The Project Gutenberg EBook of El Abate Constanín, by Ludovic Halévy

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Title: El Abate Constanín

Author: Ludovic Halévy

Release Date: August 15, 2009 [EBook #29703]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

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        BIBLIOTECA DE «LA NACION»        

LUDOVIC HALÉVY

EL ABATE CONSTANTIN

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BUENOS AIRES
1909

Ludovic Halévy, hijo de León Halévy—literato y autor dramático—sobrino del célebre compositor Fromental Halévy, ambos del Instituto de Francia. Nació en París; estudió en el liceo Luis el Grande; entró a la administración pública como redactor en la Secretaría del Ministerio de Estado (1852); fue nombrado jefe de sección del Ministerio de Argelia y de las Colonias (1858), puesto que desempeñó hasta 1861, pasando entonces a ocupar el de secretario redactor del Cuerpo Legislativo. En 1864 fue condecorado con la Legión de Honor. Y en 1868 se casó con la señorita Luisa Bréguet. Hacia esta época abandonó la administración para dedicarse por completo a la literatura dramática, en la que ya había obtenido buenos triunfos.

Halévy principió por escribir libretos de operetas; fue el libretista de Offenbach. Después de haber dado a los Bufos Parisienses, con el seudónimo de Julio Servières, las operetas en un acto: Adelante, señores y señoras, prólogo de apertura, en colaboración con Méry; Lleno de agua; Madama Papillón; hizo representar otras obras con su nombre. Colaboró con León Battu, Héctor Cremieux y sobre todo con Enrique Meilhac.

«Dotado de un sentimiento exquisito de la calidad—dice Sarcey,—ha mantenido lo que hay de fanático y raro en el carácter de la imaginación de Meilhac. El trabajo en común ha producido obras que no han sido suficientemente apreciadas.

»Se las ha tratado como a esas mujeres ligeras en cuya sociedad uno se divierte mucho, pero que no se les estima; se les ha visto cientos de veces y se habla de ellas con desdén. Tales son: La bella Elena, Barba Azul, Los brigantes, La gran Duquesa, La vida parisiense, El castillo de Toto. Hay en estas parodias entretenidísimas de la vida ordinaria, mucha imaginación, alegría y buen sentido. Son sátiras en acción que resaltan sobre las simples bufonerías que ha producido este género en los últimos tiempos.»

He aquí las obras que ha escrito para el teatro: Bataclán (1855), opereta; El empresario (1856), opereta; Rosa y Rosita (1858), comedia; El marido sin saberlo (1860), opereta en colaboración con su padre y cuya música es del Duque de Morny; La canción de Fortunio; El puente de los suspiros; Orfeo en los infiernos (1861), operetas dadas en los Bufos, siendo la última de éstas su primer gran triunfo; Las ovejas de Panurgo (1862), en la que colaboró Meilhac, con quien no dejó de trabajar desde entonces; La llave de Metella (1862); Los molinos de viento (1862); El brasileño (1863); El tren de media noche (1864); Nemea, baile con representación (1864); La bella Helena (1865), parodia en tres actos de la Grecía antigua, representada en el teatro Variedades con éxito enorme; Barba Azul (1866), tres actos; La vida parisiense (1866), cinco actos; La gran Duquesa de Gerolstein (1867), quizá es la pieza que haya alcanzado mayor fortuna; La pericholle (1868), dos actos; Fanny Lear (1868), drama tremendo desarrollado en una ligera comedia de cinco actos; Frou-frou (1869), elegía parisiense en cinco actos; La diva (1869), tres actos; Los brigantes (1869), tres actos; Tricoche y Cacolet (1871), comedia bufa en cinco actos; La señora espera al señor (1872); Velada (1872), comedia en tres actos; Dos mujeres o el cuarto condenado (1875), comedia en verso. Y en colaboración con V. Busnach: Manzanita, opereta de Offenbach.

Con Meilhac ha producido: ¡Todo para las damas! (1868); El hombre con llave; Las campanillas (1872), piececita moderna que los grandes maestros antiguos no hubieran desdeñado firmar; Toto en casa de tata (1873); El rey Candaule (1873); El verano de la San Martín (1873); La ingenua (1874); Media cuaresma (1874), todas piezas muy graciosas en un acto; La panadera a dos escudos (1875), ópera bufa en tres actos, música de Offenbach; La bola (1875), comedia en cuatro actos; Pasaje de Venus (1875); La viuda (1875), tres actos; Loulou (1876); El ramo (1876); El mono de Nicolás (1876), piezas en un acto; El príncipe (1876), en cuatro actos; La cigarra (1877), en tres actos; Fandango (noviembre 26 de 1887), gran ópera, baile con representación; El duquecito (1878), ópera cómica en tres actos; El marido de la debutante (1879), en cuatro actos; La casita (1879), Lolotte (1879); La pequeña señorita (1879), ópera cómica en tres actos; La madrecita (1880), tres actos; Janot (1881), ópera cómica en tres actos; La Roussotte (1881), comedia en tres actos.

Además de sus producciones para el teatro, Halévy ha publicado La señora y el señor Cardinal (1872); La invasión, recuerdos y narraciones, colección de artículos sobre la invasión prusiana, que vieron la luz pública en «Le Temps»; El sueño; El caballo del trompa; El último capítulo (1873); Notas y recuerdos (1870-1872); Marcelo (1876); Las pequeñas Cardinal (1880); Un matrimonio por amor (1881); El abate Constantín (1882); Criquette (1883); La familia Cardinal (1883); Princesa (1886); Tres centellas (1886); Karikari, Un vals, etc. (1891), forman un volumen de preciosas narraciones.

Aunque no haya escrito para el teatro sino en colaboración, y su personalidad desaparezca en casi todas sus obras colectivas, Halévy ha sabido desprenderla en sus novelas, obras individuales, como lo dice Pailleron, concebidas en un sentimiento particular, expresadas en una forma completamente moderna, selladas de parisianísmo; «en libros cortos para que los lea el parisiense; en su lengua de iniciados para que los comprenda, con espíritu despreocupado aparentemente, burlón, alegre, y con pretextos bastante hábiles para emocionar sin ser descubiertos.»

Ludovic Halévy fue elegido académico, y en la sesión pública del 4 de febrero de 1886, ocupó el sillón vacío por muerte del Conde D'Haussonville. Del discurso pronunciado por Pailleron, director de la Academia, sacamos el juicio sobre El Abate Constantín:

«...De este género fino hasta refinado, de esta literatura elegante y discreta, vuestro volumen Dos matrimonios es quizá el tipo más acabado, ejemplar más simpático, pero el tiempo me ha sido contado para que pueda detenerme. Prefiero ir directa, francamente, a aquellas obras que señalan las fechas de vuestros más grandes triunfos: El Abate Constantín, La invasión, y desde luego, y sobre todo... miro si la bóveda de esta cúpula austera va a desplomarse en mi cabeza... sobre todo El señor y la señora Cardinal.

»Pero habéis hecho obra de varón, señor, en otro de vuestros libros; habéis rehabilitado la virtud. Habéis emprendido la tarea de hacerla amar por ella y para ella. Ahí hay audacia, algunos la llaman habilidad porque habéis triunfado; pero ¿quién hubiese sido bastante hábil para prever, en los tiempos que corren, el éxito de semejante tentativa? Nadie... ni aun vos mismo.

»Porque al fin, por triste que sea es necesario confesarlo, por poco académico que sea, es preciso decirlo: la virtud no figura ya en el movimiento moderno.

»¡Pobre virtud! los vulgares la ridiculizan, los fisiólogos la niegan, la gente alegre la encuentra fastidiosa, y las personas prácticas la consideran inútil. Nuestros autores dramáticos, que desde tiempo inmemorial la recompensaban en el último acto, decididamente le han suprimido las migajas del desenlace clásico y remunerador. Nuestros poetas lanzan contra ella imprecaciones que no tienen de original sino la grosería. En cuanto a nuestras novelas, sabéis hasta dónde brilla por su ausencia la virtud, cuando en ellas no es maltratada. Para verla respetada hay que abrir la Biblioteca Rosa; para verla respetada, es necesario venir a la Academia... ¡una vez por año! ¡Pobre virtud!

»¡Escuchad! ¿queréis saber dónde está literariamente? Algunas veces espigamos fuera de los jardines académicos, bien puedo contaros esta historia:

»Conozco a una señora joven que está al día, ya lo creo, muy al día, y que es muy golosa de las producciones intelectuales, por más que es mundana, y aunque virtuosa, adora la literatura que no lo es. Y no sólo la adora sino que la defiende, la propaga, la proclama eminentemente buena y útil, y esto con un entusiasmo, con una pasión, peor aún, con un gusto que ha concluido por inspirarme ciertos temores por ella y aun hasta dudas sobre ella... ¡si tengo razón, juzgadlo!

»Un día—el de su santo—voy a saludarla y la encuentro sola, leyendo. Apenas me ve, oculta el libro con presteza y emprende una conversación rápida, con la evidente intención de desviarme. Visiblemente emocionada y hasta confusa, la mirada baja, distraída, preocupada; acababa de ser sorprendida en una lectura que la turbaba notablemente; era claro. ¿Qué podía leer que la inmutara a tal extremo después de todo lo que había leído, y que no quería confesar después de todo lo que había confesado? Mis dudas se convirtieron en sospechas. En ese momento, el sirviente anunció la visita de una señora, y como nuestra amiga se levantara a recibirla, pude ver el libro sospechado; leí el título... ¡Ah! señor, ¿sabéis lo que leía esta honesta mujer, lo que leía así, a escondidas y con el rubor en la frente?... era El Abate Constantín.

»¡Ahí está la virtud! Porque en cuanto a virtuoso, lo es vuestro romance, lo es absolutamente, con cinismo. Es la única crítica que se le ha hecho. Allí, no podrían satirizar el encanto, el talento, el éxito. ¡Pero demasiadas ovejitas, no bastantes lobos! ¡demasiada honestidad! ¡demasiadas virtudes! ¡muchas flores, señor! Esa buena americana que tiene un buen marido y una buena hermana enamorada de un buen oficial, sobrino de un buen cura, toda esta buena novela que de buenas en buenas acciones, concluye por un buen matrimonio... ¡no está en la verdad ni en la naturaleza! He ahí lo que se le reprocha y es precisamente lo que nos encanta, a mí y a vuestros millares de lectores; he ahí lo que nos acomoda, nos alivia, nos templa y, sobre todo, nos cambia. Cuando se vive en una atmósfera irrespirable y malsana y se nos alcanza un frasco de esencias, no nos quejamos si sentimos demasiado bien, se le respira y se renace. El público que se asfixiaba os debe esta fresca ráfaga de aire puro y vos veis cómo os lo ha agradecido.»

El Abate Constantín gozó desde su aparición de una boga inmensa, hoy va por la 174ª edición. En el mismo año que apareció, se publicó en la Biblioteca Popular de Buenos Aires, dirigida por el Dr. Miguel Navarro Viola, la traducción que ahora reproducimos.

En 1887 esta novela fue arreglada para el teatro por el mismo autor.


EL ABATE CONSTANTIN

I

Con paso firme y ligero aún, caminaba un anciano sacerdote por la vía cubierta de polvo, bajo los rayos del sol de mediodía. Más de treinta años habían transcurrido desde que el abate Constantín era cura de la pequeña aldea que dormía, allá en la llanura, a orillas de un débil curso de agua llamado el Lizotte.

Un cuarto de hora hacía que el abate costeaba el muro del castillo de Longueval, cuando llegó a la puerta de entrada, que se apoyaba alta y maciza sobre dos enormes pilares de viejas piedras ennegrecidas y roídas por el tiempo. El cura se detuvo y miró con tristeza los grandes avisos azules pegados a los pilares.

Los avisos anunciaban que el miércoles 18 de mayo de 1881, a la 1 p. m. tendría lugar, en la sala de audiencia del Tribunal civil de Souvigny, la venta del dominio de Longueval, dividido en cuatro lotes:

1.º El castillo de Longueval y sus dependencias, lindos estanques, vastos canales, parque de ciento cincuenta hectáreas, todo cercado de pared y atravesado por el río Lizotte. Base para la venta: seiscientos mil francos.

2.º La granja de Blanche-Couronne, trescientas hectáreas. Base: quinientos mil francos.

3.º La granja de la Rozeraie, doscientas cincuenta hectáreas. Base: cuatrocientos mil francos.

4.º Los plantíos y los bosques de la Mionne, cuatrocientas cincuenta hectáreas. Base para la venta: quinientos cincuenta mil francos.

Y estas cuatro cifras adicionadas al pie del aviso, daban la respetable suma de dos millones cincuenta mil francos.

Así, pues, iba a dividirse la magnífica propiedad que desde dos siglos atrás siempre había escapado a la división, pasando intacta de padres a hijos, en la familia de Longueval. El aviso anunciaba también que después de la venta provisional de los cuatro lotes, habría derecho a reunirlos para rematar toda la propiedad entera; pero era demasiado grande, y según todas las apariencias, no se presentaría ningún comprador.

La Marquesa de Longueval había muerto seis meses antes. En 1873, perdió a su hijo único, Roberto de Longueval; los herederos eran los tres nietos de la Marquesa: Pedro, Elena y Camila. Tuvieron que sacar a remate la propiedad, porque Elena y Camila eran menores. Pedro, joven de veintitrés años de edad, había hecho mil locuras, estaba semiarruinado y no podía pensar en rescatar a Longueval.

Eran las doce del día. Dentro de una hora el castillo de Longueval tendría un nuevo dueño. Y ese dueño, ¿quién sería?

¿Qué mujer ocuparía, en el gran salón cubierto de tapices antiguos, junto a la chimenea, el lugar de la Marquesa, la vieja amiga del pobre cura de la aldea? Ella fue quien reconstruyó la iglesia, ella quien mantenía la botica del presbiterio a cargo de Paulina, la sirvienta del cura, ella quien, dos veces por semana venía en su gran landó, cubierto de vestiditos de niños y gruesas enaguas de lana, a buscar el abate Constantín para salir a caza de pobres, como ella decía.

El anciano sacerdote continuó su camino pensando en todo esto. Además, los más grandes santos tienen sus pequeñas debilidades, pensaba también en sus buenos hábitos de treinta años bruscamente interrumpidos. Todos los jueves y domingos comía en el castillo. Cómo lo mimaban, lo obsequiaban, lo traían en palmas... La pequeña Camila, tenía ocho años, venía a sentarse sobre sus rodillas y le decía:

—Mirad, señor cura, en vuestra iglesia es donde quiero casarme, y mi mamá llenará toda, toda la iglesia de flores... más que para el mes de María. Será como un gran jardín, todo blanco, blanco, blanco.

¡El mes de María!... En ese momento era el mes de María. Antes el altar desaparecía bajo las flores traídas de los invernáculos del castillo, y este año sólo se veían algunos ramos de lirios y lilas blancas, en floreros de porcelana dorada. Antes, todos los domingos, en la misa mayor, y todas las tardes, durante el mes de María, la señorita Hebert, la lectora de madama de Longueval, tocaba el pequeño armonium regalado por la Marquesa. Hoy el pobre armonium no acompañaba ya la voz de los chantres, ni los cánticos de los niños. La señorita Marbeau, la directora de correos, era algo música, y con mucho gusto habría ocupado el lugar de la señorita Hebert, pero no se atrevía, temía que la anotaran como clerical y verse denunciada por el alcalde, que era librepensador. Eso habría obstado quizá a su ascenso.

La pared del parque había terminado; de ese parque, cuyos rincones todos eran familiares al anciano cura. El camino seguía ahora las orillas del Lizotte, y del otro lado del pequeño río, se extendían las praderas de las dos granjas; después, más allá, elevábanse los altos bosques de la Mionne. ¡Dividida!... ¡la propiedad iba a ser dividida! Tal pensamiento desgarraba el corazón del pobre sacerdote. Para él, todo ésto, hacía treinta años que era un conjunto, formaba un solo cuerpo. También eran casi su propiedad, sus bienes aquellos dominios. Se sentía en su casa en las tierras de Longueval. Más de una vez le había sucedido detenerse con placer ante aquel inmenso trigal, arrancar una espiga, desgranarla, y decirse:

—¡Vamos! los granos son buenos, firmes y bien formados; este año tendremos una excelente cosecha.

Y alegremente continuaba su camino a través de sus campos, sus plantaciones y sus praderas. En una palabra, por todas las cosas de su vida, por todos sus hábitos y sus recuerdos, quería esa propiedad, cuya última hora había llegado.

El abate divisaba a lo lejos la granja de Blanche-Couronne; sus techos de teja francesa se destacaban sobre el verde del bosque. Allí también el cura se encontraba como en su casa. Bernardo, el quintero de la Marquesa, era su amigo, y cuando el anciano sacerdote se había demorado en sus visitas a los pobres y enfermos, cuando el sol tocaba a su ocaso y el abate sentíase fatigado y con apetito, deteníase, comía en casa de Bernardo un buen plato de tocino con papas, vaciaba su jarro de sidra, y luego, concluida la cena, Bernardo enganchaba su viejo cabriolet para conducir al cura hasta Longueval. Durante todo el camino los dos charlaban y se contradecían. El cura reprochaba a Bernardo que no fuera a misa, y éste respondía:

—Mi mujer y mis hijas van por mí... Bien sabéis, señor cura, que así somos nosotros. Las mujeres tienen religión por los hombres. Ellas nos harán abrir la puerta del Paraíso.—Y maliciosamente añadía, dando un suave latigazo a la vieja yegua:—¡Si lo hay!

—¡Cómo! ¿si lo hay? Pero ¡verdaderamente lo hay!

—Entonces vos entraréis allí, señor cura. Decís que esto no es seguro... y yo os digo que sí. ¡Vos estaréis allí! en la puerta espiando a vuestros parroquianos y seguiréis ocupándoos de nuestros asuntos. Y le diréis a San Pedro... ¿es San Pedro quien tiene las llaves del Paraíso, no es así?

—Sí, es San Pedro.

—Pues bien, le diréis a San Pedro, si quiere, si quiere cerrarme las puertas en las narices, so pretexto de que yo no iba a misa, le diréis: «¡Bah! no importa, dejadlo pasar... es Bernardo, uno de los arrendatarios de la señora Marquesa, muy buena persona. Pertenecía al concejo municipal, y votó por que conservaran a las hermanas que querían echar de la escuela.» Esto conmoverá a San Pedro, que responderá: «Bueno, entonces, pasad, Bernardo, pero tened entendido que es por darle gusto al señor cura.» Porque allá arriba todavía seréis cura, y cura de Longueval. Sería demasiado triste el Paraíso para vos si no fuerais cura de Longueval.

Cura de Longueval, sí, toda su vida no había sido otra cosa, nunca había soñado ni querido más que eso. Tres o cuatro veces le propusieron grandes curatos de cantón, con buena renta y uno o dos tenientes. Siempre había rehusado. El adoraba su pequeña iglesia, su pequeña aldea, su microscópico presbiterio. Allí estaba solo, tranquilo, hacía todo él mismo; siempre por las calles y caminos, bajo el sol y la lluvia, el viento y la nieve. Su cuerpo se había endurecido al cansancio, pero su alma permanecía tierna y cariñosa.

Vivía en su presbiterio, una gran casa de campo, separada de la iglesia sólo por el cementerio. Cuando el cura subía la escalera para podar sus perales y sus parras, por encima de la pared divisaba las tumbas sobre las que había dicho las últimas oraciones y echado las primeras paladas de tierra.

Entonces, continuando su trabajo de jardinero, decía mentalmente una corta plegaria por la salvación de aquellos de sus muertos que más lo inquietaban, y que podían estar detenidos en el purgatorio. Poseía una fe cándida y tranquila.

Pero entre aquellas tumbas existía una que con más frecuencia que las otras recibía sus visitas y sus oraciones. Era la tumba de su viejo amigo, el doctor Reynaud, muerto en sus brazos en 1871, y ¡en qué circunstancias! El doctor era como Bernardo, nunca iba a misa, y jamás se confesaba; ¡pero era tan bueno, tan caritativo, tan compasivo con los que sufrían!...

Esta era la gran preocupación, la grande inquietud del cura. Su amigo Reynaud, ¿dónde estaría? Luego recordaba la noble vida del médico de aldea, toda de valor y abnegación; recordaba su muerte, sobre todo su muerte, y se decía:

—¡En el Paraíso; no puede estar sino en el Paraíso! El buen Dios quizá lo haya hecho pasar un momento por el purgatorio... por forma... pero ha debido sacarlo de allí al cabo de cinco minutos.

Todo esto pasaba por la imaginación del anciano sacerdote, mientras continuaba su camino hacia Souvigny. Se iba a la ciudad, a casa del abogado de la Marquesa, para conocer el resultado de la venta, para saber quiénes eran los nuevos propietarios de Longueval; quedábale todavía un kilómetro que correr antes de llegar a las primeras casas de Souvigny; pasaba por el parque de Lavardens, cuando oyó sobre su cabeza voces que lo llamaban.

—¡Señor cura, señor cura!

En este sitio la larga calle de tilos que costeaba el muro, formaba un terrado. Levantando la cabeza, el abate vio a la señora de Lavardens con su hijo Pablo.

—¿Dónde vais, señor cura?—preguntó la Condesa.

—A Souvigny, al Tribunal, para saber...

—Quedaos con nosotros. M. de Larnac vendrá después de la venta a darnos cuenta del resultado.

El abate Constantín subió al terrado.

Gertrudis de Lannilis, condesa de Lavardens, había sido una mujer muy desgraciada. A los dieciocho años hizo una locura, la única de su vida, pero irreparable: casose, por amor, en un arranque de entusiasmo y exaltación, con M. de Lavardens, uno de los hombres más seductores y espirituales de aquel tiempo. El no la amaba y se casaba sólo por necesidad: había devorado hasta el último céntimo de su patrimonio, y hacía dos o tres años que se sostenía en el mundo a fuerza de intrigas, acribillado de deudas. Gertrudis Lannilis sabía todo esto y no se hacía al respecto ninguna ilusión; pero pensaba: «Lo amaré tanto, que concluirá por amarme.»

De ahí nacieron todas sus desdichas. Su existencia habría sido tolerable, si no hubiera amado tanto a su marido; pero lo amaba demasiado, y sólo consiguió fatigarlo con sus halagos y cariños. El continuó su vida antigua, que por cierto era bastante desordenada. Así pasaron quince años de eterno martirio, soportado por madama de Lavardens con toda la apariencia de una apacible resignación; resignación que no existía en su corazón. Nada pudo distraerla, ni curarla de este amor que la consumía.

El señor de Lavardens murió en 1869, dejando un hijo de catorce años, en el cual despuntaban ya todos los defectos y calidades de su padre. Sin estar seriamente comprometida, la fortuna de madama de Lavardens había disminuido considerablemente. Con tal motivo, la Condesa vendió su casa de París, y se retiró al campo, donde vivió con mucho orden y economía, consagrándose por completo a la educación de su hijo.

Aquí también le esperaban nuevas penas y tristezas. Pablo de Lavardens era inteligente, amable y bueno, pero absolutamente rebelde a toda obligación y a todo trabajo. Desesperó en poco tiempo a los tres o cuatro profesores que en vano se esforzaron por hacerle entrar algo serio en la cabeza; presentose en Saint-Cyr, donde no fue admitido, y comenzó por malgastar en París, lo más rápida y locamente del mundo, dos o trescientos mil francos.

Hecho esto, enrolose en el primer regimiento de cazadores de Africa; tuvo la suerte desde el principio de formar parte de una pequeña columna expedicionaria en el desierto de Sahara, condújose valerosamente, obtuvo con mucha rapidez algunos grados, y al cabo de tres años iba a ser nombrado subteniente, cuando se enamoró de una joven que representaba La fille de madame Angot, en el teatro de Argel.

Pablo, que había concluido su compromiso en el regimiento, dejó el servicio y volvió a París con su joven cantora de opereta... luego fue una bailarina... después una cómica... más tarde una amazona del circo. Ensayaba todos los tipos. Así vivía con la brillante y miserable vida de los desocupados. Pero sólo permanecía en París tres o cuatro meses del año, pues su madre le pasaba una pensión de treinta mil francos, y le había asegurado que nunca, mientras ella viviera, obtendría un real más antes de su casamiento.

La conocía y sabía que debía tomar sus palabras a lo serio.

De manera que, como quería hacer buena figura, y llevar vida alegre en París, gastaba sus treinta mil francos entre los meses de marzo a mayo, y luego volvía dócilmente a someterse a la vida tranquila de Lavardens: cazaba, pescaba y montaba a caballo con los oficiales del regimiento de artillería que estaba de guarnición en Souvigny. Las modistas y las grisetas de provincia reemplazaban, sin hacérselas olvidar, a las cantoras y cómicas de París. Buscando un poco se encuentran aún grisetas en las provincias, y Pablo buscaba mucho.

Apenas estuvo el cura en presencia de la señora de Lavardens, díjole ésta:

—Yo puedo, sin esperar la llegada de M. de Larnac, deciros los nombres de los compradores de Longueval. Estoy enteramente tranquila y no pongo en duda el éxito de nuestra combinación.

Para no hacernos tontamente la guerra, nos hemos puesto de acuerdo, mi vecino M. de Larnac, M. Gallard, un fuerte banquero de París, y yo. M. de Larnac se quedará con la Mionne; M. Gallard con el castillo y Blanche-Couronne; y yo con la Rozeraie. Os conozco, señor cura, debéis estar inquieto por vuestros pobres, pero tranquilizaos; estos Gallard son muy ricos y os darán mucho dinero.

En aquel momento apareció a lo lejos un carruaje envuelto en una nube de polvo.

—Ahí viene M. de Larnac; conozco sus poneys.

Los tres, muy apurados, descendieron del terrado, corrieron al castillo y llegaron en el momento en que el carruaje se detenía ante el portón.

—Y bien, ¿qué hay?—preguntó madama de Lavardens.

—¡Qué hay!—respondió M. de Larnac,—que no tenemos nada.

—¿Cómo nada?—interrogó la Marquesa bastante pálida y visiblemente conmovida.

—Nada, nada, absolutamente nada, ni unos ni otros.

M. de Larnac saltó del coche para referir lo que había pasado en la audiencia del Tribunal de Souvigny.

—Al principio—dijo,—todo salió a pedir de boca. El castillo se le adjudicó a M. Gallard, en seiscientos mil cincuenta francos. No apareció un solo competidor, de manera que le bastó un aumento de cincuenta francos. En cambio una pequeña batalla por Blanche-Couronne. Las ofertas llegan de quinientos hasta quinientos veinte mil francos, y vence también M. Gallard. Nueva batalla y más encarnizada por la Rozeraie; por fin salís victoriosa vos, señora, por cuatrocientos cincuenta y cinco mil francos... y yo me quedo con el bosque de la Mionne con sólo un aumento de cien francos sobre la tasación. Todo parecía terminado, los asistentes estaban ya de pie, rodeando a nuestros abogados para saber el nombre de los compradores. Pero M. Brazier, el juez encargado de la venta, reclama de nuevo silencio, y el ujier pone en venta los cuatro lotes reunidos por dos millones ciento cincuenta o sesenta mil francos, no recuerdo bien. Un murmullo irónico circuló por el auditorio. Por todos lados se oía decir: Nadie, ¡bah, no habrá nadie! Pero el señor Gibert, el abogado que se había sentado en primera fila, y que hasta entonces no había dado señales de vida, levantose tranquilamente y dijo: «Tengo comprador para los cuatro lotes juntos en dos millones doscientos mil francos.» ¡Esto fue como un rayo! Un inmenso clamor seguido de un gran silencio. La sala estaba llena de agricultores de las cercanías, a quienes tanto dinero por pedazos de tierra los sumergía en una especie de respetuoso estupor. Sin embargo, M. Gallard se inclina hacia Sandrier, el abogado que hacía la oferta para él. Trábase una lucha entre Gibert y Sandrier. Llegan hasta dos millones quinientos mil francos. Breve momento de vacilación en Gallard. Decídese y continúa hasta tres millones. Ahí se detiene, y se le adjudica la propiedad a M. Gibert. Arrójanse todos sobre él, lo rodean, lo abruman... «¡El nombre, el nombre del comprador!»—Es una americana—responde Gibert,—madama Scott.

—¡Madama Scott!—exclama Pablo.

—¿La conoces tú?—pregunta madame de Lavardens.

—¡Si la conozco, si la... no, absolutamente! Pero he estado en un baile en su casa, hará como seis semanas.

—¡En un baile en su casa... y no la conoces! ¿Qué clase de mujer es entonces?

—¡Encantadora, deliciosa, ideal, una maravilla!

—¿Y existe un señor Scott?

—Seguramente; un hombre alto y rubio que estaba en el baile. Allí me lo mostraron. Un hombre que saludaba al acaso, a derecha e izquierda, y no se divertía nada, os lo aseguro. Nos miraba a todos, y parecía decirse: «¿Qué significa tanta gente? ¿Qué viene a hacer en mi casa?» Nosotros íbamos a ver a la señora Scott y a la señorita Percival, su hermana. ¡Y os garantizo que valía la pena!

—¿Y vos conocéis a estos Scott?—preguntó la Condesa, dirigiéndose a M. Larnac.

—Sí, señora, los conozco. M. Scott es un americano colosalmente rico, que vino a instalarse en París el año pasado. Desde que se pronunció su nombre, comprendí que la victoria debía ser decisiva. Gallard estaba vencido de antemano. Los Scott comenzaron por comprar en París una casa de dos millones de francos, cerca del parque Monceau.

—Sí, calle de Murillo, donde dieron el baile; era...

—Deja hablar a M. de Larnac. Después nos contarás la historia de tu baile en casa de madama Scott.

—Apenas se instalaron mis americanos en París, comenzó una lluvia de oro. Verdaderos par-venus que se divertían en arrojar locamente el dinero por la ventana. Esta inmensa fortuna la poseen recientemente; cuentan que hace diez años, madama Scott mendigaba por las calles de New-York.

—¡Mendigaba!

—Así dicen, señora. Luego se casó con este Scott, hijo de un banquero de New-York. Y de repente, un pleito ganado, les puso entre las manos, no millones, sino decenas de millones. Poseen en alguna parte, en América creo, una mina de plata; pero una mina seria, verdadera, una mina de plata... en la cual hay plata. ¡Ah, ya veréis qué lujo estallará en Longueval!... Todos parecemos pobres en la ciudad. Según dicen, ellos pueden gastar cien mil francos por día.

—¡Y esos son nuestros vecinos!—exclamó madama de Lavardens.—¡Una aventurera! Y no es nada eso todavía... ¡una hereje, señor abate, una protestante!

¡Una hereje, una protestante! ¡pobre cura! en eso estaba pensando precisamente desde que oyó decir: «Una americana, madama Scott.» ¡La nueva castellana no iría a misa! ¡Qué le importaba que hubiera sido mendiga! ¡Qué le importaban sus millones de millones, ella no era católica! Ya no bautizaría él a los niños nacidos en Longueval, y la capilla del castillo, donde tantas veces había dicho misa, se vería transformada en oratorio protestante, y oiría la palabra glacial de algún pastor calvinista o luterano.

En medio de toda esta gente consternada, desolada, sólo Pablo parecía estar radiante.

—En todo caso, una preciosa hereje—dijo,—y hasta podría deciros, ¡dos divinas herejes! Son dignas de verse las dos hermanas a caballo, en el Bosque, con dos pequeños grooms, de este alto, por detrás.

—Vamos, Pablo, cuéntanos ahora, lo que sepas... ese baile de que hablabas... ¿Cómo fuiste a casa de las americanas?

—¡Por una gran casualidad! Mi tía Valentina se quedaba en su casa aquella noche. Yo llegué como a las diez... y os aseguro que los miércoles de mi tía Valentina no sobresalían por su loca alegría. Hacía veinte minutos que me aburría, cuando vi a Rogerio de Puymartin que se esquivaba con mucho disimulo. Lo alcanzo en el vestíbulo y le digo: «Espera, te acompañaré a tu casa.—¡Oh! no voy a casa.—¿Y dónde vas?—A un baile.—¿En casa de quién?—En casa de Scott, ¿quieres venir conmigo?—Pero si no estoy invitado.—¡Ni yo tampoco!—¿Cómo, tú tampoco?—Voy en busca de uno de mis amigos.—¿Y conoce a los Scott, tu amigo?—Apenas; pero lo bastante para presentarnos a los dos. Ven, pues, y verás a madama Scott.—¡Bah! ya la he visto a caballo en el Bosque.—A caballo no va escotada; tú no has visto sus hombros, y eso es lo que tiene que ver... No hay nada mejor en París, por el momento.»—Y así me decidí a ir al baile... y vi los cabellos rubios de madama Scott, y admiré los blancos hombros de madama Scott... y espero que los volveré a ver cuando den bailes en Longueval.

—¡Pablo!—dijo la Condesa, señalando al cura.

—¡Oh! dispensad, señor cura, os pido mil perdones... He dicho acaso algo... No, me parece que no...

El pobre sacerdote no lo había oído. Su pensamiento estaba fuera de allí. Ya por las calles de la aldea veía al pastor del castillo detenerse ante cada casa, y deslizar por debajo de las puertas sus pequeños panfletos evangélicos.

Continuando su historia, Pablo hizo una entusiasta descripción del palacio, que era una maravilla...

—De mal gusto y de lujo chillón—interrumpió madama de Lavardens.

—¡Nada de eso, mamá, absolutamente!... Nada chillón, ni chocante. Muebles admirables, dispuestos con suma gracia y originalidad. Un invernáculo incomparable, inundado de luz eléctrica; la mesa instalada en el invernáculo, bajo un parral cargado de racimos... en el mes de abril, y se podían sacar cuantos quisierais! Sólo los accesorios del cotillón parece que habían costado cuarenta mil francos. Alhajas, bomboneras, y mil adornos deliciosos... que rogaban a la concurrencia se los llevara. Yo no tomé nada; pero muchos otros no tenían tanto escrúpulo... Esa noche Puymartin me contó la historia de madama Scott; pero no como la refirió M. de Larnac. Rogerio me dijo que madama Scott había sido robada por unos saltimbanquis cuando era niña, y que su padre la había encontrado haciendo piruetas en un circo ambulante, saltando por sobre gallardetes y atravesando aros de papel.

—¡Una saltimbanqui!—exclamó la madre de Pablo,—¡yo prefería la mendiga!

—Y mientras Rogerio me contaba esta historia del Petit Journal, yo veía venir desde el fondo de una galería a la amazona del circo, envuelta en un maravilloso conjunto de raso y encajes, y admiraba sus hombros, su deslumbradora garganta sobre la cual se mecía un collar de brillantes, grandes como tapones de botella. Se decía que el ministro de Hacienda había vendido secretamente a madama Scott la mitad de los brillantes de la corona, y esta era la razón por la cual el mes anterior había tenido un sobrante de quince millones en su presupuesto. Agrega a todo esto que tiene un aire muy de señora, la antigua saltimbanqui, y que se encuentra lo más bien en medio de tantos esplendores.

Pablo estaba tan entusiasmado, que su madre lo detuvo. Delante de M. de Larnac, que estaba bastante disgustado, dejaba estallar con demasiada candidez la satisfacción de tener por vecina a la maravillosa americana.

El abate Constantín se preparaba a tomar el camino de Longueval; pero Pablo al verlo pronto a partir, exclamó:

—¡Oh! no, señor cura, no haréis a pie por segunda vez, con semejante calor, la travesía hasta Longueval; permitidme que os lleve en carruaje. Siento mucho veros tan triste, y procuraré distraeros. ¡Oh, por más santo que seáis, algunas veces os hago reír con mis locuras!

Media hora después, los dos iban en dirección a la aldea. Pablo hablaba, hablaba, hablaba!

Su madre no estaba allí para calmarlo y moderarlo, de manera que su alegría se desbordaba.

—Mirad, señor cura, hacéis muy mal en tomar las cosas por su lado trágico... ¡Ved cómo trota mi yegua! ¡cómo levanta las patas! Vos no la conocíais. ¿Sabéis cuánto he pagado por ella? Cuatrocientos francos. La descubrí como hace quince días en las varas de un carro. Una vez que toma bien el trote, es capaz de andar cuatro leguas por hora, y siempre os lleva las riendas tirantes, no afloja. ¡Mirad, mirad cómo tira, cómo tira!... ¡Vamos despacio, despacio!... No estamos de prisa, ¿no es verdad, señor cura? ¿Queréis entrar en el bosque? Siempre os sentará bien el aire del bosque... Si supierais, señor cura, cuánto os quiero... y os respeto... ¿No habré dicho demasiados disparates hoy, delante de vos? Porque sentiría tanto...

—No, hijo mío, no he oído nada.

—Entonces tomaremos el camino de los estudiantes.

Después de haber doblado a la izquierda por el bosque, Pablo volvió a su primera frase:

—Os decía, pues, señor cura, que hacíais mal en tomar así las cosas por su lado trágico. ¿Queréis que os comunique lo que pienso? Es una gran felicidad lo que acaba de suceder.

—¿Una gran felicidad?

—Sí, y muy grande... Prefiero los Scott a los Gallard en Longueval. No habéis oído hace un momento a M. de Larnac que se atrevía a reprocharles que gastaban locamente su dinero? Nunca es una locura gastar el dinero. La locura es guardarlo. Vuestros pobres, pues estoy seguro que es lo que más os da que pensar, han tenido hoy buena suerte. Esa es mi opinión. ¿La religión? sí, la religión... ¡Ellos no irán a misa! eso os causa pena; es natural; pero en cambio os enviarán dinero, mucho dinero... y vos lo tomaréis y haréis bien. Ya veis como no protestáis. Va a caer una lluvia de oro sobre toda la comarca... ¡Un movimiento! ¡un barullo! carruajes de cuatro caballos, postillones empolvados, rally-papers, paseos, bailes, fuegos artificiales... Y aquí en el bosque, en este mismo camino que llevamos, encontraré quizá a París dentro de poco. Y veré a las dos amazonas con los dos pequeños grooms de que hablaba no hace mucho. ¡Si vierais qué elegantes son las dos hermanas a caballo! Una mañana, detrás de ellas, di toda la vuelta al Bosque de Boulogne, en París. Todavía me parece que las veo: llevaban sombreros altos, grises, con velitos cortos muy ajustados al rostro, y dos largos vestidos de amazonas, sin costura, con una sola abertura que seguía la línea de la espalda... ¡y es preciso que una mujer sea verdaderamente bien formada para llevar vestidos así! Porque, mirad, señor cura, con los trajes de amazonas sin costura no hay engaño posible...

Hacía rato que el cura no prestaba la menor atención al discurso de Pablo. El carruaje había entrado en una calle bastante larga y perfectamente recta. Al fin de esta calle el cura veía venir a un caballero a galope.

—Mirad—dijo el cura a Pablo,—mirad vos que tenéis mejores ojos que yo; ¿no es Juan el que viene allá?

—Sí, pues, es Juan, reconozco su yegua mora.

Pablo tenía mucha afición a los caballos; siempre, antes de mirar al caballero, miraba al caballo. En efecto, era Juan, que, al divisar de lejos al cura y a Pablo, agitó en el aire su quepis, que llevaba dos galones de oro. Juan era teniente del regimiento de artillería de guarnición en Souvigny.

Algunos momentos después se detenía junto al carruaje, y dirigiéndose al cura, le dijo:

—Vengo de vuestra casa, mi padrino. Paulina me dijo que habíais ido a Souvigny por la venta... Y... ¿quién compró el castillo?

—Una americana, madama Scott.

—¿Y Blanche-Couronne?

—La misma madama Scott.

—¿Y la Rozeraie?

—También madama Scott.

—Y el bosque... ¿todavía madama Scott?

—Tú lo has dicho—replicó Pablo...—Y yo la conozco a madama Scott... y vamos a divertirnos en Longueval y te presentaré... Pero todo esto causa pena al señor cura... porque es una americana, una protestante.

—¡Ah! es verdad, mi pobre padrino... En fin, de eso hablaremos mañana, que iré a comer con vos: ya se lo previne a Paulina. Ahora no puedo detenerme, estoy de semana, y a las tres debo hallarme en el cuartel.

—¿Para la revista?—preguntó Pablo.

—Sí, para la revista. ¡Hasta la vista, Pablo!... ¡Hasta mañana, padrino!

El teniente de artillería continuó su galope, Pablo soltó las riendas a su yegua.

—¡Qué buen muchacho es este Juan!—dijo Pablo.

—¡Oh! sí.

—¡No hay en el mundo nada mejor que Juan!

—No, nada mejor.

El cura se volvió para mirar a Juan que se perdía ya en la espesura del bosque.

—Sí, señor, hay algo, y sois vos, señor cura.

—No, yo no.

—¡Pues bien! ¿queréis que os lo diga, señor? no hay en el mundo nada mejor que vosotros dos, Juan y vos. ¡Esa es la pura verdad!... ¡Ah! ved qué lindo terreno para trotar! Voy a dejar correr a Niniche... ¿Sabéis que la llamo Niniche?

Con la punta del látigo, Pablo acarició en flanco de Niniche, que comenzó a trotar con un trote infernal.

—¡Mirad cómo levanta las patas, señor cura, mirad cómo levanta las patas! ¡con tanta regularidad!... Parece una verdadera máquina... Inclinaos para ver.

El cura, por dar gusto a Pablo, se asomó a ver cómo levantaba las patas Niniche... mientras seguía pensando en otra cosa.

II

Llamábase este teniente de artillería Juan Reynaud, y era hijo único del médico de aldea que descansaba en el cementerio de Longueval. Cuando en 1846, el abate Constantín vino a tomar posesión de su pequeño curato, un doctor Reynaud, el abuelo de Juan, hallábase instalado en una risueña casita, sobre el camino de Souvigny, entre los dos castillos de Longueval y de Lavardens.

Marcelo, el hijo de este doctor, terminaba en París sus cursos de medicina. Era muy estudioso y poseía un espíritu muy distinguido. Fue el primero en el concurso de agregación, y estaba resuelto a permanecer en París, para tentar fortuna; todo le prometía la más feliz y brillante carrera, cuando recibió en 1852 la noticia de la muerte de su padre, ocasionada por un ataque de apoplejía. Marcelo corrió a Longueval con el corazón desgarrado: adoraba a su padre. Pasó un mes al lado de su madre, y al cabo de ese tiempo, le manifestó la necesidad de volver a París.

—Es verdad—le dijo ella,—es preciso que te vayas.

—¡Cómo! ¿que me vaya?... Que nos vayamos los dos. ¿Crees, acaso, que te dejaré aquí sola? Te llevo conmigo.

—¡Ir a vivir a París yo!... ¡Abandonar la tierra en que nací, donde vivió y murió tu padre! ¡No, nunca lo haré, hijo mío, jamás! Vete solo, porque tu vida y tu porvenir te llaman allá. Te conozco y sé que no me olvidarás, que vendrás a verme siempre, siempre.

—No, madre mía—respondió él,—me quedaré.

Quedose... Sus esperanzas, sus ambiciones, todo desapareció en un minuto. Sólo vio una cosa: el deber, que consistía en no abandonar a su madre anciana y enferma. En este deber aceptado y cumplido con toda su naturalidad, halló su felicidad. Por lo demás, siempre en el cumplimiento del deber, es donde se encuentra la felicidad.

Marcelo se plegó de buena voluntad y con gusto a su nueva existencia; continuando la vida de su padre, siguiendo su camino desde el mismo lugar en que él lo dejara. Entregose completamente, sin pesar, con placer más bien, a la obscura profesión de médico de aldea. Su padre le había dejado un poco de dinero, algunas tierras, y él vivía modestamente, consagrando la mitad de su existencia a los pobres, de quienes jamás recibió un sueldo. Este era su único lujo.

Una joven sin fortuna se encontró en su camino, preciosa y sola en el mundo. Se casó con ella en 1855, y el año siguiente reservaba un gran dolor y una grande alegría: la muerte de su anciana madre y el nacimiento de su hijo Juan.

Con seis semanas de intervalo, el abate Constantín recitó la plegaria de los muertos en la tumba de la abuela y asistió, en calidad de padrino, al bautismo del nieto.

A fuerza de encontrarse a la cabecera de los que sufrían y de los que morían, el sacerdote y el médico con el mismo corazón y el mismo movimiento, se sintieron atraídos uno hacia el otro. Sintieron que pertenecían a la misma familia, a la misma raza, a la raza de los buenos, los justos y los bienhechores.

Los años sucedieron a los años, tranquilos, suaves, en el goce de la plena satisfacción del trabajo y del deber cumplido. Juan crecía...

Su padre le dio las primeras lecciones de ortografía, y el cura las primeras de latín. Juan era inteligente y laborioso, e hizo tales progresos, que sus dos profesores, el cura sobre todo, al cabo de algunos años se inquietaron, pues su discípulo sabía ya casi más que ellos. Por ese tiempo fue la Condesa, después de la muerte de su marido, a establecerse en Lavardens, trayendo un preceptor para su hijo Pablo, el cual era un hombrecillo precioso, pero de los más perezosos. Los dos niños contaban la misma edad, y se conocían desde sus primeros años.

Madama de Lavardens quería mucho al doctor Reynaud, y un día le hizo la siguiente proposición:

—Enviadme a Juan todas las mañanas, y os lo devolveré todas las noches; el preceptor de Pablo es un joven muy distinguido, que hará adelantar a los dos niños, y me prestaréis un señalado servicio, doctor, pues Juan dará el ejemplo a Pablo.

Así se arreglaron las cosas, y el pequeño burgués dio, en efecto, al pequeño gentil-hombre excelentes ejemplos de trabajo y aplicación; mas estos excelentes ejemplos no fueron seguidos.

Estalló la guerra. El 14 de septiembre, a las siete de la mañana, los movilizados de Souvigny se reunieron en la plaza principal de la aldea; llevando por capellán al abate Constantín y por cirujano mayor al doctor Reynaud. Los dos habían concebido la misma idea, al mismo tiempo: el sacerdote contaba sesenta y dos años y el médico cincuenta.

El batallón, al partir, siguió el camino que atravesaba Longueval y pasaba ante la casa del doctor. Madama Reynaud y Juan esperaban a la orilla del camino. El niño se arrojó en los brazos de su padre: «Llévame, papá, llévame.» La madre lloraba. El doctor los abrazó fuertemente a los dos, y continuó su marcha.

A cien pasos de allí el camino hacía un recodo. El doctor se volvió, lanzando hacia su mujer y su hijo una larga y profunda mirada... ¡La última! Ya no debía volver a verlos.

El 8 de enero de 1871, los movilizados de Souvigny atacaban la aldea de Villersexel, ocupada por los prusianos, que habían almenado las paredes y habían formado barricadas en las casas. La fusilería estalló. Un movilizado que marchaba a la cabeza, recibió una bala en el pecho y cayó. Hubo un momento de confusión y duda. «¡Adelante, adelante!» gritaron los oficiales. Los hombres pasaron por sobre el cuerpo de su camarada, y bajo una lluvia de balas entraron en la aldea.

El doctor Reynaud y el abate Constantín, que marchaban con las tropas, se detuvieron junto al herido, que arrojaba gran cantidad de sangre por la boca.

—No hay nada que hacer—dijo el doctor;—se muere, es vuestro.

El sacerdote se arrodilló junto al moribundo, el doctor, levantándose, se dirigió hacia la aldea. No habría andado diez pasos, cuando se detuvo, abrió los brazos y cayó de golpe al suelo. El sacerdote corrió hacia él; pero ya estaba muerto, herido por una bala en la sien.

Esa noche la aldea era nuestra, y al siguiente día se depositó en el cementerio de Villersexel el cuerpo del doctor Reynaud. Dos meses después, el abate Constantín traía a Longueval los restos de su amigo, y detrás del ataúd, a la salida de la iglesia, caminaba un huérfano. Juan había perdido también a su madre. Al recibir la noticia de la muerte de su marido, quedose anonadada, embrutecida, sin poder pronunciar una palabra ni derramar una lágrima. Después fue presa de la fiebre, el delirio, y al cabo de quince días murió.

Juan se encontraba solo en el mundo a los catorce años. De esta familia en que todos, desde un siglo hasta entonces, habían sido honorables, sólo quedaba un niño arrodillado sobre una tumba, y que prometía también ser lo que había sido su abuelo, lo que había sido su padre: trabajador y bueno. Hay en Francia familias como ésta, muchas, muchas más de lo que se cree; nuestro país se ve calumniado cruelmente por ciertos novelistas que hacen de él pinturas violentas y exageradas. Verdad es que la historia de la gente buena es con frecuencia monótona o dolorosa, como lo prueba esta narración.

El dolor de Juan fue un dolor de hombre. Durante largo tiempo permaneció triste y silencioso. La noche del entierro de su padre, el abate Constantín lo llevó consigo al presbiterio.

El día había sido lluvioso y frío. Juan se hallaba sentado junto al fuego; el sacerdote leía su breviario; la vieja Paulina iba y venía arreglando todo. Una hora pasaron sin pronunciar una palabra, cuando Juan, de repente, levantando la cabeza dijo:

—Padrino, ¿mi padre me ha dejado algún dinero?

La pregunta era tan extraña, que el abate estupefacto creyó haber oído mal.

—¿Me preguntas si tu padre?...

—Pregunto, padrino, si mi padre me ha dejado algún dinero.

—Sí, ha debido dejarte dinero...

—¿Mucho, no es verdad? He oído decir siempre en la comarca que mi padre era rico. Decidme, más o menos, ¿cuánto me habrá dejado?

—Pero, yo no sé... Me preguntas unas cosas...

El pobre sacerdote sentía desgarrársele el corazón. ¡Esta pregunta, en semejante momento! No obstante, creía conocer el corazón de Juan, y en ese corazón no debían caber tales pensamientos.

—Por favor, padrino, decidme...—continuó Juan con dulzura,—después os explicaré por qué os lo pregunto.

—Pues bien, tu padre poseía, según dicen, dos o trescientos mil francos.

—¿Y eso es mucho dinero?

—Sí, es mucho dinero.

—¿Y todo ese dinero es mío?

—Sí, todo ese dinero es tuyo.

—¡Ah! me alegro, porque el día en que murió mi padre, allá, durante la guerra, los prusianos mataron al mismo tiempo que a él, al hijo de una pobre mujer de Longueval... la anciana Clement, ¿sabéis? Y también al hermano de Rosalía, con quien yo jugaba cuando era niño. Bueno, pues ya que yo soy rico y ellas pobres, quiero dividir con la señora Clement y con Rosalía el dinero que me deja mi padre.

Al oír estas palabras, el cura se levantó, tomó las dos manos de Juan, y atrayéndolo hacia sí, lo rodeó con sus brazos, apoyando su cabeza blanca sobre la cabeza rubia del joven.

Dos gruesas lágrimas se desprendieron de los ojos del anciano sacerdote, rodaron lentamente sobre sus mejillas, y vinieron a perderse en las arrugas de su rostro.

Sin embargo, el cura explicó a Juan que, aunque poseedor de la herencia de su padre, no tenía aún el derecho de disponer de ella a su antojo. Habría un consejo de familia, y le darían un tutor.

—Vos, sin duda, mi padrino.

—No, yo no, hijo mío, un sacerdote no tiene derecho para ejercer la tutela. Creo que nombrarán a M. Lenient, el notario de Souvigny, que era uno de los mejores amigos de tu padre, tú le hablarás y le explicarás lo que deseas.

En efecto, el consejo de familia designó a M. Lenient para desempeñar las funciones de tutor. Y las instancias de Juan fueron tan vivas, tan conmovedoras, que el notario consintió en tomar de las rentas la suma de dos mil cuatrocientos francos que todos los años, hasta la mayor edad de Juan, se dividió entre la anciana Clement y la joven Rosalía.

Madama de Lavardens se condujo perfectamente en esta circunstancia.

—Dadme a Juan—dijo al abate Constantín,—dádmelo hasta el fin de sus estudios; yo os lo traeré todos los años durante las vacaciones. No es un servicio que os ofrezco, sino un servicio que os pido. No puedo desear nada mejor para mi hijo. Me resigno a abandonar momentáneamente Lavardens, porque Pablo quiere ser soldado, entrar en Saint-Cyr, y sólo en París encontraré los maestros y recursos necesarios para ello. Llevaré allá a los dos niños, que se educarán juntos, bajo mi vigilancia, fraternalmente. Podréis estar seguro de que no haré la más mínima diferencia entre ellos.

Era difícil no aceptar una oferta como ésta. El anciano sacerdote habría deseado tener a Juan a su lado, y su alma se desgarraba al pensar en la separación; ¿pero dónde estaba el interés de Juan? era lo único que debía preguntarse. Lo demás no era nada... Llamaron a Juan.

—Hijo mío—le dijo madama de Lavardens,—¿quieres venir a vivir conmigo y con Pablo durante algunos años, en París?

—Sois demasiado buena señora; ¡pero habría deseado tanto poder quedarme aquí!—dijo, mirando al cura que volvió la cara a otro lado.—¿Por qué partís?—continuó.—¿Por qué queréis llevarnos a Pablo y a mí?

—Porque sólo en París podréis terminar seria y útilmente vuestros estudios. Pablo se preparará para los exámenes de Saint-Cyr, pues quiere ser soldado.

—Y yo también, señora, quiero serlo.

—¡Tú soldado!—exclamó el cura;—pero no eran esas las miras de tu padre... Muchas veces, en presencia mía, tu padre hablaba de tu porvenir, de tu carrera: debías ser médico, como él, médico de aldea, médico de Longueval... y como él asistir a los pobres, y como él cuidar a los enfermos. Juan, hijo mío, acuérdate.

—Me acuerdo, me acuerdo.

—Bueno, entonces, debes hacer lo que tu padre deseaba... Es tu deber, y para eso tienes que ir a París. Tú desearías quedarte aquí, ¡oh! yo lo comprendo y yo también quisiera... pero no puede ser... Es preciso ir a París a trabajar, a trabajar bien. Por esto no me inquieto, porque eres verdadero hijo de tu padre, y serás un hombre honrado y trabajador; no se puede ser lo uno sin lo otro. Y un día en la casa de tu padre, en el mismo lugar donde él ha hecho tanto bien, los pobres de la aldea hallarán otro doctor Reynaud que los socorrerá como él. Y si por casualidad ese día soy todavía de este mundo, me consideraré tan feliz, ¡tan feliz!... Pero hago mal en hablar de mí... No debería... yo no soy nada... En tu padre sólo debes pensar. Te lo repito, Juan, eran sus más ardientes votos; no puedes haberlo olvidado.

—No, no lo he olvidado; pero si mi padre me ve, y si me oye, estoy seguro que me comprende, y me perdona, pues es por él...

—¿Por él?...

—Sí, cuando supe que había muerto, cuando supe cómo había muerto en el acto, sin tener necesidad de reflexionar me dije que yo sería soldado... ¡y seré soldado!... Mi padrino, y vos, señora, os ruego que no os opongáis...

El niño se echó a llorar en una verdadera crisis de desesperación. La Condesa y el abate lo calmaron con dulces palabras.

—Sí... sí... convenido... todo lo que quieras, serás todo lo que quieras...

Los dos tenían el mismo pensamiento: dejemos obrar al tiempo. Juan es un niño y cambiará de idea. En lo cual los dos se engañaban: Juan no cambió de idea.

En el mes de septiembre de 1876, Pablo fue rechazado en Saint-Cyr y Juan recibió el undécimo lugar en la Escuela Politécnica. El día en que se publicó la lista de los candidatos admitidos, escribió al abate Constantín.

«He sido recibido y muy bien recibido, pues quiero salir en el ejército y no en el servicio civil... En fin, si conservo mi lugar en la escuela, haré un bien a uno de mis camaradas, que obtendrá mi puesto.»

Así sucedió... Juan hizo más que conservar su lugar, pues en las clasificaciones de salida obtuvo el número siete. Pero en vez de entrar a la Escuela de Puentes y Calzadas, ingresó a la Escuela de Aplicación de Fontainebleau, en 1878. Acababa de cumplir veintiún años. Era mayor de edad, dueño y señor de su fortuna, y el primer acto de su administración fue un grande, grandísimo gasto. Compró para la anciana Clement y para la pequeña Rosalía, que ya era grande, dos títulos de renta de mil quinientos francos cada uno, los cuales le costaron setenta mil francos, casi lo que gastó Pablo en su primer año de libertad en París, por la señorita Lise Bruyère, del teatro del Palais-Royal.

Dos años después, Juan salió el primero en la Escuela de Fontainebleau, lo que le daba el derecho de elegir uno de los puestos vacantes. Había uno en el regimiento acuartelado en Souvigny, y Souvigny distaba tres kilómetros de Longueval; Juan pidió este puesto y lo obtuvo.

Por estas razones, Juan Reynaud, subteniente del 9.º regimiento de artillería, volvió en el mes de octubre de 1880 a tomar posesión de la casa del doctor Marcelo Reynaud, y por esto se encontraba en la aldea donde transcurrió su infancia y donde todo el mundo conservaba el recuerdo de la vida y la muerte de su padre. Y el abate Constantín pudo gozar la alegría de tener tan cerca al hijo de su amigo... Y si debiéramos decirlo todo, no sentía mucho que Juan hubiera dejado de ser médico. Cuando salía de su iglesia, después de haber dicho su misa, y veía flotar por el camino una nube de polvo, cuando sentía temblar la tierra bajo el peso de los cañones... se detenía, y como un niño, se complacía en ver pasar el regimiento... ¡Pero el regimiento para él era Juan! Era ese robusto y sólido caballero en cuya fisonomía se leía claramente la rectitud, el valor y la bondad.

Apenas divisaba Juan a lo lejos al cura, galopaba y venía a charlar un momento con su padrino. El caballo volvía la cabeza hacia el abate, pues sabía que siempre había un terrón de azúcar para él en el bolsillo de aquella vieja sotana negra, gastada, remendada, la sotana de por la mañana. El abate poseía otra muy linda y muy nueva, que se guardaba para las grandes ocasiones.

Las trompetas del regimiento sonaban mientras atravesaban la aldea... y todas las miradas buscaban a Juan, al pequeño Juan; pues para los viejos de Longueval siempre era el pequeño Juan. Cierto paisano todo arrugado y agobiado, no pudo nunca quitarse la costumbre de decirle al pasar: «¡Eh! buen día, chicuelo, ¿cómo te va?» Y tenía seis pies de altura el tal chicuelo.

Juan no atravesaba nunca la aldea sin divisar en sus respectivas ventanas el apergaminado rostro de la vieja Clement y la risueña cara de Rosalía. Esta última se había casado el año anterior, siendo Juan uno de los testigos, y de los que más alegremente bailaron la noche de la boda con las jóvenes de Longueval.

Tal era el subteniente de artillería que el sábado 28 de mayo de 1881, a eso de las cinco de la tarde, echó pie a tierra ante la puerta del presbiterio del Longueval. Entró seguido dócilmente por su caballo, que por sí mismo fue a colocarse bajo una especie de establo que había en el patio. Paulina se hallaba en la ventana de la cocina. Juan se acercó y la besó con cariño en las dos mejillas.

—Buen día, mi buena Paulina, ¿cómo te va?

—Muy bien, ocupándome de tu comida. ¿Quieres saber lo que hay? Sopa de papas, una pata de carnero y crema.

—¡Admirable! Adoro todo eso y me muero de hambre.

—Y ensalada, se me olvidaba ensalada que tú me ayudarás a preparar. Comerán a las seis y media en punto, porque esta noche, a las siete y media, comienza el mes de María.

—¿Dónde está mi padrino?

—En el jardín. Está muy triste el señor cura, a causa de la venta de...

—Sí, ya sé, ya sé...

—Al verte se alegrará un poco. ¡Se pone tan contento cuando tú vienes! Cuidado... mira que Loulou se va a comer los rosales... ¡Qué calor tiene Loulou!

—Di toda la vuelta al bosque tan aprisa...

Juan tomó a Loulou que se dirigía a los rosales, la desensilló, la ató y le alcanzó un gran montón de pasto seco. Después entró a la casa, quitose el sable y cambió el quepis por un viejo sombrero de paja de cinco sueldos, y se fue a buscar al cura al jardín.

En efecto, el pobre abate estaba muy triste. No había pegado los ojos en toda la noche, él, que generalmente dormía con tanta facilidad como un niño. Su alma estaba desgarrada. ¡Longueval en manos de una extranjera, de una hereje, de una aventurera! Juan repetía lo que Pablo había dicho la víspera:

—Tendréis dinero, mucho dinero para vuestros pobres.

—¡Dinero, dinero!... Sí, mis pobres no perderán nada, quizá ganarán... Pero ese dinero tendré que ir a pedirlo, y en el salón, en vez de mi vieja amiga encontraré a esa americana de cabellos rojos, ¡parece que tiene los cabellos rojos! Iré seguramente por mis pobres, iré... y ella me dará dinero, pero no me dará nada más que dinero. La Marquesa daba algo más, daba parte de su vida, parte de su corazón, juntos íbamos todas las semanas a visitar a los pobres y enfermos. Ella conocía todos los sufrimientos y todas las miserias de la aldea. Y cuando yo estaba clavado por la gota en mi sillón, ella hacía las visitas sola, tan bien o mejor que yo.

Paulina vino a interrumpir esta conversación apareciendo con una inmensa ensaladera de loza, sobre la cual campeaban, violentas y chillonas, grandes flores rojas.

—Aquí vengo a buscar la ensalada. Juan, ¿quieres lechuga o achicoria?

—Achicoria—respondió Juan alegremente.—Hace mucho tiempo que no como achicoria.

—Pues bien, esta noche comerás... Toma, tenme la ensaladera...

Paulina comenzó a cortar la achicoria, y Juan se inclinaba para recibir las hojas en la gran ensaladera. El cura los miraba hacer.

En ese momento se oyó un ruido de cascabeles. Se acercaba un carruaje que sonaba demasiado.

El jardincito del abate Constantín, sólo estaba separado del camino por una verja muy baja, en medio de la cual había una pequeña puerta.

Los tres miraron y vieron venir un carruaje de alquiler de forma primitiva, tirado por dos grandes caballos blancos, manejados por un cochero de blusa. Junto al cochero iba un criado con librea de la más severa y perfecta corrección. En el carruaje iban dos jóvenes que llevaban trajes iguales de viaje, muy elegantes, pero muy sencillos.

Cuando el carruaje se encontró ante la verja del jardín, el cochero detuvo los caballos y dirigiéndose al cura, dijo:

—Señor cura, estas señoras os buscan.—Luego, volviéndose a sus clientas:—Ahí tenéis al señor cura de Longueval.

El abate Constantín se aproximó y abrió la pequeña puerta. Las viajeras descendieron, deteniendo sus miradas, no sin cierto asombro, en el joven oficial que se encontraba allí algo confuso con su sombrero de paja en la mano derecha y en la izquierda la gran ensaladera rebosando de achicoria.

Las dos mujeres entraron al jardín, y la mayor (representaba veinticinco años), dirigiéndose al abate, le dijo con acento extranjero, algo extraño y muy original:

—Me veo obligada, señor cura, a presentarme a mí misma... Madama Scott, la que compró ayer el castillo, y la granja, y todo lo demás. ¿No os molesto, señor, y podréis acordarme durante cinco minutos vuestra atención?—Luego, designando a su compañera de viaje:—Miss Bettina Percival, mi hermana: lo habríais adivinado, creo. Nos parecemos mucho, ¿no es verdad? ¡Ah! Bettina, hemos olvidado en el carruaje nuestras carteras, y las necesitaremos.

—Voy a buscarlas.

Y como miss Percival se preparara a ir por ellas, Juan le dijo:

—Permitidme, señorita, que os las traiga.

—Siento, señor, molestaros... El sirviente os las entregará. Están en el asiento de adelante.

Miss Percival tenía el mismo acento de su hermana, los mismos grandes ojos negros, risueños y alegres, y los mismos cabellos, no rojos, sino rubios, con reflejos dorados en los que jugaba con delicadeza la luz del sol. Saludó a Juan con una graciosa sonrisa, y éste, después de entregar a Paulina la ensaladera de achicoria, se fue a buscar las dos carteras.

Entretanto, muy conmovido, muy turbado, el abate Constantín introducía en el presbiterio a la nueva castellana de Longueval.

III

En verdad, no era un palacio el presbiterio de Longueval. La misma pieza del piso bajo, servía de salón y comedor con puerta de comunicación para la cocina; esta pieza estaba adornada con los muebles más precisos: dos viejos sillones, seis sillas de paja, un aparador y una mesa redonda, sobre la cual Paulina había puesto ya los asientos del abate y de Juan.

Madama Scott y miss Percival iban y venían, examinando con infantil curiosidad la instalación del cura.

—El jardín, la casa, todo es precioso aquí—decía madama Scott.

Las dos entraron resueltamente a la cocina. El abate Constantín las seguía sofocado, azorado, estupefacto ante tan brusca y repentina invasión americana. La vieja Paulina miraba a las dos extranjeras con aire inquieto y sombrío.

—¡Estas son—pensaba,—las herejes, las excomulgadas!

Y con sus manos agitadas, temblorosas, continuaba preparando la ensalada.

—¡Os felicito, señorita—le dijo Bettina,—por el perfecto orden que reina en vuestra cocina! Mirad, Zuzie; ¿no era así el presbiterio que deseabais?

—Y el cura también—respondió madama Scott.—¡Ah! sí, señor cura, ¿queréis dejarme decíroslo? ¡Si supierais cuán feliz me considero por haberos encontrado tal cual sois! Esta mañana en el tren, ¿qué os decía, Bettina? ¿y hace un momento en el carruaje?

—Mi hermana me decía, señor cura, que deseaba, sobre todo, encontrar un cura que no fuera ya joven, ni triste, ni severo, un cura de cabellos blancos, y aire bondadoso y tranquilo.

—Y vos reunís todas esas condiciones, señor cura. No podíamos haber encontrado nada mejor. Escuchad, os ruego, mi modo de hablar. Las parisienses saben dar un buen giro a sus frases, presentándolas de una manera conveniente y complicada, pero yo no sé... y hablando francés me costaría mucho salir del paso si no dijera las cosas lisa y llanamente como se me ocurren. En fin, estoy contenta, en extremo contenta, señor cura, y espero que vos también quedaréis satisfecho de vuestras nuevas parroquianas.

—¡Mis parroquianas!—exclamó el cura, recobrando al fin la palabra, el movimiento, la vida, todas estas cosas que desde hacía algunos minutos lo habían abandonado completamente.—Mis parroquianas! Perdón, señora, señorita... ¡Estoy tan conmovido! ¿Seríais... sois, acaso, católicas?

—¡Sí, señor, somos católicas!

—¡Católicas, católicas!—repitió el cura.

—¡Católicas, católicas!—exclamó la vieja Paulina, apareciendo radiante, con los brazos levantados hacia el cielo, en el umbral de la cocina.

Madama Scott miraba al cura, miraba a Paulina, muy asombrada de haber producido tal efecto con una sola palabra, y para completar el cuadro, apareció Juan trayendo las dos bolsas de viaje. El cura y Paulina lo recibieron con la misma palabra.

—¡Católicas, católicas!

—¡Ah! comprendo al fin—dijo madama Scott riendo;—¡nuestro nombre y nuestra patria os hicieron creer que éramos protestantes! No lo somos, nuestra madre era del Canadá, de origen francés y católica; por eso mi hermana y yo hablamos francés, con acento extranjero y ciertos modismos americanos, pero en fin, decimos, más o menos lo que deseamos decir. Mi marido es protestante, pero me deja entera libertad, y mis dos hijos son católicos. Por esto hemos querido desde el primer día venir a saludaros, señor abate.

—Por eso y por otra cosa—continuó Bettina,—mas para la otra cosa necesitamos nuestras carteras.

—Aquí las tenéis, señorita—respondió Juan.

—Esta es la mía.

—Y esta otra la mía.

Mientras las carteras pasaban de las manos del oficial a las de madama Scott y Bettina, el cura presentaba a Juan a las dos americanas, pero estaba aún tan conmovido, que la presentación no fue hecha en toda regla. El cura no olvidó más que una cosa; pero algo muy esencial en una presentación: el apellido de Juan.

—Es Juan—dijo,—mi ahijado, subteniente del regimiento de artillería de guarnición en Souvigny; es de la casa.

Juan hizo dos grandes cortesías, las americanas dos pequeñas, y comenzaron a buscar en sus bolsas, sacando cada una un rollo de mil francos, bonitamente encerrados en dos bolsitas verdes de piel de serpiente con anillos de oro.

—Os traía esto para vuestros pobres, señor cura—dijo madama Scott.

—Y yo esto otro—agregó Bettina.

Con toda delicadeza deslizaron su ofrenda en la mano derecha e izquierda del anciano cura, y éste mirando alternativamente sus dos manos, pensaba:

—¿Qué serán estas dos cosas? son muy pesadas; debe haber oro aquí dentro... Sí, pero ¿cuánto, cuánto?

Sesenta y dos años contaba el abate Constantín, y mucho dinero había pasado por sus manos para no permanecer en ellas largo tiempo, es verdad; pero este dinero lo recibía por pequeñas cantidades y la sospecha de una ofrenda semejante no le cabía en la cabeza. ¡Dos mil francos! Jamás tuvo dos mil francos en su poder, ni mil siquiera.

No sabiendo, pues, cuánto le daban, el cura no sabía cómo agradecer; balbuceaba:

—Os doy muchísimas gracias, señora; sois demasiado buena, señorita.

En fin, como no agradeciera lo bastante, Juan creyó deber intervenir.

—Mi padrino, estas señoras acaban de daros dos mil francos.

Entonces, presa de una gran emoción y agradecimiento, el cura exclamó:

—¡Dos mil francos, dos mil francos para mis pobres!

Paulina hizo bruscamente una nueva aparición.

—¡Dos mil francos, dos mil francos!

—Así parece... así parece... tomad, Paulina, guardad este dinero, y tened mucho cuidado con él...

Muchas cosas era en la casa la vieja Paulina: sirvienta, cocinera, boticaria, tesorera. Sus manos recibieron, con respetuoso temor los dos paquetitos de oro que representaban tantas miserias aliviadas, tantos dolores disminuidos.

—No es eso todo, señor cura—dijo madama Scott,—os daré quinientos francos todos los meses.

—Y yo haré como mi hermana.

—¡Mil francos por mes! pero entonces ya no habrá pobres en la comarca.

—Es lo que deseamos. Soy rica, muy rica, y mi hermana también. Ella es más rica que yo, porque a una joven le cuesta más gastar mucho... ¡mientras que yo! ¡ah, yo! ¡todo lo que puedo, gasto todo lo que puedo! Cuando se tiene mucho dinero, demasiado dinero, más de lo que es justo, decid, señor cura, ¿para hacérselo perdonar, hay otro medio que tener la mano siempre abierta y dar, dar, dar lo más y mejor posible? Además, vos también vais a darme algo.

Y dirigiéndose a Paulina agregó:

—¿Queréis tener la bondad de darme un vaso de agua fresca, señorita? No, nada más... un vaso de agua fresca, porque me muero de sed.

—Y yo—dijo riendo Bettina, mientras Paulina corría en busca del vaso de agua,—yo me muero de otra cosa, me muero de hambre. Señor cura, voy a decir algo horriblemente indiscreto... Pero veo la mesa puesta y... ¿No podríais invitarnos a comer?

—¡Bettina!—dijo madama Scott.

—Dejadme, Zuzie, dejadme en paz... ¿No es verdad que queréis, señor cura?

Pero el anciano cura no encontraba nada que responder. No sabía lo que le pasaba. ¡Ellas tomaban por asalto el presbiterio, eran católicas! ¡Le traían dos mil francos; le ofrecían mil francos mensuales! y querían comer con él; ¡ah! ¡esto era el colmo! el terror lo paralizaba al pensar que tendría que hacer los honores de la pata de carnero y la crema a esas dos americanas locamente ricas que debían alimentarse de cosas extraordinarias, fantásticas, inusitadas, y sólo murmuraba:

—¡A comer... a comer! ¿queríais quedaros a comer aquí?

Juan intervino una vez más.

—Mi padrino se consideraría demasiado feliz, si quisierais quedaros; pero comprendo lo que le inquieta... Debíamos comer los dos solos; no esperéis, pues, un festín, señoras. En fin, seréis indulgentes.

—Sí, sí—respondió Bettina,—muy indulgentes.

Luego, dirigiéndose a su hermana:

—Vamos, Zuzie, no me pongáis mala cara porque he sido un poco... sabéis que acostumbro a ser un poco... Quedémonos, ¿queréis? Descansaremos pasando aquí una hora tranquilamente. Hemos hecho una jornada horrible, en el tren, en el carruaje, en medio del polvo, ¡y con un calor! ¡Nos sirvieron un almuerzo tan espantoso esta mañana en el hotel! y debíamos volver a comer allá a las siete, en el mismo hotel, para tomar en seguida el tren de París... Pero comer aquí será mucho mejor. Ya no decís que no. ¡Ah! ¡cuán buena sois, mi Zuzie!

Besó a su hermana con mucha zalamería, y volviéndose al cura, dijo:

—Si supierais, señor cura, cuán buena es.

—¡Bettina, Bettina!

—Vamos, Paulina—dijo Juan,—pronto, dos asientos más; yo te ayudaré.

—Y yo también—exclamó Bettina,—yo también quiero ayudaros. ¡Oh! ¡esto me divertirá tanto! Pero, señor cura, permitidme hacer de cuenta que estoy en casa.

Con prontitud se quitó su abrigo, y Juan pudo admirar, en su exquisita perfección, un cuerpo maravillosamente flexible y gracioso.

Miss Percival, quitose en seguida el sombrero, pero con demasiada rapidez; pues fue la señal de un precioso desorden. Toda una avalancha de cabellos se escapó y esparció en torrentes, en largas cascadas sobre los hombros de Bettina, que se encontraba ante una ventana por donde penetraban los rayos del sol... y aquella luz radiante que daba de lleno sobre su cabellera de oro, ponía en un cuadro delicioso la espléndida belleza de la joven. Confusa y ruborizada, Bettina llamó en su ayuda a su hermana, que tuvo gran trabajo para volver a poner las cosas en orden.

Cuando quedó así reparada la catástrofe nadie pudo impedir a Bettina que se precipitara sobre los platos, cuchillos y tenedores.

—Pero, señor—le decía a Juan,—yo sé muy bien poner la mesa. Preguntadle a mi hermana... ¿Decid, Zuzie, cuando yo era chica en New-York, no ponía bien la mesa?

—Sí, muy bien—respondió madama Scott.

Y ella también, rogando al cura excusara la indiscreción de Bettina, quitose el sombrero y el abrigo; y Juan gozó una vez más del muy agradable espectáculo de un cuerpo precioso y admirables cabellos. Pero el desorden, y Juan lo sintió, no tuvo segunda edición.

Algunos minutos después, madama Scott, miss Percival, el cura y el oficial, tomaban asiento alrededor de la mesa del presbiterio; luego, con mucha rapidez, gracias a la sorpresa y originalidad del encuentro, gracias, sobre todo, al buen humor y alegría algo audaz de Bettina, la conversación tomaba el giro de la más franca y cordial familiaridad.

—Vais a ver, señor cura—dijo Bettina,—vais a ver cómo no he mentido, si no me moría realmente de hambre. Os prevengo que voy a devorar. Nunca me he sentado a la mesa con tanto gusto. ¡Esta comida terminará también la jornada! Estamos tan contentas mi hermana y yo, de ser dueñas del castillo, la granja, los bosques...

—Y yo de poseer todo eso de una manera tan extraordinaria como imprevista. ¡No nos lo imaginábamos!

—Ni lo soñábamos, Zuzie... Sabéis, señor cura, que ayer fue el cumpleaños de mi hermana... Pero primero, perdonad, señor... señor Juan, ¿no es así?

—Sí, señorita, así es.

—¡Pues bien, señor Juan, servidme un poco más de esta excelente sopa, os lo ruego!

El abate Constantín comenzaba a volver en sí, a tranquilizarse; pero, sin embargo, estaba aún demasiado conmovido para cumplir correctamente con sus deberes de dueño de casa; por eso Juan tomaba la dirección de la modesta comida de su padrino. Llenó hasta los bordes el plato de la preciosa americana, que fijaba resueltamente en él la mirada de dos grandes ojos en los que brillaba la franqueza, la osadía y el contento.

Los ojos de Juan pagaban a miss Percival en la misma moneda. No hacía tres cuartos de hora que en el jardín del cura la joven americana y el joven oficial, se habían dirigido la palabra por primera vez, y los dos se sentían alegres, tenían plena confianza mutua, casi como camaradas.

—Os decía, señor cura—continuó Bettina,—que ayer fue el santo de mi hermana, su cumpleaños. Mi cuñado partió forzosamente para América hará unos ocho días, y al partir dijo a mi hermana: «No estaré aquí para vuestro día, mas recibiréis noticias mías.»

Ayer, pues, recibimos regalos y ramos de todas partes; pero de mi cuñado, hasta las cinco, nada... nada. Salimos a dar una vuelta a caballo por el bosque... y a propósito de caballo...

Bettina se inclinó a un lado y miró con curiosidad las grandes botas de Juan, cubiertas de polvo.

—Pero, señor, ¿usáis espuelas?

—Sí, señorita.

—¿Estáis en la caballería?

—Estoy en la artillería, señorita, y la artillería es la caballería.

—¿Y vuestro regimiento está de guarnición?...

—Muy cerca de aquí.

—¿Entonces saldréis a caballo con nosotras?

—Convenido. ¿Veamos ahora en qué estaba?

—No sabéis lo que decís, Bettina, y contáis a estos señores cosas que no pueden interesarles.

—¡Oh! dispensad, señora—dijo el cura.—En toda la comarca no se trata por el momento más que de la venta de este castillo, y la narración de la señorita nos interesa mucho.

—Ves, Zuzie, mi historia interesa mucho al señor cura. Continúo, pues. Salimos a caballo, volvimos a las siete, nada. Comimos, y en el momento que nos levantábamos de la mesa, llega un telegrama de América, dos líneas solamente: «He hecho comprar para vos, hoy el castillo de Longueval y sus dependencias, cerca de Souvigny, sobre la línea del Norte.» Entonces las dos fuimos presas de una risa loca al pensar...

—No, no, Bettina, eso no es exacto. Nos calumniáis a las dos. Primero sentimos un movimiento de emoción y agradecimiento muy sincero. Nos gusta mucho el campo a mi hermana y a mí, y mi marido, que es excelente, sabía que deseábamos con ardor poseer algunas tierras en Francia, y desde hacía seis meses buscaba, sin encontrar, hasta que por último, sin decírnoslo, descubrió este castillo que se vendía precisamente el día de mi santo. Era una delicada atención de su parte.

—Sí, Zuzie, tenéis razón; pero después del acceso de emoción, hubo uno grande de alegría.

—Eso sí, lo reconozco. Cuando pensamos que bruscamente las dos éramos dueñas, pues lo que es de la una es de la otra, propietarias de un castillo, sin saber dónde se encontraba, cómo era, ni cuánto había costado; se asemejaba tanto a un cuento de hadas, que...

—En fin, durante unos cinco minutos reímos de todo corazón. Luego nos arrojamos sobre un mapa de Francia, y no sin trabajo conseguimos descubrir a Souvigny. Después del atlas tomamos una guía de ferrocarriles, y esta mañana, por el tren de las diez, desembarcamos en Souvigny.

—Todo el día lo empleamos en visitar el castillo, las caballerizas, los jardines. No hemos visto todo porque es inmenso; pero estamos encantadas de lo que hemos visto. No obstante, señor cura, hay algo que me intriga. Sé que la propiedad ha sido vendida públicamente: he visto por todo el camino los grandes avisos... Mas no me he atrevido a preguntar a las personas que me han acompañado hoy en mi paseo, pues mi ignorancia habría parecido extraordinaria, cuánto ha costado todo esto. Mi marido se olvidó de decírmelo en su telegrama. Desde que estoy encantada con la adquisición, esto no constituye más que un detalle, pero que no me disgustaría saber... Decid, señor cura, si lo sabéis, decidme el precio.

—Un precio enorme—respondió el cura,—pues se agitaban muchas esperanzas y ambiciones en torno de Longueval.

—¡Un precio enorme! me asustáis... ¿Cuánto, exactamente?

—¡Tres millones!

—¡Nada más!—exclamó madama Scott;—¿el castillo, las granjas, el bosque, todo por tres millones?

—Pero es tirado—dijo Bettina.—Sólo el precioso río que pasea por el parque, vale los tres millones.

—¿Y decíais, señor cura, que muchas personas nos disputaban las tierras y el castillo?

—Sí, señora.

—¿Y ante esas personas, después de la venta, se pronunció mi nombre?

—Sí, señora.

—¿Cuando lo pronunciaron, hubo alguien que me conociera, que hablara de mí?... sí... sí... Vuestro silencio me responde; hablaron de mí. Pues bien, señor cura, ahora que estoy seria, muy seria, os ruego, por favor, me repitáis lo que dijeron de mí.

—Pero, señora—respondió el pobre cura, que estaba sobre ascuas,—hablaron de vuestra inmensa fortuna...

—Sí, debieron hablar de eso; sin duda, dirían que era muy rica, de poco tiempo a esta parte... una parvenue, ¿no es así? Está bien, pero no es todo, debieron decir otras cosas.

—No, no he oído nada...

—¡Oh! señor cura, estáis cometiendo, por culpa mía, una mentira caritativa, como vos diríais... y os hago desgraciado, pues debéis ser la sinceridad en persona. Mas si os atormento así, es porque tengo grande interés en saber lo que se ha dicho, lo que...

—¡Por Dios! señora—interrumpió Juan,—tenéis razón, han dicho otra cosa, y mi padrino no sabe cómo repetírosla; pero ya que lo exigís, dijeron que erais una de las más elegantes, de las más brillantes y de las más...

—¿Y de las más lindas mujeres de París? Con alguna indulgencia han podido decirlo. Pero aun no es todo. Hay algo más...

—¡Ah! ¿sí?

—Sí, hay algo más, y yo quisiera tener con vosotros, una explicación bien clara y bien franca. No sé por qué me parece que he tenido buena estrella hoy; creo que ya sois en cierto modo mis amigos, y que un día lo seréis verdaderamente. Pues bien, decidme, si corren sobre mi persona historias absurdas y falsas, ¿no tendré razón de pensar que me ayudaréis a desmentirlas?

—Sí, señora—respondió Juan con extrema vivacidad,—hacéis bien en pensarlo.

—Pues a vos me dirijo, señor. Sois soldado, debéis tener valor; prometedme ser valiente; ¿me lo prometéis?

—¿Qué entendéis, señora, por ser valiente?

—Prometed, prometed, sin explicaciones, sin condiciones.

—Está bien; lo prometo...

—¿Vais a responder francamente, por sí o por no, a las preguntas que os dirija?

—Responderé.

—¿Os han dicho que yo mendigaba en las calles de New-York?

—Sí, señora, me lo han dicho.

—¿Y que había sido amazona de un circo ambulante?

—Me lo han dicho, señora.

—¡Sea enhorabuena! Esto se llama hablar. ¡Pues bien! notad primero, que en todo eso no habría nada deshonroso... Pero si no es cierto, ¿no tengo derecho para desmentirlo? Y os aseguro que no es cierto. Mi historia, os la referiré en pocas palabras, y si os la cuento así desde el primer día, es para que tengáis la bondad de repetirla a todos los que os hablen de mí... Pasaré una parte de mi vida en esta aldea, y deseo que sepan de dónde vengo y quién soy. Principio, pues. Pobre, sí, lo he sido, y muy pobre; hará de esto ocho años... Acababa de morir mi padre, siguiendo de muy cerca a mi madre. Yo contaba dieciocho años y Bettina nueve; quedábamos solas en el mundo, con fuertes deudas y un gran pleito. Las últimas palabras de mi padre fueron estas: «Zuzie, no hagas ninguna transacción en el pleito, nunca, nunca, nunca, y tendréis millones, hijas mías, ¡millones!» y nos besó a las dos, a Bettina y a mí... Lo acometió el delirio, y murió repitiendo: «¡Millones!» Al día siguiente, se presentó un procurador, ofreciéndome pagar todas las deudas y darme además diez mil dollars, si yo le transfería mis derechos al pleito. Se trataba de la posesión de una gran extensión de tierras en el Colorado. Rehusé. Entonces fue cuando, durante algunos meses, estuvimos muy pobres.

—Y entonces era cuando yo ponía la mesa—dijo Bettina.

—Pasaba mi vida en casa de los Solicitors de New-York. Pero nadie quería hacerse cargo de mis intereses. En todas partes recibía la misma respuesta: «Vuestra causa es muy dudosa, tenéis adversarios ricos y temibles, se necesita dinero, mucho dinero, para llevar a cabo el pleito, y ya no os queda nada. Os ofrecen pagaros las deudas y diez mil dollars, aceptad, vended el pleito.»

Pero yo conservaba siempre en el oído las últimas palabras de mi padre, y no aceptaba... Sin embargo, la miseria iba a obligarme, cuando un día fui a ver a uno de los amigos de mi padre, un banquero de New-York, M. William Scott, que no me recibió solo; junto a su escritorio estaba sentado un joven: «¡Podéis hablar, me dijo, es mi hijo Richard Scott!» Miro al joven, él me mira y nos reconocemos... «¡Zuzie!—¡Richard!» y nos tendemos la mano. El tenía veintitrés años y yo dieciocho, y muchas veces, cuando niños, habíamos jugado juntos, siendo entonces muy buenos amigos. Después, siete u ocho años antes de esto, él fue a terminar su educación en Francia e Inglaterra. Su padre me hizo sentar, preguntándome qué deseaba, y se lo dije. Me escuchó y respondió: «Necesitaríais veinte a treinta mil dollars, y nadie os prestará esa suma sobre las inciertas probabilidades de un pleito muy complicado; ¡sería una locura! Si sois desgraciada, si necesitáis algún socorro...—No es eso lo que pide miss Percival, padre mío, dijo con viveza Richard.—Bien lo sé, pero lo que pretende es imposible...» Y se levantó para acompañarme... Entonces tuve un acceso de debilidad, el primero desde que era huérfana; hasta ese día había sido fuerte, pero sentía agotado mi valor. Sufrí un ataque de nervios y de lágrimas. Me repuse, al fin, y partí. Una hora después, Richard Scott estaba en mi casa. «Zuzie, me dijo, prometedme aceptar lo que voy a ofreceros, prometédmelo.» Yo le prometí. «Pues bien, con la sola condición de que mi padre no sepa nada, pongo a vuestra disposición la suma que necesitáis.—¡Pero vos no conocéis el pleito, y es preciso que sepáis lo que es, lo que vale!—No lo conozco absolutamente, ni quiero conocerlo. ¿Qué mérito tendría mi proceder si tuviera la seguridad de cobrar mi dinero? Además, os habéis comprometido a aceptar, y no podéis rehusar.» Se me ofrecía con tanta sencillez, con tanta franqueza, que acepté. Tres meses después ganamos el pleito, y por los terrenos que, ya sin apelación posible, eran propiedad de las dos, nos ofrecían cinco millones. Fui a consultar a Richard. «Rehusad, y esperad; si os ofrecen esa suma, es porque los terrenos valen el doble.—Pero es preciso que os devuelva vuestro dinero, os debo mucho, mucho dinero.—¡Oh! por eso no, más tarde, no tengo apuro, ahora estoy muy tranquilo! mi crédito no corre ningún peligro.—Pero quisiera pagaros ahora mismo; ¡odio las deudas!... Existe un medio, quizá, sin vender los terrenos... Richard, ¿queréis ser mi marido?» Sí, señor cura—dijo madama Scott, riendo,—fui yo quien salí al encuentro de mi marido: yo quien le pidió su mano; esto lo podéis decir a todo el mundo, porque es la verdad. Por otra parte, me veía obligada a hacerlo así, pues nunca, ¡oh! estoy tan segura, nunca habría hablado él primero. Yo era demasiado rica, y como él me amaba a mí y no a mi dinero, mi dinero le causaba horror. Tal es la historia de mi casamiento.

En cuanto a la historia de mi fortuna, os la diré en pocas palabras. Existían realmente millones en esos terrenos del Colorado, pues se descubrieron abundantes minas de plata, de las que sacamos todos los años una renta asombrosa. Pero estamos de acuerdo, mi marido, mi hermana y yo, en separar de estas rentas una gran parte para los pobres. Ya lo veis, señor cura... porque nosotras también hemos conocido días crueles, porque Bettina recuerda haber puesto la mesa en nuestro pequeño comedor de un quinto piso en New-York, nos encontraréis siempre prontas a socorrer a los que están, como estuvimos nosotras, en presencia de las dificultades y los dolores de la vida... Y ahora, señor Juan, ¿queréis perdonarme mi largo discurso y ofrecerme un poco de esa crema que parece excelente?

Mientras Juan se apresuraba a servir a madama, Scott, ésta continuó:

—No lo he dicho todo aún. Es preciso que sepáis de dónde nacen estas historias extravagantes. Cuando vinimos a establecernos en París, hace un año, creímos deber dar desde nuestra llegada, cierta suma para los pobres. ¿Quién habló de ésto? No fuimos nosotras, seguramente; pero la historia salió en un diario con la cifra, y en el acto dos jóvenes reporters acudieron a hacer sufrir un interrogatorio sobre su pasado a M. Scott, pues querían escribir sobre nosotros una crónica en sus diarios. M. Scott es a veces algo vivo, y ese día lo fue bastante, despidiendo bruscamente a esos señores sin decirles nada. Entonces, no sabiendo nuestra verdadera historia, inventaron una a su antojo. El primero contó que yo había mendigado en las calles de New-York, y el segundo, al día siguiente, para publicar algo que causara más sensación, me hizo atravesar circunferencias de papel en un circo de Filadelfia. Tenéis en Francia unos diarios muy originales; verdad es que en América no lo son menos.

Cinco minutos harían que Paulina dirigía al cura señas desesperadas; que éste se obstinaba en no comprender, tanto, que la pobre mujer, reuniendo todo su valor, dijo al fin:

—Señor cura, son las siete y cuarto.

—¡Las siete y cuarto! ¡Oh! señoras, dispensadme, pero esta tarde tengo que rezar el oficio del mes de María.

—¿El mes de María va a principiar en seguida?

—Sí, en seguida.

—¿Y a qué hora exacta parte el tren de París?

—A las nueve y media—respondió Juan,—y emplearéis quince a veinte minutos, para llegar a la estación, en carruaje.

—Entonces, Zuzie, podemos ir a la iglesia.

—Vamos—respondió madama Scott,—pero antes de separarnos, señor cura, tengo que pediros un servicio. Quiero que vayáis a comer con nosotras, la primera vez que vengamos a Longueval, y vos también, señor... los cuatro solos, como hoy. ¡Oh! no rehuséis, tengo tanto gusto en invitaros.

—Y nosotros más en aceptar, señora—respondió Juan.

—Os escribiré anunciándoos el día. Vendré lo más pronto posible, para que estrenemos juntos el castillo.

Entretanto, Paulina, en un rincón de la pieza hablaba con mucha animación y misterio con miss Percival. Su conversación terminó con estas palabras:

—¿Vos estaréis allí?—decía Bettina.

—Sí, estaré.

—¿Y me diréis en qué momento?

—Os lo diré, pero cuidado... ahí viene el señor cura, y es preciso que ni sospeche...

Las dos hermanas, el cura y Juan salieron de la casa, y tuvieron que atravesar el cementerio para ir a la iglesia. La tarde era deliciosa. Lenta y silenciosamente los cuatro, bajo los rayos del sol poniente, caminaban por la avenida.

En el camino se encontraba el monumento del doctor Reynaud, muy sencillo, pero, sin embargo, por sus proporciones se distinguía de las demás tumbas. Madama Scott y Bettina se detuvieron al ver esta inscripción grabada sobre la piedra:

Aquí yace el doctor Marcelo Reynaud, cirujano mayor de los movilizados de Souvigny, muerto el 8 de enero de 1871, en la batalla de Villersexel. Rogad por él.

Cuando concluyeron de leer, el cura designando a Juan, les dijo:

—¡Era su padre!

Entonces las dos mujeres se aproximaron a la tumba y con la cabeza inclinada, permanecieron allí durante algunos instantes pensativas, conmovidas, recogidas. Luego, volviéndose las dos al mismo tiempo, con el mismo movimiento tendieron la mano al joven oficial, y continuaron su marcha hacia la iglesia. El padre de Juan había obtenido su primera plegaria en Longueval.

El cura se fue a poner su sobrepelliz y su estola.

Juan condujo a madama Scott al banco reservado, desde siglos atrás, a las dueñas de Longueval. Paulina tomó la delantera y esperó a Bettina a la sombra de un pilar de la iglesia, para hacerla subir por una escalera estrecha y empinada, e instalarla ante el armonium.

Precedido de los monaguillos, el viejo cura salió de la sacristía, y en el instante en que se arrodillaba sobre las gradas del altar:

—Ahora es el momento, señorita—dijo Paulina, cuyo corazón latía de impaciencia.—¡Pobre viejo, qué contento se va a poner!

Cuando oyó el canto del órgano que se elevaba suavemente, como un murmullo esparciéndose por toda la iglesia, el abate Constantín se sintió tan conmovido, tan contento, que los ojos se le llenaron de lágrimas. No recordaba haber llorado desde el día que Juan le dijo que quería repartir su patrimonio con la madre y la hermana de los que cayeron al lado de su padre bajo las balas alemanas.

Para hacer brotar lágrimas aún de los ojos del anciano sacerdote, fue preciso que una joven americana cruzara los mares y viniera a ejecutar una rêverie de Chopín, en la iglesia de Longueval.

Al día siguiente, a las cinco y media de la mañana, tocaban botasilla en el patio del cuartel. Juan montaba a caballo y tomaba el mando de su batería. A fines del mes de mayo todos los reclutas del regimiento están instruidos, y son capaces de formar parte de las evoluciones en conjunto, y casi todos los días se ejecutan en el polígono maniobras de baterías organizadas.

Juan tenía mucha afición por su carrera y acostumbraba a vigilar cuidadosamente los tiros y guarniciones de las piezas, el equipo y apostura de sus hombres; pero esa mañana prestó poca atención a los pequeños detalles del servicio.

Un problema lo agitaba, lo atormentaba, lo dejaba indeciso, y este problema era de aquellos cuya solución no se aprende en la escuela politécnica. Juan no encontraba respuesta categórica a esta pregunta:

—¿Cuál de las dos es más linda?

En el polígono, durante la primera parte de la maniobra, cada batería trabajaba por su cuenta, bajo las órdenes del capitán, que muchas veces cede su puesto a uno de los tenientes, para habituarlos a la dirección de las seis piezas. Aquel día precisamente, desde el principio de la maniobra, se le confió el mando a Juan: mas con gran sorpresa del capitán, que tenía a su teniente por un oficial muy instruido, muy capaz y muy hábil, las cosas salieron todas al revés. Juan indicó dos o tres movimientos falsos; no supo mantener ni rectificar las distancias; las piezas se encontraron varias veces en contacto, hasta que el capitán tuvo que intervenir, dirigiendo a Juan una pequeña reprimenda terminada por estas palabras:

—No lo comprendo. ¿Qué tenéis hoy? Es la primera vez que esto os sucede.

También era la primera vez que Juan, en el polígono de Souvigny, veía otra cosa que cañones y trenes, tiros y conductores. En las oleadas de polvo levantadas por las ruedas y las patas de los caballos, Juan veía, no la segunda batería montada del 9.º de artillería, sino la imagen distinta de las dos americanas de ojos negros y cabellos de oro. Y en el momento en que recibía el merecido sermón de su capitán, Juan se decía:

—¡La más linda es madama Scott!

La maniobra se divide todas las mañanas en dos partes, con intervalo de diez minutos, durante los cuales los oficiales se reúnen a conversar. Juan se mantuvo separado, solo, con los recuerdos de la víspera. Su pensamiento lo atraía con obstinación hacia el presbiterio de Longueval... Sí, la más linda de las dos era madama Scott. Miss Percival era una criatura. Volvía a ver a madama Scott en la mesa del cura; oía aquella historia contada con tanta franqueza, tanta naturalidad, y la armonía algo extraña de su voz particular y penetrante encantaba aún su oído. Volvía a encontrarse en la iglesia, y ella estaba allí, ante él, inclinada sobre su reclinatorio con su linda cabeza encerrada en sus dos pequeñas manos. Luego principiaba a sonar el órgano, y allá en la sombra, a lo lejos, vagamente, Juan divisaba la elegante y fina silueta de Bettina.

¡Una niña, no era más que una niña! Las trompetas llamaron y comenzó de nuevo la maniobra. Felizmente, esta vez ya no tenía el mando ni la responsabilidad. Las cuatro baterías ejecutaban evoluciones de conjunto. Veíase girar en todos sentidos a aquella enorme masa de hombres, caballos, cañones, ora desplegada en una sola línea de batalla, ora reunida en un grupo compacto, todo se detenía al mismo tiempo, de un solo golpe, sobre toda la extensión del polígono. Los conductores saltaban de sus caballos, corrían a la pieza, la desprendían del tren delantero que se alejaba al trote, y la disponían a hacer fuego con sorprendente rapidez. Luego volvían los tiros, los conductores enganchaban las piezas, montaban con presteza y el regimiento se lanzaba a gran trote a través de los campos de maniobras.

Poco a poco, Bettina recobraba la ventaja sobre madama Scott, en el pensamiento de Juan. Aparecíasele risueña y ruborosa, en medio de las olas de oro de sus cabellos sueltos. Señor Juan... ella lo había llamado señor Juan... y nunca su nombre le pareció tan lindo. ¡Y los últimos apretones de manos al partir, antes de subir al carruaje!... Miss Percival había estrechado más que madama Scott, un poco más, seguramente. Habíase quitado los guantes para tocar el órgano, y Juan sentía aún el contacto de aquella pequeña mano desnuda que vino a posarse fresca y suave en su gran manaza de artillero.

—Me engañaba hace un momentose decía Juan,—la más linda es miss Percival.

La maniobra había terminado. Las baterías se colocaron una detrás de otra con cortos intervalos, perfectamente alineadas las piezas, y el desfile tuvo lugar al gran trote con un ruido atronador y en medio de un huracán de polvo. Cuando Juan, sable en mano, pasó ante el coronel, las dos imágenes de las dos hermanas, se reunían, se confundían tan bien en sus recuerdos, que entraban y desaparecían, por decirlo así, una en la otra, formando una sola y misma persona. Todo paralelo se hacía imposible, gracias a esta singular confusión de los dos términos de comparación.

Madama Scott y miss Percival permanecieron así inseparables en el pensamiento de Juan hasta el día en que le fue dado el placer de volverlas a ver. La impresión de este brusco encuentro no se borró; persistió muy viva y muy dulce, hasta el punto de sentirse Juan agitado e inquieto.

—¿Habré cometido—pensaba,—el desatino de enamorarme locamente a primera vista? Pero no, uno se enamora de una mujer, y no de dos mujeres a la vez.

Esta reflexión lo tranquilizaba. Muy joven era este muchachón de veinticuatro años. Nunca el amor había penetrado plena, franca y abiertamente en su corazón. Sólo conocía el amor por las novelas ¡y había leído tan pocas! No era, sin embargo, un ángel; encontraba bonitas y graciosas a las muchachas de Souvigny, y cuando le permitían que les dijera frases amables, las decía con gusto, pero en cuanto a tomar por amor fantasías pasajeras, que no dejaban en su corazón la más leve o superficial agitación, nunca lo había pensado.

Pablo de Lavardens poseía maravillosas facultades de entusiasmo e idealización. Su corazón alojaba siempre tres o cuatro grandes pasiones que vivían allí fraternalmente y en buena armonía. Tenía el talento de encontrar siempre, en esa aldea de quince mil almas, una cantidad de lindas jóvenes, nacidas para ser adoradas. Perpetuamente creía descubrir la América cuando no hacía más que volverla a encontrar.

Juan apenas había entrevisto el mundo. Se había dejado llevar por Pablo, una docena de veces quizá, a veladas y bailes en los castillos vecinos, de donde traía siempre una impresión de malestar y fastidio. Y de ahí dedujo que esos placeres no se hicieron para él.

Sus gustos eran serios y sencillos; amaba la soledad, el trabajo, los largos paseos, los grandes espacios, los caballos y los libros. Adoraba su aldea y todos los viejos testigos de su infancia que le hablaban de otros tiempos. Una cuadrilla en un salón le causaba invencible terror; mas todos los años, para la fiesta de Longueval, bailaba de buen grado con las aldeanas de la comarca.

Si hubiera visto a madama Scott y miss Percival en su casa de París, en medio de todos los esplendores del lujo, en todo el brillo de su elegancia, las habría mirado de lejos, con curiosidad, como preciosos objetos de arte; luego habría vuelto a su casa y dormido, como de costumbre, lo más tranquila y apaciblemente del mundo.

Sí; mas no había sucedido así, y de ahí nacía su asombro, su turbación. Aquellas dos mujeres se le presentaron, por la más grande casualidad, en un medio que le era familiar y por lo mismo les fue singularmente favorable. Sencillas, buenas, francas, cordiales, tales se le mostraron desde el primer día. Y para colmo, deliciosamente bellas, lo que nunca está demás. Juan se sintió en el acto bajo la influencia del encanto, y todavía lo estaba.

En momentos que él bajaba del caballo a las nueve de la mañana, en el patio del cuartel, el abate Constantín se ponía alegremente en campaña. La cabeza del buen anciano ardía desde la víspera; Juan no había dormido mucho, pero el pobre cura no había dormido nada.

Muy temprano se levantó, y a puerta cerrada, solo con Paulina, contó y recontó su dinero, extendiendo sobre la mesa sus cien luises, y gozando como un avaro en hacerlos sonar. ¡Suyo, todo aquello era suyo! es decir, de los pobres.

—No os apuréis tanto, señor cura—decía Paulina;—sed económico; creo que distribuyendo hoy unos cien francos...

—No es bastante, Paulina, no es bastante. No tendré otro día como éste en mi vida, pero lo habré tenido. ¿Sabéis cuánto daré hoy, Paulina?

—¿Cuánto, señor cura?

—¡Mil francos!

—¡Mil francos!

Sí, ahora somos millonarios; poseemos todos los tesoros de la América, ¿y me pondría a hacer economías? Hoy no, no tengo derecho a ello.

Dicha la misa, a las nueve, salió y hubo una verdadera lluvia de oro a su paso.

Todos tuvieron su parte, los pobres que confesaban su miseria y los que la ocultaban, yendo cada limosna acompañada del mismo pequeño discurso.

—Esto proviene de los nuevos dueños de Longueval: dos americanas, madama Scott y miss Percival. Retened bien sus nombres y rogad por ellas esta noche.

Luego, se escapaba, sin esperar las gracias; a través de los campos, a través de los bosques, de casa en casa, de cabaña en cabaña, andaba, andaba, andaba... Una especie de embriaguez le subía al cerebro. Por todos lados en su camino oía gritos de alegría y asombro. Todos aquellos luises de oro caían como por encanto, en aquellas pobres manos habituadas a recibir pequeñas monedas de plata. El cura hizo locuras, verdaderas locuras; se había lanzado, y no podía contenerse. Daba hasta a aquellos que no pedían nada.

Encontró a Claudio Rigal, antiguo sargento que dejó un brazo en Sebastopol, algo agobiado ya y con la cabeza gris, pues el tiempo pasa, y los soldados de Crimea pronto serán ancianos, y le dijo:

—Tomad, ahí tenéis veinte francos.

—¡Veinte francos! pero yo no pido nada, no necesito nada. Tengo mi pensión.

¡Su pensión!... ¡setecientos francos al año!

—Pues bien—respondió el cura,—será para cigarros, pero escuchad bien: esto viene de América...

Y comenzaba de nuevo el panegírico de los dueños de Longueval.

Entró en casa de una buena mujer, cuyo hijo había partido el mes anterior para Túnez.

—Y bien, ¿cómo está vuestro hijo?

—Bueno, señor cura, ayer recibí una carta suya. Está bueno, no se queja, sólo dice que no hay Kroumirs allá... ¡Pobre muchacho! yo he hecho algunas economías este mes, y podré enviarle diez francos.

—Le enviaréis treinta... Tomad...

—¡Veinte francos! ¡señor cura, me dais veinte francos!

—Sí, os los doy...

—¿Para mi hijo?

—Para vuestro hijo... Pero oídme bien, es preciso que sepáis de dónde viene esto, y acordaos de decírselo a vuestro hijo cuando le escribáis.

El cura, por la vigésima vez, repitió su discurso sobre madama Scott y miss Percival. A las seis volvió a su casa, muerto de fatiga, pero con la alegría en el corazón.

—¡Lo he dado todo!—exclamó, apenas divisó a Paulina,—¡todo, todo!

Comió y se fue al mes de María; mas en el momento en que subía al altar, el armonium permaneció mudo. Miss Percival no se hallaba ya allí.

La joven organista de la víspera estaba en aquel momento muy perpleja. Sobre los dos divanes de su cuarto de vestir, se ostentaban dos preciosos trajes, uno blanco, y azul el otro. Bettina se preguntaba cuál de los dos se pondría para ir esa noche a la Opera. Encontraba deliciosos los dos; pero tenía que elegir, no podía ponerse más que uno. Después de largas vacilaciones se decidió por el blanco.

A las nueve y media las dos hermanas subían la gran escalera de la Opera. Cuando entraron a su palco, el telón se levantaba sobre el segundo cuadro del segundo acto de Aida, el acto del baile y de la marcha.

Dos jóvenes, Rogerio de Puymartin y Luis de Martillet, se hallaban sentados en primera fila en un palco bajo. Las señoritas del cuerpo de baile no estaban aún en la escena, y estos señores desocupados se entretenían en mirar la sala. La aparición de miss Percival causó a los dos una impresión muy viva.

—¡Ah, ah!—dijo Puymartin,—ahí está el pequeño lingote de oro.

Los dos dirigieron sus anteojos sobre Bettina.

—Está deslumbrador esta noche, el lingote de oro—continuó Martillet.—Mira, pues, la línea del cuello... los hombros... tan joven y ya tan mujer.

—Sí, está preciosa, y alegre también, mira...

—¡Quince millones, según parece, quince millones de ella sola, y la mina de plata que continúan explotando!

—Berulle me dijo veinticinco millones... y Berulle está muy al corriente de las cosas de América.

—¡Veinticinco millones! ¡Un buen bocado para Romanelli!

—¡Cómo! ¿Romanelli?

—Se corre que se casa con ella, que ya está decidido el matrimonio.

—Matrimonio decidido, sea; pero con Montessan, no con Romanelli... ¡Ah, al fin principia el baile!

Cesaron de hablar. El baile de Aida no dura más que cinco minutos y ellos sólo iban al teatro por esos cinco minutos; de manera que les importaba gozarlos religiosa y respetuosamente; pues existe esta particularidad en ciertos abonados a la Opera, que charlan como loros cuando deberían callar y escuchar, y por el contrario observan un admirable silencio cuando les sería permitido conversar mirando.

Las trompetas heroicas de Aida arrojaron su último sonido en honor de Ramadés, y ante las grandes esfinges, bajo las verdes hojas de las palmeras, se adelantaban chispeantes las bailarinas a tomar posesión de la escena.

Madama Scott, con mucha atención y placer seguía las evoluciones del baile; pero Bettina se había quedado pensativa al divisar en un palco de enfrente a un joven alto y moreno. Miss Percival se hablaba a sí misma: ¿Qué hacer? ¿qué decidir? ¿deberé casarme con ese joven que está enfrente y me mira?... pues es a mí a quien mira... Dentro de un momento, en el entreacto, vendrá y no tendría más que decirle: «¡Está bien! he aquí mi mano... Seré vuestra esposa.» ¡Y así lo haría! ¡Princesa, yo sería Princesa, Princesa Romanelli! ¡Princesa Bettina! ¡Bettina Romanelli! Queda bien, suena muy bien al oído: «La señora Princesa está servida. ¿La señora Princesa montará a caballo hoy?...» ¿Me divertiría siendo Princesa? Sí y no... Entre todos los jóvenes que desde hace un año en París corren tras mi fortuna, este Príncipe Romanelli es hasta ahora lo mejor... Preciso será, que uno de estos días me decida a casarme... Creo que me ama... Sí, ¿pero acaso lo amo? No, no lo creo... ¡y me gustaría tanto amar!... ¡Oh, sí, me gustaría tanto!...

A la misma hora en que estas reflexiones cruzaban por la linda cabeza de Bettina, Juan, solo en su gabinete de estudio, sentado ante el escritorio con un gran libro bajo la pantalla de la lámpara, repasaba, tomando notas, la historia de las campañas de Turena. Al día siguiente debía dar clase a sus subalternos en el regimiento, y con toda prudencia preparaba su lección.

Pero de repente, en medio de sus notas: Nördlingen, 1645; las Dunes, 1658; Mülhausen y Türckheim, 1674-1675, vio un croquis... Juan no dibujaba mal. Un retrato de mujer vino a colocarse por sí solo bajo su pluma. ¿Qué venía a hacer allí en medio de las victorias de Turena, aquella buena mujercita? ¿Y cuál de las dos era?... ¿Madama Scott o miss Percival? ¿Cómo saberlo?... ¡Se parecían tanto! Y Juan, penosa, trabajosamente, volvía a la historia de las campañas de Turena.

En el mismo momento también, el abate Constantín, de rodillas ante su camita de nogal, con todo el fervor de su alma, pedía las gracias del Cielo para las dos mujeres que le hicieron pasar el día más feliz de su vida. Rogaba a Dios bendijera a madama Scott en sus hijos, y diera a miss Percival un marido, según su corazón.

IV

Antes, París pertenecía a los parisienses, y este antes no está muy lejos de nosotros, treinta o cuarenta años apenas. Los franceses, en esta época, eran dueños de París, como los ingleses lo son de Londres, los españoles de Madrid y los rusos de San Petersburgo. Pasaron esos tiempos. Los otros países tienen aún fronteras, pero la Francia ya no las tiene. París se ha convertido en una inmensa torre de Babel, una ciudad internacional y universal. Los extranjeros no sólo vienen a visitar París, sino también a vivir en él.

Tenemos ahora en París una colonia rusa, una colonia española, una colonia levantina, una colonia americana, y estas colonias poseen cada una sus iglesias, sus banqueros, sus médicos, sus diarios, sus pastores, sus pobres y sus dentistas. Los extranjeros han conquistado ya sobre nosotros la mayor parte de los Campos Elíseos y del bulevar Malesherbes; ellos avanzan, se extienden; nosotros retrocedemos, rechazados por la invasión, y nos vemos obligados a expatriarnos. Vamos a fundar colonias parisienses en la llanura de Passy, en la llanura de Monceau, en los barrios que antes no eran absolutamente París, y que aun hoy no lo son del todo.

Entre estas colonias extranjeras, la más numerosa, la más rica, la más brillante, es la colonia americana. Llega un momento en que el americano se siente bastante rico; el francés, jamás tiene bastante. El americano se detiene entonces, respira un poco, y cuidando el capital, no cuenta ya la renta, pues sabe gastarla; el francés no sabe más que ahorrar.

El francés sólo tiene un lujo verdadero: sus revoluciones. Prudente y cautelosamente se reserva para ellas, sabiendo que costarán muy caro a la Francia, pero al mismo tiempo darán ocasión a muy ventajosos empleos. El presupuesto de nuestro país es un grande empréstito, perpetuamente abierto. El francés dice:

—¡Atesoremos, atesoremos! Una de estas mañanas estallará una revolución que hará caer el cinco por ciento a cincuenta o sesenta francos, y entonces compraré. Puesto que las revoluciones son inevitables, procuremos al menos sacar algún provecho de ellas.

Sin cesar se habla de la gente arruinada por las revoluciones, y quizá es mayor el número de las personas enriquecidas por las revoluciones.

Los americanos sufren fuertemente la atracción de París. No existe en el mundo otra ciudad en que sea tan agradable y tan fácil gastar el dinero. Por razones de raza y origen, esta atracción se ejercía sobre madama Scott y miss Percival de una manera extraordinaria.

La más francesa de nuestras colonias, es el Canadá, que ya no nos pertenece. El recuerdo de la primera patria ha subsistido profunda y dulcemente en el corazón de los emigrados de Quebec y Montreal. Zuzie Percival recibió de su madre una educación muy francesa, y ella educó a su hermana en los mismos sentimientos de amor a nuestro país. Las dos hermanas se sentían enteramente francesas, más aún, parisienses.

Apenas les cayó encima aquella avalancha de millones, el mismo deseo se apoderó de las dos: venir a vivir en París. Pidieron la Francia como se pide la patria. M. Scott opuso alguna resistencia.

—Si yo no estoy aquí—decía,—y vengo sólo dos o tres meses del año a América, para vigilar nuestros intereses, las rentas disminuirán.

—¡Qué importa!—respondía Zuzie,—somos ricos, demasiado ricos... Partamos, os ruego. ¡Estaremos tan contentas, seremos tan felices allá!

M. Scott se dejó convencer, y Zuzie, en los primeros días de enero de 1880, escribió la carta siguiente a su amiga Katie Norton, que desde hacía algunos años habitaba París:

«¡Victoria, está decidido! Richard consiente. Llegaré en el mes de abril y volveré a ser francesa. Vos me ofrecisteis encargaros de todos los preparativos de nuestra instalación en París, y como soy horriblemente indiscreta, acepto.

»Quiero, apenas ponga los pies en París, poder gozar de París, y no perder el primer mes en viajes a casa del tapicero, del carruajero y de los caballerizos. Desearía, al bajar del tren, encontrar en el patio de la estación, mi carruaje, mi cochero y mis caballos, y que ese día nos acompañaseis a comer en mi casa. Alquilad o comprad una casa, tomad criados, elegid carruajes, caballos, libreas. Confío enteramente en vos. Que las libreas sean azules, y nada más. Esta línea la agrego a pedido de Bettina, que por sobre mi hombro lee lo que escribo.

»Sólo siete criados irán con nosotros a Francia; Richard lleva sus camareros; Bettina y yo las nuestras; las dos ayas de los niños, y además dos boys, Toby y Boby, que nos siguen a caballo y montan perfectamente. Son dos monadas; del mismo alto, la misma figura, y casi la misma cara; nunca encontraríamos en París dos grooms más iguales.

»Todo lo demás, cosas y gente, queda en New-York. No, no todo lo demás, se me olvidaban los cuatro poneys, cuatro joyas, negros como tinta, con manchas blancas los cuatro en las cuatro patas; no tendríamos valor para separarnos de ellos. ¡Los atamos a un canasto y quedan preciosos! Bettina y yo los manejamos muy bien a los cuatro. ¿Puede una señora manejar, sin gran escándalo, por la mañana temprano, en el Bosque? Aquí se hace.

»Sobre todo, mi querida Katie, no os fijéis en el dinero. Haced locuras, verdaderas locuras, es todo lo que os pido.»

El día en que madama Norton recibía esta carta, corrió la noticia de la quiebra de cierto señor Garneville, gran especulador que no había tenido buen tacto, sintiendo la baja cuando debió sentir la alza. Seis semanas antes, este Garneville se había instalado en una gran casa toda recién amueblada, que no tenía más defecto que ser de una magnificencia demasiado violenta.

Madama Norton firmó un contrato de alquiler, cien mil francos al año, con opción a comprar la casa y el mueblaje por dos millones en el primer año. Un tapicero de gran nombre se encargó de corregir y suavizar el desmedido lujo de un mueblaje chillón y extravagante.

Hecho esto, la amiga de madama Scott tuvo la suerte de encontrar, desde el primer momento dos artistas eminentes, sin los cuales no podría fundarse ni funcionar una gran casa.

Primero, un maestro cocinero de primer orden, que acababa de abandonar una antigua casa del faubourg Saint-Germain, con gran pesar, pues tenía sentimientos aristocráticos, y le costaba mucho ir a servir a algún burgués, o a extranjeros.

—Nunca habría dejado a la señora Baronesa—dijo a madama Norton,—si la casa hubiera seguido en el mismo pie de lujo; pero la señora Baronesa tiene cuatro hijos, dos que han hecho locuras, y dos niñas que pronto serán casaderas, y deberá dotarlas. En fin, la señora Baronesa se ve obligada a estrecharse, y la casa no es bastante importante para mí.

Este distinguido funcionario puso sus condiciones, y aunque excesivas, no asustaron a madama Norton, que sabía se trataba de un hombre de verdadero mérito; mas él, antes de decidirse, pidió permiso para telegrafiar a New-York pidiendo informes, y como la respuesta fuera favorable, aceptó.

El segundo artista era un picador de rara y grande capacidad, que acababa de retirarse del servicio después de hecha su fortuna. Sin embargo, consintió en organizar las caballerizas de madama Scott, con la expresa condición de tener entera libertad para la adquisición de caballos, de no usar librea, de elegir a su gusto los cocheros, grooms y palafreneros; de no tener nunca menos de quince caballos disponibles, de que no harían ningún trato con el carruajero ni el talabartero sin su intervención, y que sólo subiría al pescante por la mañana, en traje particular, para dar lecciones a las señoras o los niños, si fuera necesario.

El maestro tomó posesión de sus hornillas y el picador de sus caballerizas. Lo demás era únicamente cuestión de dinero, y madama Norton aprovechó sus plenos poderes, conformándose con las instrucciones recibidas. En el corto espacio de dos meses hizo verdaderos prodigios para que la instalación de los Scott, fuese completa y absolutamente irreprochable.

Y el 15 de abril de 1880, M. Scott, Zuzie y Bettina bajaron del tren del Havre a las cuatro y media, en la estación Saint-Lazare, y encontraron a madama Norton, que les dijo:

—Ahí tenéis vuestra calesa en el patio, y detrás de la calesa está el landó para los niños, y más allá un ómnibus para los criados, todos con vuestras iniciales, conducidos por vuestros cocheros y tirados por vuestros caballos. Vivís en el número 24 de la calle de Murillo, y aquí tenéis el menú de vuestra comida de hoy. Me invitasteis hace dos meses, y acepté, tomándome la libertad de traeros unas quince personas más. Soy la proveedora de todo, hasta de los convidados. Pero tranquilizaos, a todos los conocéis, son nuestros amigos comunes... y desde esta noche podremos juzgar de los méritos de vuestro cocinero.

Madama Norton entregó a madama Scott una linda tarjeta con filete de oro, que decía: Menu du dîner du 15 Avril 1880, y más abajo: Consommé à la parisienne, truîtes saumonées à la russe, etcétera.

El primer parisiense que tuvo el honor y el placer de rendir homenaje a la belleza de madama Scott y miss Percival, fue un pequeño pinche de quince años que se encontraba allí, vestido de blanco, con su canasta de mimbres en la cabeza, en momentos en que el cochero de madama Scott, molestado por tanto carruaje, salía con dificultad del patio de la estación. El pinche se paró de golpe en la acera, abrió tamaños ojos, miró a las dos hermanas con aire de asombro y les lanzó valientemente al rostro esta simple palabra:

—¡Cáspita!

Cuando madama de Récamier vio venir las canas y las arrugas, decía a una de sus amigas:

—¡Ah! querida mía, ya no me hago ninguna ilusión; desde el día en que los pequeños deshollinadores no se volvían en la calle para mirarme, comprendí que todo había concluido.

La opinión de los pinches vale, en caso semejante, tanto como la de los deshollinadores... Todo no había concluido aún para Zuzie y Bettina, por el contrario, todo empezaba.

Cinco minutos después, el carruaje de madama Scott subía por el bulevar Haussmann al trote lento y cadencioso de dos soberbios caballos; París contaba dos parisienses más.

El éxito de madama Scott y miss Percival fue inmediato, decisivo, como un rayo. Las bellezas de París no están clasificadas y catalogadas como las bellezas de Londres; no hacen publicar sus retratos en los periódicos ilustrados, ni dejan vender sus fotografías en las papelerías!... Sin embargo, existe un pequeño estado mayor de una veintena de mujeres, que representan la gracia, la elegancia y la belleza parisienses, cuyas mujeres, después de diez o doce años de servicio, pasan al cuadro de reserva, ni más ni menos que los viejos generales.

Zuzie y Bettina formaron en el acto parte de este pequeño estado mayor. Fue asunto de veinticuatro horas; ni tanto, pues esto sucedió entre las ocho de la mañana y las doce de la noche, al día siguiente de su llegada a París.

Imaginaos una especie de ronda mágica en tres actos y cuyo éxito fuera creciendo de cuadro en cuadro:

1.º Paseo a caballo por la mañana, a las diez, en el Bosque, con dos maravillosos grooms traídos de América;

2.º Paseo a pie, a las seis, en la avenida de las Acacias;

3.º Aparición en la Opera, a eso de las diez, en el palco de madama Norton.

Las dos extranjeras fueron inmediatamente notadas y apreciadas como merecían, por las treinta o cuarenta personas que constituyen una especie de tribunal misterioso, que sentencia a nombre de todo París, y cuyas sentencias son sin apelación. Estas treinta o cuarenta personas tienen de tiempo en tiempo el capricho de llamar deliciosa a una mujer evidentemente fea, y es lo bastante para que desde ese día parezca deliciosa.

La belleza de las dos hermanas no era discutible. Por la mañana admiraron su gracia, elegancia y distinción; a mediodía declararon que tenían el andar preciso y majestuoso de las jóvenes diosas, y por la noche, lanzaron un grito unánime sobre la ideal perfección de sus hombros. La partida había sido ganada. Desde entonces, todo París tuvo para las dos hermanas los ojos del pequeño pinche de la calle Amsterdam; todo París repitió su: ¡Cáspita! bien entendido, con las variantes y modificaciones impuestas por los usos de la sociedad.

Los salones de madama Scott, se hicieron inmediatamente a la moda. Los visitantes a las tres o cuatro grandes casas americanas se transportaron en masa a casa de Scott, que recibió trescientas personas en su primer miércoles. Su círculo aumentó rápidamente; de todo había en su clientela: americanos, españoles, italianos, húngaros, rusos y hasta parisienses.

Cuando contó su historia al abate Constantín, madama Scott no se lo dijo todo... nunca se cuenta todo. Ella sabía que era preciosa, le gustaba que la vieran, y no le disgustaba que se lo dijeran... En una palabra, era coqueta. Sin eso, ¿habría sido parisiense? M. Scott tenía en su mujer plena confianza y le dejaba entera libertad. El se presentaba poco en sociedad. Era un galantuomo que se sentía vagamente molestado por haber hecho un casamiento semejante, por haberse casado con tanto dinero. Tenía vocación por los negocios, se complacía en consagrarse por completo a la administración de las dos enormes fortunas que tenía entre manos, en acrecentarlas sin cesar, y decir todos los años a su mujer y a su cuñada:

—Sois más ricas que el año pasado...

No sólo velaba con mucha prudencia y habilidad sobre los intereses que había dejado en América, sino que en Francia también se lanzó en grandes negocios, que llevó a cabo en París como en New-York con el mayor éxito. Para ganar dinero no hay nada mejor que no tener necesidad de ganarlo.

Hiciéronle la corte a madama Scott, hiciéronsela enormemente... se la hicieron en francés, en inglés, en italiano, en español; pues conocía los cuatro idiomas... esta es otra ventaja que tienen las extranjeras sobre las parisienses, que generalmente no conocen más que la lengua materna y no tienen el recurso de las pasiones internacionales.

Madama Scott no tomó un palo para echar de su casa a aquella gente. Tuvo a la vez diez, veinte, treinta adoradores; pero ninguno pudo jactarse de la más mínima preferencia, a todos opuso la misma resistencia amable, alegre, risueña... Claro era que se divertía en el juego, y no tomaba ni por un instante la partida a lo serio. Jugaba por placer, por honor, por amor al arte. M. Scott jamás manifestó la menor inquietud, y tenía perfecta razón para estar tranquilo... Más aún, gozaba con los triunfos de su mujer; era feliz al verla contenta. ¡La amaba tanto!... un poco más que ella a él, quizá.

En cuanto a Bettina, formose a su alrededor una carrera fantástica, ¡una ronda infernal! ¡Semejante fortuna! ¡Y semejante belleza! Miss Percival llegó a París el 15 de abril, y no habían transcurrido quince días, cuando empezaron a llover los pretendientes. En el curso de este primer año, Bettina se entretuvo en llevar la cuenta con exactitud; en este primer año, habría podido, si hubiera querido, casarse treinta y cuatro veces... ¡Y qué variedad de pretendientes!

Pidieron su mano para un joven desterrado que, mediante ciertas eventualidades, podía ser llamado a subir sobre un trono, pequeño, es verdad, pero que, sin embargo, era un trono.

Pidieron su mano para un joven Duque, que haría una gran figura en la Corte, cuando la Francia, y esto era inevitable, reconociera sus errores y se inclinara ante sus legítimos señores.

Pidieron su mano para un joven Príncipe que tendría su puesto sobre las gradas del trono, cuando la Francia, que esto era imprescindible, reanudara la cadena de las tradiciones napoleónicas.

Pidieron su mano para un joven diputado republicano, que acababa de presentarse con mucho brillo en la Cámara, y a quien el porvenir reservaba los puestos más encumbrados, pues la República estaba ahora fundada en Francia sobre bases indestructibles.

Pidieron su mano para un joven español de la más alta categoría, y le dieron a entender que la fiesta del contrato tendría lugar en el palacio de una Reina que no vive muy lejos del arco de la Estrella... Encuéntrase también su dirección en el almanaque Bottín... pues hay Reinas cuya dirección se halla en el Bottín, entre un notario y un herborista. Sólo los Reyes de Francia no habitan ya la Francia.

Pidieron su mano para el hijo de un par de Inglaterra y para el hijo de un miembro de la Cámara de los señores de Viena; su mano para el hijo de un banquero de París, y para el hijo de un embajador de Rusia; su mano para un Conde húngaro, y para un Príncipe italiano... y también para muchos jóvenes que no eran nada, ni tenían nada, ni nombre, ni fortuna. Pero Bettina les había concedido una vuelta de vals, y creyéndose irresistibles, esperaban haber hecho latir su corazón.

Mas hasta entonces nada había hecho latir aquel corazón, y la respuesta para todos era la misma:

—¡No!... ¡no!... ¡Todavía no!... ¡Siempre no!

Algunos días después de la representación de Aida, las dos hermanas habían tenido una larga conversación sobre la grave, la eterna cuestión del matrimonio. Madama Scott pronunció cierto nombre que provocó el rechazo más neto y más enérgico por parte de miss Percival.

Y Zuzie, sonriendo, dijo a su hermana:

—Sin embargo, Bettina, te verás obligada a acabar por casarte.

—¡Sí, ciertamente!... ¡Pero me disgustaría tanto casarme sin amar! Paréceme que para resolverme a una cosa semejante, sería preciso que me viera en peligro inminente de morir solterona... ¡Y no he llegado a ese extremo todavía!

—No, todavía no.

—¡Esperemos, entonces, esperemos!

—¡Esperemos!... Pero entre tanto pretendiente que anda tras de ti desde hace un año, hay muchos simpáticos, amables, y es verdaderamente extraño que ninguno de ellos...

—¡Ninguno... mi Zuzie, absolutamente ninguno! ¿Por qué no os había de decir la verdad? ¿Es culpa de ellos? ¿Han sido poco inteligentes? ¿Habrían podido con más habilidad encontrar el camino de mi corazón? ¿O será culpa mía? ¿Este camino será, quizá, un mal camino escarpado, rocalloso, inaccesible, y por donde nadie pasará nunca? ¿Seré, tal vez, una mala criatura, seca, fría y condenada a no amar jamás?

—No lo creo...

—Ni yo tampoco. ¡Pero no obstante, hasta ahora esa es mi historia! No, nunca he sentido nada que se asemeje al amor... Os reís... Y yo adivino por qué os reís... Pensáis: «Vean, pues, a esta niña que pretende saber lo que es amar.» Tenéis razón, no lo sé... pero lo imagino, ¿Amar, no es preferir a todos y a todo, cierta persona?

—Sí, eso es.

—¿Es no poder cansarse de oír y ver a esta persona? ¿Es cesar de vivir cuando ella no está presente, para revivir en el acto que reaparece?

—¡Oh, oh, es un gran amor ese!

—¡Pues bien, ese es el amor con que yo sueño!

—¿Y es ese el amor que no llega?

—Absolutamente... hasta ahora. Y, sin embargo, existe la persona que yo prefiero a todos y a todas... ¿Sabéis quién es?

—No, no lo sé... pero lo imagino...

—Sí, sois vos, mi querida, y quizá sois vos, mi mala hermana, quien me hace insensible y cruel hasta el extremo. Os quiero demasiado; con todo mi corazón. Lo ocupáis todo entero, no hay lugar para nadie más. ¡Preferir a alguien! ¡amar a alguien más que a vos!... jamás lo conseguiré.

—¡Oh, sí!...

—¡Oh, no! Amar de otra manera... tal vez, pero más no. Que no cuente con eso el señor que espero y no llega.

—No temáis nada, mi Betty; habrá lugar en vuestro corazón para todos aquellos a quienes debáis amar, para vuestro marido, para vuestros hijos, y eso sin que pierda nada vuestra vieja hermana... Es muy chiquito el corazón, y es muy grande al mismo tiempo.

Bettina besó con cariño a su hermana; luego quedose con la cabeza apoyada amorosamente sobre el hombro de Zuzie.

—Pero si estuvierais cansada de tenerme a vuestro lado, si tuvierais apuro de veros libre de mí, ¿sabéis lo que haría? Pondría en una canastilla el nombre de dos de estos señores, y tiraría a la suerte. Hay dos que, a decir verdad, no me serían absolutamente desagradables.

—¿Cuáles son?

—Adivinad...

—El Príncipe Romanelli...

—¡Y va uno! ¿El otro?...

—M. de Montessan...

—¡Y van dos! Eso es; sí, esos dos serían aceptables, pero nada, nada más que aceptables, y eso no basta.

Por eso Bettina esperaba con impaciencia el día de la partida y la instalación en Longueval. Sentíase fatigada de tantos placeres, de tantos triunfos, de tantos pedidos matrimoniales. El torbellino parisiense la había tomado desde su llegada, para no soltarla más. Ni una hora de alto ni descanso. Sentía la necesidad de entregarse a sí misma, a solas durante algunos días, por lo menos, de consultarse, interrogarse a su gusto en la plena tranquilidad y soledad del campo, pertenecerse, en fin, tener un momento suyo.

Por eso estaba tan alegre Bettina el 14 de junio, a mediodía, al subir al tren que debía conducirla a Longueval. Apenas se vio sola en el vagón con su hermana, exclamó:

—¡Ah, cuán contenta estoy! Respiremos un poco. ¡Sola con vos durante diez días, qué suerte! pues los Norton y los Turner no vendrán hasta el 25, ¿no es así?

—Sí, el 25.

—Pasaremos nuestra vida a caballo, en carruaje, por los campos y los bosques. ¡Diez días de libertad! ¡Y durante estos días no se presentará ningún pretendiente, ni uno solo! ¡Dios mío! todos estos pretendientes ¿de qué estarán enamorados? ¿de mí o de mi dinero? Este es el misterio, el misterio impenetrable.

La máquina silbó, el tren se movió lentamente. Una idea extravagante cruzó por la cabeza de Bettina, inclinose sobre la portezuela y exclamó, acompañando sus palabras con un pequeño saludo con la mano:

—¡Adiós, mis pretendientes, adiós!

Luego se echó bruscamente para atrás, presa de un acceso de risa nerviosa.

—¡Ah, Zuzie, Zuzie!

—¿Qué hay?

—Un hombre con una bandera roja en la mano... me ha visto... ¡me ha oído!... ¡Y se ha quedado asombrado!...

—¡Sois tan poco razonable!

—Sí, es cierto, por haber gritado así por la portezuela; pero no por considerarme feliz al pensar que vamos a vivir solas las dos, en completa libertad.

—¡Solas! No tan solas como os imagináis. Por lo pronto, hoy recibiremos dos personas a comer con nosotras.

—¡Ah! es verdad, pero no me disgusta mucho volver a ver esas dos personas. Sí, me alegro de que volvamos a ver al viejo cura, y, sobre todo, al joven oficial...

—¡Cómo! ¿sobre todo?

—Seguramente... porque era tan conmovedor lo que el notario de Souvigny nos contó de él, el otro día, tan noble la acción del artillero cuando era niño, tan noble, tan noble, que yo buscaré esta noche la ocasión de decirle lo que pienso, y la encontraré!

Luego Bettina cambió bruscamente el curso de la conversación.

—¿Enviaron el telegrama a Edwards ayer para los poneys?

—Sí; ayer antes de comer...

—¡Oh! ¿me dejaréis manejarlos hasta el castillo? ¡me alegraré tanto de poder atravesar la ciudad y hacer una linda entrada al patio del castillo sin detenerme en la puerta!... decid... ¿querréis, verdad?

—Sí, sí, convenido, conduciréis los poneys.

—¡Ah, que buena sois, mi Zuzie!

Edward era el picador. Había llegado hacía tres días al castillo para la instalación de las caballerizas y la organización del servicio. Dignose salir al encuentro de madama Scott y miss Percival, trayendo los cuatro poneys con el carruaje, y esperaba en el patio de la estación con numeroso acompañamiento. Puede decirse que todo Souvigny estaba allí. El paso de los poneys a través de la gran calle de la aldea había causado efecto; todos los habitantes se habían precipitado fuera de sus casas preguntándose con avidez:

—¿Qué es eso; qué es eso?

Algunas personas pensaban:

—Un circo ambulante, quizá...

Pero de todos lados exclamaban:

—¿Habéis visto qué bien iban? El carruaje y las guarniciones brillaban como si fueran de oro, y los caballitos con sus rosas blancas a cada lado de la cabeza.

La muchedumbre se había aglomerado en el patio de la estación, y allí supieron que tendrían el honor de asistir a la llegada de las castellanas de Longueval.

Hubo cierto desencanto cuando las dos hermanas se presentaron muy lindas, pero muy sencillas con sus trajes de viaje.

Aquellas buenas gentes esperaban ver aparecer dos princesas mágicas vestidas de seda y brocato, cubiertas de rubíes y brillantes. Pero abrieron tamaños ojos al ver a Bettina dar lentamente la vuelta alrededor de los cuatro poneys, acariciándolos uno después de otro, suavemente con la mano, y examinando con aire de suficiencia los detalles del tiro... No le disgustaba a Bettina, debemos confesarlo, hacer algún efecto sobre aquella multitud de paisanos azorados.

Concluida la revista, Bettina, sin mucho apuro, quitose sus largos guantes de piel de Suecia, reemplazándolos por gruesos guantes de gamuza, sacados del bolsillo del carruaje. Luego se deslizó sobre el pescante en el asiento de Edwards, recibiendo de éste las riendas y el látigo con extrema destreza y sin que los caballos, muy excitados, tuviesen tiempo de apercibirse del cambio de mano. Madama Scott se sentó al lado de su hermana. Los poneys pateaban, bailaban, amenazaban encabritarse.

—Cuidado, señorita—dijo Edwards;—los poneys están muy briosos hoy.

—Ya los conozco—respondió Bettina;—no temáis.

Miss Percival tenía la mano firme y suave a la vez, y muy segura. Contuvo a los poneys durante algunos instantes, obligándolos a estarse quietos en su lugar; luego, envolviendo a los delanteros con una doble y larga ondulación de su látigo, los hizo arrancar de un solo golpe, con incomparable destreza, y salió magistralmente del patio de la estación, en medio de un prolongado murmullo de asombro y admiración.

El trote de los cuatro caballos sonaba sobre las piedras de Souvigny. Bettina, hasta la salida de la ciudad, les hizo marchar pausadamente, pero en cuanto vio ante sí dos kilómetros de camino llano, sin subida ni bajada, dejó los poneys ponerse progresivamente a gran trote... y llevaban un trote infernal.

—¡Oh! cuán feliz soy, Zuzie. Podremos trotar y galopar solas por estos caminos. ¿Queréis manejar, Zuzie? ¡Es tan lindo cuando se les puede dejar andar! ¡Son tan trotadores y tan buenos! Mirad, tomad las riendas.

—No, conservadlas, prefiero ver que os divertís.

—¡Oh! sí, me divierto y bien. Me gusta tanto manejar cuatro caballos, cuando hay espacio para correr! En París, aun por la mañana, yo no me atrevía; me miraban demasiado, y eso me molestaba... Pero aquí... ¡nadie!... ¡nadie!... ¡nadie!...

En el momento en que Bettina, algo embriagada ya con el aire y la libertad, lanzaba triunfante sus tres: «¡Nadie, nadie, nadie!» apareció un caballero, que se adelantaba al paso, al encuentro del carruaje.

Era Pablo de Lavardens, que desde hacía una hora esperaba allí para tener el gusto de ver pasar a las americanas.

—Os engañáis—dijo Zuzie a Bettina,—ahí viene alguien.

—Un paisano. Los paisanos no se cuentan; esos no pedirán mi mano.

—No tiene nada de paisano, mirad.

Pablo de Lavardens, al pasar al lado del carruaje, hizo a las dos hermanas un saludo de la más alta corrección, y que de lejos descubría al parisiense.

Los poneys corrían tan ligero, que el encuentro tuvo la rapidez de un relámpago. Bettina exclamó:

—¿Quién es ese señor que acaba de saludarnos?

—Apenas tuve tiempo de verlo, pero me parece que lo conozco.

—¿Lo conocéis?

—Y apostaría a que lo he visto este invierno en casa.

—¡Dios mío! ¿será uno de los treinta y cuatro? Volveremos a empezar otra vez.

V

Ese mismo día, a las siete y media, Juan fue a buscar al cura al presbiterio, y los dos tomaron el camino del castillo.

Hacía un mes que un verdadero ejército de obreros se había apoderado de Longueval; las fondas y tabernas del lugar, ganaban una fortuna. Inmensos carros de mudanza vinieron de París cargados de muebles y tapices. Cuarenta y ocho horas antes de la llegada de madama Scott, la señorita Marbeau, directora de correos, y la señora Lormier, la alcaldesa, se habían deslizado en el castillo, y sus descripciones enloquecían a todo el pueblo. Los muebles antiguos habían desaparecido; paseábanse ellas en medio de un verdadero cúmulo de maravillas. ¡Y las caballerizas, y las cocheras! Un tren especial trajo de París, bajo la inmediata vigilancia de Edwards, unos diez carruajes, ¡y qué carruajes! una veintena de caballos, ¡y qué caballos!

El abate Constantín creía saber lo que era lujo. Comía una vez por año en casa de su obispo, monseñor Faubert, prelado amable y rico, que recibía con bastante largueza. Hasta entonces el cura creía que no podía haber en el mundo nada más suntuoso que el palacio episcopal de Souvigny, que los castillos de Lavardens y Longueval... Y ahora comenzaba a comprender, según lo que oía contar de los nuevos esplendores de Longueval, que el lujo de las grandes casas de hoy, debía sobrepasar extremadamente al lujo serio y severo de las viejas casas de antes.

Apenas el cura y Juan dieron algunos pasos por la avenida del parque que conducía al castillo:

—Mira, Juan—dijo el cura,—¡qué cambio! Toda esta parte del parque estaba abandonada, y hoy todo está enarenado, rastrillado. Ya no me sentiré aquí en mis dominios como antes. ¡Va a ser demasiado lindo! No encontraré mi viejo sillón de terciopelo marrón, donde tantas veces me dormía después de comer. Y si me duermo esta noche, ¿qué será de mí? Fíjate bien, Juan, si ves que comienzo a cabecear, te acercarás a tocarme en el hombre por detrás. ¿Me lo prometes?

—Sí, padrino, os lo prometo.

Juan sólo prestaba mediana atención al discurso del cura. Sentía una impaciencia extrema por volver a ver a madama Scott y miss Percival; pero esta impaciencia iba acompañada de viva inquietud. ¿Las encontraría en el gran salón de Longueval, como las vio en el pequeño comedor del presbiterio? Quizá, en lugar de aquellas dos mujeres tan sencillas y familiares, que se divirtieron tanto en la comida improvisada, y que desde el primer momento lo acogieron con suma gracia y confianza; quizá encontraría dos lindas muñecas de salón, elegantes, frías y correctas en sus maneras. ¿Se borraría su primera impresión, desaparecería? O por el contrario ¿se haría más suave y más profunda en su corazón?

Subieron las seis gradas del pórtico y fueron recibidos en el vestíbulo por dos grandes sirvientes de aire digno e imponente. Este vestíbulo que antes era una inmensa pieza glacial y desnuda, con sus paredes de piedra, hallábase ahora cubierto de admirables tapices que representaban escenas mitológicas. El cura miró apenas estos tapices; pero lo bastante para notar que las diosas que se paseaban a través del boscaje llevaban trajes de una simplicidad demasiado antigua.

Uno de los criados abrió de par en par la puerta del gran salón.

Allí era donde generalmente se encontraba la vieja Marquesa, a la derecha de la alta chimenea, y a la izquierda se hallaba el sillón marrón. ¡Ya no había sillón marrón! Los viejos muebles del imperio, que constituían el fondo del arreglo del salón, habían sido reemplazados por unos maravillosos muebles de tapicería de fines del siglo pasado, y una multitud de pequeños sillones y banquillos de todas formas y colores, se hallaban esparcidos aquí y allá con una apariencia de desorden que era el colmo del arte.

Madama Scott, al ver entrar al cura y a Juan, se levantó a recibirlos:

—Cuán amables sois—dijo,—señor cura, en haber venido, y vos también, señor... Me alegro tanto de volver a veros a vosotros mis primeros, mis únicos amigos en este país.

Juan respiró. Era la misma mujer.

—¿Queréis permitirme que os presente a mis hijos?... Harry y Bella, venid.

Harry era un precioso muchacho de seis años y Bella una linda niñita de cinco; ambos tenían los grandes ojos negros de la madre y sus dorados cabellos.

Después que el cura besó a los dos niños, Harry, que miraba con admiración el uniforme de Juan, preguntó:

—¿Y al militar debemos besarle también, mamá?

—Si queréis—respondió ella,—y si él consiente.

Un minuto después los dos niños estaban instalados en las rodillas de Juan y lo abrumaban a preguntas.

—¿Sois oficial?

—Sí, soy oficial.

—¿De qué?

—De artillería.

—¿Los artilleros, son los que manejan el cañón? ¡Oh, cómo me gustaría oír tirar un cañonazo y estar muy cerca de allí!

¿Nos llevaréis un día cuando tiren cañonazos, no es verdad?

Durante este tiempo, madama Scott conversaba con el cura, y Juan, mientras respondía a las preguntas de los niños, no dejaba de mirarla. Llevaba un traje de muselina blanca, pero ésta desaparecía bajo una verdadera avalancha de voladitos de valencianas. La bata estaba abierta en cuadro por delante. Los brazos desnudos hasta el codo; un gran ramo de rosas rojas en la abertura de la bata, una rosa prendida en los cabellos con un alfiler de brillantes y nada más.

Madama Scott notó, de repente, que Juan estaba militarmente ocupado por sus dos hijos.

—¡Oh, señor, os pido mil perdones! Harry, Bella...

—Dejadlos, señora, os lo ruego.

—¡Estoy sumamente contrariada, por haceros comer tan tarde! Mi hermana no ha bajado aún. ¡Ah! ya viene.

Bettina hizo su entrada con el mismo vestido de muselina blanca y el mismo grupo de encajes, la misma belleza y la misma acogida amable, risueña, franca.

—Servidora de usted, señor cura. ¿Me habéis perdonado mi horrible indiscreción del otro día?

Luego, volviéndose hacia Juan y tendiéndole la mano:

—¿Cómo estáis, señor... señor... ¡bueno!... ya no me acuerdo de vuestro nombre, y, sin embargo, me parece que somos amigos antiguos... ¿señor?...

—Juan Reynaud.

—Juan Reynaud... eso es. ¡Buenas tardes, señor Reynaud! Pero lealmente os prevengo que cuando en realidad seamos antiguos amigos, os llamaré señor Juan. Es un nombre muy lindo Juan.

Anunciaron la comida. El aya vino a buscar a los niños; madama Scott tomó el brazo del cura; Bettina el de Juan... Hasta el momento de la aparición de Bettina, Juan se había dicho: «¡La más linda es madama Scott!» Cuando vio la pequeña mano de Bettina deslizarse bajo su brazo, y cuando ella volvió su delicioso rostro hacia él, pensó: «¡La más linda es miss Percival!» Mas pronto volvió a caer en su indecisión cuando se halló sentado entre las dos hermanas. Si miraba hacia la derecha, de ese lado sentíase amenazado de enamorarse... y si miraba a la izquierda, el peligro cambiaba en el acto pasando a la izquierda.

La conversación comenzó fácil, animada, franca. Las dos hermanas estaban contentas. Ya habían dado un paseo a pie por el parque. Y al día siguiente pensaban hacer un gran paseo a caballo por el bosque. ¡Montar a caballo era su pasión, su locura! Y era la pasión de Juan también, tanto, que al cabo de un cuarto de hora le rogaban que fuera de la partida para el día siguiente, y él aceptaba con alegría. Nadie conocía mejor que él los alrededores: era su tierra. Se consideraba feliz pudiendo hacerle los honores y mostrarles una multitud de parajes preciosos, que sin él nunca habrían descubierto.

—¿Todos los días montáis a caballo?—preguntó Bettina.

—Todos los días, y generalmente dos veces. Por la mañana para el servicio y en la tarde por paseo.

—¿Muy temprano por la mañana?

—A las cinco y media.

—¿A las cinco y media todas las mañanas?

—Sí, excepto el domingo.

—¿Entonces os levantáis?...

—A las cuatro y media.

—¿Y es de día?

—¡Oh! en este tiempo sí.

—Levantarse así, a las cuatro y media, ¡es admirable! Nosotros terminamos nuestra jornada muchas veces a la hora en que vos la comenzáis. ¿Y os gusta vuestra carrera?

—Mucho, señorita. ¡Es tan lindo tener su existencia recta ante sí, con sus deberes bien claros y bien definidos!

—Sin embargo—observó madama Scott,—¡no ser dueño de sí, tener siempre que obedecer!...

—Eso tal vez es lo que más me agrada. No hay nada más fácil que obedecer, y, además, aprender a obedecer es aprender a mandar.

—¡Oh, cuán cierto debe ser lo que decís!

—Sí, sin duda, pero lo que no os dice es que él es el oficial más distinguido de su regimiento, y que...

—¡Padrino, por Dios!

El cura, a pesar de la resistencia de Juan, iba a lanzarse en el panegírico de su ahijado, cuando Bettina intervino, diciendo:

—Es inútil, señor cura; no digáis nada... todo lo que podríais decir, lo sabemos. Hemos cometido la indiscreción de tomar informes sobre el señor... ¡oh! casi dije el señor Juan... sobre el señor Reynaud. ¡Y nos los han dado admirables!

—Tendría curiosidad de saber...—dijo Juan.

—Nada, nada; no sabréis nada. No quiero haceros ruborizar, y os veríais obligado a ruborizaros.

Luego, volviéndose hacia el cura, agregó:

—Y sobre vos también, señor cura, hemos pedido datos. Parece que sois un santo...

—¡Oh! eso sí que es bien cierto—exclamó Juan.

Esta vez fue el cura quien interrumpió la elocuencia de Juan. La comida iba a concluir, comida que para el cura había pasado en medio de terribles emociones. Muchas veces le habían presentado construcciones sabias y complicadas, sobre las que apenas acercaba una mano temblorosa, pues temía ver derrumbarse todo de un golpe: los castillos movedizos de gelatina, las pirámides de trufas, las fortalezas de crema, los baluartes de pastelería, las rocas de helados. El abate Constantín, sin embargo, comió con buen apetito, y no retrocedió ante dos o tres copas de champagne. No odiaba la buena mesa. La perfección no pertenece a este mundo, y si la gula es, como lo dicen, un pecado capital, cuántas buenas gentes irían al infierno.

El café lo sirvieron sobre el terrado del castillo. A lo lejos se oía el sonido algo cascado del viejo reloj de la aldea que daba las nueve. El parque no conservaba ya más que líneas ondulantes e indecisas. La luna aparecía lentamente sobre las copas de los grandes árboles.

Bettina tomó de sobre la mesa una caja de cigarros.

—¿Fumáis?—preguntó a Juan.

—Sí, señorita.

—Tomad, entonces, señor Juan... Tanto peor, ya lo dije. Tomad... pero no, escuchad primero.

Y hablando a media voz mientras le presentaba la caja de cigarros:

—Ahora está obscuro, podréis ruborizaros sin ser visto. Voy a deciros lo que no quise en la mesa. Un antiguo notario de Souvigny, que fue vuestro tutor, ha ido a ver a mi hermana, en París, para el pago del castillo, y nos contó lo que habíais hecho después de muerto vuestro padre, cuando erais aún muy niño, por aquella pobre madre, y por la pobre joven. Mucho nos conmovió vuestra acción a mi hermana y a mí.

—Sí, señor—continuó madama Scott,—y por esto hemos tenido tanto gusto en recibiros hoy. No a todos habríamos dispensado la misma acogida, os lo aseguro. Ahora bien, podéis ya tomar vuestro cigarro; mi hermana espera desde hace rato.

Juan no halló una palabra para responder. Bettina estaba allí, plantada ante él, con la caja de cigarros en las dos manos, y los ojos fijos con toda franqueza en el rostro de Juan; gozando del placer muy real y muy vivo que puede traducirse por estas palabras:

—Me parece que estoy mirando a un buen muchacho.

—Ahora sentémonos aquí—dijo madama Scott,—ante esta preciosa noche... tomad vuestro café... fumad.

—Y no hablemos, Zuzie, no hablemos. Este gran silencio del campo, después del inmenso bullicio de París, ¡es adorable! Quedémonos ahí, sin decir nada. Miremos el cielo, la luna y las estrellas.

Los cuatro, con sumo placer, ejecutaron este pequeño programa. Zuzie y Bettina, tranquilas, en calma, en absoluto olvido de su existencia de la víspera, tomándole cariño ya a esa comarca que acababa de recibirlas y las conservaría por algún tiempo.

Juan no se hallaba tan tranquilo; las palabras de miss Percival le habían causado una profunda emoción; su corazón no recobraba aún su marcha regular.

Pero de todos, el más feliz era el abate Constantín. Había gozado con delicia el pequeño incidente que puso la modestia de Juan a tan ruda como grata prueba. ¡El abate quería tanto a su ahijado! El más tierno de los padres no amó nunca tanto al más querido de sus hijos. Cuando el anciano cura miraba al joven oficial, muchas veces se decía:

—El Cielo me ha colmado de bendiciones: soy sacerdote y tengo un hijo.

El abate se perdió en una meditación muy agradable; se encontraba como en su casa, demasiado en su casa; sus ideas se confundían y embrollaban poco a poco. La meditación volviose pesadez, y la pesadez somnolencia; pronto el desastre fue completo, irreparable. El cura se durmió; se durmió profundamente. La maravillosa comida y las dos o tres copas de champagne, tenían, en parte la culpa de esta catástrofe.

Juan no había notado nada. Olvidó la promesa hecha a su padrino ¿Y por qué la olvidó? Porque a madama Scott y miss Percival se les ocurrió poner los pies sobre los taburetes del jardín, colocados ante los grandes sillones de mimbre cubiertos de almohadones. Luego se recostaron perezosamente en los sillones, y sus vestidos de muselina se levantaron un poco, muy poco, pero lo bastante, sin embargo, para dejar ver cuatro piececitos, cuyas líneas se destacaban claras y distintas bajo dos lindas cascadas de encajes blancos iluminados por la luna. Juan miraba aquellos pies y se preguntaba:

—¿Cuáles son los más pequeños?

Mientras procuraba resolver este problema, Bettina, de repente, le dijo a media voz:

—¡Señor Juan, señor Juan!

—¿Señorita?

—Mirad al señor cura, se ha dormido.

—¡Oh, Dios mío! yo tengo la culpa.

—¡Cómo! ¿vos tenéis la culpa?—preguntó madama Scott, en voz baja también.

—Sí... mi padrino se levanta al alba y se acuesta muy temprano; me recomendó mucho que no le dejara dormir. Frecuentemente, en casa de madama de Longueval, después de comer, dormitaba un poco. Vosotras le habéis acogido con tanta bondad, que ha recobrado su antigua costumbre.

—Y ha hecho muy bien—dijo Bettina.—No hagamos ruido, no le despertemos.

—Sois demasiado buena, señorita; pero la noche está muy fresca.

—¡Ah! es verdad, podría resfriarse. Esperad, voy a buscar un tapado.

—Creo, señorita, que mejor sería procurar despertarlo discretamente para que no comprenda que lo habéis visto dormir.

—Dejadme hacer—dijo Bettina.—Zuzie, cantemos algo, juntas, a media voz primero, luego la elevaremos poco a poco... Cantemos.

—Bueno; pero ¿qué cantamos?

—Cantemos: Something childish... La letra es de circunstancia.

Las dos hermanas comenzaron a cantar:

If I had but two little wings
And were a little feathery bird, etc.

Sus voces suaves y penetrantes tenían en aquel profundo silencio una exquisita sonoridad. El abate no oía nada, ni se movía. Encantado con este pequeño concierto, Juan se decía:

—¡Con tal que mi padrino no se despierte pronto!

Las voces seguían más claras y más altas:

But in my sleep to you I fly:
I am always with you in my sleep! etc.

Y el abate continuaba inmóvil.

—¡Cómo duerme!... es un crimen despertarlo.

—¡Es preciso!... ¡Más alto, Zuzie, más alto!

Zuzie y Bettina dejaron estallar libremente sus voces:

Sleep stays not, though a monarch bids;
So I love to wake ere break of day; etc.

El cura despertó sobresaltado. Después de un corto momento de inquietud, respiró... nadie, evidentemente nadie, había notado que él dormía. Enderezose, estirose prudente y lentamente... ¡Se había salvado!...

Un cuarto de hora más tarde, las dos hermanas acompañaban al cura y a Juan hasta la pequeña puerta del parque, que daba a la aldea, a un centenar de pasos del presbiterio. Llegaban a esta puerta, cuando Bettina dijo a Juan, de repente:

—¡Ah, señor! hace tres horas que tengo una pregunta que haceros. Esta mañana, de llegada, encontramos en el camino a un joven alto, delgado, de bigotes rubios; montaba un caballo negro y nos saludó al pasar.

—Es Pablo de Lavardens, un amigo mío. Ya ha tenido el honor de seros presentado, pero algo ligeramente; por eso toda su ambición es que os lo vuelvan a presentar.

—¡Pues bien! traedlo uno de estos días—dijo madama Scott.

—Después del 15—exclamó Bettina.—¡Antes no, antes no! Nadie hasta entonces, no queremos ver a nadie, excepto a vos, señor Juan... pero vos, es extraordinario, no sé cómo sucede esto; pero vos no sois nadie para nosotras... El cumplimiento no está muy bien hecho; mas fijaos bien y veréis que es un cumplimiento; tengo la intención de ser excesivamente amable con vos al hablar así.

—Y lo sois, señorita.

—Tanto mejor, si he tenido la felicidad de hacerme comprender bien. Hasta la vista, señor Juan, hasta mañana.

Madama Scott y miss Percival tomaron pausadamente el camino del castillo.

—Y ahora, Zuzie, reñidme bien fuerte... Lo espero... Y lo he merecido...

—Reñiros, ¿por qué?

—Diréis, sin duda, estoy segura, que he demostrado mucha familiaridad a ese joven.

—No, no os diré eso... Ese joven, desde el primer día, me hizo la mejor impresión, y me inspira una confianza absoluta.

—Y a mí también.

—Persuadida estoy de que haremos bien en aplicarnos las dos a conquistar su amistad.

—De todo corazón, por mi parte, tanto más, Zuzie, cuanto que he visto ya muchos jóvenes desde que vivimos en Francia... ¡oh, sí, muchísimos!... pues bien, este es el primero, positivamente el primero, en cuyos ojos no he leído con claridad esta frase: «¡Señor, Dios, cuán contento estaría yo si pudiera casarme con los millones de esta personita!» Esto estaba escrito claramente en los ojos de todos los demás, y no en los de él. Bueno, ya estamos en casa. Buenas noches, Zuzie, hasta mañana.

Madama Scott fue a ver a sus hijos, y a besarlos dormidos.

Bettina permaneció largo tiempo de codos en el balcón.

—Me parece—se decía,—que voy a tomar cariño a esta aldea.

VI

Al día siguiente, por la mañana, a la vuelta del ejercicio, Pablo de Lavardens esperaba a Juan en el patio del cuartel. Apenas le dio tiempo para bajar del caballo, y cuando estuvieron solos:

—Cuenta—le dijo,—pronto, cuenta tu comida de ayer. Las vi por la mañana. La menor manejaba cuatro poneys negros, ¡con un desenfado! Las saludé... ¿Has hablado de mí? ¿Me conocieron? ¿Cuándo me llevas a Longueval? ¡Pero responde, pues, respóndeme!

—¡Responder, responder! ¿A qué pregunta, primero?

—A la última.

—¿Cuándo te llevo a Longueval?

—Sí.

—Dentro de diez días. No quieren ver a nadie, por el momento.

—¿Entonces, no volverás a Longueval antes de diez días?

—¡Oh! iré hoy a las cuatro. ¡Pero yo no soy nadie! ¡Juan Reynaud, el ahijado del cura! Por eso he penetrado con tanta facilidad en la confianza de estas dos preciosas mujeres; me presenté bajo el patronato y con la garantía de la iglesia. Y a más descubrieron que yo podía prestar pequeños servicios; conozco muy bien los caminos, y van a utilizarme como guía. En fin, yo no soy nadie, mientras que tú, Conde Pablo de Lavardens, tú eres alguien. Así, no temas nada, llegará tu turno con los bailes y las fiestas cuando sea preciso brillar, cuando se necesite bailar. Tú resplandecerás entonces con todo tu fulgor, y yo volveré muy humildemente a mi obscuridad.

—Búrlate de mí cuanto quieras. Por eso no es menos cierto que durante estos diez días tomarás una ventaja... ¡una gran ventaja sobre mí!

—¿Cómo una ventaja?

—Vamos, Juan, acaso quieres hacerme creer que no estás todavía enamorado de una de estas dos mujeres. ¿Es posible? ¡tanta belleza, tanto lujo! ¡Oh... el lujo quizá más que la belleza! El lujo en ese grado me aturde, me trastorna. Los cuatro poneys negros con sus cucardas de rosas blancas me han hecho soñar esta noche. Y la joven... Bettina... ¿no es así?

—Sí, Bettina.

—¿Bettina?... ¿Condesa Bettina de Lavardens? ¿No te parece muy bonito? Y qué marido tan perfecto tendría en mí. ¡Ser el marido de una mujer locamente rica, esa es mi ambición! ¡No es tan fácil como se supone! Es preciso saber ser rico, y yo tendré esa ciencia. Ya he hecho la prueba; he comido ya bastante dinero ¡y si mamá no me hubiera detenido!... pero estoy pronto para volver a empezar. ¡Ah, cuán feliz sería conmigo! Le haría pasar una existencia de princesa encantada... En su lujo vería el gusto, el arte y la ciencia de su marido. Pasaría mi vida en componerla, engalanarla, emperifollarla y pasearla triunfante a través del mundo. Estudiaría su belleza para ponerla bien en el cuadro que le conviniera!... «Si él no estuviera ahí, se diría ella, yo sería menos linda.» No sólo sabría amarla, sino también divertirla. ¡Tendría amor y placeres en cambio de su dinero!... Vamos, Juan, un buen movimiento, llévame hoy a casa de madama Scott.

—No puedo, te lo aseguro.

—¡Bueno! dentro de diez días solamente, pero te advierto que entonces me instalo en Longueval para no salir más de allí. En primer lugar, con esto daré gusto a mamá, que aunque todavía está un poco fastidiada con las americanas, y dice que buscará medio de no encontrarlas nunca, ¡yo la conozco bien a mamá! Y sé que la noche que le diga al volver: Mamá, he ganado el corazón de una preciosa persona, cuyo mayor defecto es poseer un capital de unos veinte millones y una renta de dos o tres millones... Se exagera siempre que se habla de centenares de millones: para mí yo sabré las verdaderas cifras, y eso me basta... Esa noche, mamá se quedará encantada, porque en resumidas cuentas, ¿qué desea ella para mí? Lo que todas las buenas madres desean para sus hijos, sobre todo cuando sus hijos han hecho locuras... un rico casamiento o una buena amistad. En Longueval encuentro las dos combinaciones, y aprovecharé una u otra. Dentro de diez días me harás el gusto de prevenirme, de hacerme saber cuál de las dos me abandonas: madama Scott o miss Percival.

—¡Estás loco! No pienso ni pensaré nunca...

—Oye, Juan, tú eres la prudencia y la razón encarnadas, en eso estoy conforme; pero por más que digas y hagas... Escucha, y acuérdate de esto, Juan; de esa casa saldrás enamorado.

—No lo creo—respondió Juan, riendo.

—Y yo estoy seguro de lo que digo... ¡Hasta la vista! Te dejo en tus asuntos.

Aquella mañana Juan hablaba sinceramente: había dormido muy bien la noche anterior. Su segunda entrevista con las dos hermanas disipó, como por encanto, la ligera turbación que agitó su alma en el primer encuentro. Preparábase a volver a verlas con mucho placer, pero con toda tranquilidad. Había demasiado dinero en aquella casa, para que pudiera caber el amor de un pobre diablo como él.

La amistad era otra cosa. De todo corazón deseaba, y con todas sus fuerzas iba a procurar conquistar la estimación y tranquilo afecto de las dos mujeres. Trataría de no ver demasiado la belleza de Zuzie y Bettina; trataría de no perderse, como lo hizo la víspera, en la contemplación de los cuatro piececitos colocados sobre los dos taburetes del jardín. Le dijeron con toda franqueza y cordialidad: «Seréis nuestro amigo.» ¡Era lo que él deseaba! ¡Ser su amigo! Y lo sería.

Durante los diez días siguientes todo conspiró para el éxito de esta empresa. Zuzie, Bettina, el abate y Juan vivieron con la misma vida, en la más estrecha y confiada intimidad. Las dos hermanas hacían por la mañana largos paseos en carruaje con el cura, y por la tarde grandes excursiones con Juan, a caballo.

Juan no analizaba sus sentimientos; no se preguntaba si iba a inclinarse a la derecha o a la izquierda. Sentía por ambas la misma abnegación, idéntico afecto, y era completamente feliz, estaba completamente tranquilo. Luego no estaba enamorado, pues el amor y la tranquilidad rara vez hacen buenas migas en un mismo corazón.

No obstante, Juan veía con cierta inquietud y tristeza acercarse el día que traería a Longueval a los Turner, los Norton y toda la colonia americana. Ese día llegó muy pronto.

El viernes 24 de junio, a las cuatro de la tarde, cuando Juan vino al castillo, Bettina lo recibió muy triste.

—¡Qué contratiempo! mi hermana está indispuesta, un poco de jaqueca, no es nada; mañana estará bien; pero hoy no me atrevo a salir sola con vos. Allá, en América, me animaría; pero aquí no, ¿no es verdad?

—Seguramente—respondió Juan.

—Me veo obligada a despediros, y lo siento mucho.

—Yo también siento irme y perder esta última tarde que creía poder pasar con vos. ¡Pero ya que es preciso!... mañana volveré a saber de vuestra hermana.

—Ella misma os recibirá. Os repito que no es nada lo que tiene. Pero no os escapéis tan pronto, os ruego; concededme siquiera un cuarto de hora de conversación. Tengo que hablaros. Sentaos ahí y escuchadme. Teníamos intención, mi hermana y yo, de bloquearos esta noche después de comer, en un rincón del salón, y entonces mi hermana tomaría la palabra para deciros lo que voy a tratar de expresaros a nombre de las dos. Pero estoy algo conmovida... No os riáis, que es muy serio. Queríamos agradeceros las dos, porque desde nuestra llegada os habéis mostrado tan amable, tan bueno, tan cariñoso, tan...

—¡Por Dios! señorita, yo soy quien debe agradecer...

—¡Oh! no me interrumpáis... vais a enredarme, y no sabré salir del paso. Además, sostengo que nosotras debemos agradeceros a vos; pues llegamos aquí como dos extranjeras, y en el acto tuvimos el placer de encontrar amigos, sí, amigos. Vos nos habéis llevado de la mano a casa de nuestros inquilinos, de nuestros guardabosques; en tanto que vuestro padrino nos llevaba a casa de sus pobres. Y por todas partes os querían tanto, que en seguida, con confianza comenzaron a querernos un poco por vuestra recomendación... ¿Sabéis que os adoran en toda la comarca?

—Aquí he nacido. Todas estas buenas gentes me conocen desde mi infancia, y me agradecen los servicios que mi padre y mi abuelo les prestaron. Además, soy de su raza, de la raza de los paisanos. Mi bisabuelo era agricultor en Bargecout, una aldea a dos leguas de aquí.

—¡Oh, oh! ¡parecéis estar orgulloso de ello!

—Ni orgulloso ni humillado.

—Dispensad, pero habéis tenido un pequeño movimiento de orgullo. Pues bien, yo os responderé que mi bisabuelo también era agricultor en Bretaña, y se trasladó al Canadá a fines del siglo pasado, cuando el Canadá era aún francés... Y ¿queréis mucho la aldea en que habéis nacido?

—Mucho, y pronto me veré obligado a abandonarla.

—¿Por qué?

—Si obtengo un ascenso, me enviarán a otro regimiento, y me pasaré de guarnición en guarnición... pero cuando sea un viejo comandante o un viejo coronel retirado del servicio, vendré a vivir y morir aquí, en la casita de mi padre.

—¿Siempre solo?

—¿Por qué solo? Espero que no.

—¿Tendréis intención de casaros?

—Seguramente sí.

—¿Y buscáis con quién casaros?

—No. Puede uno pensar en casarse, pero no debe buscar con quién casarse.

—Sin embargo, hay gente que busca... sí, os lo aseguro; sin ir más lejos, a vos os han buscado para casaros.

—¿Cómo sabéis?

—¡Ah! ¡Conozco tan bien vuestra historia! sois lo que se llama un buen partido, y lo repito han querido casaros.

—¿Quién os lo ha dicho?

—El señor cura.

—Mi padrino ha hecho mal—dijo Juan, con cierta vivacidad.

—No, no; no ha hecho mal. Si hay algún culpable soy yo, y culpable por caridad, no por curiosidad, os lo juro. Descubrí que vuestro padrino nunca estaba tan contento como cuando hablaba de vos; entonces, por la mañana, en nuestros paseos, cuando estoy sola con él, para darle gusto, le hablo de vos, y él me cuenta vuestra historia. Estáis bien de fortuna, estáis muy bien. Recibís del Gobierno doscientos trece francos y algunos céntimos al mes. ¿No es así?

—Sí—dijo Juan, decidido a no enojarse por las indiscreciones del cura.

—Tenéis ocho mil francos de renta.

—Más o menos, no completos.

—Agregad a esto vuestra casa, que valdrá unos treinta mil francos. En fin, tenéis una excelente posición, y ya han pedido vuestra mano.

—¿Pedido mi mano?... ¡No, no!

—¡Sí, sí, dos veces! y vos habéis rehusado dos buenos casamientos, o dos lindas dotes, si lo preferís. ¡Para tanta gente es la misma cosa! Doscientos mil francos por un lado, trescientos mil por otro. ¡Según parece es una suma enorme para la aldea, y vos la rehusasteis! Decidme ¿por qué? ¡Si supierais la curiosidad que tengo de saberlo!

—Se trataba de dos preciosas jóvenes...

—Convenido, eso se dice siempre.

—Pero a las que apenas conocía. Me obligaron, pues yo me resistía, me obligaron a conversar con ellas dos o tres noches el invierno pasado.

—¿Y entonces?

—Entonces... no sé cómo explicároslo, no experimenté ningún sentimiento de emoción, inquietud, turbación.

—En fin—dijo resueltamente Bettina,—ni la menor sombra de amor...

—No, ni la más mínima. Y volví con toda calma a mi cuartujo de soltero; pues pienso que vale más no casarse, que casarse sin amar. Esa es mi opinión.

—Y también la mía.

Ella lo miraba; él la miraba. Y de pronto, con gran sorpresa de ambos, no encontraron nada que decirse, absolutamente nada.

Felizmente en ese instante, Harry y Bella se precipitaron al salón dando grandes gritos de alegría.

—¡Señor Juan, señor Juan! ¡estáis ahí, señor Juan, venid a ver nuestros poneys!

—¡Ah!—dijo Bettina, con voz algo incierta.—Eduardo acaba de llegar de París, trayendo para los niños unos poneys microscópicos. Vamos a verlos, ¿queréis?

Y salieron a ver los poneys, que, en efecto, eran dignos de figurar en las caballerizas del rey de Liliput.

VII

Han transcurrido tres semanas. Juan debe partir al día siguiente con su regimiento para las escuelas de artillería; va a vivir como verdadero soldado durante veinte días; diez días de camino para ir y volver, y diez bajo la tienda del campamento de Cercottes, en el bosque de Orleans. El regimiento volverá a Souvigny el 10 de agosto.

Juan no está ya tranquilo; Juan ya no es feliz. Con impaciencia ve venir el momento de la partida, y al mismo tiempo con terror... Con impaciencia, porque sufre un verdadero martirio, al que quiere escapar cuanto antes. Con terror, porque durante estos veinte días que pasará sin verla, sin hablarla, sin ella, en fin, ¿qué será de él? ¡Ella es Bettina y él la adora!

¿Desde cuándo? ¡Desde el primer día, desde aquel encuentro en el mes de mayo, en el jardín del cura! Esa es la verdad. Pero Juan lucha y se rebela contra esta verdad. Cree que sólo ama a Bettina desde el día en que conversaban los dos alegre y amistosamente en el saloncito azul. Ella se hallaba sentada en el diván, cerca de la ventana, y mientras charlaba, se entretenía en reparar el desorden de la toilette de una princesa japonesa, muñeca de Bella, que yacía sobre un sillón, y Bettina la levantó maquinalmente.

¿Por qué se le ocurrió a Bettina hablarle de las dos jóvenes con quienes pudo haberse casado? La pregunta no lo turbó nada, y respondió que no sintió entonces ninguna inclinación al matrimonio, porque sus entrevistas con las dos jóvenes no le causaron ninguna emoción, ninguna agitación. Y sonreía al hablar así; pero algunos momentos después, ya no sonreía. Pues repentinamente aprendió a conocer esas turbaciones, esas agitaciones, y no se hizo la menor ilusión sobre la profundidad de su herida; conoció que le había atacado en pleno corazón.

Sin embargo, no desesperó. Aquel día, al partir, se decía: «Sí, es grave, muy grave; pero curaré.» Y buscaba una excusa a su locura, que atribuía a las circunstancias. Durante diez días, aquella deliciosa joven había estado demasiado con él, ¡demasiado con él solo! ¿Cómo resistir a semejante tentación? Habíase embriagado con su encanto, su gracia y su belleza. Mas al siguiente día llegarían veinte personas al castillo a poner término a tan peligrosa intimidad. El tendría valor, se alejaría; perdiéndose entre la multitud, vería a Bettina con menos frecuencia y de más lejos... ¡No volver a verla, no podía ni pensarlo! Quería seguir siendo amigo de Bettina, ya que sólo podría ser su amigo. Pues había otro pensamiento que no cabía siquiera en el espíritu de Juan; ese pensamiento no sólo le parecía extravagante, sino monstruoso. No había hombre más caballero que Juan en el mundo, y el dinero de Bettina le causaba horror, verdaderamente horror.

Desde el 25 de junio un mundo de gente invadió Longueval. Madama Norton llegó con su hijo Daniel Norton, y madama Turner con su hijo Felipe Turner, y ambos jóvenes formaban parte de la famosa cofradía de los treinta y cuatro. Eran amigos antiguos, a quienes Bettina trató como tales, declarándoles con toda franqueza que perdían completamente su tiempo; mas ellos no desalentaban, y formaban el centro de una pequeña corte muy obsequiosa y muy asidua que giraba en torno de Bettina.

Pablo de Lavardens hizo su entrada en la escena, captándose rápidamente la amistad de todo el mundo. Había recibido la brillante y complicada educación de un joven destinado a los placeres; mientras no se tratara más que de divertirse: caballos, croquet, lawn-tennis, polo, baile, charadas y comedias, estaba siempre pronto a todo, sobresalía en todo. Su superioridad estalló, y se impuso, llegando a ser con el consentimiento general, el organizador y director de las fiestas de Longueval.

Bettina no se engañó ni un segundo. Juan le presentó a Pablo de Lavardens, y éste acababa apenas el pequeño cumplimiento de estilo, cuando ya Bettina inclinándose hacia Zuzie, le decía al oído:

—¡El trigésimo quinto!

Sin embargo, prestó buena acogida a Pablo; tan buena, que éste, durante algunos días, tuvo la debilidad de equivocarse, pensando que sus gracias personales le valían tan amable y cordial recepción: mas estaba en un grave error. Había sido presentado por Juan, era amigo de Juan, y a los ojos de Bettina en esto estribaba todo su mérito.

El castillo de madama Scott tenía la puerta franca; las invitaciones no se recibían para una noche, sino para todas las noches, y Pablo, con entusiasmo, se encaminaba allí todas las noches. Su sueño se realizaba. ¡Hallaba a París en Longueval!

Pero Pablo no era tonto ni fatuo. Era, sin duda, objeto, de parte de miss Percival, de atenciones y favores especiales; gustábale a ella hablar larga, muy largamente a solas con él... mas ¿cuál era el eterno, el inagotable tema de estas conversaciones? ¿Juan, aún Juan, y siempre Juan?

Pablo era ligero, disipado, frívolo, pero volvíase serio apenas se trataba de Juan; sabía apreciarlo, sabía amarlo. Nada le era tan grato, ni tan fácil como decir de su amigo todo el bien que pensaba. Y como veía que Bettina se complacía en escucharlo, daba libre curso a su elocuencia.

Pero una noche Pablo quiso, y estaba en su derecho, obtener el beneficio de su caballeresca conducta. Acababa de hablar durante más de un cuarto de hora con Bettina. Terminada la conversación fuese a buscar a Juan al otro extremo del salón, diciéndole:

—Me dejaste el campo libre... y me lancé intrépidamente sobre miss Percival.

—¡Y bien! no creo que estés descontento del resultado de la empresa; sois los mejores amigos del mundo.

—Sí, ciertamente... esto marcha... esto marcha y no marcha. No hay otra persona más amable que miss Percival; pero, en fin, tengo el mérito de reconocerlo; acá, para entre nosotros, te diré que me hace representar un papel ingrato y ridículo, un papel que no es para mi edad. Cuento la edad de los enamorados, mas no la de los confidentes.

—¿De los confidentes?

—Sí, querido mío, de los confidentes; ¡tal es mi empleo en esta casa! Tú nos mirabas hace un momento... ¡Oh! tengo buena vista... Tú nos mirabas. Pues bien ¿sabes de qué hablábamos? ¡De ti, querido, de ti, y nada más que de ti! Y todas las noches es la misma cosa. Preguntas que no tienen fin. «¿Os habéis educado juntos? ¿Tomásteis lecciones los dos con el abate Constantín? ¿Dentro de poco será capitán? ¿Y después? comandante. ¿Y después? coronel et cætera... et cætera...» ¡Ah, Juan, amigo mío, Juan, si tú quisieras realizar un lindo sueño!...

Juan se fastidió, casi se enojó. Pablo quedó asombrado ante este acceso de brusca irritación.

—¿Qué tienes? Me parece que no he dicho nada...

—Dispensa. He hecho mal; pero también ¿por qué se te ocurre una idea tan absurda?

—¡Absurda!... No veo el motivo... La he tenido yo por mi propia cuenta, esta idea absurda.

—¡Ah! tú...

—¡Cómo, ah! ¿yo?... Si yo la he tenido, la puedes tener tú... Tú vales más que yo...

—¡Pablo, por favor!...

El disgusto de Juan era evidente.

—No hablemos más de esto... no hablemos más... En suma, lo que yo quería decir, es que miss Percival me encuentra muy bonito, muy gracioso, muy entretenido; pero en cuanto a tomarme a lo serio... jamás me tomará a lo serio esa personita. Voy a lanzarme sobre madama Scott, pero sin gran confianza... Mira, Juan, yo me divertiré mucho en esta casa; pero no sacaré ningún provecho de aquí.

Pablo se dirigió hacia madama Scott: mas desde el día siguiente tuvo la sorpresa de tropezar con Juan, que vino a tomar asiento con toda regularidad en el círculo particular de madama Scott, que, como Bettina, tenía su pequeña corte. Lo que Juan buscaba allí era una protección, un abrigo, un asilo.

El día de aquella tremenda conversación sobre los matrimonios sin amor, Bettina también sintió por la primera vez despertarse de pronto en ella esa necesidad de amar que duerme, mas no muy profundamente, en el corazón de todas las jóvenes. La sensación fue la misma, en el mismo momento, en el alma de Juan y en el alma de Bettina. El, aterrado, se echó bruscamente atrás. Ella, por el contrario, se dejó arrastrar, en todo el candor de su plena inocencia, por aquel acceso de emoción y enternecimiento.

Ella esperaba el amor... ¡si fuera el amor! El hombre que debía ser su pensamiento, su vida, su alma... si fuera él, este Juan. ¿Por qué no? Lo conocía más que a todos aquellos que desde hacía un año giraban en torno de su fortuna, y de todo lo que de él sabía, nada era como para desalentar la confianza y el amor de una joven. ¡Lejos de eso!

En fin, los dos hacían bien, los dos estaban en el deber y la verdad: ella dejándose arrastrar; él, resistiendo; ella, sin pensar en un momento en la obscuridad de Juan ni en su pobreza; él, retrocediendo ante aquella montaña de millones como lo habría hecho ante un crimen; ella, pensando que no tenía derecho para discutir con el amor; él pensando que no tenía derecho para discutir con el honor.

Por esto, a medida que Bettina se hacía más cariñosa, y se abandonaba con más franqueza al primer llamado del amor, Juan, de día en día, estaba más taciturno y agitado. No sólo tenía miedo de amar él, sino también de ser amado.

Debió haberse quedado en su casa, no venir... Lo ensayó, mas no pudo... La tentación era demasiado fuerte, y lo arrastraba. Llegaba, y ella venía en el acto hacia él con las manos tendidas, la sonrisa en los labios y el corazón en los ojos. Todo en ella decía: «¡Procuremos amarnos, y si podemos, amémonos!»

El miedo lo embargaba. Apenas se atrevía a tocar aquellas dos manos que iban al encuentro de las suyas. Trataba de evitar aquella mirada que cariñosa y risueña, inquieta y curiosa, buscaba la suya. Temblaba ante la necesidad de hablar a Bettina, ante la necesidad de oírla, y entonces se refugiaba junto a madama Scott, y ésta recibía sus palabras indecisas, conmovidas, turbadas, que no se dirigían a ella, y que, sin embargo, ella tomaba para sí.

Zuzie no podía dejar de engañarse. Bettina no le había dicho nada, no le había manifestado aún los sentimientos vagos y confusos que la agitaban. Guardaba y acariciaba el secreto de su amor naciente, como un avaro guarda y acaricia las primeras monedas de su tesoro... El día en que viera claro en su corazón, el día en que estuviera segura de amarlo, ¡ah! ¡entonces le hablaría a Zuzie, y sería feliz contándoselo todo!...

Madama Scott acabó por atribuirse el honor de la melancolía de Juan, que de día en día tomaba un carácter más marcado. Estaba halagada, pues nunca disgusta a una mujer el creerse amada, halagada, pero triste al mismo tiempo. Tenía grande estimación y afecto por Juan, y la afligía el pensar que ella era la causa de su sufrimiento y desgracia.

Por otra parte, Zuzie tenía el sentimiento de su inocencia. Con los demás, algunas veces era coqueta, muy coqueta. Atormentarlos un poco no era un gran crimen. Los otros no tenían nada que hacer, no servían para nada, y esto los ocupaba, mientras la divertía a ella; les hacía matar el tiempo a ellos y a ella también... Pero Zuzie no se reprochaba ninguna coquetería con Juan; pues se daba cuenta de su mérito y superioridad sobre los demás; comprendía que era hombre capaz de sufrir seriamente, y madama Scott no quería esto. Ya dos o tres veces estuvo a punto de hablarle, con mucha dulzura y afectuosamente, pero reflexionó... Juan iba a partir por unos veinte días; a su vuelta, si aun fuese necesario, le haría un pequeño discurso moral, y le hablaría tan bien, que el amor no volvería a meterse tontamente a través de su amistad.

Juan partía al día siguiente... Bettina le rogó con insistencia viniera a pasar el último día en Longueval, a comer con ellas. Pero Juan se negó, alegando sus ocupaciones la víspera de la partida. Llegó a la noche, como a las diez y media. Había venido a pie, y más de una vez en el camino, pensó volver sobre sus pasos.

—Si tuviera valor—se decía,—no la volvería a ver. Partiré mañana y no volveré a Longueval mientras ella esté ahí. Mi resolución está tomada, bien tomada.

Pero continuó su camino; quería verla... por última vez.

Apenas entró al salón, Bettina corrió a recibirlo:

—¡Al fin llegasteis!... ¡Qué tarde!

—He estado muy ocupado.

—¿Y partís mañana?

—Sí, mañana.

—¿Temprano?

—A las cinco de la mañana.

—¿Saldréis por la calle que costea el parque y atraviesa la aldea?

—Sí, por ese camino pasaremos.

—¿Por qué tan temprano? Yo habría ido a veros pasar y deciros adiós desde el terrado. Bettina conservaba en su mano la mano de Juan, que estaba ardiente, hasta que éste se desprendió dolorosamente, haciendo un esfuerzo, y dijo:

—Tengo que ir a saludar a vuestra hermana.

—¡Ahora!... no os ha visto... hay diez personas con ella... Venid a sentaros un momento aquí conmigo.

El se vio obligado a sentarse a su lado.

—Nosotras también partiremos.

—¿Vosotras?

—Sí, hoy recibimos un telegrama de mi cuñado que nos causó mucha alegría. No lo esperábamos hasta dentro de un mes, y estará aquí dentro de doce días; se embarca pasado mañana en New-York en el Labrador... Y nosotras iremos a esperarlo al Havre... Saldremos de aquí pasado mañana, llevando a los niños, a quienes sentará muy bien pasar unos diez días a orillas del mar... ¡Cuánto se alegrará mi cuñado al conoceros!... Al conoceros... pero, si ya os conoce, tanto le hablamos de vos en todas las cartas. Segura estoy de que simpatizaréis mutuamente. El es excelente... ¿Cuánto tiempo tardaréis en volver?

—Veinte días.

—¿Veinte días... en un campamento?

—Sí, señorita, en el campamento Cercottes.

—En medio de los bosques de Orleans. Esta mañana me hice explicar todo esto por vuestro padrino. Estoy contenta, porque vamos a ver a mi cuñado; pero al mismo tiempo siento partir, pues si me quedara, iría todas las mañanas a hacer una visita a vuestro padrino... y él me daría noticias vuestras. ¿Queréis escribir a mi hermana, dentro de diez días, una cartita de cuatro líneas, que no os quitará mucho tiempo, diciéndole cómo estáis y que no nos olvidáis?

—¡Oh! en cuanto a olvidaros... perder el recuerdo de vuestra gracia, de vuestra bondad... ¡nunca, señorita, jamás!

Su voz temblaba. Tuvo miedo de su emoción, y se levantó.

—Os repito, señorita, que debo ir a saludar a vuestra hermana... me ha visto... y debe estar asombrada...

Atravesó el salón, mientras Bettina lo seguía con la vista. Madama Norton acababa de instalarse en el piano para hacer bailar un poco a los jóvenes. Pablo de Lavardens se acercó a miss Percival.

—¿Queréis hacerme el honor, señorita?

—¡Ah! Creo haber prometido este vals al señor Juan.

—En fin, ¿si no es con él... será conmigo?

—Convenido.

Bettina se dirigió hacia Juan que se había sentado cerca de madama Scott.

—Acabo de echar una gran mentira. El señor de Lavardens vino a invitarme para este vals, y le respondí que os lo había prometido... Sí, ¿no es verdad, queréis?

¡Estrecharla en sus brazos, respirar el perfume de sus cabellos!... Juan estaba desesperado... No se atrevió a aceptar.

—Siento, señorita; mas no puedo... no me encuentro bien esta noche. He venido por no partir sin despedirme; pero bailar es imposible.

Madama Norton comenzaba el preludio del vals.

—¡Y bien!—dijo Pablo, llegando alegremente,—¿es con él o conmigo, señorita?

—Con vos—respondió tristemente ella, sin separar los ojos de Juan.

Estaba muy turbada, y contestó eso sin saber lo que decía. Mas en seguida sintió haber aceptado. Habría deseado quedarse al lado de él... pero era demasiado tarde. Pablo le tomó la mano y la arrastró.

Juan se levantó, y los siguió con la vista a los dos, Bettina y Pablo. Una nube le pasó ante los ojos. Sufría atrozmente.

—No me queda más recurso que aprovechar este momento y partir—se dijo.—Mañana escribiré algunas líneas a madama Scott disculpándome.

Dirigiose a la puerta, sin mirar a Bettina... Si la hubiera mirado, se habría quedado.

Pero Bettina lo miraba, y de repente díjole a Pablo:

—Os agradezco mucho, señor, mas estoy fatigada... Detengámonos, os ruego... ¿Me perdonáis, no es verdad?

Pablo le ofreció el brazo.

—No, gracias—dijo ella.

La puerta acababa de cerrarse. Juan no estaba ya allí. Bettina atravesó el salón corriendo, y Pablo se quedó solo, sin comprender lo que le pasaba.

Juan llegaba al pórtico, cuando oyó que lo llamaban.

—¡Señor Juan! ¡señor Juan!

Detúvose y se volvió; ella estaba a su lado.

—¿Os vais... sin decirme adiós?

—Dispensad, señorita, estoy muy fatigado.

—Entonces, no os vayáis así, a pie. Va a llover.

Y extendió la mano hacia fuera.

—¡Mirad! ya llueve.

—¡Oh! apenas.

—Venid a tomar una taza de té conmigo sola en el saloncito, y os haré llevar en carruaje.

Y volviéndose a uno de los criados:

—Decid que pongan el cupé, en seguida.

—No, señorita, no, os ruego. El aire libre me calmará... tengo necesidad de caminar... dejadme partir.

—¡Partid, pues!... Pero no tenéis abrigo... Tomad este chal para cubrios.

—No tengo frío... mientras que vos... con ese traje... parto para obligaros a entrar.

Sin tenderle siquiera la mano, se escapó, bajando rápidamente las gradas del pórtico.

«Si toco su mano, pensaba, estoy perdido, descubro mi secreto.»

¡Su secreto! El no sabía que Bettina leía en su corazón como en un libro abierto.

Cuando llegó a la puerta, tuvo un breve momento de hesitación. Tenía esta frase en los labios:

«¡Os amo! ¡os adoro! ¡Y por eso no quiero volver a veros!»

Mas no la pronunció, alejose, perdiéndose pronto en la obscuridad... Bettina permaneció en el pórtico, en el cuadro luminoso de la puerta. Gruesas gotas de lluvia impelidas por el viento azotaban sus espaldas desnudas y la hacían temblar; ella no lo notaba; sentía claramente latir su corazón.

—Bien sabía que él me amaba—se dijo;—pero ahora estoy segura de que yo también lo amo... ¡oh! sí... yo también...

De pronto, en uno de los grandes espejos de la puerta, vio reflejarse a los dos criados que estaban de pie inmóviles, junto a la mesa de encina del vestíbulo. Bettina dio algunos pasos en dirección al salón... Oyó alegres risas, y el vals que continuaba. Detiénese. Quiere estar sola, completamente sola, y dirigiéndose a uno de los criados:

—Id a decir a la señora que yo estaba fatigada, y he subido a mi cuarto.

Annie, su camarera, dormitaba en un sillón. Despidiola, pues ella misma quería desvestirse. Dejose caer en un diván experimentando un delicioso cansancio.

La puerta del cuarto se abre; es madama Scott.

—¿Estáis enferma, Bettina?

—¡Ah! Zuzie, ¡sois vos, mi Zuzie! ¡Qué bien habéis hecho en venir! Sentaos aquí, junto a mí, muy cerca de mí.

Y se recostó como un niño en los brazos de su hermana, acariciando con su cabeza ardiente los frescos hombros de Zuzie; después, de repente, se echó a llorar, con grandes sollozos que la sofocaban.

—Bettina, mi querida Bettina, ¿qué tenéis?

—Nada, nada... son los nervios... es la alegría.

—¿La alegría?

—Sí, sí... esperad, pero dejadme llorar un poco... ¡Me hace tanto bien!... no tengáis cuidado... no es nada.

Bajo los besos de su hermana, Bettina se calma, se tranquiliza.

—Ya se acabó, se acabó, y voy a deciros... tengo que hablaros de Juan.

—¡Juan! ¿lo llamáis Juan?

—Sí, lo llamo Juan... ¿No habéis notado, de algún tiempo a esta parte, que estaba triste y parecía ser muy desgraciado?

—Sí, en efecto.

—Apenas llegaba... iba a instalarse a vuestro lado, y permanecía allí, pensativo y silencioso; tanto, que durante varios días me pregunté, perdonadme que os hable con esta franqueza, sabéis que es mi costumbre, si no os amaría a vos, mi Zuzie. ¡Sois tan linda, tan buena, que habría sido lo más natural! ¡Pero no, no era a vos, sino a mí!

—¿A vos?

—Sí, a mí. Escuchadme bien... Apenas se atrevía a mirarme. Me evitaba, me huía... Me tenía miedo. Evidentemente me tenía miedo. ¡Pues bien! ¿decidme, con franqueza, si soy como para inspirar miedo? No, ¿no es verdad?

—Seguramente, no.

—¡Ah! pero no me tenía miedo a mí, sino a mi dinero ¡a mi horrible dinero! Ese dinero que los atrae a todos con una tentación tan fuerte; ese dinero lo aterra a él, y lo desespera... porque no es como los demás, porque...

—Cuidado, querida, si os engañarais...

—¡Oh! no, no, yo, no me engaño. No hace mucho, en la puerta, al partir, me dijo algunas palabras... Las palabras no decían nada; pero si hubierais visto su turbación, ¡a pesar de todos sus esfuerzos por contenerse!... Zuzie, mi Zuzie, por el cariño que os tengo, y Dios sabe cuán grande es, voy a revelaros mi convicción, mi convicción absoluta: si en vez de ser miss Percival, hubiera sido yo una pobre joven sin ningún dinero, Juan me habría tomado la mano, en ese momento, diciéndome que me amaba, y si así me hubiese hablado ¿sabéis lo que le habría respondido?

—Que vos también le amabais.

—Sí, y por eso soy tan feliz. Era una idea fija en mí, adorar al hombre que fuera mi marido... Pues bien, no digo que adoro a Juan, no, todavía no... pero, en fin, ya principio, Zuzie... ¡y el principio es tan grato!

—Bettina, me inquieta veros en esa exaltación. Convengo en que M. Reynaud tenga mucho afecto por vos...

—¡Oh! más que eso, mucho más.

—Mucho amor, si queréis. Sí, tenéis razón, habéis visto bien... El os ama... y sois digna de todo el amor que sientan por vos, mi querida. En cuanto a Juan, decididamente esto es contagioso, yo también le llamo Juan, bueno, sabéis la opinión que de él tengo formada; desde un mes a esta parte hemos tenido muchas veces ocasión de decírnosla... Pienso muy bien de él, muy bien... Pero, en fin, a pesar de todo, ¿será éste el marido que os conviene?

—Sí, si lo amo.

—Procuro hablaros razonablemente, y vos me contestáis siempre... Bettina, tengo mucha más experiencia que vos... Escuchadme bien... Desde que llegamos a París nos hemos visto lanzadas en un mundo muy animado, muy brillante, aristocrático... Podríais ser ya, si hubierais querido, Marquesa o Princesa...

—Sí, pero no he querido.

—¿Os sería completamente indiferente llamaros madama Reynaud?

—Absolutamente, si lo amo...

—¡Ah! insistís...

—Porque es la verdadera cuestión. No hay otra... y a mi vez quiero ser razonable. Os concedo que esta cuestión no esté completamente resuelta, y que quizá he procedido con demasiada ligereza. Ya veis cómo soy razonable. Juan parte mañana, y no volveré a verlo hasta dentro de veinte días, durante los cuales tendré tiempo de interrogarme, consultarme, y saber lo que pasa en mí. Bajo mi aire ligero, soy seria y reflexiva... ¿No es así?

—Sí, lo reconozco.

—Pues bien, voy a dirigiros una súplica, como lo haría con nuestra madre si estuviera aquí presente. Si dentro de veinte días os digo: «¡Zuzie, estoy segura de amarlo!» me permitiréis que vaya hacia él, yo misma, yo sola, a preguntarle si me quiere por esposa. Es lo que hicisteis vos con Richard... Decid, Zuzie, ¿me lo permitiréis?

—Sí, os lo permitiré.

Bettina besó a su hermana, murmurándole al oído:

—¡Gracias, mamá!

—¡Mamá, mamá! Así me llamabais cuando erais muy niña, cuando estábamos solas en el mundo las dos, cuando os desnudaba de noche en New-York en nuestro pobre cuartito, y os tenía en mis brazos antes de poneros en la cuna, cantando para haceros dormir. Y desde entonces, Bettina, no he deseado más que una sola cosa en el mundo: vuestra felicidad. Por eso os pido que reflexionéis bien. No me respondáis; no hablemos más de eso. Quiero dejaros muy tranquila, bien calmada. ¿Despachasteis a Annie?... ¿Queréis que esta noche también os desnude y os acueste vuestra mamá, como antes?

—Sí, quiero.

—¿Y cuando estéis acostada, me prometeréis ser buena?

—Buena, como una santa.

—¿Y haréis todo lo posible por dormiros?

—Todo lo que pueda...

—¿Con mucho juicio, sin pensar en nada?

—Con juicio y sin pensar en nada.

—¡Sea enhorabuena!

Diez minutos después, la cabeza de Bettina reposaba suavemente entre bordados y encajes, mientras Zuzie decía a su hermana:

—Voy donde está toda esa gente que me fastidia en extremo esta noche. Y antes de pasar a mi cuarto, vendré a ver si dormís. Silencio... dormíos.

Y salió dejando sola a Bettina; que, según lo prometido, hizo los más sinceros esfuerzos para dormirse, no consiguiéndolo sino a medias. Cayó en un semisueño, en una modorra que la dejó flotante entre el sueño y la realidad. Prometió no pensar en nada, y, sin embargo, pensaba en él, nada más que en él, siempre en él; pero vaga y confusamente. Cuánto tiempo pasó así, no habría sabido decirlo. De pronto, sintió pasos en el cuarto; entreabrió los ojos y creyó reconocer a su hermana, y con voz somnolienta le dijo:

—¿Sabéis?... lo amo.

—Chit... ¡Dormid, dormid!

—Duermo, duermo.

Y se durmió en realidad; mas no tan profundamente como de costumbre, pues a las cuatro de la mañana despertose sobresaltada por un ruido, que la víspera no habría turbado absolutamente su sueño. La lluvia, que caía a torrentes, azotaba las ventanas del cuarto de Bettina.

—¡Oh! ¡cómo llueve, cómo se va a mojar!

Fue su primer pensamiento. Levántase, atraviesa su cuarto con los pies desnudos y entreabre un postigo. Empieza a despuntar el día, con una luz gris, opaca, pesada; el cielo está cargado de agua; el viento sopla tempestuoso, por ráfagas que hace girar la lluvia en torbellinos.

Bettina no se acuesta ya. Comprende que le sería del todo imposible volverse a dormir. Pónese un peinador y permanece junto a la ventana, viendo caer la lluvia. Ya que debía partir, habría deseado que se fuera con buen tiempo, y que un claro sol iluminara su primera etapa.

Hace un mes, cuando llegó a Longueval, Bettina no sabía lo que era una etapa. Hoy sabe que una etapa de artillería es una marcha de treinta a cuarenta kilómetros, con una hora de alto para almorzar. El abate Constantín se lo ha enseñado; pues durante las visitas que hacen juntos a los pobres, Bettina lo abruma a preguntas sobre las cosas militares y especialmente sobre el servicio de artillería.

¡Ocho o diez leguas bajo esta lluvia azotadora! ¡Pobre Juan! Bettina piensa en los jóvenes Turner, Norton, en Pablo de Lavardens, que dormirán tranquilamente hasta las diez de la mañana, mientras Juan recibirá este diluvio.

¡Pablo de Lavardens! este nombre despierta en su espíritu un recuerdo doloroso: el vals de la víspera... ¡Haber bailado así, cuando la pena de Juan era manifiesta! A los ojos de Bettina, la vuelta de vals que dio, toma las proporciones de un crimen; es horrible lo que ha hecho.

Y después no tuvo valor ni franqueza en la última conversación con Juan. El no podía, no se atrevía a decir nada, pero ella debió demostrar más cariño, más confianza. Triste y enfermo como estaba, no debió nunca dejarlo partir a pie. Debió haberlo retenido, retenido a toda costa. La imaginación de Bettina trabaja y se exalta. Juan llevaría la impresión de haber estado con una mala criatura sin corazón y sin piedad...

Y dentro de media hora partirá, partirá por veinte días... ¡Ah! si pudiera de algún modo!... Pero existe un medio... El regimiento desfilará por delante del parque, frente al terrado. Y Bettina es presa de un vehemente deseo de ir a ver pasar a Juan. Así comprenderá él, viéndola a esas horas, que viene a pedirle perdón de sus crueldades de la víspera. Sí, irá... Pero prometió a Zuzie ser juiciosa, estarse quieta como una santa, y ¿hacer lo que hace, es portarse como una santa? Al volver confesará a Zuzie todo, y ella le perdonará.

¡Irá, irá! Mas ¿con qué se vestirá? No tiene a mano sino un traje de baile y un peinador de muselina, babuchas con tacón y zapatos de baile de raso celeste. ¿Qué hacer? Despertar a su camarera, nunca se atrevería... y además el tiempo urge... ¡las cinco menos cuarto! El regimiento sale a las cinco.

Puede salir del paso con el peinador de muselina y los zapatos de raso, si encuentra en el vestíbulo un sombrero, sus zuecos de jardín y el gran chal escocés que se pone los días de lluvia para manejar. Entreabre su puerta con infinitas precauciones; todos duermen en el castillo; deslízase a lo largo de las paredes, a través de los corredores, y baja la escalera.

¡Con tal que los zuecos estén en su lugar! Es su mayor preocupación. Ahí están. Los ata por sobre los zapatos de baile y se envuelve en su gran chal. Siente afuera redoblar la violencia de la lluvia. Ve un enorme paraguas, del que se sirven los criados cuando van en el pescante; apodérase de él: ya está pronta... mas cuando quiere salir nota que la puerta del vestíbulo se halla cerrada por una gran barra de hierro. Procura levantarla, pero la barra está fuerte, resiste, y el gran reloj del vestíbulo deja oír en aquel momento cinco golpes. ¡El sale en ese instante!

¡Y ella quiere verlo, quiere verlo! Su voluntad se irrita con los obstáculos; hace un gran esfuerzo. La barra cede y se desliza por la puerta... Pero Bettina se ha hecho en la mano un largo tajo que deja ver un pequeño hilo de sangre. Envuélvese la mano en el pañuelo, toma el gran paraguas, da vuelta la llave en la cerradura, y abre la puerta. ¡Al fin está afuera!

El tiempo es horrible. El viento y la lluvia continúan. Necesítanse cinco o seis minutos para llegar al terrado que da a la calle. Bettina se lanza valientemente adelante, con la cabeza baja, oculta debajo de su inmenso paraguas. Habría andado unos cincuenta pasos, cuando un remolino ciego, loco, furioso, se arroja sobre Bettina, le abre el chal, la arrastra, la levanta, casi la hace perder pie, y da vuelta con violencia el paraguas. Esto no es nada todavía. El desastre fue completo. Bettina ha perdido uno de sus zuecos... No eran muy serios estos zuecos, eran muy bonitos para el buen tiempo.

Y en ese momento, cuando Bettina desesperada, lucha contra la tempestad, con su zapato de raso celeste que se entierra en la arena mojada, en ese momento el viento le trae el eco lejano de un toque de trompetas. ¡Es el regimiento que sale! Bettina toma una gran resolución: abandona el paraguas, levanta el zueco, vuelve a atárselo mal o bien, y parte corriendo con un diluvio en la cabeza.

Por fin se encuentra bajo el bosque, donde los árboles la protejen un poco. Otro toque más; más cercano esta vez, Bettina cree oír los pasos de los caballos. Hace un último esfuerzo y llega al terrado... ¡Ya era tiempo! A veinte metros de distancia divisa los caballos blancos de los cornetas, y más lejos ve ondular vagamente en medio de la neblina, una larga fila de cañones. Pónese al abrigo bajo los tilos que rodean el terrado, y mira y espera. El viene ahí entre esa masa confusa de caballeros. ¿Podrá reconocerlo? Alguna feliz casualidad le hará volver la cabeza hacia ese lado.

Bettina sabe que es teniente de la segunda batería de su regimiento; sabe que una batería se compone de seis cañones y seis cajas. El abate Constantín le enseñó también esto. Debe, pues, dejar pasar la primera batería, es decir, contar seis cañones, seis cajas y en seguida vendrá él...

Es él, en efecto, envuelto en su gran capa, y es él, el primero que la ve y la reconoce. Unos momentos antes recordaba un largo paseo que hiciera con ella, al caer la tarde, hasta este terrado. Levantó los ojos hacia donde recordaba haberla visto y la encontró allí mismo.

La saluda, y con la cabeza descubierta, bajo la lluvia, volviéndose sobre el caballo, a medida que se alejaba, la miró hasta perderla de vista, repitiendo lo que se había dicho la víspera:

—¡Será la última vez!

Ella, con las manos le decía adiós, y este ademán repetido muchas veces, traía sus manos tan cerca, tan cerca de su boca, que se habría podido creer...

—¡Ah—pensaba,—si después de esto no comprende que lo amo, si no me perdona mi dinero!

VIII

Estamos a 10 de agosto, día en que debe volver Juan a Longueval.

Bettina se despierta muy temprano, se levanta y corre a la ventana. Un gran sol naciente disipa los vapores de la mañana. La víspera, por la noche, el cielo estaba amenazando, cargado de nubes. Bettina ha dormido muy poco, y durante toda la noche decía:

—¡Con tal que no llueva mañana!

Va a ser un día precioso, y como Bettina es algo supersticiosa, esto le infunde esperanza y valor. La jornada principia bien y terminará bien.

M. Scott ha vuelto hace unos días. Bettina lo esperaba en el muelle del Havre con Zuzie y los niños.

Después de abrazarse tiernamente, varias veces, Richard, dirigiéndose a su cuñada, pregunta riendo:

—¡Y bien! ¿cuándo es el casamiento?

—¿Qué casamiento?

—Con M. Juan Reynaud.

—¡Ah, mi hermana os ha escrito!

—¿Zuzie? No. Zuzie no me ha dicho ni una palabra. Vos, Bettina, me habéis escrito. Desde hace un mes, en todas vuestras cartas, sólo se trata de este joven oficial.

—¿En todas mis cartas?

—Sí, sí, y me escribíais con más frecuencia y más detención que antes. No me quejo, pero os pregunto, ¿cuándo me presentaréis a mi cuñado?

El hablaba así por broma, mas Bettina le responde seriamente:

—Espero que será muy pronto.

M. Scott sólo ahora sabe que el asunto es serio. Bettina le pide sus cartas, al volver en el vagón para releerlas, y ve que, en efecto, en todas habla de él. Halla allí los más mínimos detalles de su primer encuentro; el retrato de Juan en el jardín del presbiterio con su sombrero de paja y la ensaladera de loza... y después el señor Juan, y siempre el señor Juan. Descubre que lo ama desde mucho antes que lo pensaba.

Estamos, pues, a 10 de agosto. Acaba de concluirse el almuerzo en el castillo. Harry y Bella están impacientes. Saben que de una a dos el regimiento atravesará la aldea, y les han prometido llevarlos a ver pasar los soldados, y para ellos, tanto como para Bettina, la vuelta del 9.º de artillería es un gran acontecimiento.

—Tía Betty—dijo Bella,—tía Betty, ven con nosotros.

—Sí, ven—dijo Harry,—ven, veremos a nuestro amigo Juan sobre su gran caballo moro.

Bettina resiste, rehúsa, y, sin embargo, ¡qué tentación! Pero no, no irá, no verá a Juan hasta la noche para la explicación decisiva que viene preparando desde hace veinte días.

Los niños salen con su aya, mientras Bettina, Zuzie y Richard se sientan en el parque, cerca del castillo.

—Zuzie—dice Bettina,—voy a recordaros hoy vuestra promesa. ¿Os acordáis de lo que pasó entre nosotras la noche de su partida? Convinimos en que si a su vuelta yo os decía: Zuzie, estoy segura de amarlo, vos me permitiríais dirigirme a él francamente y preguntarle si me quería por esposa.

—Sí, os lo prometí. ¿Pero estáis segura?

—Completamente segura. Os prevengo, pues, que tengo la intención de traerlo... aquí mismo, a este banco—continuó, sonriendo,—y hablarle, más o menos, como vos lo hicisteis con Richard. La prueba salió bien, Zuzie... sois enteramente feliz, y yo también quiero serlo. Richard, ¿Zuzie os ha hablado de M. Reynaud?

—Sí, me ha dicho que de ningún hombre pensaba tan bien como de éste, pero...

—Pero también os ha dicho que quizá sería para mí un casamiento demasiado tranquilo, muy poco brillante. ¡Oh, qué mala hermana! ¡Queréis creer, Richard, que no consigo quitarle ese temor; no comprende que ante todo quiero amar y ser amada! ¡Creeréis, Richard, que la semana pasada me tendió un lazo horrible! ¿Sabéis que en el mundo existe un príncipe Romanelli?

—Sí, y habríais podido ser Princesa.

—Creo que no hubiera encontrado inmensas dificultades. Pues bien, un día cometí la imprudencia de decir a Zuzie que el príncipe Romanelli, en último caso, me parecía aceptable. ¿No os imagináis lo que hizo? Los Turner estaban en Trouville; y con ayuda de ellos tramó el complot. Me hicieron almorzar con el Príncipe... mas el resultado fue desastroso. ¡Aceptable! Durante las dos horas que pasé con él, me pregunté cómo había podido yo decir semejante palabra. No, Richard; no, Zuzie; no quiero ser Princesa, ni Condesa, ni Marquesa, sino simplemente madama Juan Reynaud... si el señor Juan Reynaud consiente... lo cual no es muy seguro.

El regimiento entraba a la aldea, y bruscamente estalló la música marcial y alegre a través del espacio. Los tres permanecieron en silencio. Era el regimiento, era Juan quien pasaba. Los sonidos disminuyeron, hasta extinguirse, y Bettina continuó:

—No, no es seguro, aunque él me ama mucho, y sin conocerme bien. Yo pienso que merezco ser amada de otra manera, pienso que si me conociera mejor, no le causaría un terror semejante, por esto os pido permiso para hablarle esta noche, libre y francamente.

—Os lo acordamos—respondió Richard,—los dos os lo acordamos. Sabemos, Bettina, que nunca haréis nada que no sea noble y generoso.

—Procuraré hacerlo, al menos.

Los niños vuelven corriendo. Han visto a Juan, que iba cubierto de polvo, y los saludó.

—Pero—agrega Bella,—no ha sido bueno con nosotros hoy, no se paró a hablarnos... siempre lo hace, y hoy no ha querido.

—Sí, ha querido—responde Harry,—porque al principio hizo un movimiento así... y después no quiso, y se fue.

—En fin, no se detuvo. Y es tan divertido hablar con un militar, sobre todo, cuando está a caballo.

—No es eso sólo, sino que nosotros lo queremos tanto, al señor Juan. Si supieras, papá, ¡qué bueno es, y qué bien sabe jugar con nosotros!

—¡Y qué lindos dibujos hace! ¿Te acuerdas, Harry, de aquel gran polichinela tan raro, con su bastón?

—Y el gato, también había un gato, como en Guignol.

Los niños se alejaron hablando de su amigo Juan.

—Decididamente—dijo M. Scott,—todo el mundo lo quiere en esta casa.

—Y vos haréis otro tanto, cuando lo conozcáis—responde Bettina.

El regimiento sigue al trote por el camino real, al salir de la aldea. He ahí el terrado donde se hallaba Bettina la otra mañana... Juan piensa: ¡si estuviera ahí! Lo teme y lo espera al mismo tiempo. Levanta la cabeza, mira... ¡No está!

¡No la ha visto! Ni volverá a verla... en mucho tiempo, al menos. Esa misma noche partirá, a las seis, para París. Uno de los directores del ministerio de la Guerra se interesa por él, y procurará hacerse enviar a otro regimiento.

Juan ha reflexionado mucho sobre esto en Cercottes, y el resultado de sus reflexiones es el siguiente: él no puede, no debe ser el marido de Bettina.

Los hombres echan pie a tierra en el patio del cuartel, mientras Juan se despide de su coronel y sus camaradas. Todo ha concluido, es libre, puede partir... y, sin embargo, no lo hace. Mira a su alrededor... ¡cuán feliz era tres meses antes, cuando salía de aquel gran patio, a caballo, en medio del ruido de los cañones que rodaban en el suelo de Souvigny! ¡Y cuán tristemente saldrá hoy! Antes su vida se limitaba ahí... ahora ¿hasta dónde irá?

Entra y sube a su cuarto, para escribir a madama Scott, diciéndole que por asuntos de servicio se ve obligado a partir al instante, y no podrá comer en el castillo; ruega a madama Scott presente sus respetos a la señorita Bettina. ¡Bettina! ¡Ah, cuánta pena le da escribir este nombre! Cierra la carta para enviarla más tarde.

Hace sus preparativos de viaje, para ir a despedirse, después, de su padrino. Esto es lo que más le cuesta... aunque sólo le hablará de una breve ausencia.

Al abrir uno de los cajones del escritorio para sacar dinero, lo primero que hiere su vista es una carta escrita sobre papel azulado: el único billete que ha recibido de ella.

«¿Queréis tener la bondad de entregar al portador el libro de que me hablasteis anoche? Quizá sea algo serio para mí; pero desearía ensayar su lectura. Hasta luego; venid lo más temprano posible.—Bettina

Juan lee y relee estas pocas líneas... hasta que no puede leer más, pues se le nublan los ojos.

—Esto es todo lo que me quedará de ella—piensa.

En el mismo momento, el abate Constantín está en conferencia con Paulina. Hacen sus cuentas. La situación financiera es admirable, tienen más de dos mil francos en caja. Y se han cumplido los votos de Zuzie y Bettina: ya no hay pobres en toda la comarca. La vieja Paulina, por momentos, tiene ligeros escrúpulos de conciencia.

—Mirad, señor cura, quizá damos demasiado. Correrá la voz hasta las otras aldeas de que aquí se hace la caridad a ojos cerrados, y uno de estos días vendrán a establecerse infinidad de pobres a Longueval.

El cura da cincuenta francos a Paulina, que sale a llevárselos a un pobre hombre que se rompió un brazo al caer de arriba de una carreta de pasto.

El abate Constantín queda solo y pensativo en el presbiterio. Esperó al regimiento al pasar, pero Juan no se detuvo más que un instante; ¡llevaba un aire tan triste! Hace algún tiempo que el abate nota que Juan no tiene ya su alegría y buen humor de antes. Mas no se ha inquietado mucho, creyendo sería una de esas penas pasajeras de la juventud, que no interesan a un pobre cura viejo.

Pero hoy la preocupación de Juan es muy notable.

—Vuelvo en seguida, mi padrino—le dijo;—pues tengo necesidad de hablaros.

Y salió bruscamente, sin que el abate tuviera tiempo para darle un terrón de azúcar a Loulou, o más bien dicho, unos terrones de azúcar, pues llevaba cinco o seis en el bolsillo, considerando que bien merecía Loulou este regalo por los diez días de marcha y las veinte noches pasadas al raso. Además, desde la instalación de madama Scott en el castillo, Loulou tenía siempre varios terrones de azúcar. El abate Constantín se había hecho gastador, pródigo; sentíase millonario, y los terrones para el caballo de Juan, eran una de sus locuras. Un día casi le dirigió a Loulou su eterno discurso.

—Esto procede de las nuevas castellanas de Longueval. Rogad por ellas esta noche.

Eran cerca de las tres cuando Juan llegó al presbiterio.

—Me dijiste hoy, que tenías que hablarme... ¿de qué se trata?

—De algo, padrino, que va a sorprenderos, a entristeceros, y me entristece a mí también. Vengo a despedirme de vos.

—¡A despedirte! ¿Partes?

—Sí, parto.

—¿Cuándo?

—Hoy mismo... dentro de dos horas.

—¡Dentro de dos horas! pero esta tarde debíamos comer en el castillo.

—Acabo de escribir a madama Scott, excusándome. Me veo obligado indefectiblemente a partir.

—¿En seguida?

—En seguida.

—¿Y vas?

—A París.

—¡A París! ¿Y por qué esta repentina determinación?

—No tan repentina. Hace tiempo ya que pensaba partir.

—Y no me habéis dicho nada... Juan, algo te pasa... Eres un hombre, y no tengo ya derecho para tratarte como a un niño; pero, en fin, tú sabes cuánto te quiero... Si tienes alguna pena, alguna contrariedad, ¿por qué no me lo dices? Quizá podría darte algún buen consejo. Juan, ¿a qué vas a París?

—No quería decíroslo... porque os causará pena... mas tenéis derecho a saberlo... Voy a París a pedir que me manden a otro regimiento.

—¿A otro regimiento? ¿Salir de Souvigny?

—Sí, precisamente, salir de Souvigny... por algún tiempo, por poco tiempo; pero, en fin, salir de Souvigny, es lo que deseo, lo que necesito.

—¿Y yo? Juan, tú ya no piensas en mí... ¡Por poco tiempo! ¡Poco tiempo! es lo que me queda de vida, muy poco tiempo. Y durante estos últimos días que debo a la gracia de Dios, sentirte cerca de mí, era mi felicidad, sí, Juan, era mi mayor felicidad. ¿Y te vas así? Juan, espera un poco, ten paciencia, que no tardará mucho, espera a que el Señor me llame a sí, espera a que vaya a reunirme allí con tu padre y tu madre... No te vayas, Juan, no te vayas.

—Si vos me queréis, yo también os quiero... y bien lo sabéis vos...

—Sí, lo sé.

—Conservo por vos el mismo cariño que tenía cuando era niño, cuando me recogisteis y me educasteis. Mi corazón no ha cambiado, ni cambiará jamás... Pero si el deber, si el honor me obliga a partir...

—¡Ah! si es el deber, si es el honor... No digo nada más, Juan... ¡Todo queda después de eso, todo, todo! Siempre has sido buen juez de tu deber, buen juez de tu honor... Parte, hijo mío, parte. No te pregunto nada más, ni quiero saber nada más.

—¡Pues bien! yo voy a decíroslo todo—exclamó Juan, vencido por su emoción.—Vale más que lo sepáis todo, vos que quedáis aquí, y volveréis al castillo... ¡y la volveréis a ver... a ella!

—¿A quién?... ¿Quién es ella?

—¡Bettina!

—¡Bettina!

—¡Yo la adoro, padrino, la adoro!

—¡Pobre hijo mío!

—Perdonad que os hable de estas cosas... pero os lo digo como se lo diría a mi padre. Y además... nunca he hablado de esto a nadie, y me ahoga el secreto. Sí, es una locura que se ha apoderado de mí, poco a poco, a pesar mío, pues bien comprendéis... ¡Dios mío! aquí mismo fue donde principié a amarla. ¿Sabéis aquel día que llegó con su hermana?... con los paquetitos de mil francos... con los cabellos sueltos... ¿y la noche del mes de María?... Luego he podido verla libre y familiarmente... y vos mismo me hablabais de ella sin cesar, ponderándome su carácter, su bondad. ¡Cuántas veces me repetisteis que no había en el mundo nada mejor!

—Y lo pensaba... y lo pienso aún... Nadie la conoce aquí como yo, pues yo sólo la veo en casa de los pobres. Si la vieras en nuestras visitas por la mañana ¡cuán cariñosa y valiente es! Ni la miseria, ni el sufrimiento la desaniman... Pero hago mal en hablarte de esto...

—No, no, no quiero volver a verla, pero no me niego a oír hablar de ella.

—En tu vida encontrarás, Juan, una mujer mejor que ésta, ni de sentimientos más elevados. Tanto, que un día que me llevaba en un carruaje abierto, lleno de juguetes para una chiquita enferma, y al dárselos para hacerla reír y divertirla, le hablaba con tanta gracia, que yo pensaba en ti y me decía, ahora lo recuerdo: «¡Ah, si fuera pobre!»

—¡Sí, si fuera pobre, mas no lo es!

—¡Oh! no... ¡En fin, qué quieres, hijo mío! si te hace mal verla, vivir cerca de ella, como ante todo es preciso que no sufras... vete ¿no es así? vete... Y, sin embargo... y, sin embargo...

El anciano sacerdote quedó pensativo, dejó caer la cabeza entre las manos, y permaneció en silencio durante algunos minutos; luego continuó:

—Y, sin embargo, Juan, ¿sabes en qué pensaba? La he visto mucho a la señorita Bettina desde que llegó a Longueval. ¡Pues bien! ahora reflexiono, antes no me asombraba, me parecía tan natural que se interesasen por ti, pero en fin, ella no hablaba sino de ti, siempre, siempre de ti.

—¿De mí?

—Sí, y de tu padre y de tu madre. Tenía curiosidad de saber cómo vivías y me pedía le explicara lo que era la existencia de un soldado, de un verdadero soldado que cumple con su deber. Es extraordinaria la reunión de recuerdos que tiene lugar en mi mente desde que me has dicho eso. Mil pequeños incidentes se agrupan, se acercan... Anteayer, a las tres, volvió del Havre, una hora después estaba aquí, hablándome de ti. Me preguntó si habías escrito, si no habías estado enfermo, cuándo llegabas, a qué hora, si el regimiento pasaría por la aldea...

—Es inútil, padrino, que busquéis todos esos recuerdos.

—No, no es inútil... ¡Estaba tan contenta, considerábase tan feliz al pensar que iba a volverte a ver! La comida de esta tarde era una gran fiesta para ello... pensaba presentarte a su cuñado, que vino con ella. No habrá nadie hoy en el castillo, ni un solo invitado; mucho insistió sobre esto, y recuerdo su última frase, cuando estaba ahí en el umbral de la puerta: «No seremos más que cinco, vos, el señor Juan, mi hermana, mi cuñado y yo,» y agregó riendo: «¡Una verdadera comida de familia!» Diciendo esto salió corriendo. ¡Una verdadera comida de familia! ¿Sabes lo que yo creo, Juan, lo sabes?

—No debéis creer eso, mi padrino, no debéis...

—¡Juan, yo creo que ella te ama!

—¡Y yo también lo creo!

—¡Tú también!

—Cuando la dejé hace veinte días, estaba tan agitada, tan conmovida. Veíame triste y desgraciado, y no quería dejarme partir. Esto pasaba en el pórtico del castillo, de donde salí huyendo... sí... huyendo; pues iba a hablar, a estallar, a decírselo todo. Después de haber andado unos cincuenta pasos, me detuve, y me volví; ella no podía verme, yo estaba en completa obscuridad; pero yo la veía, que permanecía allí, inmóvil, con los hombros y los brazos desnudos bajo la lluvia, mirando hacia el lado por donde yo había partido. Quizá soy un loco al pensar que... Tal vez era sólo un sentimiento de compasión. Pero no, era algo más que compasión, ¿pues sabéis lo que hizo al día siguiente? Vino a las cinco de la mañana, con un tiempo horrible, a verme pasar con el regimiento, y allí su modo de decirme adiós... ¡Ah! ¡padrino, padrino!...

—Pero, entonces—dijo el pobre cura, completamente trastornado, enteramente desorientado;—pero entonces yo no comprendo nada. ¡Si tu la amas, Juan, y si ella te ama!...

—Por eso mismo quiero partir. ¡Si no fuera más que yo! Si estuviera seguro de que ella no había notado mi amor, seguro de que no se compadecía de mí, me quedaría... me quedaría... sólo por tener la dicha de verla, y la amaría de lejos, sin esperanza ninguna, sólo por el placer de amarla... Pero no, ella ha comprendido muy bien... y lejos de desalentarme... en fin, esto es lo que me obliga a partir...

—No, no lo comprendo. Bien sé, hijo mío, que hablamos de cosas en que no soy muy entendido... pero, en fin, los dos sois buenos, jóvenes, encantadores... Tú la amas... ella te ama... ¡y no podríais!...

—¡Y su dinero, padrino, y su dinero!

—¡Qué importa su dinero! ¡qué tiene que ver su dinero! ¿Acaso la has amado por su dinero?... Pues a pesar de su dinero, mejor. Tu conciencia, mi Juan, estará bien tranquila a este respecto, y eso basta.

—No, eso no basta. Tener buena opinión de sí mismo no es bastante; es preciso que de esta buena opinión participen los demás.

—¡Oh! Juan, entre los que te conocen, ¿quién dudaría de ti?

—Quién sabe... Y después hay otra cosa además de la cuestión dinero, otra cosa más seria y más grave. No soy el marido que le conviene.

—¿Y quién sería más digno que tú?

—No se trata de ver lo que yo pueda valer, sino de considerar lo que ella es, y lo que soy yo; de saber lo que debe ser su vida, y lo que será la mía... Un día Pablo, sabéis que él tiene un modo algo brusco de decir las cosas, pero muchas veces eso da al pensamiento mayor claridad, se trataba de ella... Pablo no se imaginaba nada... sin eso... es bueno y no habría hablado así. Pues bien, me decía: «Lo que necesita, es un marido que se consagre a ella completamente, un marido que no tenga más pensamiento que hacer de su existencia una perpetua fiesta, un marido, en fin, que pase su vida procurándole diversiones.» Vos me conocéis... Un marido semejante, no puedo, no debo serlo. Soy soldado y seguiré siéndolo. Si los azares de mi carrera me envían un día de guarnición a algún rincón de los Alpes o a alguna aldea perdida de Argel, ¿podré pedirle que me siga? ¿Puedo condenarla a esta existencia de mujer de soldado, que en suma es, más o menos, la existencia del soldado? ¡Pensad en la vida que lleva hoy, en todo ese lujo, todos esos placeres!...

—Sí—dijo el abate,—esto es más serio que la cuestión dinero.

—Tan serio, que no cabe duda posible. Durante los veinte días que pasé allá solo en el campamento, he pensado mucho en esto... no he pensado más que en esto... y amándola como la amo es preciso que haya pensado bien las razones, y que ellas me muestren claramente mi deber. Debo irme... lejos, muy lejos, lo más lejos posible. ¡Sufriré mucho... mas no debo volverla a ver, no debo volver a verla!

Juan se dejó caer en un sillón junto a la chimenea, y permaneció allí abrumado. El anciano sacerdote lo miraba.

—¡Verte tan desgraciado, pobre hijo mío! Que un dolor semejante caiga sobre ti... Es demasiado cruel, demasiado injusto...

En este momento llamaron suavemente a la puerta.

—¡Ah! no tengas cuidado, Juan... no dejaré entrar.

El abate se dirigió hacia la puerta, la abrió y retrocedió como ante una aparición inesperada.

Era Bettina, que en el acto vio a Juan y se dirigió derecho a él.

—¿Sois vos?... ¡Oh, cuánto me alegro!

El se había levantado, y ella le tomó las dos manos, y dirigiéndose al cura, agregó:

—Dispensad, señor cura, si lo he saludado a él primero... A vos os he visto ayer... y a él no le veo desde hace veinte largos días, desde cierta noche que salió de casa triste y enfermo.

Ella conservaba entre las suyas las manos de Juan, y él no se sentía con fuerzas para hacer el menor movimiento ni pronunciar una sola palabra.

—¿Ahora estáis mejor?—continuó Bettina.—No, aun no... lo veo... triste aún... ¡Oh, qué bien he hecho en venir! He tenido una inspiración... Sin embargo, siento algo, siento mucho encontraros aquí. Y comprenderéis por qué, cuando sepáis lo que vengo a pedir a vuestro padrino.

Bettina soltó las manos de Juan, y se volvió hacia el abate.

—Vengo, señor cura, a rogaros queráis escuchar mi confesión. Sí, mi confesión... Pero no penséis en iros, señor Juan. Haré mi confesión públicamente, con mucho gusto hablaré delante de vos... y hasta pienso que será mejor así. Sentémonos, ¿queréis?

Bettina sentíase llena de confianza y osadía. Tenía fiebre, pero esa fiebre que en el campo de batalla da al soldado el ardor, el heroísmo y el desprecio del peligro. La emoción que aceleraba los latidos de su corazón era una emoción elevada y generosa. Ella se decía:

«¡Quiero ser amada! ¡Quiero amar! ¡Quiero ser feliz! ¡Quiero que él sea feliz! Y puesto que él no tiene valor, yo lo tendré por los dos, y marcharé sola, con la cabeza erguida y el corazón tranquilo, a conquistar nuestro amor, a conquistar nuestra dicha.»

Desde el primer momento, Bettina sintió su completa superioridad sobre el abate y Juan. Ellos la dejaban hablar, la dejaban obrar, sintiendo que la hora era suprema. Comprendían que iba a pasar algo decisivo, irrevocable, pero que ni uno ni otro estaban en estado de prever. Habíanse sentado dócil casi automáticamente. Entre aquellos dos hombres aturdidos, sólo Bettina conservaba su sangre fría, y con voz clara y precisa comenzó de esta manera:

—Para tranquilidad de vuestra conciencia, os diré primero, señor cura, que estoy aquí con el consentimiento de mi hermana y mi cuñado, que saben por qué he venido y lo que pienso hacer: no sólo lo saben, sino que lo aprueban también. Me habéis comprendido, ¿verdad? Bueno. Lo que me trae aquí es vuestra carta, señor Juan; la carta en que decís a mi hermana que no podéis ir a comer con nosotros esta tarde, pues os veis obligado a partir. Esa carta desbarató todos mis proyectos. Yo pensaba, siempre con el permiso de mi hermana y mi cuñado, llevaros esta tarde, después de comer, al parque, señor Juan, y sentarme con vos en un banco. Tuve hasta la niñería de elegir el paraje de antemano, y allí os habría recitado un pequeño discurso, muy preparado, muy estudiado, casi aprendido de memoria, pues desde vuestra partida no pienso más que en este discurso, y me lo recito a mí misma desde la mañana hasta la noche. Esto era lo que me proponía hacer, y comprendéis que vuestra carta... desconcertó mi plan. Reflexioné un tanto, y pensé que si yo dirigiera mi discurso a vuestro padrino, sería, más o menos, como si os lo dirigiera a vos mismo. He venido, pues, señor cura, a rogaros tengáis la bondad de escucharme. Cuando vine aquí traía una buena dósis de valor; pero ya se me acaba, y quisiera deciros aún ciertas cosas... las más importantes. Juan, escuchadme bien: no quiero que me deis una respuesta arrancada a vuestra emoción. Sé que me amáis... Y si debéis casaros conmigo, no quiero que sea sólo por amor, sino también por razonamiento. Durante los quince días que precedieron vuestra partida, pusisteis tal empeño en huir de mí, en evitar hasta la más simple conversación, que no pude mostrarme a vuestros ojos tal como soy. Y poseo, quizá, algunas cualidades que no conocéis... Sé, Juan, lo que sois vos, y sé los compromisos que contraigo tomándoos por esposo: seré para vos no sólo una mujer cariñosa y buena, sino también valiente y firme. Conozco toda vuestra vida, vuestro padrino me la ha referido; sé por qué sois soldado, y cuántos deberes y sacrificios podéis entrever en el porvenir... No lo dudéis, Juan, jamás os desviaré de ninguno de estos deberes, de ninguno de estos sacrificios. Si pudiera resentirme con vos por algo, lo haría por ese pensamiento, ¡oh, sí, lo habéis tenido! el pensamiento de que yo os querría todo para mí, que os pediría abandonarais vuestra carrera. ¡No, nunca, jamás! oíd bien, jamás os pediré una cosa semejante... Una joven amiga mía hizo eso al casarse; pero hizo mal... os amo tal como sois, y porque vivís de otra manera y mejor que todos los que me deseaban por esposa, yo os deseo por marido. Os amaría menos, nada quizá, aunque esto sería muy difícil, si llevarais la vida que llevan todos aquellos a quienes he desechado... Cuando pueda seguiros os seguiré, y donde quiera que estéis, allí estará mi deber; donde quiera que vayáis, irá mi felicidad, y si llegara día en que no pudierais llevarme, día en que debierais partir solo, pues bien, Juan, ese día os prometo que tendré valor suficiente para no quitaros el vuestro... Y ahora, señor cura, no es a él, sino a vos a quien me dirijo... quiero que respondáis vos, y no él. Decid... ¿si él me ama y me considera digna de él, será justo que me haga expiar tan duramente mi fortuna?... Decid... ¿no debe aceptar ser mi marido?

—Juan—dijo gravemente el anciano sacerdote,—¡sé su esposo... es tu deber... y será tu felicidad!

Juan se acercó a Bettina, la tomó en sus brazos y posó en su frente un primer beso.

Bettina se separó suavemente, y dirigiéndose al abate:

—Ahora, señor cura, tengo aún algo que pediros... quisiera... quisiera...

—¿Quisierais?...

—Que me besarais, señor cura.

El anciano sacerdote la besó paternalmente en las dos mejillas.

—Muchas veces me habéis dicho, señor cura, que Juan era como vuestro hijo. Yo también, no es verdad, seré un poco vuestra hija, y así tendréis dos hijos.

Un mes después, el 12 de septiembre, a mediodía, Bettina con el más sencillo traje de novia, atravesaba la iglesia de Longueval, mientras que colocada detrás del altar la banda del 9.º de artillería tocaba alegremente bajo las bóvedas de la vieja iglesia.

Nancy Turner solicitó el honor de tocar el órgano en tan solemne circunstancia, pues el pequeño armonium había desaparecido. Un órgano de resplandecientes tubos se elevaba en el coro de la iglesia: era el regalo de bodas de miss Percival al abate Constantín.

El anciano cura dijo la misa. Juan y Bettina se arrodillaron ante él, que pronunció la fórmula de la bendición permaneciendo en seguida, durante algunos instantes, en oración, con los brazos extendidos, pidiendo con toda su alma cayesen las gracias del Cielo sobre la cabeza de sus dos hijos.

El órgano dejó oír entonces la misma rêverie de Chopín que tocara Bettina la vez primera que entró en la pequeña iglesia de aldea, donde debía consagrarse la felicidad de su vida.

Y esta vez fue Bettina quien lloró.

FIN







End of the Project Gutenberg EBook of El Abate Constanín, by Ludovic Halévy

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