesitarías oraciones, genuflexiones, que fuese a la iglesia, que me hiciese bautizar...

Se quitó el gorro y se lo encasquetó después de un golpe seco, lo que es en él señal de la más violenta agitación.

—Sí, Máximo, eso es lo que ella querría, el bautismo... El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo... Toda la Trinidad... Es mucho, señorita, es mucho...

Máximo dijo con dulzura un tanto desdeñosa:

—Cuando se toma lo sobrenatural, no hay que disputar por la cantidad.

—¡Oh! no—exclamé;—usted, no quiero que se burle de mí. A mi padre le está todo permitido... pero a usted le ruego que no se ría a mi costa.

—¿Reír? No tengo ninguna gana.

Y, en verdad, tenía una expresión muy melancólica.

Mi padre, que había recobrado su buen humor, se volvió hacia mí:

—No lo maltrates... Lo que dice es verdad, después de todo; cuando se entra en lo sobrenatural, se traspasan de un salto los límites de la razón pura y la discusión es inútil... Vamos, loquilla, no te devanes los sesos por mi causa... ¿No fue San Pablo quien dijo que la mujer fiel justifica al marido infiel?... Las hijas deben tener el mismo privilegio... Anda, puesto que hace buen día, aprovecha la ocasión de que Máximo quiere hacerme compañía y vete a tomar el aire... Tienes unas ojeras... que no hacen honor a la casa.

Cuando me marchaba, me llamó y me dijo dándome cariñosos golpecitos en el carrillo:

—¿Crees tú que no querría yo creer? ¡Por qué no tengo la fe de un patán cualquiera!... Muchas veces lo he pensado.

Máximo a su hermano.

28 de noviembre.

Si no es cierto que un disgusto borra el anterior, lo es que nuestra pobre naturaleza no puede sufrir con igual intensidad dos penas diferentes. Nuestro buen Lacante, un padre para mí, acaba de escapar, no sin trabajo, a un ataque de gota que por poco lo mata. Y este cuidado ha puesto en segundo término mis irritantes sospechas respecto de Luciana.

Pero en cuanto ha desaparecido el peligro de Lacante, ha vuelto a empezar el asalto contra mi pobre alma, que no puede ya más en esta lucha solitaria con fantasmas.

Cuanto más pienso en mi conversación con Sofía Jansien, más convencido estoy de que hizo insinuaciones contra Luciana sobre hechos que no quiere poner en claro. Le basta haberme vertido el veneno y hasta puede que ya lo lamente. Su última frase fue para aconsejarme irónicamente que consultase a mis amigos. ¿Será que ellos también saben, que todo el mundo sabe esas cosas que yo sólo ignoro? Toda mi sangre se subleva y hierve al pensarlo. El interrogar a unos y a otros es una investigación repugnante y odiosa, para la que, hasta ahora, me había faltado valor.

Ayer, sin embargo, Lacante, alarmado por esta tristeza que altera mi salud, me ha obligado cariñosamente a abrirle mi corazón y ha tratado de tranquilizarme. Me ha jurado que jamás ha oído poner en duda la perfecta corrección de Luciana y me ha aconsejado seriamente que desprecie las denuncias bajas y vagas que no se apoyan en nada, y que no ponga mi dicha a merced de cualquier miserable.

—Pero Sofía Jansien, sus medias palabras subrayadas con la mirada y con la sonrisa...

—¡Bah! Una mujer envidiosa de la belleza de Luciana... y ligera.

Me dio como un desafío, el consejo de preguntar a mis amigos.

—Usted... los de Oreve...

—Pregunte usted a los de Oreve, si eso le tranquiliza... pero yo afirmo que no sé nada. Puede usted creer que soy demasiado amigo suyo para no ponerle en guardia si creyese indigna a su prometida.

—Usted vive muy por encima de esos chismes y cuentos y no puede, en efecto, ser confidente de tales calumnias... A lo más, Elena pudiera haber oído algo... Entre mujeres...

—Lo dudo. Elena odia la maledicencia; pero, en fin, si usted lo desea, la interrogaré...

En esto estoy, querido hermano... Lacante no sabe nada, lo que es ya mucho, así como lo es el tener un poco de simpatía en el estado de ánimo en que me encuentro.

¿Hablar a los de Oreve? Me falta valor. Arrastrar a mi pobre Luciana de puerta en puerta, como sospechosa, como acusada, sin que ella lo sepa para defenderse, se parece mucho a una traición. Si le confieso mis perplejidades, despreciará mi debilidad y se negará a defenderse, la conozco, ofendida en su orgullo tanto como en su amor. Lo que no me impedirá llevar infiltrado en mi sangre y en mi corazón el veneno de la duda, que corromperá mi existencia y también la suya. ¿Quién puede jactarse de ahogar para siempre la sospecha, ese monstruo de cien cabezas siempre renacientes? ¿No he visto a todos los hombres a sus pies? ¿No me inspiró sospechas recientemente Gerardo Lautrec? Es verdad que supe después a quien se dirigían sus obsequios y con quién sostenía una correspondencia clandestina... ¡Era Elena!...

Decididamente, la mujer ha nacido perversa y engaña desde la cuna por una necesidad de su naturaleza. ¡Qué bien inspirado está el que se conserva a distancia del peligro femenino! Así era yo, en mi prudente indiferencia, antes de que la Eva de belleza viniese a tentarme... El fruto que me ha ofrecido tiene un amargo sabor... Pero, ¿de qué sirve gemir cuando se está con la cuerda al cuello?

Elena al Padre Jalavieux.

¡Oh! señor cura, estoy sufriendo una prueba en la que flaquea mi valor. Ya sabe usted que Máximo, la persona a quien más quiero después de mi padre, está convencido, por un funesto azar, de que he sostenido con Lautrec una correspondencia sospechosa. Sabe usted también que Máximo se va a casar con aquélla cuyo secreto está en mis manos.

He guardado hasta ahora religiosamente ese secreto y me he prohibido hasta la pena, por miedo de que detrás de ella se deslizase en mi corazón una sombra de deseo y de esperanza. Me ha costado gran trabajo, porque amo a Máximo y sé que ningún otro ocupará el lugar de que le destierro.

Pues bien, hace un momento, me ha dicho mi padre, después de hablar conmigo de los pequeños incidentes del día:

—También he visto a Máximo. ¿No le encuentras un aspecto triste y preocupado?

—Me ha chocado como a ti; no sé qué tiene.

—Es desgraciado y le he arrancado la confidencia de sus disgustos. Figúrate que el pobre muchacho está inundado de denuncias anónimas contra Luciana.

No pude contener un estremecimiento y mi padre lo notó.

—¿Lo sabías?

—No... Estoy estupefacta... ¿Qué dicen?

—Nada preciso... Dan a entender que ha amado a otro y que le ha dado algo más que esperanzas.

—Yo creía—dije con toda la calma que me permitía mi emoción,—que no se debía dar ninguna importancia a los anónimos.

—Nada más despreciable, en efecto; pero no dejan por eso de surtir su efecto funesto. Por mucho que se proteste contra la infamia del procedimiento, la sospecha queda. Máximo es una prueba... Además, la de Jansien ha lanzado insinuaciones pérfidas, sin querer explicarlas.

—También eso es despreciable.

—Como quieras... pero siempre será un hecho que la reputación de esa joven no está intacta... por una razón cualquiera, grave o fútil, antigua o reciente... ¿Qué piensas tú?

Mi corazón latía tan fuerte, que me costaba trabajo hablar.

—Pienso que la de Jansien está, acaso, celosa por la belleza de Luciana y que otras pueden estarlo por su matrimonio...

—¿No has notado nada que pudiera justificar esas, hablillas?

—Nada—respondí con voz ahogada,—sino que Luciana atrae a los homenajes y que acaso no los desprecia.

—¿Nada más?

—Nada más.

—¿Tu opinión es, entonces, que Máximo no debe dar importancia al incidente y casarse con su Luciana a ojos cerrados?

Esta vez mi corazón flaqueó.

—No soy yo quien debe aconsejar a Máximo, papá... Nunca me ha pedido mi opinión...

Mi padre comprendió esta respuesta en el sentido que yo quería.

—¡Pobre hija mía!—me dijo tiernamente;—los dos habíamos pensado que haría mejor elección... Es preciso, sin embargo, que le dé una respuesta... Cree que las mujeres os observáis y os hacéis confidencias... ¿es verdad?

—Las confidencias que nos hacemos no son de gran importancia, y, además, la delicadeza obliga a tenerlas secretas.

—¿Quieres darme a entender?...

—¡No, no, nada!—exclamé vivamente.—Responde a Máximo que no tengo nada que decir.

—Entonces no sabes nada, absolutamente nada desfavorable a Luciana... ¿Sí o no?

¿Por qué me obligaba así? En un segundo pasó por mi mente un huracán de pensamientos confusos y contrarios de incertidumbre y de infinitos escrúpulos... Mi padre me miraba con fijeza...

Entonces, señor cura, me pareció que una voz interior, la de mi conciencia, me decía al oído: «No cometas una traición.» Y respondí con firmeza:

—No.

—Entonces, puedo tranquilizar a Máximo—dijo mi padre, que acaso esperaba otra cosa.

Respondí con una seña, sin fuerza ya para hablar.

He mentido a mi padre; he mentido a la amistad por cumplir mi juramento. ¿He hecho mal? ¿Soy culpable? Si es así, espero que Dios me lo perdonará, pues Él sabe lo que me ha costado.

Máximo a su hermano.

3 de diciembre.

Al fin sé la despreciable acusación que pesa sobre Luciana y sé de dónde ha salido.

La Marquesa de Oreve me llamó ayer a su casa por una carta urgente y fui corriendo con el presentimiento de lo que iba a suceder. Estaba yo tan pálido y desencajado, que la Marquesa exclamó al verme:

—No se alarme usted, querido amigo... Lo que tengo que decirle exige ante todo calma y sangre fría...

—Se trata de Luciana, ¿verdad?

—Puesto que lo ha adivinado usted, no tengo que tomar precauciones oratorias...

—Se lo ruego a usted, señora; ¿de qué se la acusa?

—Cálmese usted o no me atreveré a continuar... Se trata, creo, de una ligereza... una imprudencia... Pero las suposiciones malignas van más lejos...

Le supliqué que abreviase, pero tuve que sufrir un exordio, preparado de antemano, sobre los penosos deberes de la amistad y sobre el esfuerzo que le imponía su vivo interés por mí... Por fin habló.

Trátase, en efecto, de Lautrec y ha sido la de Jansien la que ha puesto en circulación el rumor. Bromeó sobre eso con Kisseler, el cual fue, muy indignado según parece, a contárselo a la Marquesa.

La de Jansien afirma haber visto a Luciana entrar sola una mañana en casa de Lautrec y estar allí un rato bastante largo para que Sofía pudiese subir a casa de su abogado, que vive en el tercero, entregarle unos papeles y volver a bajar, precisamente en el momento en que Luciana salía del piso bajo habitado por el joven. Su lacayo también la vio, pues ella le ha oído contar la historia al cochero y reírse... a costa mía, sin duda... Luciana es orgullosa y hasta un poco altanera con los criados, y presumo que fue de esas bajas regiones de la servidumbre de donde salieron los anónimos.

Naturalmente, no creo tal historia. Ha habido un error, o bien... ¿Qué razón ha podido llevar a Luciana a casa de Lautrec?...

La veré, y si la acusación es falsa, como lo afirmo, la de Jansien tendrá que retractarse en público o pediré cuentas al idiota de su marido.

Mañana estará Luciana justificada a los ojos de todo el mundo. Lo juro por mi amor ofendido.

Máximo a su hermano.

4 de diciembre.

La he visto; todo es verdad... Estoy anonadado.

La encontré en aquella salita tan modesta, tan triste, a la que llega la luz por encima de los tejados vecinos, en aquella callejuela estrecha y húmeda. Estaba pintando una miniatura de un niño, cuya fotografía tenía delante. Siempre la veré así, con el pincel en la mano, vestida con una bata obscura, y coronada por su espléndida cabellera de oro, de la que un pálido sol de diciembre arrancaba reflejos tristes.

Al oír abrirse la puerta volvió la cabeza y sonrió... Y aquella sonrisa me traspasó el corazón, pensando en lo que tenía que decirle.

—¿Tan de mañana?... Buenos días—me dijo alegremente.—Muy mal aviada estoy para recibir a usted.

Echóse por los hombros, para ocultar lo raído del traje, un chal de brillantes rayas que había dejado caer, e inclinándose graciosamente, me dio la mano.

Se la oprimí y la oprimí contra mis labios tratando de reanimar mi valor, mientras ella, siempre sonriente, me miraba, esperando la explicación de mi visita a aquella hora.

—Luciana—dije muy bajo,—¿es verdad que ha ido usted sola a buscar a Lautrec a su casa de la calle de Jena?

Mi prometida se puso tan pálida, que hasta los labios resultaron descoloridos; y al mismo tiempo una horrible sensación de frío corría por mis venas, mis dientes crujían y me parecía que el sol acababa de apagarse.

—Le juro a usted que nunca he visto a Gerardo Lautrec en su casa.

Su voz estaba cambiada y su respiración era anhelosa.

—¿Por qué niega usted? La vieron a usted entrar.

—¿Quién me vio? ¿Quién se atreve a decir eso?

—La de Jansien... Iba a ver a su abogado, Lehoux, que vive en la misma casa que Lautrec, y ha visto a usted, a usted, Luciana, entrar en casa de ese hombre, donde era usted, sin duda, esperada, puesto que allí se quedó.

—Es un error... Lautrec no estaba en casa... No hice más que dejarle un recado...

—Un recado... ¿de quién?

Luciana vaciló.

—Tenía que pedirle una cosa...

—¿Y estaba usted obligada a ir sola a pedírsela?

—Hice mal... muy mal... Pero juro a usted por mi salvación eterna que Lautrec no estaba en casa y que no lo vi.

—Sin embargo, usted entró... ¿para esperarlo?

—No; para escribir mi petición en la antesala.

—¿Qué tenía usted que pedirle tan importante?

Luciana hizo un gesto de irritación y de cansancio.

—¿Para qué preguntarme?... Si duda usted de mí, es inútil...

—¿Por qué no decir la verdad, si es inocente?

—Lo es, pero usted no lo creería.

—¿Cómo no ve usted que no pido más que creerla, que tengo sed de su inocencia y de verla justificada ante todo el mundo como lo está de antemano para mí? Pero, por Dios, Luciana, sea usted franca.

Su cara se contrajo con una expresión de sufrimiento; y después levantó la cabeza y dijo con resolución.

—Pues bien, lo seré... y usted será inexorable; lo conozco... Fui a casa del señor Lautrec a reclamar unas cartas que había tenido la imprudencia de escribirle...

—Muchas imprudencias son esas para una mujer que va a casarse, Luciana... ¿Qué decían esas cartas? ¿Estaba su madre de usted enterada de esa correspondencia?

—Si lo hubiera estado no hubiera yo ido en secreto a reclamarlas. Lautrec se marchaba al día siguiente y no podía resignarme a dejárselas.

—¿Qué decían esas cartas?

—Frases de novela... esas tonterías sentimentales, sin sinceridad, que divierten a la frivolidad de las mujeres... ¡Qué castigada estoy por aquella pueril vanidad!...

—¿Las tiene Lautrec?

—No... Me las ha devuelto.

—¿No dice usted que no estaba en su casa?

—Así es la verdad... Me las envió por una persona segura.

—¿Puedo saber el nombre de esa persona?

—¿Para qué?... Eso importa poco...

—Me importa mucho, al contrario, saber quién ha intervenido en un episodio tan lamentable para mí.

—Pues bien, puede usted preguntarla y sabrá que no miento: es Elena Lacante.

—¡Elena!

No pude contener un grito. En medio de mi pena, de mi ternura humillada y del sombrío abatimiento en que me sumían las confesiones de Luciana, brotó de mí un relámpago de alegría.

¡Elena, al menos, es inocente y pura! ¿Hay, pues, mujeres leales, fieles y sin artificios y falsedades?

—Su sorpresa de usted me prueba—dijo Luciana,—que Elena ha guardado el secreto... Quiero hacerle justicia a su vez... Las cartas que usted vio que Lautrec le entregaba, eran las mías.

—¿Las tiene usted?

—Las he quemado... así como las respuestas.

—¡Ah! Naturalmente, él también escribía a usted... a la lista del correo, como me hacía usted escribirle... Es lamentable, Luciana, que haya usted destruido esa interesante correspondencia, que hubiera podido indicar el grado más o menos excusable de su ligereza... ¿Por qué las ha quemado usted?

—No merecían mejor suerte.

—¿Eran cartas de amor?

—Las suyas, sí... yo respondía en otro tono.

—¿Y encuentra usted legítimo y natural, usted la prometida de otro, sostener con el señor Lautrec un cambio de cartas galantes? Si me hubiese usted amado, siquiera un poco, le hubiera bastado una palabra para impedirlo.

—Olvida usted que nuestro compromiso era secreto y que mi libertad aparente autorizaba a Lautrec para tratar de agradarme.

—Por eso no lo acuso a él, sino a usted... ¿Cómo le ha permitido usted hablarle de su amor y escribirle, cuando el honor exigía que le hiciera callar a la primera palabra?

—Es verdad... He hecho mal, y lo siento amargamente... Piense usted, sin embargo, que nuestro porvenir era incierto y nuestro casamiento una eventualidad lejana.

—Es decir, que dejaba usted una puerta abierta a su impaciencia y a su indiferencia seca y cruel... ¿Cree usted, Luciana, que me es fácil perdonar eso? ¿Será posible?

Luciana respondió en tono resuelto.

—¡No!... Aunque me perdonase usted, no podría olvidar... Y yo tampoco olvidaría mi falta ni la dureza de sus reproches. Conservaría un sentimiento indeleble, al mismo tiempo de creerme obligada por su clemencia. Renuncio a esa doble carga.

—¿Entonces?—pregunté anhelante de emoción.

También ella estaba conmovida, y en sus ojos brillaban las lágrimas. Su voz se debilitó y me dijo muy bajo:

—Creo que nos hemos engañado... No soy yo la mujer que le conviene a usted... y acaso no es usted tampoco como yo había creído...

—¡Luciana!...

Mi corazón se partía en el momento de perderla, y comprendía, sin embargo, que decía la verdad.

Y esto era lo más amargo de todo.

Luciana se levantó lentamente.

—Olvide usted que me ha amado. Yo me acordaré siempre... y ese recuerdo será el más dulce de mi vida pasada...

Me hizo con la mano una seña de adiós, y salió de la sala.

Yo no la retuve...

En el comedor, me encontré al salir con la de Grevillois, que estaba poniendo su modesta mesa.

—¿Qué ocurre?—exclamó al ver mi cara descompuesta.

—Luciana se lo dirá a usted.

Besé con respeto aquella mano laboriosa y arrugada y pasé aquel umbral que no veré más, dejando detrás de mí los sueños febriles de un año y las ruinas de mi tardía juventud.

Ya estoy libre... pero solo...

Elena al Padre Jalavieux.

Lo imposible sucede algunas veces, señor cura.

Mi padre me ha llamado hace un momento y en cuanto le he visto, he conocido que no estaba satisfecho.

—Ven aquí—me dijo,—y dame cuenta de tu conducta. ¿Por qué me has mentido?

—¿En qué, papá?

—Me has afirmado que no sabías nada de las fechorías de Luciana, a pesar de que estabas perfectamente informada, con pruebas, y has dejado a Máximo, un amigo, caer sin socorro en el lazo que le tendía esa casquivana.

—Papá, se había confiado a mí y yo le había jurado el secreto.

—Has hecho mal, muy mal. Una joven que quiere y respeta a su padre no tiene secretos para él.

—He deplorado amargamente mi imprudencia, pero, una vez cometida la falta, ¿podía yo hacer traición a la que se había entregado a mí con toda confianza?

—Se había entregado... por interés; por hacerte sacar las castañas del fuego, tontilla.

—No pensé en eso al verla tan desolada, tan infeliz. Y después no he creído que debía cometer un perjurio.

Mi padre dijo, ahuecando la voz:

—¡Oh! ¡Hermosos sentimientos!... Habría que preguntarte, sin embargo, si la fidelidad a tu palabra debía poder más que el respeto a la verdad.

—Me lo he preguntado con angustia, papá... Y, en la duda de lo que debía hacer, he tomado el partido que más trabajo me costaba. He temido que el decir la verdad estuviese demasiado conforme con mis... deseos.

No pude continuar y bajé la cabeza.

Mi padre se agitó en su sillón, creyendo que estaba yo llorando, y dijo:

—Ahora lágrimas; el argumento supremo de las mujeres. ¡No llores, voto va!

Se quitó el gorro y lo lanzó al otro extremo de la habitación. Después se dulcificó.

—Tráeme el gorro y no tomes ese aire desesperado... Vamos, ven acá... Algo hay de bueno, después de todo, en esa cabecita. ¿Dices que temías, hablando, ceder a algún deseo secreto? ¿Es ese tu pensamiento? Responde... ¿Es que amas a Máximo?

Yo estaba como una acusada, con la cabeza baja, y no tenía valor para responder.

Mi padre continuó:

—Lo sospechaba... lo amas. ¿Dónde está el mal? Hablemos un poco...

—Pero él no me ama a mí—murmuré tristemente.

—¡Déjame hablar, qué diablo! Si lo amas, sabrás sin pena que su matrimonio se ha roto.

—¿Completamente?

—Completamente. La misma Luciana le ha confesado la historia y lo ha dispensado de sus juramentos.

—¿Y él ha consentido?

—Sin resistencia, y debe estimarse muy dichoso. Es evidente que esa joven corría dos liebres a la vez y que lo reservaba como plato de segunda mesa.

—Sin embargo, estoy segura de que él la ama todavía... ¡Es tan hermosa y tan seductora!

—¡Bah!... En todo caso, Máximo no piensa como un amigo nuestro, que la belleza es una virtud que dispensa de las otras... Por el momento, el pobre parece un gato escapado de la caldera... y tiene un saludable temor de la mujer... lo que es el principio de la sabiduría... Dejemos hacer al tiempo... Entretanto, lo tendremos más a nuestro lado, ya que se ha desembarazado de esa muchacha.

¿No admira usted, señor cura, cómo me he librado, sin hacer nada para ello, de ese secreto que tanto me pesaba?

Elena al Padre Jalavieux.

Mi padre lleva muchos días enfermo y con alternativas que nunca le llevan a la convalecencia. Estoy angustiada.

Hoy, cuando salía de mi cuarto para ir a instalarme al lado de mi padre, me he encontrado con Máximo. Le dí la mano, y él la retuvo en las suyas y me dijo en tono de reproche:

—¿Por qué huye usted de mí? Hace un mes que no encuentro medio de hablarla.

—Ya sabe usted que el cuidado de mi padre ocupa todo mi tiempo.

—¿Está solo en este momento?

—Están con él los Marqueses de Oreve.

—Entonces no hay sitio para mí y debo marcharme, a no ser que usted tenga la indulgencia de hacerme quedar.

—Quédese, se lo ruego.

Se sentó al lado del escritorio, y yo en la sillita baja que siempre ocupo junto al sillón de mi padre.

—Hoy hace un mes, sufrí una gran decepción; ya sabe usted lo que quiero decir y en qué forma brutal se hizo la luz. Hubiera sido menos cruel para mí el oír la verdad de su boca de usted.

—¡Era imposible!

—No discuto sus razones, Elena; aunque sospecho que fue su indiferencia de usted lo que les dio tanta fuerza.

Me callé y no revelé ni por una seña mis verdaderos sentimientos.

—Si hablo de esto—continuó,—puede usted creer que no es para que lamente mi suerte, que es más bien grotesca.

—¿Por qué?

—Porque es ridículo ser engañado.

—¿Cómo no serlo cuando se ama?

Máximo respondió tristemente:

—¿Quién sabe si no empieza uno por engañarse a sí mismo?... Pero no he querido hablar con usted para disertar sobre psicología sentimental, sino para pedirle perdón.

—¿Ha sospechado usted de mí, verdad?—dije sonriendo.—Así debía ser, pues las apariencias estaban contra mí.

—Y le importaba a usted poco, confiéselo.

—No tan poco, puesto que tuve una gran pena. Pero el ser inocente me consolaba.

—Es usted, sencillamente, un ángel. Elena, esto es lo que quería decirle.

No pude menos de echarme a reír.

—Hace usted mal de reírse de un pobre diablo escaso de hipérboles... ¿Me guarda usted rencor?

—¿Por ser escaso de hipérboles?

—Por haber sospechado de usted.

—Le había a usted perdonado antes de estar justificada, y no tengo mérito ahora mostrándome magnánima... ¿Quiere usted entrar a ver a mi padre?

Máximo se levantó.

—Voy a ahuyentar a los de Oreve...

No los ahuyentó, y mi padre estaba muy fatigado por la noche, a causa de las visitas que había recibido.

Pero él dice que lo distraen de sus dolores.

Máximo a su hermano.

23 de diciembre.

Lacante está muy en peligro. La gota amenaza subir al corazón y vivimos en una perpetua alarma.

Ayer me hizo llamar y me dijo:

—No se engañe usted, amigo mío, sobre lo que voy a pedirle, pues no es nada que pueda restringir su libertad ni un modo indirecto de encadenarlo. Estoy muy malo, lo sé, y no me disimulo el rápido desenlace de mi enfermedad, cuya marcha es demasiado conocida para poder equivocarse. Tengo, pues, que prever con firmeza mi próxima desaparición... No se aflija usted, amigo mío... Harto sabe usted que este accidente de la muerte es inevitable y que lamentarse por esa ley de la Naturaleza es tan vano como lo sería el llorar diariamente cuando viene la noche. He cumplido sesenta y ocho años, he pasado del término medio de las vidas humanas, y no tengo derecho a quejarme. Si estuviese solo en el mundo, encontraría muy oportuno el despedirme de él antes de sufrir una disminución notable de mis facultades; pero tengo a esta pobre niña, esta rosa de invierno brotada en un tronco viejo y carcomido y que ha embalsado mis últimos días. Muerto yo, se queda sin familia y muy joven aún para vivir sola con un ama de gobierno. Podría confiársela a la Marquesa de Oreve, que aceptaría el legado, pero hay incompatibilidad de costumbres y de principios entre la Marquesa y Elena, y yo quiero que mi hija siga siendo lo que es, una alma excelentemente recta y un corazón puro. Me gusta también que sea religiosa, pues el creer en lo ideal es una gracia en las mujeres, y Dios es, después de todo, la concepción más alta del ideal. Además, la religión es una fuerza y Elena tendrá necesidad de ella... He pensado en un convento; pero, después de la libertad y la dulzura de la vida de familia, el convento es un refugio demasiado austero. He aquí, pues, lo que quiero pedir a usted: ¿Cree usted que su hermano y su amable señora consentirían en recoger y querer a mi huerfanita, en aconsejarla y guiarla en la elección de un marido y en reemplazar, en fin, a los padres que ha perdido? Respóndame usted con toda franqueza, amigo mío.

A pesar de la emoción que me oprimía la garganta, respondí sin vacilar que aceptaría esa misión. No me ha ocurrido un solo instante dudar de tu bondad ni de la de Marta. Sin embargo, para tranquilizar a Lacante, envíame en seguida una aceptación formal.

Elena al Padre Javalieux.

24 de diciembre.

Él mal aumenta, señor cura, y todos nuestros esfuerzos son impotentes.

Hace un momento, Máximo, que no se mueve de aquí, tenía a mi padre incorporado mientras yo le daba el calmante que debe tomar cada hora.

El enfermo querido nos dio tiernamente las gracias al uno y al otro, y añadió:

—Seréis siempre amigos en recuerdo mío, ¿no es verdad?

Dí silenciosamente la mano a Máximo, que la besó y la conservó en la suya.

No podíamos hablar; las sollozos nos ahogaban.

Máximo a su hermano.

25 de diciembre.

¡Qué noche!... ¡Qué tortura!

Es horrorosa la agonía de un ser todavía lleno de vida y de pensamiento, luchando con un mal inflexible que le tiene en un suplicio, viendo el abismo abierto y cayendo en él sin flaqueza...

A las diez ha tenido una crisis horrible seguida de una larga postración semejante al sueño. Elena, arrodillada al lado de la cama, rezaba silenciosamente con un amoroso ardor de pena y de fe que la transfiguraba. Yo la envidiaba muy de veras...

—Elena... hija mía...

La joven se levantó y acercó la mejilla a aquellos labios moribundos, que la besaron.

Después, el enfermo, dijo con voz débil:

—Oigo como un ruido de campanas... ¿Será que sueño?

—Son las campanas de Nochebuena, que tocan a la misa del gallo.

—¡Triste Nochebuena para ti, pobre hija mía!

Se quedó un gran rato silencioso y con la mano de Elena entre la suya. Por fin, dijo con más fuerza:

—Desde que estás aquí, Elena, has sido mi alegría, la alegría de la casa... Quiero decírtelo hoy, como obsequio de Pascua... Es preciso que sepas que todos los días he bendecido tu presencia...

Su palabra era firme, aunque un poco anhelosa y entrecortada.

Elena se inclinaba más y más hacia él, para no perder nada de su despedida suprema, y sus lágrimas caían en las pobres manos paralizadas del enfermo, que ya no podían estrechar las suyas.

La voz de Lacante se volvió más fuerte y más solemne:

—Hija mía, escucha lo que voy a decirte: tu dolor me ha vencido y ha triunfado de mis resistencias... No quiero dejarte en el corazón un dolor del que sé que nunca te curarías... Quiero morir en tu misma fe y en tu misma esperanza...

Elena dio un grito ahogado, indescriptible, y cayó de rodillas con las manos juntas.

Lacante continuó:

—Te dejaré el gozo sobrenatural de un lazo invisible que nos tendrá unidos en la gran noche próxima...

Después de unos instantes de silencio, durante los cuales pareció que recogía sus fuerzas, siguió diciendo:

—No puedo decir que no tengo dudas. ¿Qué sabemos de lo que nadie conoce?... Mi espíritu está a obscuras... Pero quisiera creer... hace ya mucho tiempo... Este deseo es lo que ofrezco a Dios, si quiere contentarse con él...

—Papá querido, la Escritura dice: «Paz a los hombres de buena voluntad.» La fe la da Dios.

—Bien, hija mía... Puede ser. Pídesela para mí, tú que tienes puro el corazón. Mañana harás lo necesario; está convenido.

Su cara descompuesta miró a Elena unos instantes.

—¿Estás contenta de mí?

Otra crisis más aguda me hizo acercarme a la cama.

En este momento está más tranquilo, pero la postración es completa y espantosa.

Elena reza y llora en silencio.

Acabo de separarme de ella para escribirte. No tengo esperanza de que se salve nuestro amigo.

La misma noche, a la una.

Nuevo ataque, más terrible y más corto. Respira con trabajo y cada aliento parece un gemido.

Nos ha mirado tristemente y ha dicho:

—¡Qué trabajo cuesta morir y qué duro es separarnos!

A medida que le abandonan las fuerzas está más propenso al estremecimiento.

Estábamos cada uno a un lado de la cama. De pronto me incliné hacia este querido amigo y cogiendo la mano de Elena, le dije:

—¿Quiere usted dármela, padre mío, si ella consiente después?

El moribundo respondió:

—Es todo mi deseo.

Elena no se movió ni dijo nada. No sabe más que llorar.

A las dos.

No llegará al día.

La marca del dedo fatal se ha impreso en sus facciones, siniestramente modeladas.

La vida se apaga.

Ya no es permitida la duda.

Me he aproximado a Elena y me la he llevado a cierta distancia.

—Elena, está muy malo.

No comprendió al pronto y me preguntó si se había perdido toda la esperanza.

—¡Ay! sí... No verá el día que va a venir...

Elena vaciló como herida del rayo y tuve que sostenerla un momento... Después se irguió, sin lágrimas, y me dijo angustiada:

—Si muere antes del día, no se cumplirá su deseo supremo... Usted lo ha oído; quiere morir en la fe cristiana...

—Lo he oído.

—En nombre del Cielo, Máximo, corra usted a la iglesia más próxima...

Yo moví la cabeza.

—Apenas le quedan unos momentos de vida... Sea usted valerosa... Dios lo tendrá en cuenta...

Pero, de pronto, tuve una inspiración:

—Elena, usted misma puede realizar la obra de salvación. El tiempo apremia...

—¡No me atrevo!...

La infeliz temblaba, quebrantada por la emoción, y yo la conduje al lado del moribundo.

—¡Padre! ¡Padre querido! Dime otra vez que quieres ser cristiano...

Al oír aquella voz, Lacante abrió los ojos, la miró largamente, como si volviera de una región lejana y quisiera penetrarse del sentido de las palabras.

Después, sus labios rígidos pronunciaron con lentitud:

—Sí, quiero.

Elena se volvió hacia mí.

—Ya lo ha oído usted... ¡Hágalo usted cristiano, Máximo!

Yo contesté con toda sinceridad:

—No soy digno.

Le presenté agua en un vaso y ella lo cogió con mano firme. Alzó los ojos al Cielo en una muda invitación, y vertió unas gotas en aquella frente bañada de sudor, pronunciando las palabras litúrgicas:

«Yo te bautizo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.»

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

No soy místico, pero te lo juro, sentí en aquel momento pasar por mis venas el calofrío de lo divino, y me pareció que se abría el Cielo por encima de aquella estancia de agonía.

Las campanas de Nochebuena estaban tocando a la misa del alba.

Lacante está en letargo. Te estoy escribiendo a su lado. Su respiración fatigosa se acorta de minuto en minuto.

A las tres.

Todo acabó. Nuestro buen Lacante ha dejado de existir.

FIN







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electronic work or group of works on different terms than are set
forth in this agreement, you must obtain permission in writing from
both the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and Michael
Hart, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark.  Contact the
Foundation as set forth in Section 3 below.

1.F.

1.F.1.  Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable
effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread
public domain works in creating the Project Gutenberg-tm
collection.  Despite these efforts, Project Gutenberg-tm electronic
works, and the medium on which they may be stored, may contain
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property infringement, a defective or damaged disk or other medium, a
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Gutenberg Literary Archive Foundation, the owner of the Project
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LIABILITY, BREACH OF WARRANTY OR BREACH OF CONTRACT EXCEPT THOSE
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LIABLE TO YOU FOR ACTUAL, DIRECT, INDIRECT, CONSEQUENTIAL, PUNITIVE OR
INCIDENTAL DAMAGES EVEN IF YOU GIVE NOTICE OF THE POSSIBILITY OF SUCH
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in paragraph 1.F.3, this work is provided to you 'AS-IS' WITH NO OTHER
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If any disclaimer or limitation set forth in this agreement violates the
law of the state applicable to this agreement, the agreement shall be
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provision of this agreement shall not void the remaining provisions.

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with this agreement, and any volunteers associated with the production,
promotion and distribution of Project Gutenberg-tm electronic works,
harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees,
that arise directly or indirectly from any of the following which you do
or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm
work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any
Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause.


Section  2.  Information about the Mission of Project Gutenberg-tm

Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of computers
including obsolete, old, middle-aged and new computers.  It exists
because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from
people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need, is critical to reaching Project Gutenberg-tm's
goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will
remain freely available for generations to come.  In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations.
To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation
and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4
and the Foundation web page at http://www.pglaf.org.


Section 3.  Information about the Project Gutenberg Literary Archive
Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service.  The Foundation's EIN or federal tax identification
number is 64-6221541.  Its 501(c)(3) letter is posted at
http://pglaf.org/fundraising.  Contributions to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent
permitted by U.S. federal laws and your state's laws.

The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S.
Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered
throughout numerous locations.  Its business office is located at
809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email
business@pglaf.org.  Email contact links and up to date contact
information can be found at the Foundation's web site and official
page at http://pglaf.org

For additional contact information:
     Dr. Gregory B. Newby
     Chief Executive and Director
     gbnewby@pglaf.org


Section 4.  Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide
spread public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment.  Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States.  Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements.  We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance.  To
SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any
particular state visit http://pglaf.org

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States.  U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation
methods and addresses.  Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations.
To donate, please visit: http://pglaf.org/donate


Section 5.  General Information About Project Gutenberg-tm electronic
works.

Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm
concept of a library of electronic works that could be freely shared
with anyone.  For thirty years, he produced and distributed Project
Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support.


Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S.
unless a copyright notice is included.  Thus, we do not necessarily
keep eBooks in compliance with any particular paper edition.


Most people start at our Web site which has the main PG search facility:

     http://www.gutenberg.org

This Web site includes information about Project Gutenberg-tm,
including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to
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