Project Gutenberg's Semblanzas literarias, by Armando Palacio Valdés

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Title: Semblanzas literarias

Author: Armando Palacio Valdés

Release Date: March 20, 2013 [EBook #42376]

Language: Spanish

Character set encoding: UTF-8

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SEMBLANZAS LITERARIAS

Obras de Palacio Valdés.

El Señorito Octavio (nueva edición), un tomo.4
Marta y María (nueva edición), un tomo.4
      Traducida al inglés por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York.
      Traducida al ruso por Mr. Pawlosky: publ. en el Diario de San Petersburgo.
      Traducida á la lengua bohemia por O. S. Vetti. Un tomo. Praga.
      Traducida al sueco por A. Hillman. Un tomo. Stockolmo.
El Idilio de un enfermo (nueva edición), un tomo4
      Traducida al francés por Mr. Albert Savine: publicada en Les Heures du Salon et de l’Atelier.
      Traducida á la lengua bohemia por Mr. A. Pikhart. Un tomo. Praga.
      Traducida al inglés por W. T. Faulkner.
Aguas fuertes (nueva edición), un tomo.4
      Traducidas y publicadas la mayor parte de estas novelitas por La Independencia Belga, El Diario de Ginebra, El Correo de Hannover, Hlas Národa, Lumir y otros periódicos y revistas.
      Edición española con introducción y notas en inglés para el estudio del español en Inglaterra y Estados Unidos, por W. T. Faulkner. Un tomo. New-York.
José (nueva edición), un tomo.4
      Traducida al francés por Mlle. Sara Oquendo y publicada en la Revue de la Mode. París.
      Traducida al inglés por M. C. Smith. Un tomo. New-York.
      Traducida al alemán y publicada en Interhaltungs-Beilage.
      Traducida al holandés por Mr. Hora Adema y publicada en Het Nieuws van den Dag. Amsterdam.
      Traducida al sueco por A. Hillman. Un tomo. Stockolmo.
      Traducida al portugués por Cunha e Costa. Publicada en Revista da Semana. Río de Janeiro.
      Traducida al tcheque por A. Pikhart. Un tomo. Praga.
      Edición española con prefacio y notas en inglés para el estudio del castellano en Inglaterra y Estados Unidos, por el profesor Mr. Davidson. Un tomo. New-York. London.
Riverita (nueva edición), un tomo4
      Traducida al francés por Mr. Julien Lugol: publ. en la Revue Internationale.
Maximina (nueva edición), un tomo.4
      Traducida al inglés por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York.
El Cuarto Poder (nueva edición), un tomo.4
      Traducida al holandés por Mr. Hora Adema. Un tomo. Amsterdam.
      Traducida al inglés por Miss Rachel Challice. Un tomo. New-York. Nueva edición inglesa. Grant and Richards. Londres.
La Hermana San Sulpicio (nueva edición), un tomo.4
      Traducida al francés por Mme. Huc con prefacio de Emile Faguet, de la Academie Française. Un tomo. París.
      Traducida al inglés por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York.
      Traducida al holandés y publicada en El Correo de Rotterdam.
      Traducida al sueco por Mr. A. Hillman. Un tomo. Stockolmo.
La Espuma (nueva edición), un tomo.4
      Traducida al inglés por Clara Bell. Un tomo. London.
La Fe, un tomo.4
      Traducida al inglés por Miss I. Hapgood. Un tomo. New-York.
      Traducida al alemán por Mr. Albert Cronau. Un tomo. Leipzig.
El Maestrante, un tomo.4
      Traducida al francés por Mr. J. Gaure, con un estudio preliminar de Mr. Bordes. Un tomo. París.
      Traducida al inglés por Miss Challice. Un tomo. London.
El Origen del Pensamiento, un tomo.4
      Traducida al francés por Mr. Dax Delime: publicada en la Revue Britannique.
      Traducida al inglés por I. Hapgood: publicada en The Cosmopolitan, con ilustraciones de Cabrinety.
Los Majos de Cádiz, un tomo.4
      Traducida al holandés por Mary Hora Adema. Un tomo. Amsterdam.
La Alegría del Capitán Ribot, un tomo.4
      Traducida al francés por C. du Val Asselin: publicada en Le Gaulois.
      Traducida al inglés por Minna C. Smith. Un tomo. New-York.
      Traducida al holandés por el Dr. A. Fokker. Un tomo. Amsterdam.
      Edición española con notas en inglés y vocabulario para el estudio del castellano, por los profesores Morrison y Churchman. Un tomo. New-York. London.
La Aldea perdida, un tomo.4
Tristán ó el pesimismo, un tomo.4
Semblanzas literarias (nueva edición), un tomo.4

OBRAS COMPLETAS
DE
D. ARMANDO PALACIO VALDÉS

 

 

TOMO XI

SEMBLANZAS LITERARIAS

 

 

MADRID
Librería general de Victoriano Suárez.
PRECIADOS, NÚMERO 48
1908

 

AL INDICE

 

 

ES PROPIEDAD DEL AUTOR.

MADRID.—Hijos de M. G. Hernández, Libertad, 16 dupº, bajo.

TREINTA AÑOS DESPUÉS

L LEGO á la reimpresión de estas semblanzas, escritas y publicadas treinta años ha, con la curiosidad burlona y también con el enternecimiento con que descubrimos en el desván de nuestra casa el caballo de cartón que hemos montado en la niñez. ¡Oh cielos, cuánto me he divertido cabalgando sobre mi pluma irresponsable en aquel tiempo feliz! ¡Cuan dulce poder soltar la carcajada en una reunión prevalidos de nuestra insignificancia! Después crecemos, adquirimos seriedad, reputación, pero huye la alegría, y gracias que no sea en compañía del talento.

Parece que me estoy viendo discurrir por aquel amplio corredor del Ateneo, en la calle de la Montera, pobremente esterado, sin más decoración que los libros encerrados en estantes de pino. Conmigo pasean otros cuantos seres insignificantes, y juntos todos formamos un grupo de una insignificancia escandalosa. Por aquel pasillo cruzan á cada instante enormes personajes, estadistas, oradores, académicos cuyo rostro se frunce al pasar á nuestro lado. ¿Por qué se frunce? Aquellos personajes nos detestan porque disputamos «de lo que no entendemos» y acaparamos las revistas extranjeras. Algunos, sin embargo, son buenos y cariñosos para nosotros, y el más bueno y cariñoso de todos y el más sabio al mismo tiempo es aquel varón magnánimo que se llamó D. José Moreno Nieto. Allí estaba siempre sentado en el rincón de la Biblioteca como un sacerdote en su confesonario esperando afablemente á todo el que quisiera molestarle. Con él consultábamos nuestras dudas científicas, nuestros planes de estudio ó ensayos literarios. No era avaro, no, de su talento y de su ciencia. ¡Pobre D. José! ¡Qué suma de indulgencia se necesitaba para sufrir nuestra petulancia y no mandarnos á paseo!

Pero había otros, como he dicho, no tan pacientes y nos hacían ostensible su desprecio y nos dirigían miradas furibundas cuando osábamos entrar en las salas de conversación. Tanto que desesperados un día resolvimos declararnos independientes y conquistar también nuestro terruño.

Había en aquel vetusto caserón de la calle de la Montera una estancia grande y lóbrega con balcones á un patio que servía de trastera. Allí decidimos plantar nuestra tienda. Dicho y hecho. Una tarde, á la hora en que no había llegado todavía ninguno de aquellos odiosos viejos (llamábamos viejos ¡ay! á los hombres de treinta á cuarenta años), penetran cautelosamente en el Ateneo una docena escasa de valerosos jóvenes, se dirigen impetuosamente á la trastera, la limpian en un abrir y cerrar de ojos de las sillas decrépitas y mesas patizambas que allí dormían bajo el polvo, ahuyentan también éste con escobas; luego se lanzan impávidos al asalto de los salones, roban, pillan, escamotean, y en otro abrir y cerrar de ojos queda amueblada y decorada con relativo lujo aquella cacharrería que no tardó en hacerse famosa en España. Los criados contemplaban con espanto el saqueo; el conserje se mesaba los cabellos exclamando: «¡Dios mío, qué dirá el secretario!» Uno de aquellos chicos, el de voz más bronca (porque ya había llegado á la muda), se yergue altivo al oir esto y ahuecándola cuanto pudo y empinándose sobre la punta de los pies deja caer como gotas de hierro incandescente estas palabras: «Dígale usted al secretario (pausa), dígale usted al secretario... ¡que no le conozco! Después de tan arrogante respuesta que nos hizo recordar la de Leónidas al emisario de Jerjes, volvió la espalda con infinito desprecio y el conserje quedó anonadado.

Nuestra audacia impuso respeto á los viejos ó tal vez les hizo reir. Lo cierto es que al día siguiente nos enviaron á guisa de burla, como regalo, el retrato al óleo de D. Julián Sanz del Río, filósofo tan profundo como feo, importador en España de la filosofía de Krause. Á estas horas pocos recuerdan en el mundo á Sanz del Río ni á Krause, pero en aquella fecha eran tan odiados de los hombres de orden como hoy lo son los anarquistas, y sus preceptos «vive una vida íntegra», «realiza tu esencia», etc., inspiraban el mismo terror que las bombas de dinamita. Nosotros acogimos con júbilo al laberíntico filósofo y le colgamos respetuosamente de la pared, aunque jurando con las manos extendidas no leer jamás su Filosofía analítica.

Todo aquello se hundió en el abismo del olvido y sólo los cuatro ó cinco canosos y panzudos cacharreros que paseamos por las aceras de Madrid nos acordamos con emoción de aquellos días risueños y nos enternecemos hablando del retrato al óleo de D. Julián.

Precisamente en aquellos días risueños fueron escritas estas semblanzas sobre los negros y sobados pupitres de la Biblioteca del Ateneo. Publicadas primero en la Revista Europea y después en volumen, se agotaron rápidamente, porque en España siempre hubo público para los azotados. Desde aquella remota fecha á la presente se me han hecho algunas proposiciones para reimprimirlas, pero me he negado obstinadamente á ello y aun al publicar la serie de mis obras completas prescindí de incluirlas, hasta ahora. ¿Por qué tan severa resolución? Porque estoy persuadido de que á los veintidós ó veintitrés años se puede ser un excelente poeta ó tal vez un mediano novelista, pero sólo un detestable crítico. Además, estas semblanzas están llenas de alusiones personales de dudoso gusto, están escritas en general con la arrogancia decisiva que suele caracterizarnos en los primeros años de la vida. Por tales razones las había condenado á eterna proscripción.

Pero he aquí que en una noche de insomnio me asaltó la terrible duda que á todos los escritores acomete más ó menos tarde. ¡Si yo fuese inmortal! pensé de improviso. ¡Si mis obras fuesen leídas de las generaciones venideras! Entonces no sólo se reimprimiría cuanto yo he escrito, sino que se buscarían, se recogerían y se publicarían las cartas que he dirigido á mis amigos y ¡quién sabe! hasta los billetitos amorosos; hay eruditos capaces de las mayores infamias. Pensar esto y sentir inundado mi cuerpo de un frío sudor entre las sábanas fué todo uno. No existe hombre en el mundo que haya escrito más simplezas á sus amigos, pero estas simplezas no son comparables con las que he escrito á las amigas. Mis huesos se ruborizarían dentro de la tumba, estoy seguro de ello. Tan desazonado me dejó tal pensamiento, que á la mañana siguiente encontré paseando con sus nietos por el Retiro á una venerable señora á quien en otro tiempo dirigí por escrito una declaración de amor, y me costó trabajo no acercarme á ella y suplicarle por el de Dios, ya que no por el mío, que me devolviese la epístola si es que la conservaba. Por supuesto, ahora me miro mucho cuando escribo cartas, pensando en que andando el tiempo han de ser publicadas, y si algún conocido me escribe una pidiéndome prestadas cien pesetas adopto el estilo más puro y más clásico, imitado de Hurtado de Mendoza, para responderle que no me es posible enviárselas.

Desde esta fecha me di á imaginar que era menester reimprimir las presentes semblanzas. Para animarme á ello me he dicho á mí mismo repetidas veces que los pecados de la juventud son letras de cambio que se pagan indefectiblemente en la vejez. Puesto que yo he cometido algunos, debo valerosamente sufrir las consecuencias. Al lado de este motivo generoso, levanta la cabeza su compañero eterno, el motivo egoísta y sórdido. Si este volumen de semblanzas ha de reportar algunas ganancias, ¿no es preferible que estas ganancias caigan en mi bolsillo antes que en el de un editor profano que las desentierre?

He aquí pues, lector, este libro de semblanzas que te vuelvo á ofrecer al cabo de tantos años. Si eres viejo sentirás cierta melancolía hallándote de nuevo frente á los hombres que amabas ó aborrecías en tu juventud y á quien siempre escuchabas con interés. Si eres joven sonreirás desdeñosamente al ver la importancia que entonces concedíamos á ciertos hombres absolutamente desconocidos para ti. No te equivoques, sin embargo; lo que ahora sucede, sucederá más tarde y sucederá siempre. ¿Cuántos de los personajes que hoy provocan tu admiración ó tu cólera se salvarán del olvido? En conciencia puedo decirte que aquellos hombres por mí zaheridos no tenían más talento que los que ahora figuran en las letras y en la política, pero te afirmo igualmente, con la mano sobre el corazón, que eran menos pedantes. En cuanto á los por mí ensalzados, díme, ¿quiénes son actualmente los sustitutos de Zorrilla, de Castelar y Campoamor?

Este libro viene á ser un camposanto. De los muchos varones que aquí se estudian y de los otros á quien se alude, sólo tres ó cuatro pertenecen todavía al mundo de los vivos. Un sentimiento de vergüenza que semeja remordimiento me acomete al entregar de nuevo á la publicidad estas sátiras de oradores y escritores que ya han descendido á la región de las sombras. Pero todos ellos comprenderán ahora que en mi corazón juvenil no había ni un grano de odio. Yo no era entonces más que un niño travieso y poco respetuoso. Por eso cuando en breve me presente delante de ellos en ese lugar oscuro donde vagan las sombras de los héroes, estoy seguro de que todos me tenderán la mano. Quizá me pidan con afán noticias del Ateneo y de los héroes actuales de la literatura. Quizá suspiren como Aquiles murmurando que vale más una noche pasada discutiendo lo predominantemente subjetivo, aunque haya críticos que se burlen de sus discursos, que cien años trascurridos más allá de la laguna Estigia.

LOS ORADORES DEL ATENEO

PROEMIO

E L Ateneo Científico y Literario de Madrid ha manifestado en los últimos cursos una vida y animación á que no estábamos acostumbrados los que tristemente discurríamos en años anteriores por sus desiertos pasillos. Casi diariamente resuenan las voces de sus oradores por los ámbitos del espacioso, aunque irregular, salón consagrado á la cátedra, y trasformado ahora en candente arena de estos palenques científicos. La discusión no queda encerrada tampoco en el ceremonial de las formas académicas, sino que, desencadenada y movida por los huracanes de la pasión, sale á los pasillos consiguiendo arrebatar los cerebros de aquellos que, por carecer de facundia ó por modestia, no tercian en el público certamen. En privado, así como en público, líbranse formidables batallas, en las cuales se combate con todo el entusiasmo de la idea, aunque algunas veces, fuerza es decirlo, se sustituye éste por otro menos noble, el de los bandos políticos ó el que origina las heridas del amor propio. Esparcidos aquí y allá por los divanes y butacas del establecimiento, suele verse á última hora empolvados, deshechos, aporreados y casi sangrientos á los campeones de la noche, sorbiendo con ansia el agua fresca, mientras alguno que otro, de pulmón más robusto, manteniéndose aún en pie frente á estos desgraciados, descarga sobre ellos con extraña ferocidad los golpes de remate. No pocas veces demandé gracia para algunos cuya inflamada pupila nos anunciaba la nube de argumentos que por su cabeza corría, sin que esta temerosa nube lograse rociar con algunas gotas sus exhaustos gaznates, y les pusiera en condiciones de revolverse contra su duro adversario.

Debátense en esta culta Sociedad los más arduos é interesantes problemas de la ciencia; pero obsérvase el, á primera vista, extraño fenómeno de que todas sus discusiones, previamente anunciadas en un tema concreto, vienen precipitadamente á parar en puro asunto teológico ó político. Fuertemente impresionado por estas singulares corrientes que en breve plazo conducen siempre el tema á su disolución, traté de inquirir la causa, y no cifrando gran confianza en el dictamen de mi pobre razón, busqué el parecer de los más doctos. La mayoría se inclinó á creer noblemente que la trascendencia de tales temas, la irresistible atracción que ejercen sobre el espíritu en estos críticos tiempos y su actualidad, sobre todo en nuestra España, donde á la hora presente teología y política andan sobradamente confundidas, son parte bastante á explicar los extravíos de nuestro pensamiento. Los menos y con peor intención, quisieron ver en ello pruebas claras de nuestra insuficiencia para ahondar con profundo y delicado análisis en un determinado punto de la ciencia. Nuestros lectores optarán entre las dos contrarias teorías, aunque á mi ver no sería difícil hallar elementos de verdad en ambas.

Lo cierto de todo es, como digo, que las discusiones marchan en completo y general desorden. Cada cual, sin preocuparse de nada del tema discutido, verdadero náufrago en estas borrascosas sesiones, teje como puede un discurso y encomienda á la Providencia la convicción de sus oyentes. Dudo que exista país en el mundo donde se hable tanto y tan bien como en España, pero seguro me encuentro de que en ninguno se recaba menos de tanta oratoria. Consiste esto en que la forma, el aspecto artístico de la oratoria española, absorbe y avasalla su fondo científico, el cual se halla primorosamente velado, pero velado al fin, por las hermosas galas de una retórica desenfrenada.

En ningún otro país más que en España, y para encarecer á los representantes de la Nación la conveniencia de votar un impuesto sobre el aguardiente, trae el orador á cuento, flotando en un mar de rizadas ondas, las primitivas construcciones pelásgicas, el monoteísmo de la raza semítica ó los cuadros del Correggio. Los oradores españoles no hacen obras de ciencia, sino obras de arte, y como artistas deben ser juzgados. De este modo nos explicamos el deleite con que hemos asistido estos cursos á las sesiones del Ateneo, y á la par el insignificante ardor científico que lograron despertar en nosotros. El público, artista también como los oradores, aplaude con frenesí los períodos tersos, las brillantes imágenes, la mímica fogosa; en cambio repugna el argumento recto y descarnado y el análisis detenido del asunto. Hay una derecha y hay una izquierda. Sentada la una enfrente de la otra, se miran con recelosa antipatía, y tienen por costumbre aplaudir tan sólo á sus respectivos oradores. Excusado será advertir que los años de las personas que en la derecha se sientan suman bastante más que los de aquellos que tienen su asiento en la izquierda. Esto no obstante, el ardor, el entusiasmo y aun la intransigencia es igual por ambas partes.

Y cuenta que esto no lo decimos á modo de censura, porque estamos bien convencidos de que estos fuegos y arrebatos salen del fondo mismo del carácter nacional, de cuyas grandezas participan muchos, de cuyos defectos y pequeñeces todos participamos. No creemos posible, según lo expuesto, que la ciencia gane mucho en las sesiones del Ateneo, donde sus más intrincadas cuestiones se discuten; pero en cambio suponemos que el arte, ese fantasma divino que logró arrastrar siempre con predominio los deseos y las fuerzas de nuestra patria, tendrá que agradecer á este centro literario un culto desinteresado y devotísimo. En buen hora que se nos hagan ver los peligros sin cuento que la verdad corre entre tanta magnificencia y suntuosidad; por cima de todo flotarán siempre las bellezas reales que hemos sabido crear.

Nuestra oratoria recorre en toda su extensión la colosal escala trazada para esta manifestación artística. Oradores, cuya sutil ironía asuela y abrasa, tenemos, y también poseemos esos grandes artistas, verdaderos magos de la palabra, que en todas ocasiones saben rodearse de hermosas y nunca pensadas imágenes que encantan y transportan el alma. El instrumento que exterioriza los vuelos de esta fantasía con su majestuosa dulzura y sonoridad, realza la obra del orador, y la coloca á la par ó por encima de los más acabados modelos del arte clásico.

Fijo en estas consideraciones, pienso mostrar en las páginas siguientes algunas observaciones sobre varios de los oradores que han terciado durante los últimos cursos en los debates del Ateneo. No aspiro á hacer retratos, que harto difícil lo considero para mi humilde pluma. Busco tan sólo el medio de echar á volar algunos pensamientos que me ocurrieron al escuchar los discursos pronunciados en las veladas del Ateneo. Excusado parecerá añadir, después de lo expresado, que mi punto de vista será principalmente artístico. Esto no obstante, trataré, hasta donde me sea posible, de hacer ver, á la par que los méritos artísticos de cada orador, las tendencias más caracterizadas de su inteligencia, ó sea el rumbo que actualmente sigue en el océano del pensamiento humano. Bajo uno y bajo otro aspecto, aunque mucho pueda aplaudir, algo tendré también que censurar; mas haré de modo que estas censuras, ni tengan su raíz en la pasión, ni se presenten tan agrias que puedan herir ninguna susceptibilidad.

D. MIGUEL SÁNCHEZ

C IERTA noche, y en ocasión que el señor Sánchez pedía la palabra, oímos decir á nuestro lado: «Este señor cura padece una equivocación; se dirigía á San Luis y entró distraído en el Ateneo».

No es exacto, sin embargo, lo que el mordaz interlocutor trataba de significar. El Sr. Sánchez (ó el Padre Sánchez, que así es como generalmente se le conoce) nada tiene de orador sagrado, si no es cierta pastosidad de voz y melifluidad de tono, y el empleo de algunas frases, como las de mansedumbre por humildad, misericordia por compasión, y otras tales que trascienden de una legua á púlpito.

Por lo demás, ¿quién podrá dudar que el Sr. Sánchez abandonó totalmente las formas arcaicas de la Cátedra Santa para aceptar con amor la nueva fase de la apologética católica? No se trata ya de hinchadas é indigestas pláticas, sembradas de místicos ejemplos donde Satanás juega por lo común papeles de melodrama, de símiles bíblicos y latines macarrónicos, no; la moda, que todo lo invade, como me propongo demostrar en ocasión propicia, se ha introducido por la mohosa cancela de las catedrales y ha sugerido á los defensores de la verdad católica nuevas y radicales reformas en su piadosa estrategia. La Iglesia había poseído hasta ahora santos padres, doctores y mártires; pero carecía de guerrilleros de la palabra, y los tiempos actuales se los han suministrado.

Los modernos paladines del Catolicismo no se aperciben á la batalla, como los antiguos, demandando al cielo fuerzas en medio de fervorosas oraciones y áspera penitencia, sino que afilan su lengua en las peleas del meteeng, y adiestran su pluma en las turbulencias del periodismo candente. Los apóstoles é iluminados de otros días, son actualmente polemistas irascibles y batalladores. Los que fecundaban antes con su preciosa sangre los campos de la religión, riegan con bilis ahora la arena del debate. Los apologistas católicos se creen en el deber de aceptar las condiciones en que hoy se les ofrece la lucha, y mantienen en tensión constantemente el arco que tiene aparejado el dardo del sarcasmo ó del ultraje.

El Sr. Sánchez ha entrado de lleno en los derroteros de la nueva apologética. No pertenece á la escuela de San Anselmo y San Bernardo; pero, en cambio, es discípulo aprovechado de Luis Veuillot. Hace bastantes años que esgrime su palabra, sutil y revoltosa, en el Ateneo de Madrid, si bien ha padecido un prolongado mutismo, ocasionado, á lo que parece, por la suspicacia clerical. No merecen los honores de batallas las luchas en que interviene, porque no entra en sus miras presentar el pecho al enemigo, pero sabe preparar con destreza una emboscada y evitar los más certeros golpes. No para mientes jamás en las doctrinas, sino en la persona que las representa, y á ella asesta luego sus malignas estocadas. El Padre Sánchez entiende que la discusión es un pugilato donde el laurel de la victoria debe adjudicarse al que más aporrea á su adversario.

Es un polemista escabroso; un defensor audaz del antiguo régimen; tiene bastante nervio dentro del género especial de su oratoria, y maneja con éxito ese estilo, ora místico, ora volteriano, que por medio de intencionadas burlas é incesantes sarcasmos pretende inculcarnos el amor de Dios y del prójimo.

Cuando escuchamos las picantes alusiones, las sangrientas diatribas con que el P. Sánchez maltrata á sus adversarios políticos, nuestro pensamiento se remonta sin darnos cuenta de ello á los primeros tiempos del Cristianismo. Y contemplamos la figura apacible del Redentor, y escuchamos la dulce y persuasiva voz que nos ordena amarnos los unos á los otros; y vemos también sobre el fuste marmóreo de una columna á aquellos ejemplares varones que salieron del mundo vivos en fuerza de mirar al cielo. ¡Oh santos Estilitas! ¡Cuántas veces se hubiera desplomado el P. Sánchez de vuestra memorable columna; él que tan fijos tiene sus ojos en la tierra!

La verdad de todo es que estos detractores irreconciliables de la revolución, son en el fondo espíritus revolucionarios. Compárese, si no, la forma en que el Cristianismo se difundía en sus primeros tiempos con el método que hoy adoptan sus apóstoles para esparcirlo por el orbe, y se notará con claridad la profunda revolución que en su modo de ser y de propagarse se ha operado. Bajo este sentido, el Padre Sánchez es un demagogo del apostolado, un descamisado del Catolicismo. Su temperamento no le llevará seguramente al desierto á vivir con raíces y frutas y á gozar de los inefables misterios de la soledad y del éxtasis, antes bien, le arrastrará constantemente hacia el choque ruidoso y apasionado de las ideas, hacia la invectiva, hacia la sátira. Es un fanático del pasado con instintos y lenguaje democráticos.

Con estos procedimientos irrespetuosos, con esta fecundidad de invectiva y esta agudeza que le caracterizan, el orador católico logra despertar en alto grado la curiosidad del auditorio. En España nada hay que nos regocije tanto como oir en la calle unos tiros ó una desvergüenza: estamos ávidos de sensaciones fuertes; la monotonía nos causa terror; queremos, en una palabra, divertirnos. Y hay que convenir en que nada más divertido que las filípicas con que el P. Sánchez flagela á los enemigos del absolutismo. No extrañe, pues, que en la sala del Ateneo se espere un discurso suyo con la risueña impaciencia con que en el teatro se aguarda en pos de un drama un sainete.

De este modo, con las armas de la ironía, con las donosuras del gracejo, con los excesos de la pasión, quiere servir nuestro orador al Catolicismo sin comprender que lo rebaja al nivel de secta tumultuosa y alborotada. Esto equivale á servirse de la religión como de un estandarte bajo cuyos pliegues se lanzan al combate todos los ímpetus del sectario, todas las genialidades del carácter y los rencores todos del espíritu. Nuestra conciencia nos dice que servir á la religión con tales armas es desnaturalizarla; y el imponerle una absurda solidaridad con el ideal absolutista es comprometerla gravemente.

No ofrece duda que en los tiempos en que vivimos, cuando las ideas chocan con estrépito en medio de una incesante discusión, y se ponen en tela de juicio las bases fundamentales del Catolicismo, es no tan sólo un derecho sino también un deber de los creyentes el acudir con presteza á su defensa. Lo que lamentamos no es que los escritores y oradores católicos intervengan en la controversia, sino que se mezclen en los ardores y desmanes que la pasión produce siempre, quedando al mismo tiempo apartados de los altos y serios debates que ha suscitado la crítica contemporánea.

El Sr. Sánchez, á pesar de cuanto llevamos dicho, no es un orador católico á la moderna, en la acepción más completa de la palabra. Fáltale para esto una condición esencial, la de ser lego, joven y bien quisto de las damas. No pertenece á esa falange inquieta de fogosos mancebos que aspiran á ser la policía de la Iglesia, y que, juzgándose intérpretes únicos de la voluntad divina, vilipendian á cuantos desconocen su autoridad en materia de fe, de costumbres y de literatura.

Su carácter sacerdotal le impide afectar ese buen tono y exquisita cortesanía en la intemperancia misma que tanto brillo comunica á los apóstoles con bigote y rizada cabellera.

Se dice que el paso por el seminario imprime un sello de tal modo indeleble, que ni el cambio más radical en las opiniones y en los hábitos alcanzan á borrarlo. Calcúlese, pues, qué claro se verá este sello en el Sr. Sánchez, cuando ningún cambio se ha operado, ni esperamos que se opere, en sus concepciones mundanas y extramundanas. Cuando se le ocurre discutir alguna doctrina (lo cual repetimos que rara vez acontece), saca todo el arsenal de argucias y sofismas con que le abastecieron en sus juveniles años los maestros de la escolástica. Si se le cita un hecho que perjudica á la doctrina que sustenta, lo niega; si se le demuestra, distingue; y cuando los distingos no bastan, replica: «...más eres tú». Manifiesta gran predilección por la historia, pero la historia del Padre Sánchez no es historia, sino una especie de cámara oscura, muy oscura, donde todo se ve cabeza abajo. Á tal ínclito varón, cuya memoria honra la humanidad desde largo tiempo, se le ve, terriblemente ataviado con cuernos y rabo, comerse los niños crudos. Á tal otro bellaco que en su vida ha hecho más que picardías y ruindades, se le contempla por arte de encantamento trasformado en santo. Profesa, en cambio, una aversión casi sagrada, por lo inmensa, á la poesía. Se comprende bien. Los poetas son los profetas de nuestra edad, y el Padre Sánchez es todo lo contrario de un profeta. Tan lejos lleva nuestro orador esta aversión, que todo cuanto de malo encuentra en los discursos de sus contrarios no es más que poesía, pura poesía, como él dice afectando el más profundo desprecio. Los dedos se le tornan poetas. ¡Un día se le ocurrió llamar poeta al Sr. Figuerola!

En lo referente á la demostración de las ideas, profesa este orador ideas muy singulares. La prueba de que una idea es verdadera, no consiste para él en que sea rigurosamente lógica y se imponga desde luego al espíritu como cierta. Precisa que vaya acompañada, además, de un texto donde se apoye, cuyo texto deberá citarse en toda regla, esto es, con la página, capítulo, libro, edición, archivo, etc. Él así lo practica; mas oí decir en los pasillos á un sujeto (probablemente aquel mismo socio mordaz que cierta noche le llamaba señor cura) que el Padre Sánchez es una verdadera especialidad en la invención de citas. No creo que esto pase de cuchufleta.

Sea de esto lo que quiera, con tales maneras y otras parecidas, el Padre Sánchez no convence á nadie, pero logra excitar la hilaridad del auditorio, y bien conocidas son las deferencias y respetos que en nuestro país se guardan á quien se da bastante maña para hacernos pasar un rato divertido.

Una observación para terminar. El género agresivo y picante de la oratoria del Sr. Sánchez, más que á la condición de su carácter, cuya nobleza y sinceridad reconocemos, responde á las tradiciones constantes de la escuela en que milita. Sirva esto de alivio y descargo para lo que se halle de acerbo en nuestra censura.

D. SEGISMUNDO MORET Y PRENDERGAST

P ENETRAMOS en el florido vergel de la poesía, en el recinto deleitable y ameno donde se albergan los genios seductores de la elocuencia. Llegamos al más suave y armonioso de nuestros oradores.

No es águila soberbia que lanza su vuelo impetuoso por las regiones del aire; no es el rayo de sol ardiente que abrasa los tiernos pétalos de la flor; no es la ola gigantesca que forja el mar en su embravecido seno y brinca espumosa sobre el inmoble escollo. Es el malvís alirrojo que entona su cántico dulce y monótono, oculto entre las frondas de un tilo; es el rayo tenue de la luna que esparce sosiego por el valle; es la onda cristalina que expira sin estrépito en la playa.

¿De dónde viene? De la libertad. ¿Quién no recuerda aquel grupo de jóvenes inteligentes que en los albores de una revolución rodeaba el estandarte de la libertad? Uno de estos jóvenes, por la distinción de su figura, singularmente interesante, por el encanto que sabía comunicar á su palabra, siempre florida y persuasiva, arrastraba hacia sí todas las miradas y todos los entusiasmos. ¿Quién es entre nosotros el que no le ha visto subir á la tribuna acompañado de ese murmullo lisonjero con que la simpatía impone silencio á la atención? Su cabeza, delicadamente bella, irradiaba inteligencia; su mirada, un poco vaga y soñadora, buscaba instintivamente la luz que entraba por el medio punto del salón como para suplicarla que iluminase su pensamiento. Su palabra, confiada y vibrante, corría sobre los abismos temerosos de la política como un incauto niño que no percibe el peligro que le cerca.

Moret no es un orador parlamentario. Fáltale malicia, sóbrale fantasía y elevación para terciar en esas peleas nobles muchas veces, á veces también indignas, en que se agitan los intereses políticos. Carece en absoluto de esa decantada habilidad, que mejor llamaríamos astucia, con que, á guisa de ganzúa, consiguen abrir hoy nuestros políticos las puertas del alcázar gubernamental. Si ha entrado en él algún día, fué deslumbrando con el brillo de su palabra á los astutos enanos que lo guardaban. Arrojáronle de allí más tarde explotando malignamente su candidez. Tampoco posee esa energía y firmeza que en el fragor de la lucha pone en suspensión á los contendientes, ni con fogosos arrestos tritura y despolvorea las doctrinas de sus contrarios. Es un tribuno aristocrático que sólo produce efecto entre los espíritus cultos y un tanto iniciados en los refinamientos del lenguaje. Y en verdad que éste responde con solicitud tan primorosa á los soplos más leves de su pensamiento, á sus matices más desvaídos, como las cuerdas del arpa contestan exhalando dulces notas á la blanca mano que las hiere.

La oratoria del Sr. Moret no tiene trascendencia en el sentido de que despierte el pensamiento para nuevas y más profundas concepciones. Limítase á recoger del suelo una idea generosa para arrojar sobre ella la luz de su inteligencia y ofrecérnosla adornada con todos los colores del iris y todas las magias del arte. De este modo, mejor que con profundas y sabias disquisiciones, sirve á las ideas haciéndolas amables y simpáticas para todos. Su claro pensamiento tiene la virtud de disipar las nieblas con que la malicia y el error las cubren. La libertad es la musa que inspira todas sus oraciones. Esta musa, que por capricho inescrutable se ofrece las más de las veces á la vista de sus oradores como deidad sangrienta y vengativa, como ángel exterminador y ministro de la voluntad del pueblo destinado á dar muerte á los primogénitos del privilegio y de la fortuna, se presenta á los ojos del joven tribuno y á los de aquellos que la gala de su elocuencia encadena, como ángel de ventura que trae en su mano, no la tea del exterminio, sino el olivo de la paz.

¡Grande y poderoso influjo el de la elocuencia! Á su poder no se allanan los peñascos ni se aplacan los irritados mares, pero hay algo que se mitiga y se aplaca más duro que los peñascos y más irritado que los mares: el corazón del hombre!

El Sr. Moret es un gran orador; pero nada más que un orador. Ha tenido la desgracia de nacer á la vida de la inteligencia en una época en que las aspiraciones más nobles del espíritu moderno se hallaban representadas por la escuela que tomó el nombre de economista. Y digo desgracia, porque no es mucha fortuna ciertamente para nuestra juventud el que haya de percibir la luz de la ciencia siempre de reflejo y al través de los cristales que el curso de las circunstancias le interponen. En los comienzos del siglo los jóvenes que en nuestra patria amaban la cultura y ocupaban su espíritu con los problemas que arrastra consigo eran cándidos descreídos y reformadores ilusos. Miraban por el cristal de la Enciclopedia y no alcanzaban á ver más que negaciones en el vasto campo de la naturaleza. Más tarde llegó hasta aquí la ola de la escuela economista y arrastró consigo á la flor de nuestros pensadores que navegaron incautos sobre su turgente espalda, sin comprender á qué abismo de anarquía y egoísmo nos conducían sus falaces armonías. Últimamente la amplitud que de poco á esta parte han tomado los estudios de medicina introdujeron aquí de soslayo la gallina del positivismo, que con tal extraña fecundidad va empollando en nuestras tierras, como se advierte por el número de pollos que en el día hacen profesión de incrédulos.

Todas estas direcciones, imposible fuera negarlo, corresponden en la esfera del conocimiento á otros tantos puntos de la realidad. Pero tienen la desdichada ocurrencia de aspirar al monopolio de toda ella, por lo mismo que en España van campeando sucesivamente sin mantener las luchas incesantes á que otras escuelas rivales las provocan en los demás países, y consiguen de esta suerte hacerse insoportables y odiosas para los espíritus que buscan imparcial y seriamente la verdad.

El Sr. Moret puso al servicio del individualismo las prodigiosas aptitudes con que la Providencia le dotara, cuando el individualismo era el único pan que se ofrecía á los hambrientos de la inteligencia. Sintióse vencido por aquella serie de hermosos sofismas con que el optimismo individualista nos llevaba á la felicidad sin movernos del sitio, sin hacer otra cosa que presenciar inmóviles el desenvolvimiento de las leyes que llamaban naturales. Parodiando á la inversa la frase de Mahoma, decían: «No vayáis á la felicidad; dejad que la felicidad venga á vosotros». Y, no obstante, ninguna de las cualidades morales del Sr. Moret acusa un individualista. Un espíritu como el suyo, generoso y armónico, más apto parece para la iniciativa de algún noble y filantrópico proyecto que para la expectación fría y calculada que la antigua escuela económica imponía á sus afiliados.

Escuchad á ese orador ameno y elegante, saboread la ambrosía de su dicción, extasiaos ante ese conjunto de hermosas imágenes que surgen bullidoras al conjuro de su encantada fantasía, y sabed después que ese orador tan delicado, ese espíritu tan poético es... un hacendista.

Sí; el Sr. Moret se ha consagrado á la ciencia financiera, ha sido su intérprete en la Universidad de Madrid y su ministro en las esferas del poder. ¡Podrá darse mayor desdicha para la poesía, quiero decir, para la Hacienda!

¿Por qué es el Sr. Moret un financiero? Preguntad á la más fragante de las flores, á la suave madreselva, por qué despide su perfumado aroma entre las aguzadas espinas de una zarza; preguntad á la perla por qué oculta sus bellezas en el fondo de un molusco repugnante; preguntad por qué de un matemático profundo se forma de súbito un poeta dramático.

Arcanos y paradojas son éstos con que la naturaleza nos quiere sorprender algunas veces.

El Sr. Moret nació orador y se hizo financiero ó, lo que es lo mismo, nació ruiseñor y quiso ser gorrión. Para gorrión es demasiado fino y atildado.

Queremos, pues, al Sr. Moret ruiseñor; queremos escuchar su voz elocuente siempre que no nos hable de deuda flotante ó de emisión de bonos. Queremos también contemplarle desempeñando en la escena de la oratoria papeles de víctima, porque su frase, siempre melódica y regalada, no se hizo para expresar los acentos ásperos y arrebatados del tribuno batallador, ni mucho menos para engolfarse en el laberíntico juego de la ironía y la sátira.

Nada hay que nos disguste tanto como el gracejo del Sr. Moret cuando graceja. Con aquel rostro afeminado, con aquellos ojos que, aun queriendo reflejar malicia, siguen expresando la misma amable inocencia, con aquel aire soñador, con aquella voz conmovida y temblorosa que frecuentemente se anuda en la garganta, produciendo un movimiento de simpatía en el auditorio, ¿aspira el Sr. Moret á ser zumbón? ¿No comprende que el chiste que sale de su boca suena como un suspiro?

Abandone el ilustre orador esa forma, que se hizo para almas más revueltas y tempestuosas que la suya; no vuelva á introducirse incautamente en los matorrales de la hacienda, donde su espíritu dejará el rico vellón de la poesía y de la elocuencia, y siga el glorioso camino que su naturaleza le tiene trazado. Es nuestro respetuoso consejo.

D. CARLOS MARÍA PERIER

S UAVES ondas que besáis las playas de la Italia, tibias auras que mecéis los cedros del Líbano, gentiles corderillos que triscáis en la pradera, aroma de las flores, perfume de los campos, venid! Vengan los elementos todos de la bucólica, y mójese mi pluma en la rica miel de Chío y en los lagos azules de la Helvecia. No tardéis. Ved que el orador se encuentra en pie, y yo impaciente por dar comienzo á la semblanza.

La voz llega ya á nuestros oídos.

Sentados bajo la frondosa y secular encina, en esas horas ardientes del mediodía en que el ruido de los humanos se apaga casi por completo y el de los insectos toma proporciones sofocantes; cuando todo dormita buscando con anhelo la sombra deleitosa, ¿no escuchasteis los errantes sonidos de la flauta? Las cadencias se prolongan de un modo indefinido, la misma frase se repite sin cesar, pero sus notas llegan unas veces puras y vibrantes, otras, cuando atraviesan por los juncos que crecen á orillas del arroyo, melancólicas y vagas, estremeciendo el aire con dulzura y cerrando blandamente vuestros ojos. Os halláis dormidos, y todavía percibís los mismos sones. Despertáis, y los seguís oyendo. Después de algún tiempo, la flauta llega á ser uno de tantos insectos y forma coro con los cantos penetrantes del grillo y la cigarra.

Trasladaos al Ateneo de Madrid, y, si no os inspira algún temor, sentaos en una de esas butacas de color de cielo—¡á tal punto es cierto que el hábito no hace al monje![1].—El Sr. Perier se levanta y da comienzo la sinfonía. La flauta entona con dulzura una melodía delicada que regalará vuestros oídos; mas ya se viene repitiendo cinco veces, y el artista no piensa en buscar un nuevo tema. Después de algún tiempo quedaréis dormidos. Cuando abráis los ojos, las cosas se encontrarán probablemente en el mismo ser y estado, esto es, las auras que vienen de la derecha traerán á vuestros oídos la misma melodía. Acontece que el artista pretende introducir algunas variaciones en la frase; pero no me engaña, la percibo tan clara y tan distinta como si por vez primera saliera de la flauta.

El Sr. Perier es, pues, un orador, pero orador de una sola cuerda, y sobre ella nos da luengos conciertos. Orador de exordio interminable, aunque hemos de advertir que jamás empleará el conocido en la retórica con el nombre de exabrupto: se lo veda su exquisita cortesía.

Que en el horizonte de las discusiones del Ateneo se deje ver un tema por fas ó por nefas relacionado con la religión, la familia ó la propiedad, y ya tienen ustedes á mi orador con verdadera comezón de acudir á la muralla de estas instituciones, para que ninguna reforma clave en ella su bandera. Quizá sea el más constante de los sitiados, pero es carabina de chispa la que empuña y sus fuegos no son mortíferos. Avezado el enemigo á contemplarlo derecho sobre el muro, le dispara saetas sin veneno, porque ni su actitud es arrogante, ni son muchas las bajas que causa.

Esfuérzase en pedir respeto y gracia para las sagradas instituciones que defiende, y no demanda la muerte y el exterminio para las que combate. Mis plácemes por ello. Poco hay tan destemplado y ponzoñoso como el lenguaje de los que toman por oficio la defensa incondicional de nuestras tradiciones. El Sr. Perier, al separarse totalmente de esta forma, merece con justicia los elogios de todas las personas sensatas é imparciales, porque en ello revela comprender que las instituciones de orden y de paz, pacífica y ordenadamente necesitan defenderse, y deja ver, además de esto, una buena fe que en vano han de alardear los que adoptan otros modos de polémica.

Muy lejos, pues, de erizarlo con argumentos de mala ley, sabe envolver con gran esmero el proyectil entre algodón y seda, barnizándolo después bonitamente de aceites olorosos antes de enviarlo al enemigo. Es tan manso y sosegado el juego de su palabra, que ésta fluye de sus labios, como dice Homero que fluía de los del prudente Nestor, dulce cual la miel de las abejas.

Acabáis de entrar en una de nuestras góticas basílicas, y es la hora en que con toda pompa se oficia ante los fieles. Los cánticos sagrados y las plegarias fervorosas adquieren resonancia en los ángulos del templo. Las flores silvestres esparcidas por todo el pavimento «ofrecen mil olores al sentido». El incienso que arde en los pebeteros del altar suspende por algunos instantes vuestro pensamiento, y os pone en deseo de reclinar la cabeza para recibir en plácido desmayo las tristes y graves melodías del órgano. Todo es paz y sosiego. Los ruidos mundanales no quieren vibrar en aquella atmósfera seráfica.

Si oís al orador de que ahora estoy tratando, experimentaréis sensaciones análogas. Parece que no vive en medio de la lucha de creencias y doctrinas cuyo fragor conturba nuestros ánimos, y su oratoria es, pudiéramos decir, extramundana. En los momentos más críticos de la contienda, cuando el coraje inyecta de sangre los ojos de los héroes y la muerte cierne sus alas sobre el campo de batalla, levántase un orador con severo continente, saca del bolsillo una encíclica romana, y da comienzo á su lectura, que impasible y tranquilo hace prolongar un buen lapso de tiempo. ¡Quién lo diría! Esta lectura es la lluvia copiosa y refrescante que apaga los ardores de la tierra. En adelante, los oradores se levantan á hablar entumecidos, y la sesión figura padecer de reumatismos.

Sigamos con el agua. No escucháis los ruidos medrosos y solemnes de poderosa catarata que se despeña, sino el susurro monótono del arroyo que serpea entre yerbas aromáticas, y al cual acompaña el no menos triste y monótono rumor que el viento produce en los árboles. En vano anheláis nuevas y variadas emociones. El orador, como la Naturaleza, languidece sin morir jamás. Navegamos por el mar Muerto, sin que un soplo de la brisa hinche nuestras velas.

Muchas veces me he preguntado: ¿qué actitud pensaría tomar el Sr. Perier dentro de la Convención francesa? Después de las enrojecidas palabras de Marat, ¿cómo sonarían sus discretas disertaciones? De aquella Montaña partían torrentes espumosos y violentos huracanes. ¡Qué cefirillos tan suaves llegarían si el Sr. Perier se viera en ella!

Las distancias que de su homónimo Casimiro Perier le separan son inmensas. Aquel orador, cuya energía borrascosa tiranizaba á todas las fracciones de la Cámara, se hubiera visto en grave aprieto ante la cristiana mansedumbre de su tocayo. ¡Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra!

Para figurarse con cierta exactitud á este orador, es indispensable haber contemplado mucho tiempo un cielo siempre límpido, que si primero serena y dulcifica nuestro espíritu, luego empezará á causarnos tedio y concluirá por abrumarnos. ¡Con qué ansia pedimos entonces á ese cielo que en sus senos profundos condense los vapores que recibe y un momento nos cubra al astro del día! ¡Ay! ¡en el cielo del pensamiento del Sr. Perier jamás ha estallado tempestad alguna!

La dicción es correcta y el ademán sosegado; pero le falta color y animación.

D. JUAN VALERA

N O es tarea tan fácil como á primera vista parece trasladar al papel los rasgos salientes de un orador. Unos, como el Sr. Perier, están siempre traspuestos ó adormecidos, y es fuerza copiar su semblante con la ausencia de vida que caracteriza al sueño. Otros, de espíritu agitado y sutil, como el Sr. Valera, se niegan á estarse quietos, y con sus desordenados movimientos hacen imposible el buen desempeño de la obra.

Siento aprensión inusitada al tocar con mis torpes dedos la delicada, la culta, la espiritual figura del señor Valera. Inútilmente trataré de imitar, haciendo su semblanza, al acreditado pintor que ha enriquecido la galería del Ateneo con su retrato. Confieso humildemente que no me siento con fuerzas para reproducir embellecida la imagen del ilustre escritor. Harto haré si consigo no empañar su mucho brillo.

Principio por suponer al Sr. Valera bastante sensato para no abrigar las pretensiones de orador grandilocuente. Corto es el número de los que ven ceñidas sus sienes con una corona legítimamente alcanzada; más corto aún el de los que pueden soportar el peso de dos ó más. Y el renombre que el Sr. Valera tiene adquirido como escritor brilla con luz demasiado clara para no eclipsar el de otros astros de segunda magnitud que alguna vez se dejan ver en el cielo de su gloria. El escritor y el orador se confunden en el Sr. Valera, y como las condiciones exigidas para uno y otro son muy distintas, el escritor tiene sofocado bajo su gran pesadumbre al orador. En el Sr. Castelar encontramos un ejemplo de lo contrario. El orador puede y debe ser exuberante en la frase, armonioso hasta con detrimento de la precisión, siempre rico, fácil y sonoro. El prosista debe proceder con cierto rigor en el empleo de las formas métricas, y huir con tacto de las asociaciones de palabras que tienen su verdadero lugar en la oratoria. De aquí la inferioridad del Sr. Valera como orador. Posee todo el donaire, ingenio y flexibilidad de un consumado prosista, pero es necesario afirmar que no tiene la afluencia, ni la armonía, ni la fluidez que deben adornar al orador. Es un hablador delicioso á quien se escucha con más gusto en conversación familiar que sobre la tribuna. Es el rey de los pasillos. Discurriendo en aquella atmósfera más ardiente y menos hipócrita que la de la cátedra, no tiene rival. Allí vierte el Sr. Valera el manantial inagotable de su gracejo. Los jóvenes expresan ruidosamente su alborozo; los viejos hacen el sacrificio de su paseo: todos forman círculo en torno suyo y escuchan regocijados la palabra breve, incisa y modulada por un acento andaluz que se escapa como aguda saeta de los labios del ilustre novelista. Las exigencias de la tribuna le embarazan sobremanera: así que ha optado con buen acuerdo por no satisfacerlas y convertir el discurso en sabrosa plática.

Entro á hablar ahora del espíritu del Sr. Valera, que, como he indicado, no tiene poco de inextricable y enmarañado. Las puertas de este espíritu me causan cierto temor supersticioso como las de un alcázar encantado. Tanto pienso que hay en él de misterioso y laberíntico. Desde fuera se escuchan ruidos que unas veces semejan risas, otras lamentos.

Después que oigo hablar al Sr. Valera, no me preocupa tanto lo que ha dicho como lo que dejó por decir; de suerte que cuando ha expresado un juicio sobre alguna cuestión, nunca dejo de preguntarme: ¿Qué pensará el Sr. Valera sobre esta cuestión? ¡Quién puede saberlo!

El carácter del Sr. Valera no puede reconocerse en su manera de escribir ó de hablar, porque no pertenece al número de aquellos que siguen la inspiración del momento, que obedecen á la palabra y no la gobiernan. Sólo los espíritus superficiales se abren sin inconveniente para que la mirada del observador penetre en ellos. La multitud los comprende y los aplaude; pero esta facilidad con que son comprendidos significa, en último término, que pagan tributo servil á la inspiración del momento, que carecen de esa plástica necesidad propia de los grandes artistas. La multitud no puede medir jamás el horizonte en que se mueven los grandes espíritus. Considérese por qué el Sr. Valera jamás será un escritor popular. El pueblo jamás verá al través de las nieblas que flotan sobre su espíritu, jamás llegará á descifrar la charada de su carácter, jamás entenderá esos refinamientos ó tiquis miquis (como él los llamaría) psicológicos con que se complace en amasar sus novelas. Son muy pocas las mujeres que han podido dar fin á la lectura de su Pepita Jiménez. Pesada é incomprensible les parece, ó cuando más, sólo advierten en ella los rasgos vulgares con que se disfraza el pensamiento.

Sin que yo trate de escudriñar lo que pasa en el cerebro del Sr. Valera, pienso que es un espíritu engendrado por la civilización helénica más que un producto del movimiento cristiano. Tiene una naturaleza demasiado realista, y se entrega sobradamente á las alegrías y dulzuras de la vida, para que le seduzcan las tendencias ascéticas, iconoclásticas y espiritualistas que caracterizan al cristiano. Ama y se penetra de todo lo que vale la existencia, y goza con esa majestad propia del que tiene conciencia de su divinidad. Tengo entendido que nuestro orador no se macera como el padre Sánchez, privándose del tabaco, del café y de otros productos ultramarinos. En cuanto á aquellos otros que el sol de Andalucía sazona y torna tan dulces, tampoco juzgo que sienta demasiado horror por ellos, recordando el último capítulo de Pepita Jiménez. Y no se me enoje el Sr. Valera porque no le tenga por un San Antonio, pues á tiempo está para serlo si le place seguir sus huellas y desea ver, como la de aquél, su imagen de madera honestamente vestida con muchos pliegues adornando bajo un fanal la celda de alguna devota. Nada más fácil que el Sr. Valera enderece el día menos pensado sus torcidos pensamientos y los incline hacia el padre Sánchez, y por el padre Sánchez consiga la bienaventuranza, desde donde tal vez en recuerdo de estas líneas me dispense la merced de un milagro que estoy necesitando hace tiempo. ¡Lástima es que el Sr. Valera no crea en los milagros! Pero ¿qué acabo de decir? Advierto que el insigne novelista se ha ruborizado hasta las orejas y me hace señas para que calle. ¡Si soy más indiscreto!... ¡Qué necesidad tenía de saber la elevada sociedad donde el Sr. Valera se agita que no cree en la eficacia del agua de Lourdes! El comercio con una sociedad distinguida, culta y espiritual, el trato íntimo con hermosas y aristocráticas damas que nos celebran y nos aplauden, que nos sonríen al vernos aparecer y nos estrechan dulcemente la mano al partir, merece bien que alguna vez reservemos y hasta sacrifiquemos nuestra opinión. «¡París bien vale una misa!»

Transijo, pues, con que el Sr. Valera sea un hombre de orden entre las damas, y después de dar á luz á D. Luis de Vargas, vaya á rezar con ellas novenas á San Luis Gonzaga, porque son cosas éstas que nacen y mueren con el individuo; pero que tan esclarecido ingenio tenga el mal gusto de entonar loas á la Inquisición y al fanatismo religioso del siglo XVI en plena Academia Española, le digo á usted, señor D. Juan, que esto me ha conturbado penosamente. Usted y el Sr. Núñez de Arce, á quien muy de veras aprecio, son dos sabios de primera fuerza, como diría La Correspondencia. Son ustedes tan eruditos, tienen tanto talento y son tan liberales, que cuando de ustedes hablo, no puedo remediarlo, se me cae la baba como si les hubiera enseñado algo. ¡Imagínese usted ahora la rabieta que habré tenido al ver la dureza con que atacaba usted al Sr. Núñez de Arce, que es tan buena persona, para defender al bribón de Torquemada! ¡Es mucho afán de llevar la contraria!

He dicho que transigía con la devoción aristocrática del Sr. Valera porque me parece de todo punto inofensiva. Yo no soy de los que excomulgan á un demócrata por haberle hallado besando la mano de una dama encopetada. Goethe suponía que la mano más digna de ser besada el domingo era la que había cogido la escoba el sábado. Me adhiero con toda el alma á esta delicada lisonja que el gran poeta dedica á las hijas del pueblo. Mas para que la verdad quede en su punto, es necesario hacer constar que la escoba no tiene el privilegio de embellecer las manos, antes por el contrario las torna duras y acrece sus dimensiones. Por lo que no es gran maravilla que el Sr. Valera, y con él otros muchos, sean más dados á adorar manos aristocráticas que plebeyas.

Pero estos instintos que alejan á ciertos escritores y oradores demócratas de lo que ha dado en llamarse cuarto estado y los arrastran á las doradas mansiones de los nobles, responden además á una verdadera y plausible disposición del espíritu, que detesta lo vulgar y lo adocenado, que ama lo brillante y lo distinguido.

Ernesto Renan ha convertido en sistema lo que no pasaba de vergonzante inclinación, pretendiendo sustituir á la aristocracia de la sangre, que ya no tiene ninguna significación positiva en nuestra época, otra más verdadera y respetable: la del talento.

En efecto, ya estamos cansados de que por un palo más ó menos oportuno y fecundo en consecuencias, aplicado en tiempo del rey que rabió, llamemos hoy todavía á un descendiente del ínclito apaleador «Marqués del Real-Trancazo». ¿Cuánta mayor razón existe para expedir títulos de nobleza á los que han dado á la humanidad una obra imperecedera? ¿Por qué no habría de titularse el señor Castelar «Príncipe de la Elocuencia», el Sr. Valera «Barón de Pepita Jiménez», el Sr. Revilla «Marqués de las Dudas y Conde de las Tristezas?»

Lo dicho basta para comprender que, si bien el Sr. Valera es un bravo campeón de la idea democrática, no se juzga obligado por esto á comer callos y caracoles. Ama la atmósfera perfumada de los salones y se aleja del pueblo que no se lava con jabón de olor. Ó lo que es igual, algunos sienten al pueblo en el corazón; el Sr. Valera lo siente en la nariz.

Doy de mano al carácter del Sr. Valera, porque me siento sin fuerzas para llevar adelante mi exploración. Temo llegar á ser indiscreto (si es que ya no lo he sido) levantando un poco más la punta de la cortina. Veamos si para terminar logro dar mayor precisión al género de su oratoria.

Es una elocuencia original la del Sr. Valera. Procede en sus discursos con un tan ameno desorden, que nadie echa de menos la ausencia de proporciones y la excesiva copia de incisos y paréntesis. Es una conversación que el Sr. Valera sostiene con el público, sin que nadie le interrumpa. Dice todo cuanto le viene bien; pero por un extraño capricho quiere hacer pasar por pueriles indiscreciones las más acerbas de sus diatribas. Es regla general que yo entrego á la delicada observación de mis lectores; cuando el Sr. Valera hace una salvedad, es que nada deja á salvo; cuando vacila, es que está muy decidido; cuando su intención era otra, no lo duden ustedes, era la misma.

Pero esto es llamarle embustero, me dirá alguno. Distingo, digo yo siguiendo el ejemplo del padre Sánchez. Cuando Moisés, por encargo divino, escribió las tablas de la ley, prohibió en absoluto la mentira, pero lo hizo sin contar con el Sr. Valera. Al lado de la regla debió establecer, á mi juicio, la excepción y conceder carta blanca á nuestro orador para decir cuanto se le ocurriese, fuese verdad ó no. Pues qué, ¿no valen más las mentiras del Sr. Valera que las verdades de todos los demás? ¿Cuánto más chistoso es el Sr. Valera que Pero Grullo, con ser éste el hombre de más verdad que se ha conocido? Además, nuestro orador sabe desenterrar con mucha oportunidad verdades que yacen en el polvo injustamente olvidadas. Cuando alguno de esos señores que pasan la vida sobando manuscritos, echa sobre los tiempos pasados todo el color rosa de su paleta, ¡con qué alegría veo al Sr. Valera tomar el pincel y arrojar sobre el rosado cuadro unas docenas de manchas rojas ó negras! ¿Sale un orador lamentándose de la inmoralidad del teatro moderno? Pues ahí tienen ustedes al Sr. Valera demostrándole inmediatamente que no sabe lo que se dice, porque nuestro teatro de los siglos XVI y XVII es bastante más inmoral que el presente. ¿Quiere algún otro ensalzar el fervor religioso de otras épocas? Pues el Sr. Valera pone con presteza de relieve cuanto había de brutal é irrespetuoso en este fervor. Todo sazonado con tan graciosos y picantes ejemplos, que ordinariamente el inadvertido reaccionario vuelve á su guarida maltrecho y amoscado para no salir más de ella.

Doy fin á estos renglones haciendo presente á mis lectores que cuando sientan impulsos de ahuyentar por algún tiempo sus pesares sin menoscabo de la pureza del espíritu, dirijan sus pasos al Ateneo de Madrid, y si el Sr. Valera está hablando, siéntense para escuchar humildemente la palabra más culta, más ingeniosa y más chispeante de nuestra patria.

D. JOSÉ MORENO NIETO

L ARGOS años hace que el Ateneo de Madrid guarda en su seno como precioso tesoro un hombre estudioso, modesto y elocuente.

Cuando este hombre, arrobado por el canto de la sirena política, ha querido lanzarse en sus revueltas aguas, se le ha visto, como el que después de un plácido sueño abre los ojos en lúbrica estancia donde el vicio desentona con procaz algarabía, llevarse á ellos las manos, vacilar y estremecerse como si le doliera aquel contacto, é inclinando de nuevo la cabeza, sumergirse en el éter de los gratos sueños.

¡Silencio! No le despertemos.

Este hombre, moviéndose con embarazo por las sinuosidades y asperezas de la política, es el ruiseñor que bate sus alas y mueve su lengua en medio de los buitres.

Todo consiste en que no es hábil, según dicen.

Acaso consista en que no sabe arrastrarse, pensamos nosotros. De todas suertes, poco nos importa la personalidad política del Sr. Moreno Nieto, puesto que se halla eclipsada totalmente por la del orador y la del sabio. Vamos á decir algunas palabras sobre la oratoria del Sr. Moreno Nieto, en cumplimiento del compromiso formal que con el público hemos contraído.

El Sr. Moreno Nieto estudia mucho, acaso más de lo que fuera menester, y escribe poco, casi nada. Esto produce un doble resultado: primero, una asombrosa erudición en las ciencias á que predominantemente se consagra, que son las llamadas morales y políticas; después, cierta vaguedad é indisciplina en el pensamiento, que le hacen aparecer á los ojos de sus adversarios como desprovisto de convicción y de firmeza en sus opiniones. Cualesquiera que sean las mudanzas á que el Sr. Moreno Nieto haya cedido en el curso de su laboriosa vida, yo sé con toda certeza, sin embargo, y así lo declaro paladinamente, que no responden ni al cálculo ni á la ligereza; fruto son del examen y el estudio.

El Sr. Moreno Nieto no escribe, volvemos á decir; pero habla, y habla con pasmosa facilidad. Con mayor, jamás hemos oído hablar á nadie. Esos soplos débiles y fugaces del pensamiento, que en los demás no bastan á despertar la lengua, en él son chispas que le abrasan y retuercen; esos inefables sentimientos que en el fondo del corazón duermen, sin definirse, se hablan y definen por su boca; los vagos y tenues rumores que se escuchan apenas en los profundos abismos del alma llegan á su oído distintos y atronadores. Pudiera decirse que el señor Moreno Nieto cuando habla pone un cristal en su pecho para que todos, grandes y pequeños, vayamos á contemplar las alegrías y las tristezas, los triunfos y los desmayos, las luchas y los dolores de un corazón elevado y generoso. El resultado de esto es que, á pesar del ímpetu y violencia con que salen las palabras de su boca, verdadera lava que va á caer derretida sobre las cabezas de sus adversarios, le miren éstos con particular cariño, contentándose con sonreir maliciosamente mientras habla, y con exponer alguna de las contradicciones en que incurre, después que cesa. ¡Maravilloso poder de la ingenuidad! Los mismos que levantan murmullos de protesta cuando algún orador atusado y relamido empuña la bandera de la tradición, acogen con salvas de aplausos las descargas cerradas del señor Moreno Nieto. Y en esto puede reconocerse con toda precisión la antigüedad que cada cual goza en la casa. Los que por primera vez acuden al Ateneo para sentarse en los bancos de la izquierda, véseles alterados é impacientes al escuchar aquella granizada de denuestos con que el Sr. Moreno Nieto salpica sin cesar las doctrinas que combate, y es indispensable que los veteranos, para evitar conflictos, los sujeten por los faldones, diciéndoles al oído al propio tiempo: «Sosiéguese usted, compañero; ya verá usted cómo no es nada».

La facundia de este orador es imponderable. Después de hablar dos horas y media, sale sigilosamente del salón con ánimo de engullir un sorbete, célebre ya en los fastos del Ateneo. ¡Desdichado! Los sabuesos que dejó malparados en la contienda le siguen de cerca y le alcanzan en la puerta de la Biblioteca. Acorralado allí, se defiende siempre hasta quemar el último cartucho, que es la postrera palabra que expira de sus labios.

El palenque está abierto. La voz de los ujieres, á guisa de clarín, acaba de anunciarlo. Todos presurosos acudimos á colocarnos en aquellos potros, verdadero baldón del ramo de ebanistería que reciben el nombre inverosímil de butacas. La izquierda ostenta sus ojos brillantes y negros cabellos. La derecha exhibe su frente venerable y la grave rigidez de sus modales. El leal caballero se presenta. Pero ¿qué es lo que acontece? El caballero acaba de lanzar su bridón á la carrera. ¡Virgen de las tormentas, qué acometida!

Su lanza salta en mil pedazos. Empuña la espada y se revuelve dando furiosos mandobles. Pero ¿qué es lo que va persiguiendo allá abajo? ¡Ah! ya lo veo, es la filosofía de Krause. Rechina su armadura y el polvo enturbia los aires.

Torna y vuelve á arremeter con creciente denuedo. ¡Quién resiste al diluvio de estos golpes! Huyamos. ¿Tendrá al menos un tendón vulnerable como Aquiles?

Quizá, y á buscarlo se aplican con ahinco varios campeones.

Muchos años hace que el caballero viene ejercitando su valor y bizarría en estas contiendas, y la experiencia no le ha enseñado á preparar traidoras emboscadas ni á tejer insidiosas asechanzas. Lucha con bravura, pero siempre de frente y alzada la visera.

Como la pitonisa que asciende sobre el trípode, y al recibir en su frente los vapores pestilentes de la cisterna, siente el fuego de misteriosa llama, y se agita y se retuerce presa de fatal impulso, así el Sr. Moreno Nieto, subiendo á la tribuna y al aspirar los húmedos vapores de la pelea, se ve poseído de un calor desconocido que forja sin cesar pensamientos cada vez más luminosos y frases cada vez más hermosas. El alma sube entonces á los ojos y quiere salir al exterior.

El orador vive para leer, como la sibila, los secretos inextricables del porvenir, y llora también con sublime emoción sobre las ruinas poéticas del pasado. Espíritu generoso, escruta con ansia los lazos invisibles que unen las aspiraciones del presente con la historia, y los presenta á nuestros ojos con vigorosa elocuencia.

Algunas veces se vislumbra que su alma, poseída de espanto ante las recias y fragosas contiendas del pensamiento filosófico, se aferra con más ansia que absoluta convicción á una creencia. Esto, no puedo menos de confesarlo, me inspira hacia él profunda simpatía. Los dolores que sufre nuestro cuerpo son tan crueles, que nos hacen exhalar agudos gritos. Pero ¿qué me decís de esas luchas invisibles en que el alma se tortura y se abrasa día y noche, latiendo sin cesar dentro del pecho como si albergáramos en él pequeña bestia? ¿No veis con qué ardor lima ese cautivo las rejas de su cárcel? ¿No le veis caer rendido y jadeante, con el llanto y la angustia en los ojos? ¡Qué cosas tan tristes volarán por su pensamiento! Respetemos este dolor y amemos á los hombres que trabajan por abrirnos las puertas del infinito.

Dicen que los árabes, forzados en sus largos paseos por el desierto á un ayuno continuado de palabras, si la ocasión se presenta, saben darse harturas más que regulares de plática. El Sr. Moreno Nieto, después de peregrinar largamente de un cabo á otro de la Biblioteca durante varios días, se dirige á la sección, y con tal apetito entra en el debate, que no le bastan para saciarlo varias horas. Nos hace recorrer con velocidad que causa vértigo todo el panorama de las cuestiones vitales, y saltando de astro en astro, visitamos en corto tiempo todos los puntos luminosos que brillan en el cielo del pensamiento. ¿Quién se atreverá á censurar las metamórfosis de sus ideas? ¿Por acaso no hay hermosuras en todos los parajes del camino recorrido? ¿No hay también en todos ellos indignidades y torpezas? Son muchas las flores de donde su inteligencia podrá extraer la miel sabrosa. Mucho también es el cieno donde sus alas corren peligro de mancharse. Si la humanidad muda diariamente de creencias y opiniones, ¡qué podrá ser la individual firmeza!

Jamás emplea la chanza ó la burla para atacar las doctrinas que tiene enfrente. Cuando es objeto de ellas, su indignación sube de punto y se irrita y exaspera, pero la rabia de que se siente poseído á nadie infunde pavor ni miedo. Tiene un dejo de infantil inocencia que la hace simpática más que repugnante.

El conocimiento que del auditorio tiene es, si la paradoja valiera, inconsciente; sabe apreciar en globo los efectos, pero no llega su penetración á graduar los últimos registros. El período sale terso casi siempre, pero el ímpetu que trae lo prolonga á menudo más de lo conveniente, rebajando un poco su belleza.

Aunque la palabra es fogosa y la entonación acalorada, apenas se vale de imágenes para expresar su pensamiento. Cuando las emplea, son animadas y del mejor gusto.

Resumamos el carácter del Sr. Moreno Nieto.

Elocuente y un poco más impetuoso de lo que fuera necesario. Carece de los recursos del orador experto, porque en el Sr. Moreno Nieto nada pende de la experiencia, y todo de su genio vigoroso y espontáneo. Es en el ademán arrebatado, pero noble y simpático. Por último, en la incontestable vacilación que se observa en sus ideas, creemos ver reflejada esa lucha sorda, pero profunda, en que viven los entendimientos de este siglo ¡tan grande y tan desgraciado!

D. MANUEL DE LA. REVILLA

H E aquí que el Sr. Revilla surge ante mis ojos y ya adopta la figura más graciosa para ser retratado. No le hagamos esperar. Tiene fama de impaciente, y pudiera marcharse dejando á mis lectores defraudados, y á mí corrido y boquiabierto con la pluma tras la oreja.

Todo el mundo ha puesto las manos sobre el señor Revilla. Y por si estas metafóricas manos le hacen cosquillas, me apresuro á explicar el tropo diciendo que el Sr. Revilla ha dado ya mucho que decir en el curso de su vida. Yo mismo, que soy una especialidad en no decir nada, sobre todo cuando no me preguntan, confieso que he murmurado de este orador un poco, en cierto número de La Política, que no recuerdo en qué mes ni en qué año vió la luz. Algo de lo que entonces dije habré de repetir ahora. Mas no será poco lo que necesite callar, pues la fisonomía moral, como la física, sufre por virtud de los años grande y atendible mudanza.

Al hablar del Sr. Revilla, juzgo necesario despojarme de aquella simpatía personal que pudiera conducirme á un entusiasmo sobrado ruidoso, para manifestar, con toda imparcialidad, mi serio y leal entender sobre su persona. Ninguna prueba más clara de aprecio puede darse á un grande espíritu que presentar sus defectos al lado de los méritos que lo realzan. Porque de esta suerte asegura su reputación contra la malevolencia, y la guarda también de una vil y funesta lisonja.

Una de las cualidades que la opinión se empeña en señalar con más insistencia al carácter de nuestro orador, es la de ser profundamente escéptico. Sobre tal escepticismo, fuerza es que discurramos brevemente. El Sr. Revilla no es un escéptico de pura sangre, de aquellos que salen al mundo haciendo muecas al cura que los bautiza y lo dejan con una helada sonrisa de desdén; almas provistas de concha como la tortuga, en las cuales el sol de la religión no consigue hacer entrar sus rayos, ni el amor humano logra introducir su elixir de vida. No; el Sr. Revilla es un escéptico de ayer, un escéptico novicio, y por eso incurre en todas las imprudencias y sinrazones del neófito. Más que escéptico, es un creyente avergonzado, que perdió su fe en la verdad porque la halló ridícula. Si la verdad se ostentase siempre bella ó fuese de buen tono, como ahora se dice, nunca dejaría de contar al Sr. Revilla entre sus adeptos. Mas aquélla afecta en ocasiones formas rudas y desgraciadas, y el Sr. Revilla ama demasiado á la estética para consentir en privarse, ni por un instante, de sus tiernos halagos. De aquí que se preocupe más por seguir con escrupulosa exactitud los vaivenes de la moda en el mundo científico que de aquilatar con paciencia la verdad ó el error de cada nueva teoría. Su inteligencia, un tanto impresionable, le arrastra todos los días por distintos y peregrinos senderos. Y hago observar que así como el escepticismo corriente se caracteriza por no creer nada, el del Sr. Revilla, más original, consiste en creerlo todo por etapas. Su viajero pensamiento se columpia como una oropéndola y discurre con increíble agilidad por todos los sistemas religiosos ó sociales haciendo noche fatigado en los yermos de la duda. ¡La duda! La duda no es para el Sr. Revilla la llave de la sabiduría, sino una deidad misteriosa é incitante á quien su confundido entendimiento rinde fervoroso culto.

No soy de los que creen en la absoluta necesidad de afiliarse á una secta filosófica ó política; pero sí abrigo la convicción de que urge para todo pensador el crearse un sistema de verdades, sin el cual pensamiento y conducta marcharán siempre vacilantes. Por lo mismo no reprocho al Sr. Revilla sus geniales deserciones, sus transacciones ó sus intransigencias. Lo que me atrevo á censurar con todas mis fuerzas es que por mostrar discreción, ó á guisa de solaz, haga frente á cada escuela con las doctrinas de su contraria, sin que alcance á recabar de estos conflictos su poderosa inteligencia otra conclusión que la que deducen los espíritus vulgares del choque de los sistemas, esto es, que todos por igual son falsos y mentidos.

Mas dejemos al Sr. Revilla, filósofo, entregado á las enervantes caricias de la duda, y salgamos del océano amargo de la censura para entrar en las dulces aguas del aplauso. El Sr. Revilla podrá no ser un filósofo, y de hecho le falta mucho para serlo, pero es fuerza convenir en que tiene bastante para ser uno de los entendimientos más privilegiados que hoy posee nuestra patria. Es uno de esos talentos insinuantes y serenos á propósito para sortear los escollos de la vida, porque al modo de ciertos metales, es dúctil y maleable. No quiero decir con esto que carezca de vigor, pero es más audaz que vigoroso. Se ofrece como uno de esos hombres que nadie sabe de dónde vienen ni á dónde van, pero que todo el mundo conoce perfectamente dónde se les encuentra. Vive en la polémica, en la incesante batalla que tienen trabada las escuelas, y lucha, ya de un lado, ya de otro, con una ó con otra enseña, porque

«sus arreos son las armas,
su descanso el pelear»,

esgrimiendo la lengua con aquel denuedo y bizarría con que Orlando daba vueltas á su espada.

En la polémica es donde el Sr. Revilla pone de manifiesto lo perspicuo y lo flexible de su ingenio. Por abstrusa que la cuestión parezca, ó por lejana que se encuentre de su recto camino (y cuenta que en el Ateneo las cuestiones son bastante dadas á irse por los cerros de Úbeda), así que el Sr. Revilla se apodera de ella, se esclarece y depura cual si entrara en un crisol. Conviene advertir, no obstante, que el Sr. Revilla ve con asombrosa claridad los aspectos más capitales de todo asunto, pero acostumbra á dejar en lamentable abandono los detalles. Tratándose de problemas sociales ó religiosos, este lógico porte antes parece plausible que vicioso, porque la vaguedad con que las más de las veces se plantean, lo reclama. Mas en achaques de arte suelen jugar los detalles un papel principalísimo, alumbrando ú oscureciendo el pensamiento generador de la obra. De aquí que el Sr. Revilla, como crítico, no tenga, á mi juicio, aquel puro sentido artístico que en vano se busca en los tratados de Estética, porque sólo reside en una naturaleza fina y exquisita socorrida por una larga y atenta contemplación de obras artísticas. En una palabra, creo que el Sr. Revilla no tanto posee el sentido como la ciencia del arte.

Pero es ya tiempo de estudiar sus condiciones de orador. Todos los reproches y censuras que como pensador pueden dirigirse al Sr. Revilla, deben cesar al tiempo mismo que como orador se le considera. No le dotó Dios de aquel sublime calor que enrojece el pensamiento del Sr. Moreno Nieto, merced al cual se consigue inspirar y apasionar al auditorio; pero concedióle el don señalado de dominar absoluta é incondicionalmente la palabra. Ésta responde siempre con escrupulosa exactitud á los más ligeros choques del pensamiento, y camina con gran desembarazo por sus pliegues más profundos. La inteligencia es viva, y ejercita las transiciones repentinas con una facilidad que maravilla. Parece que el orador jamás se encuentra dominado por un pensamiento único que le dirija y avasalle, sino que todos los evocados por su mente se le presentan con la misma pureza en las líneas y la misma intensidad en los colores. Esto me hace presumir que el Sr. Revilla mantendría con la misma soltura el pro y el contra en todas las cuestiones.

Maneja la ironía con buen éxito, y á esta arma debe muchos de sus triunfos. Tiene gran perspicacia y ve la situación de un solo golpe, hiriendo con firmeza á su adversario en los sitios vulnerables, pero haciendo resbalar con sutileza el cuerpo cuando se siente cogido entre sus brazos.

Recuerdo que en una ocasión cierto ministro, al entrar en la Cámara, respondió satisfactoriamente á una compleja interpelación que no había oído, ganando por esto y otras cosas semejantes fama de diestro.

Pues bien: el Sr. Revilla, tratándose de ciencia (que es algo más frágil y delicado que la política), sabe discutir con brillantez las cuestiones que no ha estudiado ni pensado previamente. Es tan formidable improvisador de teorías como el P. Sánchez de citas. Solicitado el pensamiento á la continua por una fantasía inquieta y afilada, trabaja con brío durante la peroración, y cuando llega el momento de reposo, presumo que muy quedo le dirá: «También por esta vez te he sacado del aprieto».

No es en la entonación ardiente, como el Sr. Moreno Nieto, sino grave é insinuante. La dicción es correcta, y repito que la maneja por entero á su talante. El ademán noble y circunspecto, aunque deja traslucir un poco al pedagogo.

D. GABRIEL RODRÍGUEZ

S ENTADO en un rincón de la estancia, y medio oculto entre un diván y una silla, gozando de la última ráfaga de la luz que se iba, y entregado á la dulce voluptuosidad de no pensar en nada, he visto una vez penetrar con sonora planta en la galería de retratos del Ateneo á uno de los patricios y notables que en ella figuran. Le he visto dirigirse, sin vacilar, hacia su efigie, y permanecer ante ella en atenta contemplación, un tiempo que no me fué posible medir. Y, sin quererlo, algunos pensamientos pérfidos y traviesos, y vestidos de encarnado, cual pequeños Mefistófeles, acudieron á mi desocupado cerebro, y entornaron mi vista hacia aquella muda, pero elocuente escena. El patricio contemplaba el retrato. El retrato contemplaba al patricio. Y yo, silencioso, muy silencioso, los contemplaba á ambos. Parecíame asistir á extraña y misteriosa ceremonia de una religión perdida. El patricio rendía con la mirada un tierno y fervoroso culto al retrato; lanzábale con los ojos todo el incienso de su alma, y hasta se me figuró que sus rodillas se doblaban, buscando con ansia el duro pavimento.

El retrato, con impasible y frío continente, dejábase adorar sin dar muestras de que aquel incienso se le subiera á la cabeza; antes bien, parecía un poco molestado. Yo guardaba silencio, mucho silencio, pero de mis ojos debía partir un río de ironía, un Mississipí de sarcasmos, porque el patricio separó, con trabajo, su vista del retrato, la volvió hacia mí, y ¡oh, pudor santo y adorable! cual tímida doncella, que imprudente cazador sorprende en el baño, las tintas de un rojo carmín tiñeron sus mejillas. Giró sobre los talones, y salió con breve, pero cortado paso de la sala. Y yo quedé á merced de mis pérfidos y traviesos pensamientos.

¡Ay! pensé; ¡anch’io son pictore! ¡También yo he dibujado con mano torpe el perfil de muchos de esos señores! ¡Mas á mi pobre galería no vendrán coronados de pámpanos á celebrar festejos en su propio honor, como el ilustre patricio que acababa de salir, porque se respira en ella un ambiente de franqueza y desenfado que los asfixiaría!

Y sin embargo, y á pesar de cuantas quejas voy recibiendo, estoy bien convencido de que no he lastimado á nadie. Yo no puedo lastimar á aquellos á quienes admiro. Tan sólo me he permitido sonreir alguna vez con el borde de los labios, y volviendo la cara, á fin de que el público no se diera por enterado. Mas si estas mis sonrisas pudieran molestarles, protesto una y mil veces de su inmaculada inocencia. ¡Son cándidas y puras, sí, como la oración de un niño ó un exordio de Perier!

¿Quién es D. Gabriel Rodríguez? Vamos á verlo.

Acababa yo de llegar á Madrid de mi insigne cuanto remoto villorrio, y no hay para qué decir que traía almacenado en el pecho un buen cargamento de admiración, del cual he derrochado ya bastante, hasta el punto de que á la hora presente sólo me queda un poco, que procuro gastar con la mayor prudencia. Pues bien, hallábame cierta noche de sesión en la cátedra del Ateneo, cuando acertó á entrar por ella una persona de fisonomía noble y expresiva, que llamó desde luego mi atención. Y ya me disponía á preguntar su nombre al vecino, cuando sobre un leve rumor que se produjo en torno mío creí percibir el nombre de Rodríguez. Y no sólo percibí el nombre, sino también algunas frases dialogadas que me impresionaron vivamente:

«Ahí está Rodríguez.—¿Rodríguez?—Sí; Rodríguez, el que no ha querido ser ministro.—Eso no puede ser, amigo.» Y un eco que se produjo en las sillas, repitió varias veces: «No puede ser, no puede ser, no puede ser.—Esas cosas es necesario verlas para creerlas.» El eco volvió á decir: «para creerlas, para creerlas, para creerlas». ¿Pero ustedes entienden, señores, que el hombre que no acepta una cartera debe ser mostrado al público á peseta la entrada como un objeto curioso? Aquí se me figura que el interlocutor era yo. Toqué la fibra sensible, y entonces todo se volvió patas arriba. «Nada me parece más natural, dijo uno.—Si para aceptar hoy una cartera se necesita un valor...—Métase usted entre esa balumba de expedientes.—Y luego el descrédito... y la agitación...» En fin, todos convinimos en que no había en el mundo papel más ridículo y desairado que el de un ministro.

Desde aquella noche concebí el propósito de trazar el perfil del Sr. Rodríguez. Es un hombre tan franco, tan sencillo, tan amable, que no dudo se alegrarán mis lectores de haberle conocido, y hasta llegarán á ofrecerle cordialmente su casa.

Rodríguez ha llegado á ser en nuestra sociedad un personaje aristocrático, pero en el sentido etimológico de la palabra, esto es, uno de los mejores. Es un digno representante de esa aristocracia democrática, si fuera lícito expresarme así, que tiene por únicos blasones, en campo azul—es mi color predilecto, como ya tuve el honor de advertir,—virtud y talento. En la vida pública ha sido un caballero sin tacha y sin miedo, una especie de Bayardo político, siempre dispuesto á romper lanzas con toda suerte de iniquidades. Por eso ha merecido que debajo de su efigie, repartida á todos los vientos por la fotografía, se lean sus famosas palabras sobre la esclavitud, las más bellas que nunca se hayan pronunciado en lengua castellana. En la vida privada... Pero yo no tengo derecho á entrar en la vida privada, siquiera sea para dejar afirmado que nuestro orador pasa con justicia por un modelo de integridad, de modestia y de laboriosidad. En la vida científica hay de todo y de todo voy á decir, contando con un perdón que humildemente demando, y que noble y generosamente me otorga el Sr. Rodríguez.

La inmovilidad es, á mi entender, la cualidad más hermosa de un carácter. Después de las pirámides de Egipto, lo que más admiro en este mundo son esos hombres que, encastillados en sus principios morales, mantienen el alma intacta en medio de las borrascas de la vida. Nadie puede dudar de mi amor á la solidez. Y, sin embargo, repugno bastante los sabios sólidos. La inmovilidad, que tanto me place en los principios morales, me parece cosa extraña y hasta ridícula tratándose de escuelas científicas. Flotar á merced de todos los sistemas y señalar exactamente como alta veleta los vientos que reinan en la región de la ciencia, me parece pueril; pero dejar pasar en raudo vuelo por delante de los ojos las escuelas y los sistemas en actitud indiferente, suponiéndolos á todos descarriados, lo juzgo insensato.

He aquí por qué siento que el Sr. Rodríguez haya arrojado el áncora sobre la escuela económico-individualista y aún esté fondeado tranquilamente en su estrecha bahía. No soy de los que desconocen los altos merecimientos de esta escuela, ni pretendo de ninguna suerte menguarlos. Tengo siempre en la memoria el denuedo con que riñó batallas, combates y escaramuzas contra ese socialismo de baja estofa, que hoy también ha encontrado intérpretes en los debates del Ateneo, contra ese socialismo que empieza pidiendo herramientas de trabajo, y concluye negando á Dios. Sé que la debo muchos y buenos oficios. ¡Oh!, sí, es mucho lo que debe mi pobre entendimiento á la escuela de los Smith, Say y Bastiat. Cuando ahora cae de nuevo un libro economista en mis manos, se me figura que recibo la visita de mi buena y anciana nodriza. Á ésta la estrecho entre mis brazos, pensando en el amante esmero con que en otro tiempo puso en mis labios el jugo de la vida. Á aquél le tiendo una mirada cariñosa, busco y leo con placer algún capítulo, cuya huella no se haya borrado de mi espíritu, y torno á colocarlo con el mayor cuidado en su estante, recordando que en otro tiempo ha provisto mi carcaj de escolar con firmes y aguzadas saetas.

Conste, pues, que me duele profundamente el ver al Sr. Rodríguez tan individualista. Sería muy largo el asunto, y no tengo en este instante tiempo ni oportunidad para dar explicaciones sobre este mi metafísico dolor. Día y ocasión llegarán tal vez en que sea más pertinente el hacerlo.

Mas el Sr. Rodríguez es un individualista que ha puesto siempre su palabra y su pluma al servicio de todas las grandes causas sociales. Con esto y con la afición que de poco acá se le ha despertado al estudio del Derecho, todavía puede esperarse que rectifique y temple algún tanto su espíritu intransigente. De un hombre de talento se puede esperar mucho; pero de un hombre de talento y sincero, debe esperarse todo.

Como no acostumbro á ocultar nada, tampoco quiero ocultar al Sr. Rodríguez uno de los efectos que me produce. He pensado muchas veces que el señor Rodríguez es el único que entre nuestros políticos conserva pura la tradición progresista. Creo ver en él el único ejemplar que hoy nos queda de aquella insigne raza de hombres fervorosos y resueltos, exagerados quizá en su odio á las instituciones del pasado, como en su amor á la libertad, pero firmes y generosos en sus pensamientos y en su conducta. El señor Rodríguez es, como si dijéramos, el último Abencerraje del progresismo. Si algún día tienen mis semblanzas el honor de pasar á la categoría de zarzuelas, pido al ilustre compositor que lleve á cabo tan meritoria empresa no deje de poner á ésta por música el himno de Riego.

No rías, mancebo presuntuoso, tú que apellidas cándidos á los hombres del progreso y reservas tus frases más ingeniosas y sarcásticas para el momento en que percibes los acordes del himno de Riego. Recuerda que al son candencioso de este himno derramaron tus padres mucha sangre por darte la libertad, que acaso tú no sabrías conquistar. Recuerda que vibró cual música de esperanza en los oídos de muchos moribundos mártires de la libertad y sonó aterrador en los alcázares de los tiranos. Quiero confesarte una debilidad, joven imberbe. Yo, cuando es cucho el himno de Riego, creo oir entre sus notas agudas y enérgicas los gritos triunfales de los héroes que lucharon hasta morir por la madre patria y por la santa libertad, y derramo lágrimas de gratitud y de alegría. ¡Lloro, joven escéptico, lloro como un cursi!

La oratoria del Sr. Rodríguez es genial y espontánea. No busca ni esquiva el efecto; esto es, no se entretiene en limar esmeradamente los períodos, pero tampoco llega su austeridad científica, y por ello le felicito, á despojarlos torpemente de sus galas cuando acuden ataviados á su lengua. Toda idea, por abstrusa que sea, puede expresarse en un período castizo, sonoro y terso, y no necesita, como algunos suponen, andar á tajos, barbarismos y mandobles con la gramática para darse á luz. Es flúido sin dejar de ser sencillo, castizo sin pedantería y enérgico sin afectación. Tampoco deja de poseer todo el donaire y gracejo que caben dentro de los límites que le impone la nunca desmentida y tradicional gravedad de su partido. No echemos en olvido que, ante todo, es el progresista, es decir, la imagen perfecta de la aguja imantada que sólo abandona por breves instantes la idea que señala. Pero es el progresista que guarda en su pecho, como precioso tesoro de padres á hijos trasmitido, toda la fe, todo el aliento y toda la inocencia de aquel memorable partido. No sé quién ha dicho que el partido progresista vivió durante algunos años con una idea y una cebolla. Yo creo que el Sr. Rodríguez sería capaz hasta de prescindir de la cebolla.

D. FRANCISCO DE PAULA CANALEJAS

C UANDO oigo decir que en España abunda el talento, mi pensamiento va á parar sin saber cómo al Sr. Canalejas. Cuando me dicen que escasean la diligencia y el carácter, sin saber cómo también pienso en el docto presidente de la sección de Literatura. Por más que no acabe de convencerme de que el talento busca puerto en nuestra patria con preferencia á otros puntos del globo, no cabe duda que el Supremo Hacedor mostróse pródigo y hasta rumbón, como acá decimos, y aun se le fué la mano con alguno de mis compatriotas.

¡Excelente cosa es el talento! Que lo diga, si no, el Sr. Perier, que en esta materia es testigo de mayor excepción. ¡Cuántas cosas buenas se pueden hacer con talento! Entre ellas, una semblanza de gracioso corte que agrade á los lectores y no disguste al orador. Lo cual es mucho más difícil que inflar un perro.

Para mí, el talento del Sr. Canalejas es materia de dogma. Aparte de que mi entendimiento así me lo dice, tengo otro motivo para creerlo. Es un motivo fantástico. Han de saber ustedes que allá en los tenebrosos laberintos de mi cerebro, he dado en representarme, sin que tenga fuerzas para huir esta insensata imaginación, las ideas y las cualidades del espíritu por los colores de la materia. Así que al amor me lo figuro blanco, á la simpleza rosada, al talento azul, al país rojo y á los constitucionales verdes. El Sr. Canalejas lleva siempre delante de sus ojos unos espejuelos azules. No me cabe duda, tiene talento.

Creo haber dicho ya, y si no lo he dicho lo digo ahora, que el talento del Sr. Canalejas está contrarrestado por un carácter enteco y tornadizo. Esto al menos se dice de público, y esto debemos creer pensando mal, que es la mejor y más fácil manera de acertar. En el espíritu del Sr. Canalejas han contraído matrimonio un talento macho y un carácter hembra. Y como este matrimonio no se ha verificado como el Santo Concilio de Trento lo dispone, para los buenos creyentes es un nefando concubinato.

La voz del pueblo (vox Dei) acusa, además, al señor Canalejas del feo pecado de holgazanería. Confesemos que en esta ocasión la voz de Dios ha dado un gallo. Para mí el Sr. Canalejas es un prodigio de actividad. Sólo con actividad, y con mucha actividad, se alcanza un nombre esclarecido en la literatura, en el foro y en la filosofía. Pero nuestro presidente sostiene lucha desigual, que agotará sus fuerzas, con un enemigo terrible: el tiempo. El tiempo es la materia primera de todo sabio, y sin ella no es posible laborar ciencia. Así se explica que el señor Canalejas aborde con denuedo todos los problemas del pensamiento humano y los abandone cuando aún no está bastante saturado de ellos. Yo hubiera deseado más verle ahondar en la ciencia de la estética, que tanto contribuyó á propagar en nuestra patria, que hallarle cual frívolo mancebo requebrando de amores, ora á los estudios de erudición literaria, ora al derecho, ora á la filosofía. Necesito hacer una salvedad. Si el Sr. Canalejas se ha dedicado al estudio del Derecho—incompatible, á mi juicio, con otros de distinta índole—por pura afición ó deseo de saber, merece que le censuremos acremente. Mas si ha dedicado sus talentos á la jurisprudencia tan sólo para alcanzar por su intercesión lo que no ha podido recabar por vías más amables, entonces sólo nos resta lamentarnos amargamente de que en nuestro país necesite un literato insigne sacrificar su vocación en aras de las necesidades físicas.

He dicho que el Sr. Canalejas tenía talento, y no me vuelvo atrás. Sobre que sería igual que me volviera, pues no dejaría por eso de tenerlo. Conviene que determine ahora de qué clase es su talento. Acerca de esto no puede existir duda alguna: el talento del Sr. Canalejas es esencialmente crítico. Como crítico no tiene rival hoy en España. Vaya usted á averiguar ahora por qué un hombre que posee dotes extraordinarias de crítico no piensa en criticar nada. Para la resolución de este problema recuérdese lo que he dicho en el comienzo de este artículo. De todos modos, es imperdonable que el Sr. Canalejas abandone el campo de la crítica, principalmente de la crítica dramática, á la impotencia petulante é insufrible de los literatos menores que hoy la tienen monopolizada para baldón de las españolas letras.

Las cualidades que lo realzan como crítico menoscaban su elocuencia, de la cual tiempo es ya que hablemos. Un crítico es un hombre que necesita criterio firme, talento analítico, dicción correcta y juicio sereno. No diré yo que estas aptitudes sean para el orador cosas superfluas, pero me atrevo á creer que tampoco son de primera necesidad. Tengo para mí que el docto lector ha enderezado ya su pensamiento hacia un insigne orador del Ateneo, y lo está desmenuzando sin piedad para comprobar mi aserto. Caro lector, ten el afilado escalpelo y observa que vas á cortar la fibra de la pasión y el hermoso tejido de la fantasía.

El Sr. Canalejas pasa por orador de muchas tildes. Con efecto, de tal modo peina y asea su palabra, que las frases que brotan de sus labios, por lo afeitadas y relamidas, semejan damas del tiempo de Luis XV. Salen con el cabello empolvado, las mejillas pintarrajadas y hasta lunares postizos. El señor Canalejas aspira, por lo visto, á hablar lo mismo que escribe. Supongamos que lo consigue: tendremos un elegante y castizo escritor que redacta su prosa con la punta de la lengua, pero no un orador. La oratoria necesita más de calor y oportunidad que de tildes.

Pero si no es un verdadero orador el Sr. Canalejas, bien puede considerársele en cambio (un cambio que nadie vacilaría en aceptar) como el prosista más elegante, más castizo y más flúido que hoy posee el idioma castellano. Es la prosa del Sr. Canalejas como una de esas bebidas azucaradas y refrescantes que se toman con delicia en una tarde calurosa del estío. Si la comparamos con las inmundas pócimas que diariamente nos hacen gustar las prensas españolas, parece ambrosía de los dioses. He aquí por qué leo sus discursos con más placer que los escucho. El Sr. Canalejas no pronuncia discursos, los dicta, ó lo que es igual, los pronuncia para el día siguiente. Pero al día siguiente son una obra tan lúcida y primorosa, que merecen llevar á su cabeza el humeante pebetero de la Academia con la metafórica inscripción: Limpia, fija y da esplendor.

La palabra de este orador sería flúida y expedita si no cuidara tanto de su aliño. Pero el público tiene que esperar á que cada una haga su toilette ó tocado, como decimos en romance, y éste se prolonga alguna vez en demasía. No sé decir si á esta frialdad que advierto en la oratoria del ilustre presidente contribuyen aquellos supradichos espejuelos azules. Creo que sí. Los ojos son un poderoso auxiliar para la lengua, y los del Sr. Canalejas son unos ojos mudos; mudos al menos para el auditorio, aunque agoten los giros más expresivos detrás de unas paredes cristalinas. Los ojos ríen, los ojos lloran, los ojos interrogan, los ojos amenazan. Nada de esto llega á nosotros cuando habla el orador que nos ocupa. El Sr. Canalejas habla como hablaban con su boca de sílice los antiguos oráculos egipcios. Se percibe el movimiento de los labios, se escucha el ruido de la voz, y nada más. Los ojos no varían el curso de la palabra, pero lo iluminan. Cicerón no hubiera confundido á Catilina si gastara anteojos azules.

En cambio, estos anteojos prestan á su pensamiento un optimismo que escandaliza al Sr. Revilla. La tierra para él es un segundo cielo. Los campos y las ciudades son azules para nuestro orador. Hasta al Sr. Revilla lo ve de color de cielo.

Se dice que es discípulo de Krause[2]. Distingamos. Si por krausista se entiende un personaje extravagante y soberbio que, colándose de sopetón en la morada de la ciencia, pretende dar con la puerta en las narices á cualquier otra doctrina que no sea la suya; es decir, si el krausista ha de ser un ultramontano vuelto al revés, el Sr. Canalejas está muy lejos de recibir con justicia tal denominación. Mas si ésta significa por ventura la creencia razonada en todas ó en parte de las doctrinas de aquel filósofo sin constituirse en sectario suyo, bien puede asegurarse sin temor de calumniarle que es krausista. ¡Que no fueran todos los krausistas como el Sr. Canalejas, tolerantes, flexibles, y sobre todo más estéticos en su obrar y decir!

Merced á su talento y á una base metafísica bien asimilada, nuestro orador habla con lucidez y discreción sobre todo lo que es asunto de la ciencia y del arte. Prefiero, no obstante, escucharle cuando diserta sobre el último punto. Entonces adquiere su frase el más alto grado de perfección y domina en las palabras como en los pensamientos una armonía que denota la irresistible vocación de su espíritu. No hay duda que el Sr. Canalejas está formado para amar la verdad por conducto de la belleza.

D. FRANCISCO JAVIER GALVETE

L A muerte, que todo la quebranta, también ha quebrantado un propósito que había concebido al inaugurar esta galería de oradores. Pensé que siendo los jóvenes de suyo sobrado inquietos para hallarse bien entre personas de tal gravedad y discreción como las que aquí han venido, era prudente no dar cabida en ella á los oradores noveles.

Por otra parte, el carácter de éstos ofrece tal vaguedad en los contornos y están sus tendencias tan borrosas y confusas, que la pluma nada acierta á definir con claridad en ellos. Al convertirse en hombres, acaso mostrarían mi semblanza como una de esas fotografías envejecidas y arrinconadas en álbum añoso que despiertan siempre la risa de los amigos de la casa.

Pero la muerte envejece más que los años. El que muere queda en un todo definido, y sus rasgos fijados por una eternidad. Es un joven muerto de quien os voy á hablar.

Poco más de un mes hace todavía que un puñado de yeso cerró para siempre en tétrica estancia el cadáver de Javier Galvete, y ¡cuántos le han olvidado ya! Tal vez á alguno le parezca demasiado tarde para hablar de él. ¿Haré mal en entregar á su indiferencia con este recuerdo el nombre de un amigo querido? ¡Decídmelo los que escuchasteis por última vez aquella palabra vigorosa y acerada que hacía vibrar las conciencias! ¡Decídmelo los que visteis aquel rostro, lívido por el dolor y por la duda, mirando por vez postrera hacia vuestros escaños, con los ojos opacos y ansiosos del gladiador que muere en la arena! ¡Sí! murió el atleta del espíritu, y el olvido fué la losa que cerró su tumba. Mas yo tengo motivos poderosos, motivos del corazón, para no asociarme á tal olvido, y quiero rendir á Galvete con estas líneas un triste y fraternal homenaje.

Javier Galvete había alcanzado una madurez de entendimiento fatalmente prematura. Como ciertos frutos que ostentan desde muy temprano su dorada corteza entre las verdes hojas del estío, Galvete ocultaba una inteligencia de gran alcance, bajo una frente de niño. Pero los frutos prematuros no pueden resistir el ímpetu del vendaval ni las tempestades del verano, y caen y se corrompen en el suelo. Así cayó Galvete del árbol de la vida.

De aquellos dos grupos de temperamentos que se reparten el linaje humano, el uno soñador, místico, entusiasta; el otro, práctico, sereno, impasible, Galvete pertenecía al primero. El mundo indiferente y egoísta en que vivimos era pobre escenario para un espíritu tan ardiente y turbulento como el suyo. Mejor le cuadrara aquel otro de tensión extrema, de fiebre, que recibe el nombre de Edad Media. En sus locas empresas, en sus férreos dogmas, en sus intensas emociones, conseguiría tal vez apagar la sed que lo devoraba. Este afán ansioso que sentía de llenar su alma de ideas para engrandecerla, llevóle harto temprano, sin auxilio de nadie y sin medios de fortuna, al país donde hoy se forjan los más altos pensamientos, á la tierra insigne de Alemania. ¡Cómo se repitió con mi infeliz amigo el viejo cuento germano! La pérfida Loreley, la virgen de los cabellos de oro, disfrazada ahora con el manto inmaculado de la filosofía, le atrajo con sus cánticos suaves para hacerle morir traidoramente.

Los que hemos conocido á Galvete nunca dudamos de su mérito y sabíamos bien que no tardaría en hacerse la luz sobre su nombre. Mas él mostrábase indiferente y hasta esquivo á las seducciones de la gloria, tal vez porque reclamaba toda su atención la cruel batalla que se reñía en su conciencia. La idea religiosa llenó completamente su breve existencia. Al nacer á la vida de la razón sintióse acometido de esa terrible enfermedad que azota nuestro siglo y que amarga todos nuestros placeres. La duda impía alojóse en su cerebro. Muchos estudios, muchas vigilias, muchas torturas consiguieron al cabo lanzarla fuera, pero al salir dejó atrás un cuerpo marchito y agotado, propio para servir de presa á la tisis.

Nada hay más horrible que esos gritos desesperados del pensamiento que á toda costa quiere ser acción. Galvete los sintió siempre tronar en sus oídos. Apenas nacidos, ya le atormentaban demandándole una instantánea realización, y su alma y su cuerpo se esforzaban en vano por concedérsela. Esta lucha le producía fiebre y la fiebre le mataba lenta, pero seguramente.

La enfermedad es antigua. El espíritu del hombre vive en perpetua agitación como las aguas del Océano, sube como sus olas hasta los cielos y baja también á los más negros abismos. Y así, entre el dolor, la duda y la esperanza se mueve eternamente el mundo de los seres humanos. Feliz el hombre cuya vista no penetra la región de los sueños y de las ambiciones. Su vida ignorada, apacible, monótona, es mil veces más dulce que la de aquellos cuyo cerebro pudiera tomarse por guarida de fantasmas.

¡Feliz aquel que trata á sus nervios como viles lacayos! ¡Plegue á Dios que jamás se le rebelen ni promuevan algaradas en su organismo! Porque si la lucha del hogar doméstico está pintada con tan sombríos colores por los moralistas, ¿qué debemos pensar de la que existe en el fondo de la conciencia? Sí, hombres que sufrís los excesos del pensamiento, ¡guerra á muerte por díscolo y traidor al sistema nervioso cerebro-espinal! ¡Loor eterno al prudente tejido muscular! Él sólo es fuerte y á la par sensato y honesto.

El mal se ha recrudecido de un modo alarmante en nuestros días. El vértigo se ha apoderado de todas las cabezas, quiero decir, de casi todas. Todo se piensa, todo se medita, todo se proyecta, pero nada se deja sazonar. El minuto mata al minuto y el pensamiento al pensamiento, y en esta desenfrenada actividad intelectual se rompe la armonía del espíritu y se disipa el encanto de la vida. Y es lo peor que cada hombre no se resigna á ocupar el sitio que le corresponde en la obra de las generaciones, no quiere limitarse á cultivar con paciencia el suelo que pisa, sino que aspira, en los breves días que se le otorgan sobre la tierra, á resolver todos los problemas, á someter los imperios del cielo y de la tierra á su dominación.

Yo no sé si Galvete era un hombre religioso ó un impío. Los hombres religiosos que me han hecho conocer desde muy temprano, respiran sosiego y alegría por todos los poros de sus mejillas frescas y rosadas por punto general: su marcha es reposada y firme: están siempre en guardia contra su pensamiento, y hablan sin escrúpulo de todas las cosas que no se relacionan directa ni indirectamente con el dogma. La Providencia, pero una Providencia regocijada y próvida, parece habitar en su alma. ¡Cuán diferente de ellos era Javier Galvete, tan brusco, tan flaco, tan triste, tan inquieto!

Yo he oído decir, sin embargo, que la meditación sobre la naturaleza de Dios es un verdadero culto. Nuestra alma se desprende de lo que es perecedero y finito, y marcha hacia lo absoluto é infinito en alas de la razón, penetrándose del amor eterno y de la armonía del universo. Acaso sean éstas huecas palabras de una filosofía revolucionaria y atea.

Lo cierto es que nuestro joven orador no iba á la moda en materia de religiosidad, sin comprender que á todo el que pretende romper con la moda se le levanta una cruz en este mundo.

Como escritor tuvo también este ilustre joven la mala ventura de no ver aprovechadas sus notables aptitudes por la prensa política afín á sus ideas, necesitando poner su pluma, para subsistir, al servicio de otra menos liberal.

De este ultrajante grillete que la necesidad aplicaba á su inteligencia durante el día, vengábase á la noche lanzando rojas oleadas de una oratoria vivaz y atrevida sobre las dormilonas cabezas de los reaccionarios del Ateneo. Nadie como él logró estremecerlos azotando sin compasión sus invasoras doctrinas, después de arrancar á jirones el oropel con que se encubren. Aquel rostro pálido y de algún modo siniestro, aquella palabra audaz, penetrante, fanática, traían á la memoria las predicaciones de los primeros campeones de la Reforma. Como en los de ellos, brillaba alternativamente en sus discursos un entusiasmo ruidoso, un amargo desengaño ó una ansiedad febril. Sin embargo, aunque exaltado é impetuoso en el debate, era dulce y afable cuando hacía reposar su espíritu angustiado en el seno de la amistad. Me complazco en afirmarlo aquí para desvanecer cualquiera duda que acerca de su carácter pudieran concebir los que no conocieron á Galvete más que en las discusiones académicas. Se había erigido en apóstol de los derechos del individuo y del Estado, enfrente de las pretensiones del tradicionalismo monstruosamente acentuadas en estos últimos años, y acaso movía su lengua con demasiada sinceridad para la usanza de esta tierra. Su oratoria era profunda y nerviosa. Hablaba con una facilidad severa y restringida, como aquel que quiere hacer que prevalezca la idea sobre la palabra. La acción con que se acompañaba tenía poca variedad; era monótona, pero se acomodaba bien á ese género de oratoria sin efectos, serena y clara, donde cada juicio vale una sentencia y cada palabra un hecho. Era una oratoria interior más que exterior. Los años hubieran limado las asperezas de su estilo y los arranques de su misticismo, y entonces pasaría á formar entre los más grandes oradores.

Pero ¿á qué imaginar lo que pudo ser? Acordémonos más bien de lo que ha sido: un joven que pensó, que sintió con exceso y que pagó con la muerte el capricho de pensar y de sentir las cosas que tienen sin cuidado á los demás; un perseguidor infatigable de fantasmas; uno de esos hombres que en el jardín de la vida se empeñan en coger tan sólo aquellas flores tristes y simbólicas que la fantasía del pueblo ha llamado pasionarias.

La verdad es que el número de éstas va aumentando de tal modo, que amenazan cubrir con fúnebre manto los vergeles de la tierra. Todos los antídotos de la filosofía optimista no bastan ya á convencernos de que esta vida sea más que una serie dolorosa de tristezas y decepciones. La muerte va adquiriendo de día en día mayor reputación entre los hombres razonables. Y es que la vida debe parecerse á una de esas mujeres coquetas y abominables de las que nos cuesta gran trabajo separarnos, pero que, después de conseguido, nos admiramos de haber amado tanto. Por el contrario, la muerte es tranquila, serena, inalterable como la virgen de los últimos amores. ¿Vale tanto por acaso una vida de dolores y desengaños como el dulce reposo de lo eterno? ¿Y qué otra clase de vidas ofrece el destino á los que nacen con talento? El talento es ya por sí una enfermedad, por más que esta enfermedad, como la de las ostras, produzca hermosas perlas, y el que lo posee lo arrastra por el mundo con trabajo. Fuera de los carriles ordinarios de la vida, va tropezando con todo, chocando con los infinitos obstáculos que la preocupación, el egoísmo y la rutina oponen á su paso, y cuando llega al término de su carrera, que es la muerte, ha dejado ya en jirones por el camino todos los deseos y todas las ilusiones de su alma. El hombre que muere sabe que deja en pos de sí un universo de desdichas cuyo amargo jugo hubiera él gustado gota á gota, á prolongarse más su estancia en este suelo. Lo que nos hace amar la vida es la seguridad que tenemos de perderla. Sin esa seguridad, no me cabe duda que la miraríamos con desdén, y ¡quién sabe también si con horror!

He visto morir á algunos de mis amigos cuando habían llegado á la plenitud de las esperanzas, pero no á la de la razón. Pues bien: creo, después de considerar atentamente su existencia, que á serles posible, ninguno volvería de la región de las sombras, ninguno atravesaría de nuevo la laguna Estigia para mezclarse otra vez con la turba de los vivos. Galvete menos que todos querría emprender nuevamente su fatigoso Calvario. Él, que ha descifrado ya el enigma tremendo de lo infinito, conoce bien lo que vale este mundo finito. Algunos, muy pocos, atraviesan la tierra de día. Galvete la atravesó en las horas más negras de la noche. Por eso de los hombres como Galvete no debe decirse que mueren, sino que hacen dimisión de la vida.

D. EMILIO CASTELAR

I

C ASTELAR y el P. Sánchez!

No es posible negar que nuestra patria es incomprensible y caprichosa en extremo. Unas veces se dedica á lo sublime, y sumergiendo su mano en lo profundo, arranca del rizado mar de su poesía una figura como Castelar. Otras se entrega con pasión á lo cómico, y despide de su seno entre muecas y contorsiones oradores como el P. Sánchez. Castelar y el P. Sánchez son el alfa y la omega de mi humilde trabajo. He salvado como pude el paso que media, según dicen, entre lo ridículo y lo sublime.

Pero abordar el carácter y la fisonomía oratoria del señor Castelar ofrece un sinnúmero de dificultades. La primera y más principal, en mi concepto, es la falta de perspectiva. La figura de Castelar, como orador, diré, empleando una locución técnica, que está tallada en colosal, y es de todo punto imposible, sin alejarse un tanto, apreciar con exactitud su valor artístico. Confieso que no puedo darme cuenta cabal del sitio que ocupa en el horizonte del Arte, y entrego por lo tanto esta mi semblanza á la enmienda de los futuros. Otra de las más grandes dificultades que se me ofrecen es el compromiso formal que he contraído al comenzar mi tarea de eliminar por entero el aspecto político del orador para ceñirme exclusivamente á su aspecto académico. ¡Oh! si me fuera dado mirar, siquiera fuese con el rabillo del ojo, al Parlamento, ¡con cuánto grande hombre pondría á mis lectores en contacto! Les contaría la vida y milagros de aquel insigne orador que al terminar su discurso se sentó con la mayor dignidad sobre el vaso de agua. Y los de aquel otro que tratándose de la langosta pidió la palabra para una alusión personal. Sin olvidarme tampoco de aquel que al llegar en su discurso cargado de apóstrofes, epifonemas, perífrasis y concatenaciones á la frase: «pensáis tal vez, hombres ilusos, que Napoleón...» la repitió tres veces, y murió con Napoleón en la boca, realizándose en los escaños del Congreso aquel día un Waterloo de risa. Pero yo no soy cronista del Parlamento, sino del Ateneo, y es fuerza que guarde en el fondo de mi pupitre las historias que acabo de mencionar y otras muchas no menos sabrosas y divertidas. De ello me pesa con toda el alma, porque estos señores académicos tan graves y comedidos que no son capaces de romper un plato, ni de sentarse sobre un vaso de agua, me obligan á guardar demasiada ceremonia. Siento que allá, por los laberintos de mi imaginación, viene, va y torna un espíritu retozón y travieso que está ganoso de reir á toda costa, y me empuja fuertemente á ocuparme de otra ralea de oradores menos sabios, menos artistas, pero más amenos.

También hoy es necesario que dormite en la más enervante postración. Se trata de Castelar, del más grande de nuestros oradores, y me veo en la precisión de ponerme el frac y adoptar un continente grave y respetuoso. Castelar, como orador, no pertenece solamente al Ateneo, pertenece á España, pertenece al mundo, pertenece á la libertad. La tiranía ha tenido á su servicio grandes filósofos, juristas y hasta poetas. Jamás ha tenido un grande orador. Cicerón, Demóstenes, Mirabeau, Oconnell y Castelar son hijos de la libertad. Es que el filósofo, el jurista y hasta el poeta envían sus cuartillas corregidas á la imprenta, mientras el orador lanza su alma toda entera, sin tachas ni raspaduras, por la boca y por los ojos á la muchedumbre. La muchedumbre, que no es capaz de percibir toda la perfidia que puede esconderse entre los renglones de un libro, ve con admirable instinto la que se oculta bajo los ojos de un hombre, y sabe matar con el desprecio al que la engaña.

Castelar, en la ciencia, en el arte y en la vida, representa un pensamiento amable, pero inverosímil y extraño para nuestra sociedad. Este amable pensamiento se llama en la ciencia panteísmo, en el arte realismo y en la vida armonía.

Castelar es un campeón de la causa de la naturaleza. Es panteísta en el gran sentido de la palabra, en un sentido fundamental. Esto ha hecho pensar á muchos que el famoso orador es hegeliano. No puedo creerlo. No es Hegel el que ha hecho panteísta á Castelar, sino que, siendo el panteísmo inherente y virtual en su modo de ser, ha permitido que la filosofía hegeliana influyera poderosamente en su espíritu. Pero Castelar no es el panteísta especulativo que procede con rigurosa dialéctica para encerrar el pensamiento en un sistema, no; es el poeta, es el enamorado de las formas vivas que percibe con la claridad de un iluminado el lazo invisible que existe entre los dos aspectos, bajo los cuales el universo siempre idéntico y el mismo se ofrece al espíritu y á los sentidos. La filosofía de Castelar no permanece inmóvil y como cristalizada en el abstracto recinto de una fórmula matemática ó dialéctica, es una filosofía que arranca del fondo mismo de su naturaleza, es una filosofía puramente individual.

Esto significa que nuestro orador no siente la imperiosa necesidad de dar á la vida soluciones concretas, que es á la postre de todo lo que hace brotar los sistemas. La vida le parece demasiado rica, demasiado varia para someterla al imperio de una fórmula inflexible y abstracta. Sin embargo, busca con ansia la generalización, la síntesis que son leyes del espíritu, huyendo de un particularismo estrecho y falto de perspectiva con el que no podría acomodarse jamás su elevado pensamiento.

Esta filosofía individual no puede menos de engendrar una religión excesivamente flexible y humana. La inmortalidad se ofrece á su inteligencia como una trasformación incesante, como un progreso sin fin, en el cual el espíritu llega á agotar todas las formas de la vida infinita. Esta religión tiene su catecismo en el gozoso panorama de la Naturaleza. En todas las páginas de este catecismo se encuentra grabado el excelso nombre de Dios. Mas el Dios de Castelar no es el Dios crucificado, no es el Dios transido de dolor, sino el Dios en quien se expresa todo lo que vive y siente, que incesantemente se trasforma, que incesantemente se modifica, que muere en la naturaleza para renacer en el espíritu, y se ofrece, total y absoluto, en una evolución infinita.

El arte es una de las formas que ese Dios afecta al bajar sobre la tierra, y nuestro orador le rinde un culto apasionado. Si he dicho que Castelar era realista, entiéndase que no es el realismo efímero de los tiempos presentes el que le cautiva, sino el realismo que parte de la célebre fórmula de la lógica hegeliana, toda idea es realidad, toda realidad es idea. La idea realizándose bajo forma sensible, ése es el arte, y artista el que siente palpitar la idea bajo la forma.

No obstante, aunque Castelar representa en la esfera del arte la apoteosis de la forma, no se le puede acusar de haber alentado con su ejemplo ese cúmulo de producciones frívolas, donde la miseria del fondo aspira á velarse por los artificios de la forma. El fondo y la forma en el arte no se distinguen perfectamente como á primera vista parece, sino que mantienen tan estrecho enlace que es imposible separarlos en la obra bella. ¿Quién sería capaz de distinguir el fondo y la forma en un cuadro de Velázquez ó en una melodía de Haydn? Castelar expresa bellamente lo que acude bello á su pensamiento. ¿Será por ventura responsable de que algunos se empeñen en expresar de un modo bello lo que acude feo y desgraciado á su imaginación? Lo que es preciso buscar en el arte, y lo que nuestro orador alcanza en grado superlativo, es la espontaneidad individual disciplinada y corregida por la regla, que debe presidir á toda concepción artística para comunicarle las proporciones convenientes.

Pero se le censura, á mi juicio, con señalada injusticia por el empleo, según se dice, abusivo de las formas artísticas. Es opinión demasiado extendida que Castelar sacrifica la precisión y el rigor, que son los atributos de la exposición científica, en aras de la fantasía, la cual quebranta y destruye con sus imágenes el encadenamiento lógico y necesario con que el entendimiento enlaza, los juicios á los juicios, y las consecuencias á las consecuencias. Veamos lo que hay de fundado en esta censura. Indudablemente el empleo de las formas artísticas en el discurso tiene un límite, y no hay estético que no se apresure á señalárselo. Pero este límite todos convienen que está determinado, de un lado por la naturaleza del discurso, y de otro por la naturaleza de lo bello. La belleza de la expresión contribuye poderosamente á llevar el convencimiento al ánimo del auditorio; mas según que el discurso se proponga demostrar lógica y razonadamente una idea ó sólo infundir el amor á esta idea ó hacerla triunfar en el ánimo del auditorio, así se habrá de restringir ó extender el uso de la forma artística. Á este propósito, dice Schiller: «Existen dos clases de conocimientos: un conocimiento científico que está basado sobre nociones precisas, sobre principios reconocidos; y un conocimiento popular que no se funda más que en sentimientos más ó menos desenvueltos. Lo que es ventajoso para el segundo es con frecuencia contrario al primero». Ahora bien: no debemos echar en olvido que Castelar es el tribuno, no es el disertante, es el apóstol de la libertad y la libertad es una verdad popular. No hay duda que fué necesario demostrarla científicamente, pero ésta es la obra de la filosofía moderna, á partir de Kant. Castelar concibió la titánica empresa de hacerla amable en este país, cuyo sentido político hubieran pervertido largos siglos de tiranía y fanatismo. Es el fundador de la democracia en España, es el propagador de una idea esencialmente popular y nunca se vió que las ideas populares fuesen difundidas por maestros y pedagogos, sino por poetas y oradores. El profesor busca en su discurso un resultado futuro, el desarrollo intelectual de su discípulo mediante la adquisición de ideas perfectamente deducidas y probadas. El orador popular aspira á un resultado inmediato y para esto es indispensable que trabaje sobre la imaginación de sus oyentes, individualizando, haciendo sensibles las ideas. De aquí nace ese estilo animado, lleno de vida y colorido con que los escritores y oradores populares como Castelar difunden sus conceptos, el cual representa una transacción feliz y armónica entre el entendimiento que busca sobre todo el encadenamiento, la continuidad, y la imaginación que aspira á tocar y sentir la realidad y el calor de las ideas. Castelar, por el esfuerzo de su naturaleza armoniosa y comprensiva, junta y agrega lo que la abstracción había separado, y en vista de las facultades espirituales y de las facultades sensibles del hombre, se dirige á él todo entero y lo atrae por ese encanto irresistible que producen cuando se encuentran reunidos lo verdadero y lo bello.

En la vida Castelar tampoco representa un fragmento, sino toda la humanidad. La moderación y la actividad que se observa en su conducta es un signo de fuerza. Sólo los débiles son obstinados é impacientes. Contempla la vida con mirada serena y recoge en conjunto todos sus elementos sin predominio ni monstruosidades, porque es un espíritu equilibrado. Se ajusta fácilmente al medio y á las condiciones de su existencia, pero las modifica mediante la influencia de su genio. Castelar entiende que la vida es un arte y no una fiebre, que la continuidad moderada de la acción vale mucho más que una agitación estéril y morbosa. Por eso no opone diques inútiles á la corriente de las ideas, sino que busca el medio de encauzarla para que le conduzca al resultado que se propone.

Hay muchos hombres que, aun cuando fabricados de barro como todos los demás, aspiran á tener la consistencia de los peñascos ó creen cumplir con su conciencia ofreciéndose inermes al torrente devastador de las preocupaciones, como aquellos indios que se arrojan voluntariamente entre las ruedas del carro triunfal de sus ídolos para ser aplastados. Estos hombres merecen respeto por la pureza de los motivos que los impulsan. Pero es necesario convenir en que no deben ser hombres de acción en ninguna causa, porque, lejos de contribuir á su triunfo, lo retardan considerablemente. Tienen un puesto señalado en las esferas de la pura teoría, porque son impotentes para discurrir por los laberintos de la realidad. La vida es una continua transacción entre lo ideal y lo real, y aquel que no sabe transigir no debe acudir á ella.

Castelar tiene un fin que llenar en nuestra patria y lo persigue con un celo y al propio tiempo con un sosiego que me traen á la memoria aquellos hermosos y profundos versos de Goethe: «Como la estrella, sin prisa, pero sin tregua, que cada uno se mueva dentro de su propia naturaleza». No puede petrificarse en la defensa obstinada de uno sola verdad porque pertenece á su obra y su obra es grande y comprende muchas verdades. No puede retraerse de la lucha porque el retraimiento enerva y enmohece la inteligencia. Todavía en estos tiempos en que la vida política arrastra una existencia precaria, cuando se ha hecho un silencio mortal en todos los locutorios de la opinión, cuando no se escucha el crujir de una pluma sobre el papel, cuando no se mueve una hoja en los árboles ni una lengua en la tribuna, sólo el gran orador es capaz de sostener la contienda, porque él solo habla un lenguaje que no es el de las parcialidades políticas, un lenguaje que no lastima á nadie y que á todos seduce.

Una vez preguntaron á Sieyes: «¿Qué habéis hecho durante el Terror?» «¡Qué es lo que he hecho! He vivido.» Y había hecho bastante. Cuando rodando los tiempos le pregunten á Castelar: «¿Qué habéis hecho durante el período del Silencio?» «¡Qué es lo que he hecho!—podrá contestar.—He hablado.» Y aquellos hombres casi no podrán creerlo.

II

Los que voy á trascribir son datos suministrados por un espíritu, ó si se quiere trasgo con quien suelo celebrar conferencias de importancia suma. Es un trasgo verídico, al menos por tal le tengo, pero se ha dedicado últimamente, con harta asiduidad para lo que corresponde á un duende de su significación, á las lecturas de Hoffman, Poe, Fernández y González y otros escritores no menos alcohólicos, y me temo un poco que su cabeza, como la del ilustre hidalgo manchego, no rija de un modo cabal. Ustedes decidirán después de haberle escuchado si conserva una pizca de juicio ó si será preciso oirle como quien oye... á Perier.

No hace muchas horas vino á mí con afectado misterio, y me dijo: «¿Estás escribiendo la semblanza de Castelar, no es verdad?» Sí. «Pues yo, que he vivido con todas las generaciones y en todos los países, te puedo comunicar datos interesantes para tu trabajo.»—Vengan esos datos—repuse. Y entonces el fantasma comenzó á silbar con sigilo en mi oído este inverosímil y descabellado relato:

«¡Castelar! Castelar tiene una historia mucho más larga de lo que tú te figuras. Vosotros sabéis admirar y aplaudir á los grandes espíritus, pero rara vez os detenéis á estudiar su procedencia ó filiación histórica, ni las fuerzas ideales anteriores que han concurrido á su generación. Vosotros los humanos...»—Aquí el fantasma se despachó á su sabor contra nuestra raza y hago gracia á los lectores de su filípica, que no les habría de complacer gran cosa.

«Castelar—prosiguió el espíritu—es un regalo que el viejo Oriente envía al Occidente. Salió de la cabeza de Brama cierta noche en que las estrellas, con un dulce titilar, llamaban el pensamiento hacia lo infinito, cuando las oscuras ondas del sagrado Ganges relataban muy quedo á la flor del lotus, que se inclinaba sobre su corriente, los misterios inescrutables de la muerte, cuando el piadoso anacoreta, postrado en tierra, murmuraba tembloroso su enigmática oración, cuando el ruiseñor turbaba sólo el silencio augusto de la naturaleza con su grito de amor y de esperanza.

»El dios luminoso que le diera el ser envióle como fiel mensajero de su abdicación cerca de su hermano Zeos, y éste le prodigó mil agasajos, haciendo brillar su Olimpo con todo el esplendor de sus encantos perdurables. Todo cuanto una imaginación sobrehumana puede apetecer de dulce y halagüeño derramólo el monarca de los dioses en su feliz morada para honrar al venturoso embajador. Hasta se pensó en celebrar corridas de toros, pero el dios Apolo, con su séquito de musas, declaró rotundamente que en este caso no tomaría parte en las fiestas, y fué abandonado el proyecto. Aquella serie sin tregua de placeres y delicias comenzó á cansar á vuestro orador, comenzó á aburrirle la conversación del dios Júpiter, que no le dejaba ni á sol ni á sombra, y llegó á empalagarle la ambrosía. Así que un día, tomando de aquél la regia venia, descendió por los suaves declives del Olimpo á las llanuras del Ática, y bajo los plátanos del Agora, comenzó á arengar á la multitud de libres cuanto ociosos ciudadanos que allí rendían á la sombra culto á la libertad y al arte.

«Después le vi muchas veces, ya en el taller de Fidias, ora en los jardines de Academo escuchando atentamente los discursos de Platón, ora también en los misterios de Eleusis dedicado á interpretar los ruidos de las hojas del árbol sagrado al ser heridas por el viento. Parecía feliz y no me preocupé más de él.

»Largo tiempo después le volví á encontrar en Roma, cuando ésta, fatigada por las discordias civiles, plegaba sus brazos y bajaba su orgullosa frente ante la majestad de Octavio Augusto. Fué en una sesión del Senado. Se hallaba éste reunido en la Curia Hostilia sobre el Foro. Una docena de lictores que á la puerta vigilaban, anunció la llegada del cónsul Josefo que debía presidir la Asamblea. Antes de penetrar en el templo detúvose en el peristilo para consultar los auspicios, siguiendo la antigua práctica. Parecióme, sin embargo, que al observar las entrañas de la víctima inmolada, se dibujaba en su rostro angular y glacial una sonrisa ambigua y poco ortodoxa. Los sacerdotes declararon que los padres de la patria podían deliberar, y el cónsul entró en el recinto seguido de su cortejo. Una vez dentro, se aproximó al altar de Jano (el de las dos caras) y ofrecióle incienso y vino. Después fué á sentarse en su silla, y como la sesión aún no se había abierto, muchos senadores rodearon al cónsul departiendo entre sí con grande animación. Pude notar que aun cuando todos dirigían un diluvio de preguntas al presidente, éste apenas desplegaba los labios, limitándose á sonreir de aquella manera equívoca que ya antes me llamara la atención y á sacar de su esportilla algunos caramelos que ofrecía con agrado á los padres. Estos revolvíanlos en la boca con no poco regocijo comentando al propio tiempo en detalle todos los matices de la sonrisa que los había acompañado. Los unos pretendían que aquélla era una sonrisa de oposición, mientras los otros la juzgaban de todo punto ministerial. Y entre estas y otras azucaradas razones se abrió la sesión. Uno de los ediles del Senado se levantó para leer una proposición en la cual se elevaba al príncipe del Senado Antonio á la categoría de Eterno, la cual hubo de agradar tanto á la Asamblea que prorrumpió en calurosas muestras de entusiasmo. En vano fué que Antonio rehusara con fuerza esta pequeña distinción, pues la mayoría en masa, como un solo empleado, decidió á todo trance votarla. El edil proponente se levantó entonces á dar las gracias al Senado, y suplicó á los padres se sirviesen decretar para conmemorar tan fausto acontecimiento se inmolasen en el templo de la Concordia 150 ilegales. En este instante el tribuno Emilio pidió la palabra desde su subsellium y reconocí en él á Castelar. Pronunció una brillante arenga combatiendo esta sangrienta proposición, y haciendo la defensa de las antiguas formas republicanas tan escarnecidas en aquellos días, por los que volvían su rostro al sol del Imperio, que era el que más calentaba por entonces. Me fué imposible oir por entero su discurso, pues las continuas y ruidosas interrupciones de que era objeto impedían que su voz llegase muchas veces á mi oído.

»No volví á verle en Roma y perdí su pista durante toda la Edad Media. En el siglo XV me dijeron que haciendo unas excavaciones en la ciudad de Agrigento, al levantar la tapa de una urna, maravilloso trabajo de cincel griego, lo encontraron dormido profundamente sobre el manuscrito de las obras de Homero.

»Por último, le vi una vez más en la Universidad Central de Madrid. Explicaba la historia del universo en una cátedra de diez pies en cuadro con honores de pasillo. «¡Ay—exclamé para mis adentros,—y cómo echarás de menos, ilustre heleno, aquellos tapizados jardines del Ática, donde tantas veces te he visto conversar con Isócrates y Platón!»

»En aquel momento el profesor fijó en mí su mirada perdida, y cual si viese mis adentros ó fueran también los suyos, dijo:

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

».....Al posar, señores, nuestra vista sobre los campos resplandecientes de la Grecia, sobre el Olimpo, ornado de mirtos floridos, de lentiscos, de laureles, en cuyas hojas brillan eternamente gotas de rocío que descomponen la luz en mil varios matices; monte coronado de un cielo siempre etéreo y azul, desde cuya cima se descubren á lo lejos las ondas del mar, que se rizan en blancas espumas, y el Oriente, la cuna del sol, la cuna también del paganismo, y al ver aquel templo misterioso convertido en ruinas, sus dioses en momias, secas las flores que lo cubrían, perdidos sus cánticos sin que de ellos quede ni un eco en los aires, desiertas las rientes playas por donde corrían, coronadas de verbena, sus teorías, una indefinible tristeza se apodera de nosotros y parece que se despierta en nuestra alma un sentimiento hostil al cristianismo.»

III

Cuando una idea baja de la región de las madres á tomar carne en un hombre, agota con habilidad que maravilla, sin distraer uno solo, todos los recursos que nuestra naturaleza finita la ofrece para mostrarse admirable; y aparece el genio. Castelar ha encarnado en los tiempos presentes la idea de la elocuencia. El que desee ver claramente las pruebas de esa verdad no tiene más que examinar con cuidado su vida y sus escritos, y podrá observar con cuánta energía se muestra el orador en todos los rasgos del hombre y en todas las páginas del escritor. Leed cualquiera de las obras de Castelar y, sin daros cuenta de ello, vuestros labios empezarán á moverse, pronunciarán al principio tímidamente aquellos tersos períodos, después los dirán con énfasis, y al cabo de algún tiempo, si algo no os saca de vuestra distracción, estaréis declamando en alta voz. Es que por todas las páginas del libro corre y centellea la idea de la elocuencia. Es que Castelar es siempre un orador.

¿Y qué es un orador? El orador es para mí el hombre á quien Dios entrega la espada del espíritu, la palabra. Unas veces se sirve de ella para sacar muelas en la plaza pública, y otras para volcar los imperios. Pero esta espada sale alguna vez de las fábricas cerúleas luciente y afilada como aquella de fuego que, al decir de la Biblia, un ángel esgrimió contra nuestros primeros padres á las puertas del Paraíso, y la Providencia las destina á los seres privilegiados como Castelar. Otras salen melladas y opacas como la que Bernardo usara en otro tiempo, y son las que el Padre Eterno regala á los seres que nacen sin privilegios como Perier.

La palabra de Castelar es una palabra exuberante, briosa, con todo el calor de la juventud. Es una palabra destinada á hacer la luz en el profundo piélago de nuestra política, sublime y aparatosa como la de Moisés, flexible y gubernamental como la de un lord.

Su espíritu recibe todos los días nuevos ensanches como las grandes poblaciones, y la palabra corre con presteza como medio de comunicación á infundir la vida y el movimiento en la nueva ciudad. Es una fuerza que sin cesar acrece, llenándose de todo lo sano que flota en el ambiente que respira, y su palabra recibe en cada transformación un nuevo temple que la hace esclava, bella y sumisa de un pensamiento grande.

Mas esta esclava es una esclava india, no hay que dudarlo, y por más que en ocasiones vista á la europea y siga la moda de París, veo aprisionado en sus ojos el rayo de sol del Mediodía y en sus cabellos negros y sedosos contemplo las sagradas selvas del Indostán.

Castelar trae del Oriente el sentido poético de la naturaleza tan necesario para templar y vigorizar los vuelos harto descompasados del ideal en nuestra Europa. Su estilo es un estilo plástico y poblado de imágenes que giran en caprichosos pasos por delante de vuestros ojos con la sonrisa en los labios y apuntando al porvenir.

¿Nunca sumergisteis vuestra mirada en las profundidades del mar durante una tarde sosegada y dulce del estío, en una de esas tardes en que se muestra trasparente como una doncella que quisiera abriros su corazón? ¡Cuánto rico tesoro, cuántas espléndidas ciudades olvidadas para siempre en el seno de las aguas os hace ver la inquieta fantasía! Sumergidlas también en las profundidades de ese estilo oriental, y alcanzaréis á ver los prodigiosos tesoros y las maravillas que puede fabricar la palabra humana.

Es una felicidad para el Sr. Castelar no haber nacido en los tiempos de Nerón ó de Calígula, porque su lengua admirable haría nacer indudablemente en aquellos insensatos la infernal idea de cortársela para servir de plato en sus festines.

¿Por qué no se mueve ya esta lengua en la cátedra del Ateneo de Madrid? ¿Por ventura teme la competencia de la hoja de Albacete que esgrime el P. Sánchez entre sus carrillos? ¿Ó le infunde pavor la brocha de polvos de arroz que Perier pasea dulcemente por su boca?

No dejo de comprender que la política es una amiga celosa y exclusiva que con frecuencia nos priva de cualquiera otra inocente distracción. Tengo presente, además, que usted, D. Emilio, necesita aprovechar todas sus fuerzas para llevar á feliz término la patriótica tarea que ha emprendido; ¿pero se figura usted que en el Ateneo no hacemos política? Vaya si la hacemos y muy flamante y muy seria[3]. Si usted pensara en dar una vuelta por aquí, no dejaría de tropezar con algunos jóvenes de corazón sano y de mente vigorosa, discutiendo en voz un poco más que alta las más arduas cuestiones de la ciencia del Estado. ¡Si viera usted qué mustios andan y qué desencantados! Entusiastas siempre de la libertad, pero aterrados ahora por sus excesos, se encuentran al borde del escepticismo, del cual sólo usted puede librarlos. Es necesario hacerles entender que aún hay para la democracia española una bandera, símbolo de progreso y compatible con la paz y la salud de la patria, y esta bandera es la que usted ha levantado valerosamente sobre los restos de un partido ensangrentado y delirante.

El Ateneo es un país neutral, es la Bélgica de nuestra política, y aunque no pocas veces se cuela por sus rendijas y ventiladores el simoun de la pasión, usted sabe muy bien que los árabes llaman al simoun el hálito de Dios, y lo es en efecto. ¿Qué sería de una idea si la pasión no la cobijara bajo su manto de grana? Se moriría de frío. Á este centro debe usted acudir nuevamente, porque este centro con sus pasiones, con sus indisciplinas, con sus deslices artísticos, hasta con sus conservadores, y á pesar de sus ultramontanos, sabe mantener vivo el amor al estudio de los grandes problemas. Tiene una historia gloriosa, goza de un feliz presente, y si los grandes espíritus como usted no desertan de su modesto recinto, continuará empuñando en nuestra patria, con aplauso de todos, el cetro de la ciencia.

LOS NOVELISTAS ESPAÑOLES

PROEMIO

T AL vez convendría, lector, que empezase este prólogo aseverando que el éxito, y sólo el éxito tan ruidoso como inmerecido, ganado por mi colección anterior de semblanzas, me ha impulsado á ofrecerte la presente. De esta suerte llegarías á saber, no tan sólo que existe un libro de semblanzas que puede ser comprado, sino también que el autor del que tienes en la mano es un autor aplaudido, cursado y experto en tales sujetos, lo cual previene admirablemente para que no se escape ninguna de las agudezas que en él pudieran contenerse, y se tornen invisibles las muchas tonterías de que está plagado. Pero, lector, yo no soy un embustero. Conozco perfectamente los mandamientos de Krause, y sé que el hombre debe buscar la verdad con espíritu atento y constante, por motivo de la verdad y en forma sistemática. Cuanto saliese de mi pluma sobre favorables acogidas, compromisos contraídos, temores del porvenir é inquietudes del presente, sería pura y vulgar hipocresía. Ni tengo noticia de que mi libro anterior haya logrado éxito alguno, ni, caso de lograrlo, me creyera obligado á escribir otro parecido, ni aun al darlo á luz en este instante me propongo llenar el más pequeño hueco. No; este libro se ha escrito sin motivo, quizá porque su autor no ha tenido ocupaciones más urgentes que se lo hayan estorbado. Sobre esto, puedo añadir que no fué mi intento trazar un estudio serio ó profundo de la novela española, ni menos apuntar los fundamentos estéticos en que tal género descansa, ni siquiera influir con mi desautorizado consejo en los acuerdos ó en la marcha de sus cultivadores. Mi objeto fué, pura y lisamente, escribir semblanzas.

Bien se me ocurre que el hombre no vino al mundo sólo para escribir semblanzas; pero debes tener presente, lector, antes de fulminar tu juicio sobre estas páginas, que ningún trabajo de las criaturas en este planeta merece total desprecio, ni las telas de las arañas, ni los agujeros de los grillos, ni los versos de Grilo. Por no despreciar á nadie, me impuse la obligación de consagrar tiempo y espacio á ciertos autores que verás con sorpresa en esta galería. He sido un tanto irrespetuoso con ellos, y me he autorizado más de una chanza al hablar de sus escritos; pero todos los grandes ingenios han tenido que sufrir estos desahogos de la envidia y maledicencia coetáneas, y en esta ocasión, como en todas las demás, la posteridad no dejará de resarcirles cumplidamente de tales molestias, dejándoles dormir en paz el sueño eterno.

En rigor, pues, no son todos los que están. Mas en rigor, tampoco están todos los que son, y no ha de faltar, lo estoy viendo, quien con gesto de soberano desdén, suelte mi libro de las manos diciendo: «¡no está Fulano!»—Contestaré á este gesto y á este cargo.—En primer lugar, es preciso que el público reconozca mi derecho á fatigarme de escribir semblanzas. He podido escribirlas y he podido no escribirlas. De la misma suerte he podido escribir tales ó cuales y no escribir tales ó cuales otras. Porque el hombre posee la facultad de determinarse á sí mismo en conciencia, lo cual significa que es causa propia y primera de su actividad. Unas veces se determina á obrar y otras se determina á no obrar. En esto se hallan conformes todos los tratadistas.

Ahora bien, al dar fin á este trabajo, ó si se quiere trabajito, no quise decir expresa ó tácitamente: «no hay más novelistas en España»: lo que puramente dije, fué: «yo no escribo más semblanzas de novelistas».

La novela, en nuestra patria, no es otra cosa, por ahora, que un campo vasto é inculto donde de trecho en trecho brota alguna flor de pétalos rojos y lustrosos, y crecen en abundancia las plantas de forraje. Mas el suelo puede dar novelas, sobre esto no cabe duda. Los últimos trabajos de la comisión del mapa geológico lo comprueban de un modo terminante.

Subamos á una de las sierras más elevadas de nuestra Península. ¿No es bastante? Pues subamos á una sierra ideal y observemos.

Hacia el Mediodía el sol es más grande y más dorado, el espacio más diáfano y azul. Sembrados por doquiera, en medio de viñedos y jardines de naranjos, blanquean centenares de pueblos, nadando en un vapor trasparente, luminoso, embriagados por los perfumes de una vegetación vívida y ardiente. En el aire vuelan las mariposas irisadas; en la tierra hormiguea un pueblo nervioso, exaltado, feliz, que se enamora al pie de la reja, que inventa caricias y bravatas, que injuria á los santos y les besa los pies, que llora y ríe sin motivo, que suspira cuando canta, que tiene los ojos negros, un pueblo hospitalario, franco, orgulloso, que ha hecho las proezas por millares y las relata por millones, que ama á Dios y á las mujeres sobre todas las cosas, y se come la mitad del idioma castellano.

Por la parte del Norte se descubre un cielo triste, pero de tintas dulces y delicadas. Hay un toldo de nubes que embaraza y aprisiona los rayos del sol, y cuida de que lleguen á la tierra lánguidos y mimosos. Los valles y las colinas y todo lo que abraza la vista es verde. En las colinas crecen los árboles que detienen las nieblas, en los valles crecen las yerbas y serpean los arroyos. Las gotas de agua están suspendidas constantemente en la atmósfera, en los árboles, en las yerbas, en los techos de las viviendas. La mar es áspera y espumosa, el cielo caprichoso y melancólico, la tierra dulce y agradecida. Allí vive un pueblo que trabaja como las acémilas y medita como los filósofos, un pueblo espiritual y sensible que come pan de maíz, que ve fantasmas y duendes por las noches, que muere en el campo de batalla por una idea, que tiembla en presencia del escribano; un pueblo sensato, paciente, melancólico, que sería muy poeta si estuviese mejor alimentado, que posee cual ningún otro la virtud de no decir «esta boca es mía».

Cada uno de estos pueblos guarda en su vida preciosas novelas que no ha querido mostrar á los viajeros frívolos. Mas, cuando Galdós y Valera llegaron á demandárselas, todos hemos visto con qué singular cortesía se ha portado.

La hora es por demás oportuna y decisiva. El fruto amarillea en el árbol, y no espera más que una leve sacudida para caer en nuestras manos. Las antiguas y originalísimas costumbres de nuestra patria van desapareciendo y ofrecen al morir el interés punzante y melancólico de todo lo que ha sido y dejará pronto de ser. Si no aprovechamos estos momentos, la moderna cultura ceñirá á nuestros miembros su estrecho uniforme que oculta lo singular, lo original, lo característico, y ya no será tan fácil percibirlo.

Preparaos, pues, aquellos que sentís latir en vuestra alma la inspiración artística, poneos la pluma tras la oreja, arreglad vuestras cuartillas, tomad el tren expreso, diseminaos por la Península. No tardaréis mucho en volver, yo lo presiento, con salud en las mejillas y la novela española bajo el brazo.

FERNÁN-CABALLERO

Y O he leído muchas novelas; todas cuantas hube á mano en los felices tiempos en que con la mayor inhumanidad me obligaban á estudiar humanidades. Mi profesor de latín, una especie de arcaísmo semoviente que nos traducía con espasmos de regocijo la descripción de Venus Cyterea en la Eneida, y con lágrimas en los ojos las quejas de Ariadna abandonada, me tiene sorprendido no pocas veces enfrascado en la lectura de Juan Palomo. Esta lectura, llevada á cabo en los momentos mismos en que se volvía por activa y por pasiva á la diosa más amable y despreocupada del paganismo, constituía un verdadero desacato á la mitología, y como tal era castigado. Pero esto no impedía que yo siguiera simpatizando con todos los engendros de Ponson du Terrail, Paul Feval, Sue, Fernández y González, Dumas y tantos otros. Mi cerebro parecía el salón donde se hubiera dado cita la sociedad más escogida de París y Sierra Morena. Juan Palomo, Juan Valjean, Juan Lanas, La Dama de las Camelias, Los Siete Niños de Écija, El Caballero del Águila, Candelas, Manolito Caparrota, y muchos otros de igual jaez, á todos los recibía yo en mis salones con la amabilidad más exquisita, como diría La Correspondencia.

Estas recepciones, que me hacían trasnochar en demasía, redundaban por lo mismo en perjuicio de mi humanidad y humanidades, porque me tornaba cada vez más flaco y amarillo, al paso que ignoraba por redondo hasta el más insignificante supino. Ni siquiera, pues, podía decirse que era supina mi ignorancia. Mas en cambio de una ciencia que yo miraba con el más cómico desdén desde el Chimborazo de mi entusiasmo, iba criando una imaginación encendida y melenuda capaz de dar al traste con el poco sentido común que me quedaba. Así lo comprendieron mis deudos y amigos, y así hube también de comprenderlo yo á la postre, por lo cual traté de ir apartándome paulatinamente de tan brava compañía. Desde luego me decidí á dedicar sólo un día á la semana, los viernes, á la lectura de novelas y á ser un poco más cauto en su elección. Acudieron entonces á mi tertulia una porción de personajes más simpáticos y finos que los anteriores. Veíanse allí á Werter, Ivanohe, Atala, Eugenia Grandet, Wilhelm Meister y muchos otros que no recuerdo. Fernán-Caballero surtía también de amables personajes esta tertulia.

No cabía duda que los viernes del Sr. Palacio Valdés eran de lo más ameno que por entonces existía. Así y todo mi profesor seguía considerándome como un bárbaro escyta indigno de toda relación con los héroes de la Eneida y hasta con los animales de las Geórgicas.

Al llegar á la edad en que ya no se le pregunta á uno lo que lee, sino lo que gana, me he visto obligado, con profundo dolor de mi alma, á poner de patitas en la calle á todos mis románticos amigos. Y los momentos en que mis ocupaciones me dan tregua, en vez de leer novelas, me dedico á escribirlas. Pero las escribo para adentro, porque hoy por hoy tengo la fantasía al servicio de mi corazón y tejo cada pocas horas, para mi uso particular, unos cuentos tan fantásticos y patéticos que á todos parecerían increíbles. Ésta es la costumbre de las cosas inverosímiles.

Sin embargo, como siempre fui bastante amigo de pasar con la mía (¿quién no es amigo de pasar con la suya?) me he empeñado en demostrar á mi viejo maestro que aquellas lecturas anticlásicas que con tanto ardor persiguió en otro tiempo no fueron tan inútiles, ¿qué digo inútiles? tan perniciosas como él suponía, puesto que hoy me permiten cumplir con el deber que he contraído de escribir para el público.

Voy á describir, por tanto, cual viajero que se sienta á descansar después de un largo viaje, las extrañas y rientes comarcas por donde anduve. Voy á lanzar á los vientos de la publicidad impresiones, juicios, observaciones sobre mis lecturas atrasadas. Público amigo, no des la razón á mi viejo maestro. Dígnate recogerlas del suelo, aunque después las arrojes como frutos desabridos á los que falta la madurez de la experiencia.

He dicho que Fernán-Caballero perteneció á mi segunda época. Por cierto que me eran tan simpáticas sus creaciones y tan amables sus cuadros, que con ser yo muy devoto de la época presente y muy admirador de sus progresos, más de una gana me asaltaba de volver casaca y hacerme servilón, tan sólo por el placer de ocupar un puesto en sus escenas de familia y tratar personalmente á la mística Elia y á la sensible Lágrimas. Mas pronto reflexionaba que no podía ser tal mi fuerza de disimulo que no asomara la oreja de negro en la ocasión menos prevista, y entonces tendría que pasar por el bochorno de ser arrojado de aquellos santos hogares y despreciado por aquellas lindas mujeres.

¡Quién me dijera entonces que yo, su admirador, su enamorado, haría, tiempo andando, el papel de amiga envidiosa, poniéndome á buscarles con la mayor sangre fría sus más pequeños defectos! El papel de crítico es en verdad muy desairado, á veces odioso, pero como acontece también con ciertos otros en las obras dramáticas, es absolutamente necesario para el buen orden y progreso de la literatura.

Bien que las novelas de Fernán-Caballero me encantasen siempre, no dejaba por eso de pensar vagamente aun en los tiempos de mayor entusiasmo que en ellas sobraba mucho. Ahora entiendo que falta no poco.

Para comprender bien á Fernán-Caballero, es preciso tener presente, en primer término, que sus obras no son la expresión pura y sencilla de una fantasía que gusta de presentar al público la turba de imágenes que en ella flotan; sino más bien la labor viva y apasionada de un pensamiento batallador. La novela es para él un arma con que asalta las conciencias y las somete á su imperio. Y ciertamente no he ser yo quien repruebe tal uso, cuando responde perfectamente á la naturaleza de este género literario, y no rompe con sus constantes tradiciones. La novela puede servir y ha servido siempre para un fin social. Mas debo advertir, para satisfacción de ciertos escrúpulos literarios, que antes que nada, la novela es una obra de arte, y que como tal, su fin primero es realizar belleza. Lo demás se le otorga por añadidura. La novela, como tal obra de arte, puede, aunque no debe por necesidad, enseñar algo. De hecho constituye un verdadero poder en nuestra sociedad, ejerce una influencia legítima en nuestras costumbres, y en ocasiones ha buscado y hallado arraigo para alguna idea peregrina. La tarea del crítico sobre este punto consiste en observar de qué modo se ha llevado á cabo todo esto. Nunca debe olvidarse de que es el defensor del arte contra los excesos de la pasión ó las invasiones del espíritu didáctico.

¿Cuál es la idea que agita el corazón femenil de Fernán-Caballero, que mueve su pluma y se encarna en sus novelas? La idea del pasado. Por él combate cuerpo á cuerpo, sin que le rinda jamás el sueño ó la fatiga, manejando con febril entusiasmo una daga tenue y afilada, la sola arma que puede sostener su delicada mano. Sus novelas, no son más, es decir, son además de obras muy bellas, un diluvio de alfilerazos á nuestra filosofía, á nuestras costumbres, á nuestra política. Son pequeños cuadros de antaño, que por la suavidad del color, por su dibujo primoroso y por su ambiente diáfano, quiere que contrasten con los licenciosos cromos de hogaño.

Espera que el lector, al contemplarlos, eche de menos aquellos sabihondos frailes, aquellos severos padres, sumisos hijos y servidores fieles, comprenda la santidad de aquellos respetuosos besos en la mano, y la solemnidad de aquellos chocolates al amor del brasero. Todo lo cual gozaron nuestros abuelos dentro de la sana moral y del temor de Dios.

Y en verdad que el lector no deja de tener por ciertas las proposiciones de Fernán-Caballero y de extasiarse con las tiernas escenas que nos representa en sus cuadros. Mas como la funesta manía de pensar se ha introducido en todas las cabezas y es un mal que no tiene cura, doy en cavilar y da también el lector, pariente cercano mío, que para mudar de vida y volver á las usanzas de nuestros progenitores es de toda necesidad que Fernán-Caballero nos garantice: que los frailes serán siempre sabihondos y mesurados, y no cicateros intrigantes, amigos de darse buena vida y de revolver por solaz la ajena; los padres, siempre comedidos, incapaces de contrariar la legítima vocación de sus hijos ni de abusar de su poder por ningún concepto; los nobles, protectores generosos de la debilidad, no insolentes disipadores de sus caudales. Y después que todo esto nos garantice, es menester también que nos indique los medios de volver este pícaro mundo al estado que apetece. Aunque presumo que sólo se podrá dar cima á la empresa convocando una magna reunión de los humanos y conviniendo entre nosotros, después de haber estudiado minuciosamente cada una de las épocas históricas, cuál es la que debemos preferir. Con esto, y con encargar á París que en vez de sombreros de copa se fabriquen en adelante bonetes y chambergos y que apaguen á toda prisa sus endiabladas luces eléctricas, podríamos tal vez inaugurar de nuevo los tiempos de Mari-Castaña.

¿Pero y el espíritu? ¿Pondríamos también bonete al espíritu?

Las novelas de Fernán-Caballero son de las que un notario, que vive en el cuarto segundo de mi casa, llama morales. Debo advertir que, según la estética singular del infrascrito, las novelas no tienen otra división que en morales ó inmorales. Y ningunas, con mejores títulos, pueden incluirse en el primero de los grupos que las de nuestro ortodoxo escritor. La moral entra por mucho, por casi todo, en sus obras; pero es justo que haga una observación capital sobre este punto. La moral de Fernán-Caballero no surge en la escena, engrandecida por el dolor y por el combate, prestando eficaz respuesta y solución al sombrío interrogatorio de la conciencia, disipando como un soplo de esperanza las nubes siniestras que se agrupan en la frente del hombre de este siglo. Es una moral de cortísimo vuelo destinada á colegialas de quince años y á jóvenes que no hayan pasado en sus estudios de la segunda enseñanza. No resuelve más cuestiones que las de la obediencia á los padres, respeto á los mayores, castidad en las obras, palabras y pensamientos, dulzura con los inferiores y misericordia con los menesterosos. Es una moral de primera comunión.

Mas aunque así sea, sacan ventaja y no poca sus novelas por más de un concepto á la multitud de bastardas producciones difundidas por la sociedad francesa de nuestros días. Ya que por su insignificante trascendencia no dirijan el pensamiento hacia un ideal de perfección y grandeza, abstiénense de perturbar los corazones y corromper las costumbres como aquéllas. Pueden caer sin peligro en las manos de una virgen. Son libros de misa un poco romancescos. En cierta ocasión tropecé con un amigo mío, joven de gran inteligencia y muy conocido entre nosotros por sus ideas radicalmente anticatólicas. Llevaba debajo del brazo algunos libros que yo con poca discreción tomé en la mano sin pedirle permiso. Eran dos novelas de Fernán-Caballero, y mi querido ateo me confesó, con un ligero rubor, que iban destinadas á su prometida.

No tenía por qué ruborizarse mi joven amigo. Á un estado de perfecta inocencia (entendiendo que es un estado transitorio, imposible de sostener como definitivo en la vida humana), convienen en un todo estas novelas escritas con una pluma delicada y sumisa. Predicar la rebelión á los jóvenes y muy particularmente al sexo femenino, sin justificar plenamente esta lucha insensata con la sociedad; deslizar entre los arrebatos de la pasión una multitud de dudas cuyo examen no puede llevarse á cabo seriamente en los laberintos de una fábula, es, á mi entender, uno de los caracteres que más afean y hacen peligrosa la moderna literatura romancesca de Francia.

Sin embargo, no todos en la sociedad van á la escuela y comulgan por Pascua florida. Los más de los seres han dejado en los abismos del tiempo sus quince años, y en los de la nada las puras ilusiones que los acompañan. Hay muchos en los cuales el sentimiento religioso yace amortiguado bajo el peso de la sensualidad ó del escepticismo. Las novelas de Fernán-Caballero y su escuela no tienen poder, no tienen rasgos bastante enérgicos para despertarlo en estos seres. La duda amarga y deletérea de Lelia no alcanza á disiparla la cándida y mística sonrisa de Elia. Jorge Sand ha dado vida á un ser misterioso, siniestro, imaginario, pero grande, porque expresa con notas desoladoras la crisis de un alma grande. Fernán-Caballero, quizá con el secreto intento de oponer la obediencia á la rebelión, la certidumbre á la duda, el sosiego á la exaltación, ha engendrado un ser inmaculado y tierno, pero que toca en los confines de la vulgaridad.

Elia, criatura frágil é inocente, se rinde á la pesadumbre de una preocupación social. Lelia alza su noble, pero asombrada frente, antes de morir y exhala una blasfema imprecación. Elia muere, no ya sin maldecir, pero sin comprender siquiera la injusticia que la mata. Lelia rompe violentamente los moldes de la naturaleza femenina, y se lanza con vuelo impetuoso en las regiones de la protesta y de la rebelión. Elia no sale de estos moldes, pero sucumbe aceptando como santo uno de los más torpes errores que ha engendrado el orgullo humano. Lelia se revuelve con acento inspirado, aunque colérico, contra los egoísmos y sinrazones de la sociedad. En Lelia hay un derroche de genio. En Elia hay un derroche de moral.

La trascendencia que nuestro novelista piensa comunicar á sus obras, no se deriva de su concepción y desenlace, débiles ó insignificantes las más de las veces, sino más bien de una multitud de ideas esparcidas sin gran razón y pertinencia por el curso de ellas. Sus personajes más simpáticos se pronuncian casi siempre por el antiguo régimen, y baten en brecha por medio de una argumentación poética ó irónica, todo menos profunda, á los desdichados ó ignorantes que representan la edad moderna. Así se da el caso en una de sus obras, de que una cocinera arrolle discutiendo alta filosofía á un sabio doctor enciclopedista. Cuando no tiene liberales con quien habérselas, Fernán-Caballero la emprende con los paganos, y se irrita grandemente porque aquellos ciegos adoradores de Júpiter grababan sobre sus tumbas el sit tibi terra levis[4], en vez del requiescat in pace. De los accidentes más nimios de la vida quiere sacar razones para la apologética católica. Por todas partes trata de ir á Roma.

Tiene una sensibilidad religiosa que sabe aspirar lo que de poético hay en la pompa del culto, y en el ritual de las ceremonias eclesiásticas; una sensibilidad que algún sacristán llamaría de rúbrica. Pero es intransigente en este punto, como el Breviario, y para no incurrir en sus iras, es necesario conmoverse á misa mayor. ¡Desgraciados aquellos que son insensibles al incienso y al órgano! Sobre ellos cae sin piedad todo el negro de su paleta.

Mas aparte de estas intransigencias y exageraciones, no puedo negar que me complace más ver una pluma femenina al servicio de la religión, que sirviendo de intérprete á las vacilaciones y combates de nuestro siglo. El espíritu de la mujer es esencialmente receptivo, conservador, se amolda fácilmente á toda realidad, aun la más dolorosa, y extrae de ella los elementos de belleza y armonía que contiene. La mujer no debe participar de nuestras dudas y sufrimientos, porque se quebraría como se quebró Gloria. Esperemos para introducirla en el mundo agitado de nuestra conciencia religiosa á que hayamos conseguido arrancar á la duda su cabellera de sierpes para ofrecérsela, al modo de los antiguos guerreros de la América, como trofeo de nuestro combate.

La inspiración de Fernán-Caballero es la que más conviene á su sexo; una inspiración suave y delicada que reposa dulcemente en el seno de la religión. Es capaz de describirnos con admirables toques la psicología simplicísima que se encierra en el pecho de una virgen, pero su pincel diminuto no tiene fuerza para trasladar los surcos terribles que abre la pasión en el corazón del hombre. Se advierte en este pincel la falta de firmeza y costumbre que caracteriza al artista femenino, mas en su lugar se observa la ternura y sagacidad que también le caracterizan. Se presenta como paladín de la fe católica, de la política monárquica y de las costumbres añejas, pero siempre expresando amor apasionado á la causa que defiende, no con esos refinamientos y artificios hipócritas que hoy despliegan los que se cobijan bajo la bandera de la tradición. Con su amor y su entusiasmo quiere infundir el alma en el cadáver del pasado, como uno de esos soplos de aire tibio que en medio del invierno vienen resueltos á dar vida á la naturaleza muerta.

La traza y disposición de sus novelas no pueden ser más sencillas. La sencillez es una hija predilecta de la realidad, aunque la realidad por sí misma no sea el arte. Para que el arte aparezca, es necesario que en la realidad penetre la idea, porque lo real sin idea no es más que lo trivial. Y lo trivial es precisamente el escollo en que tropieza con frecuencia el esquife de Fernán-Caballero. Sus caracteres no dejan de tener realidad, pero son casi siempre adocenados y vulgares: no han recibido el soplo del arte que los trasfigura sin arrancarles su realidad. Téngase presente, además, que se esfuerza con censurable empeño en derramar sobre el personaje que encarna las ideas que aborrece todo el veneno de su pluma, privándole, no sólo de las virtudes más corrientes, sino hasta de una regular educación. Formar caracteres de una sola pieza no indica más que ausencia de recursos para obrar con los que están formados de varias, redunda en grave menoscabo de la verdad y disminuye en no poco el interés de la novela.

Las situaciones que describe tienen verdad y sentimiento, pero vuelvo á repetir que esto no basta. El fin de la novela no es conmover el corazón y hacer derramar lágrimas, sino despertar la emoción estética, la admiración que produce lo bello. Nunca se hiere en vano la fibra del sentimiento; nunca se representan cuadros lastimosos de las desdichas humanas, ya sean estos cuadros en alto grado dignos de lástima, desde el punto de vista del Arte, sin afectar nuestra sensibilidad. Además, hay lágrimas que se derraman por el buen parecer, porque no digan, sobre todo viendo dramas. En la representación de uno titulado..... (suprimiré el título), al morirse el protagonista de una enfermedad no muy bien diagnosticada, en lo más patético de su discurso, hube de sufrir un tal ataque de risa, que desperté en torno mío fuertes murmullos de desaprobación y aun de amenaza. Los padres fruncieron el entrecejo en manifiesta señal de desagrado; las madres lanzáronme miradas cargadas de rencor y de odio; las niñas posaban sobre mí sus ojos velados por las lágrimas con mezcla de indignación y de asombro. Nunca se viera corazón más empedernido. Y sin embargo, yo presumo de tenerlo blando en demasía. Cuando niño he salvado muchos gorriones de las manos de mis condiscípulos. Lo que hay es que soy un poco romano, y cuando un hombre muere en escena y no en una alcoba de su casa, exijo, como á los gladiadores, que muera con gracia.

El estilo de nuestro autor es sencillo y poético. Su lenguaje, aunque padece notables incorrecciones, es, por lo general, franco y animado, en ocasiones lleno de color y armonía, reflejando la vívida luz, los argentados celajes de la Bética, repercutiendo los mil rumores de sus bulliciosas ciudades, devolviéndonos todo el perfume de su embalsamado ambiente.

¡Triste cosa, por cierto, que un escritor que tan bien siente la naturaleza, la combata con tal encarnizamiento!

D. PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

C OMO soy un sí es no es escrupuloso, me asaltan ciertos temores de no ajustar mi crítica á la «constante y perpetua voluntad de dar á cada uno su derecho». Todo el mundo sabe que el Sr. Alarcón se ha cortado la coleta, para dedicarse á reaccionario. Y yo, que en punto á reaccionarios me atengo á Perier y al Padre Sánchez, y no deseo conocer ni tropezar con otros, me veo ahora en un aprieto al dar con mi pluma sobre otro de la misma camada.

Cualquiera creerá, si digo algo malo del Sr. Alarcón, que me impulsa á ello la pasión política. Pongo por caso: figúrense ustedes que afirmo que Alarcón es elocuentísimo cuando describe los arremangados brazos y la soberana pierna de la señá Frasquita, y torpe y descolorido al pintar la faz pálida y enjuta del Padre Manrique. ¡Qué apasionado! ¡qué injusto! Y con este anatema sobre la cabeza no hay medio de que un hombre de bien emita su juicio sobre otro hombre de bien y de orden.

Y no obstante, yo estoy firmemente convencido, no sólo de las anteriores afirmaciones, sino de que el Sr. Alarcón, en el santuario de su conciencia, sigue más aficionado á los brazos y á las piernas de la señá Frasquita que á la carne de momia del Padre Manrique.

¿Pero qué tiene que ver esto con la política?

¡Ay! cuando llegue á Pérez Escrich, verán ustedes cómo no le pregunto si es cantonal ó retrógrado.

Fué en un viaje cuando trabé conocimiento con el Sr. Alarcón. Iba desde Palencia á Valladolid. Por cierto que en este trayecto el paisaje y la tarifa de ferrocarriles son á cual más despiadados. No concibo cómo nuestros Alfonsos y Fernandos hicieron verter tanta sangre por adquirir algunos palmos de esta tierra, mejor dicho de este polvo.

Así, que huyendo aquella vista aflictiva cerré los ojos y me dispuse á dormir. En el espacio de media hora tres veces cogí el sueño y tres veces me lo arrebató de entre las cejas la presencia de un empleado, que sacudiéndome con delicadeza, eso sí, me demandó el billete para hacerle unos agujeros cabalísticos. ¿Se quiere usted quedar con él? dije yo al fin esperando salvar mi cuarto sueño. No, señor. Pues entonces déme usted cualquier libro, ó haga por que descarrile el tren á ver si logro no aburrirme tanto. El empleado de la empresa sonrió con benevolencia y sacó de la faltriquera dos ó tres librillos muy sobados que decían sobre el forro: «Biblioteca de viaje». Le di las gracias. Contenían varias novelas de Alarcón, ¿Por qué era rubia? Coro de Ángeles, El final de Norma y algunas otras.

Las devoré como pan bendito, y el autor que las confeccionara se introdujo por derecho propio en mi estimación. Son animadas, picarescas, llenas de color y donaire. En verdad que al recordarlas deploro amargamente la austeridad que sombrea su última producción romancesca. Se conoce que el Padre Manrique le tiene aterrado con sus lucubraciones de ultratumba.

Me agradaron y contribuyeron en casi todo á hacerme soportable el mundo gris que se percibía por las ventanillas del carruaje. En efecto, son frescas, risueñas, campechanas. Bien se echa de ver que no han pasado todavía por la sacristía. Son pequeñitas, vivarachas, bien torneadas como las niñas de Guadix, y sobre todo ¡tan poco mojigatas! ¡Oh, Dios! ¡cómo me gustan á mí las niñas de Guadix! Pero no confundamos lo abstracto con lo concreto. Debo afirmar que sus formas son inmejorables (las de las novelas, no las de las niñas), que están escritas con lenguaje castizo y flúido y salpimentadas feliz y largamente.

Paso por alto un tomo de poesías, que bien mereciera pasarse por bajo, y hago merced también del Diario de un testigo de la guerra de África, de las Cosas que fueron y de alguna otra producción literaria del autor, para convertir mi atención y mi crítica al Sombrero de tres picos.

Si yo le dijese al Sr. Alarcón que el Sombrero de tres picos es lo mejor que ha hecho en su vida, tal vez mostrase mal talante y se doliese de que tomara por obra maestra lo que sólo aparece como fruto del esparcimiento y no de la meditación. Sin embargo, cuando los ocios del ingenio dan por resultado obras como la ya mencionada y la actividad exquisita del espíritu engendra producciones como El escándalo, yo, á despecho del Padre Astete, me declaro campeón de la pereza y lucho en campo abierto contra la diligencia.

Y es que en las obras de arte juega la espontaneidad un gran papel, y entiendo que es más cordura en un autor consultar primero al poder que á los deseos. El que ejecuta aquello para lo que sirve ó se siente llamado, es mil veces superior al mayor ingenio si éste, desconociendo su vocación, se empeña en tareas imposibles y absurdas. Mas no anticipemos los comentarios.

La historia verdadera ó fingida que se narra en el Sombrero de tres picos era conocida de todos los españoles. Yo había recibido la patriótica tradición de los labios autorizados de un sujeto que en otro tiempo había tenido la debilidad de dar de puñaladas á su legítima esposa. El hado adverso, en figura de Código penal, quiso que fuera á pasar una temporada á Ceuta ó al Peñón de la Gomera, no estoy bien seguro dónde, y de allí nos trajo la historieta cuya relación solía acompañar con juegos malabares, algunos saltos y no pocas muecas.

Líbreme Dios de hacer ningún cargo al Sr. Alarcón por haber tomado como fundamento de su novela el antiguo cuento andaluz. Los asuntos son del que mejor los trata, y es necesario convenir en que este asunto lo ha tratado mucho mejor Alarcón que Palicio (así se llamaba el sujeto).

En esta novela el autor nos hace la señalada merced de no meterse en filosofías. Dos cosas son las que no he podido digerir en mi vida: los langostinos y la filosofía de Alarcón. Sí, es preciso hacer constar que las arenas de la filosofía no han enturbiado todavía su inmaculada ignorancia. En esta obra todo es propiedad del Sr. Alarcón. No así en otra más reciente hecha en colaboración en El Siglo Futuro. Créame el Sr. Alarcón; más vale beber el agua en el hueco de la propia mano que por un vaso sucio. El sombrero de tres picos está escrito con una pluma retozona. Yo le perdono de buen grado su travesura. ¿Pues para qué nos ha dado Dios la pluma? En primer lugar, para decir pestes del Gobierno, después para manifestar lo que exista dentro de nuestro espíritu. Soy bien pensado y no creo que en la mente del Sr. Alarcón haya ningún escándalo y sí muchos sombreros de tres picos.

Acerquémonos á los personajes de esta novela. A ninguno de mis lectores le pesará de que le acerque á la señá Frasquita la molinera. Es todo una buena moza, según nos asevera el autor. Pero cuidado con ella, que es arisca cuanto hermosa. Me río yo del ascetismo de la pluma que la trazó. El tío Lucas, de profesión molinero y por ende consorte de la escultural molinera, es un hombre, aparte de la joroba, muy recto, muy firme y muy honrado. La señá Frasquita y él se llevan á las mil maravillas. Mas hete aquí que estos esposos felices tenían costumbre de recibir por las tardes en su molino á una porción de conservadores. Uno de ellos, el corregidor de la ciudad, se enamora de la señá Frasquita; ¡vaya una gracia! Lo que sí tiene gracia y mucha es la escena en que el corregidor declara su amor á la molinera, mientras el tío Lucas, cómplice de su mujer en esta broma, la presencia encaramado en una parra. El jiboso y baboso corregidor prepara, con la ayuda de su alguacil Garduña, una emboscada á la virtud selvática de la señá Frasquita. Aleja al tío Lucas del molino cierta noche, prevaliéndose de su autoridad. Esto es muy feo, como ustedes comprenderán. Pero aún más feo es el papel que el lúbrico gobernador se vió precisado á representar ante la inexpugnable molinera. Chorreando y tiritando de frío por haberse caído en la acequia al emprender el asalto del molino, se presenta el valetudinario galán á la señá Frasquita, que lo recibe con un trabuco á la cara. El bizarro corregidor se desmaya, no sabemos si de frío, ó de susto, ó de rabia. La señá Frasquita lo abandona y corre en busca de su esposo, que debe hallarse aprisionado en el lugar inmediato. Mas el tío Lucas, que le había dado mucho en que pensar la extraña detención que sufría, consiguió fugarse y vuelve presuroso á su molino con la duda y la ansiedad en el corazón. En el camino se cruzan los dos esposos montados en sendas burras, pero no se reconocen. El tío Lucas entra en su casa y ve sobre unas sillas las ropas del corregidor tendidas á secar. Empuña el trabuco que pocos momentos antes había servido para defender su honra, y sube la escalera que conduce á su cuarto. Por el agujero de la llave contempla el infeliz esposo la grotesca figura del corregidor sobre su lecho conyugal. No ve más, pero da por cierto que su esposa también se encuentra allí y se apercibe á la venganza. La muerte de los culpables, sin embargo, le parece poco. Mejor es el sarcasmo, la befa, para castigar tal ofensa. El demonio de la venganza le sugiere una muy original. El tío Lucas tiene un parecido notable con el corregidor. Se viste aceleradamente con las ropas de éste, y balanceándose como él se encamina hacia la ciudad murmurando con expresión satánica:

¡También la corregidora es guapa!

Este capítulo está admirablemente escrito. Lo digo á boca llena.

En tanto que el tío Lucas se dirige á la ciudad en alas de su venganza, la señá Frasquita, después de poner en pie á la autoridad municipal del pueblo donde su esposo debía encontrarse prisionero, y visto que se había fugado, vuelve con el alcalde á toda prisa hacia el molino sospechando que el tío Lucas estaría ya en él haciendo lo que su corazón resentido le dictara. Se encuentran al corregidor disfrazado por necesidad de molinero, lo cual da lugar á una escena cómica de buen efecto, y una vez enterados todos de la resolución, puesta ya en vías de hecho, del tío Lucas, marchan á la ciudad á fin de resolver aquel conflicto.

Llegan á deshora á las puertas del corregimiento. Al corregidor vestido de tío Lucas le cuesta muchos sustos y algunos palos el penetrar en su casa. Una vez dentro, se presenta su esposa y después el tío Lucas y tiene lugar una escena en que todo se arregla, todo se conjura, no sin dar motivo antes á muchos y muy graciosos episodios y á algunas frases felicísimas del narrador.

En este incidente romancesco, fruto genuino de la tierra donde se escribió, resulta demostrado que Alarcón es un escritor nacional, ingenioso, castizo y picante.

¡Líbrenos Dios de que se le antoje ser profundo!

Veamos El escándalo. Antes de empezar su examen, signémonos en la frente, en la boca y en los pechos y digamos: Yo pecador me confieso... El asunto es una confesión, no la confession d’un enfant du siècle, sino la d’un enfant gatté. Dura cuatrocientas treinta y tres páginas en cuarto. Padre Alarcón, yo pecador os confieso que me habéis levantado un gran dolor de cabeza y me habéis dejado los pies muy fríos. Tengo además la franqueza de anunciaros que no he comprendido gran cosa de vuestro pensamiento filosófico. Pésame, señor, de no haberos entendido y prometo enmendarme así que escribáis más claro.

Fabián Conde, joven, rico, disipado y no muy largo de alcances, tiene un grave caso de conciencia que solventar. Marcha á proponérselo á un jesuíta nombrado el Padre Manrique, que habita de paso en esta corte. Debo advertir, para mayor edificación de mis lectores, que el joven Fabián no va á confesarse como un penitente vulgar, sino guiando por sí mismo elegante charrette. Una vez en la celda del Padre Manrique, Fabián cuenta á su merced punto por punto toda su vida y milagros, la de su papá, la de su novia y la de todos sus amigos. Compadezco de todas veras á su paternidad; y para no verme en el caso de compadecer también á mis lectores, me abstendré de reproducirla. Es forzoso, no obstante, que sepan que Fabián, entregado desde su niñez á los placeres del mundo y á los desenfrenos del vicio, manteniendo relaciones adúlteras y enamorado de una niña inocente, era todo un filósofo, un filósofo escandaloso. Vase á confesar y principia por declarar á su confesor á boca de jarro que no cree en Dios. El confesor, es natural, no le hace caso, y en vez de convencerle de que sí lo hay, le endilga un manojo de preguntas de mucho efecto.

Pero no entremos en teologías. La trama de El escándalo es una madeja enredada, inverosímil é interesante. Debemos reconocer á este libro el mérito de mantenerse firme en las manos del lector hasta que se termina.

Hoy que son tantos los que se doblan tristes y mustios buscando el santo suelo, mientras se alza de sus virginales párrafos espeso vapor que entorna la cabeza y cierra los ojos del que se aventura á leerlos, es grato encontrar uno tan erguido, tan vivo y tan nervioso.

Los caracteres... ¿pero dónde están los caracteres? Figuras toscamente talladas, arlequines cubiertos de oropel, adefesios literarios, eso son los personajes de El escándalo. Causa verdadero asombro el que Alarcón haya podido dar interés á su novela con semejante personal.

Fabián Conde es un mancebo de todo punto insignificante, dibujado con agua fresca para que no se le perciba. En cambio, Diego está pintado con el rojo más subido de la paleta. El Padre Manrique es un sabio, porque así lo dice el autor; cualquiera creería otra cosa. Lázaro es la encarnación más viva de la inopia de Alarcón, de su total ineptitud para trazar un carácter moral, verdadero y humano. Gabriela y Gregoria son las figuras más correctas, pero no escapan tampoco á la exageración que inunda toda la obra.

Queremos terminar estos apuntes, dirigiendo una súplica al Sr. Alarcón. Suplicámosle de todas veras, con la conciencia limpia de toda prevención malsana, y por su propio interés más que por otro alguno, que torne, y torne cuanto antes, á su antigua manera de componer novelas frescas, animadas, risueñas, sin caracteres y sin filosofía.

Esa filosofía es una calumnia que el Sr. Alarcón se ha levantado á sí mismo. Yo debo protegerle contra su propia injusticia y pregonar muy alto, urbi et orbi, que en punto á filosofía el Sr. Alarcón se halla tanquam tabula rasa, y que si un día se ha atrevido á escribir una novela trascendental, fué que el diablo le tentó, y que se le perdone por esta vez, que no lo volverá á hacer.

D. JUAN VALERA

I

A TRÁS, sueños regalados de la edad romántica, visiones placenteras ó terribles de fantasías enfermas, mundo fulgurante de bellezas inmarcesibles, de heroínas impalpables, de caballeros indómitos! Huíd por siempre, forjadores calenturientos de aventuras. Ya no queremos penetrar por puentes levadizos en castillos encantados, ni tañer la cítara al pie de ninguna reja, ni darnos de estocadas en ningún callejón hediondo, ni comerciar con astrólogos fingidos, con rodrigones ásperos ó con ascetas idiotas. Marchad á sepultaros en vuestras profundas cavernas, enanos y gigantes, gnomos, grifos y vestiglos.

Los rayos de luna nos hastían, las ventanas ojivales nos apestan y ya por nada en el mundo asistiríamos otra vez á una caza de jabalí con el señor feudal.

Necesitamos un género romancesco más positivo y más serio. ¿No veis qué positivos son nuestros paletós? ¿Qué grave y metafísico nuestro sombrero de copa? Lo que hemos perdido en garbo, lo ganamos en discreción y en mesura.

El novelista que hoy nos quiera deleitar, ha de ser observador, sagaz é inteligente, ha de pintarnos la vida real con acierto y con verdad, nos ha de presentar en relieve caracteres y tipos morales, ha de ser novelista y psicólogo, y además un poco metafísico.

La metafísica es nuestra pasión más decidida. Troya se perdió por Helena; Cánovas por la Constitución interna; nosotros nos perderemos por la metafísica. Cuando digo nosotros, quiero decir el Sr. Valera[5].

La novela ha sido hasta ahora en España, dejando á salvo los eternos modelos clásicos, una joven bastante ligera de cascos, muy predispuesta á marcharse con el primer forastero que sonase en los pies lucientes espuelas, que arrebujase su rostro con blanco y flotante albornoz, que hiciese temblar al compás de sus pasos airosa pluma en el sombrero. Galdós ha hecho de ella una mujer discreta y hermosa. Valera la ha convertido en profesor de la Institución Libre de Enseñanza.

No diré yo que no me gusten las obras de Valera. Me encantan sobremanera. Pero siento que ese barniz metafísico que sobre ellas extiende las haga impenetrables para la mayoría de los lectores.

Todo es asunto de dosis en este mundo. La metafísica en las obras de arte es preciso administrarla con mucho cuidado. Debe ser acción más que discurso y fruto de la intuición más que del estudio.

El procedimiento artístico que Valera emplea en sus novelas es el mismo que han adoptado todos los novelistas psicólogos. Poner frente á frente la vida ideal y la real, para que de este contraste resulte una enseñanza, una elegía ó una sátira. En las obras de Valera resulta siempre una sátira. Mas el pensador hace enmudecer hartas veces al artista. Se observa esto en el vagar con que escruta y describe los misteriosos senderos del alma, lo mismo que en la ligereza con que roza los trillados caminos de la vida real.

La sátira que resulta de sus novelas, principalmente de Las ilusiones del Doctor Faustino, es el castigo del idealismo, pero aun este castigo resulta ideal. No parece sino que el autor, en fuerza de estudiar el espíritu de la víctima en quien va á consumarse el escarmiento, se enamora de ella. Así que, cuando el castigo se presenta, el lector se niega á admitirlo como tal, y lo considera como una desgracia fortuita é inmerecida. A las novelas de Valera, como no son dramáticas no se las debe pedir un interés vivo, un enredo complicado, ni tampoco esa brevedad y rapidez que caracterizan al drama. Tal vez por no tener bien presente esto se han dirigido á Valera reproches inmerecidos que debieran compartir con él, por hallarse en caso semejante, Cervantes, Gœthe y Juan Pablo. ¿Qué enredo tienen el Quijote, el Wílhelm Meister y el Maestro de escuela Wutz? Sólo un enredo moral. El azar apenas juega papel en estas producciones reflexivas.

No tiene fundamento, pues, á mi entender, la censura de pobreza en la acción que se dirige á las obras de Valera. Su acción es más interior que exterior, y camina en esa lentitud propia de un género tan cercano á la epopeya.

Mas si no demandamos á estas obras lo que siendo fieles á su índole no pueden otorgarnos, sí podemos exigirles ciertas cualidades que les son propias. El carácter, que expresa el elemento espiritual, tan preponderante en las obras que examinamos, no será jamás una entidad abstracta, debe formar en las filas de la humanidad como individuo, por más que la exprese toda por la grandeza del pensamiento ó la energía de la voluntad. La descripción ha de ser viva, fiel y acalorada. La digresión filosófica, lo mismo que la episódica, que son obligado acompañamiento de este género de novelas, deben ser oportunas y poco disertas. Sobre todo téngase presente que si el lector las admite y las goza al principio y al medio de la obra, cuando ésta toca á su fin, le turban sobremanera. Conviene también que el desenlace no sea, por ningún concepto, obra del azar, sino efecto y resultado del pensamiento generador de la obra, manifestándose por un rasgo peculiar del carácter principal ó por otro medio cualquiera.

Ahora bien, estas cualidades que Cervantes llevó al más alto grado de perfección, creo verlas otra vez en Pepita Jiménez, la obra más primorosa del señor Valera.

Las novelas de Valera son fruto de la inspiración, pero van poderosamente auxiliadas, como las de Gœthe, por el estudio. Hay quien supone que el estudio perturba la inspiración. Yo no creo que la cultura del espíritu entorpezca poco ni mucho los vuelos de la fantasía. Cuando la inspiración es robusta, lleva con facilidad sobre sí el fardo de la ciencia, y de inspiraciones que no sean robustas ¡líbranos, Señor!

Figurémonos á un poeta encajonado en su inspiración y aprestándose á emprender su vuelo por las regiones del arte. ¿Qué podréis añadir á su equipaje que no le estorbe? Añadidle unos agujeritos al cajón por donde pueda ver más claramente los parajes que va á recorrer. ¿No es verdad que no le pesarán cosa? El hombre de ciencia, como el Sr. Valera, puede pintar más, porque ha visto más. Entiendo yo (como diría un orador del Ateneo) que para hacerse cargo de lo que es la oscuridad, basta cerrar los ojos. Pero ¿quién puede comprender la luz sin haberla visto?

Si hemos de penetrar ahora en el fondo de sus novelas, no dejaré de gritar antes que está muy turbio. De este modo el lector, si yo no pongo en claro el asunto, ¡es claro! echará la culpa al autor.

Pues como iba diciendo, el Sr. Valera es un conservador que hace novelas de oposición. Una vez he leído en Aristóteles que al hombre se le puede conocer por sus dioses. ¿Por qué no hemos de conocer al novelista por sus héroes? Los héroes del Sr. Valera tienen mucho talento, son espirituales, discretos, hablan correctamente; en fin, no son conservadores. No tienen de ellos más, si bien se mira, que la afición á la holgura y al regalo.

Porque, eso sí, los héroes del Sr. Valera discurren mucho y bien, pero siempre sobre el modo de pasarlo mejor en este pícaro mundo. Confieso que el hombre, lo mismo que el reaccionario, tiende por su misma naturaleza á no separar los ojos de la tierra, pero es conveniente que en las obras de arte se les muestre alguna vez el cielo. En las obras del señor Valera no hay cielo. Debo establecerlo así, aunque comprometa la dicha que le espera como ferviente constitucional. Pero esto no infiere detrimento alguno á su condición de novelista. Si el hombre es libre, como manda la Santa madre Iglesia, puede pensar lo que mejor le parezca. Lo único que rogaría á todo hombre es que, si le fuera posible, pensara con la profundidad y con la gracia que el señor Valera. ¡Pero quién va á rogar esto á Pérez Escrich!

Valera concede á la vida un valor absoluto, pero á esta vida terrenal, porque respecto á la otra parece que ya sabe á qué atenerse. Un novelista que ama la vida tiene mucho adelantado para hacerse simpático. Esa literatura de catafalco cultivada por la literatura romántica nos hace soñar con los difuntos.

Presentadnos la vida apetitosa ¡oh novelistas!, puesto que no tenemos más en que escoger.

¡Cómo sonríen los cuadros de Valera, haciéndonos guiños, invitándonos á gozar de lo que hoy se llama actual momento histórico! ¿No veis qué dichoso ha sido D. Luis de Vargas por haber dado en el clavo, y cuán infeliz el alcaide perpetuo de la fortaleza de Villabermeja por machacar tanto en la herradura? Acertar ó no acertar: he aquí la cuestión. Se me figura que estoy plagiando á Shakspeare. Á pesar de eso no teman ustedes que le injurie.

Dicho sea entre nosotros, Valera no pinta virtudes, sino pecados; pero son pecados veniales, de esos que bien sería confesar, aunque no es necesario, y por los cuales aún vive Campoamor. Escriba usted, Sr. Valera, que el mundo lee. Esos pecados, que si fuera zagala llamaría de los hombres, no han perdido nada de su atractivo con el descubrimiento del vapor y del telégrafo. Aún hay encuentros en el amor y besos en el bosque, ó al revés si ustedes quieren. Esta generación no es tan desgraciada como suponen mis amigos los ultramontanos. Le falta fe, pero todavía hay algún día de fiesta. Todavía se gozan por el mundo fáciles digestiones, rayos de luna y novelas de Valera. Vean ustedes, yo me dedico al periodismo, voy sorteando lo mejor que puedo á las patronas, y no lo paso del todo mal. Pero me alejo del Sr. Valera, por contarles á ustedes lo que no les importa.

El molde de sus obras es antiguo. Es el mismo que usaran Cervantes, Quevedo y Diego Hurtado de Mendoza; esa prosa llena de efectos, de colores, de imágenes, de reflejos que deslumbran.

Confesando que tal estilo es buscado y que palpita bajo sus laberintos el esfuerzo, para mí es el lenguaje del artista. Con este lenguaje los objetos no se expresan en su desnuda realidad, sino que por sí tienen una vida propia, superior, sin ser opuesta, á la que anteriormente poseían. Cierto que alguna vez el refinamiento de la frase llega á tal punto que nos muestra el objeto indeciso y tembloroso, como si el humo azulado del cigarro se esparciera sobre él; pero aun así, prefiero los excesos del color á la anemia del estilo.

El contenido es moderno. Está constituído por un fondo contradictorio de filosofía, aspiraciones tradicionales, escepticismo, frivolidad, ironía y profundidad, caracteres los más extraños y más difíciles de explicar. Es un ateneo racionalista que discute la existencia del Ser Supremo en la resonante nave de una catedral gótica.

El Sr. Valera mantiene enhiesto hoy el estandarte de la fantasía satírica, que con tanto brío empuñaron en nuestra patria Cervantes, Quevedo, Mateo Alemán y Larra. Esta fantasía no es otra cosa que el capricho de un espíritu grande, erigido en fuente de inspiración. Consiste en la sucesión variada y dramática de los cuadros, en el contraste de las combinaciones de todos los elementos reales, en una libertad celosa y prevenida contra toda regla, en una mezcla de sagacidad y gracia, de frivolidad y fuerza, de crueldad y delicadeza.

Mas á esta arpa vibrante y sonorosa, henchida de profundas notas, le falta, como á la de Quevedo, una cuerda más dulce y armoniosa que ninguna, la cual acompaña el cántico de sus hermanas con triste y melancólica voz: la cuerda del sentimiento. Valera carece de sentimiento, carece de emoción. Detrás de su risa, quizá se esconda un pensamiento noble, un juicio recto y sereno, nunca se encontrarán lágrimas.

No se vislumbra un rayo de fe, de esa fe que engendra el heroísmo, el amor eterno y el desapego de la vida. Sólo se ve una concepción clara y positiva de la existencia, un buen sentido inalterable, una realidad perfecta.

No hallaréis en las obras de Valera expresada la idea de la trascendencia y de lo absoluto. Todo es relativo, todo es fenomenal, todo es mundano en sus concepciones. Con cierto menosprecio aristocrático detesta la vida humilde y popular, la virtud media, las alegrías y las tristezas de las gentes sencillas. Le cautivan en cambio los trabajos vivos y apasionados que se realizan en los espíritus más altos, le preocupan sus vacilaciones, sus luchas y sus desgracias.

Aquí ya encuentro un poco exclusivo al Sr. Valera. No le aconsejaré que como Zola vaya de taberna en taberna recogiendo malas palabras y peores acciones; que no son dignos en verdad esos lugares de que un tan cumplido caballero los visite. Pero sí me atreveré á indicarle que Gœthe, padre natural y legítimo del género que con tan buena fortuna ha introducido en nuestra patria, ha derramado siempre los tesoros de su fantasía en las moradas más humildes y en los corazones más sencillos. No se olvide el ilustre novelista de ponernos en contacto con seres semejantes á nosotros. Cuanto más semejantes, más nos inflamarán sus alegrías, más nos enternecerán sus desdichas. Alambicando los caracteres, como alguna vez lo hace, y separándolos demasiado del común de las gentes, empezamos á mirarlos con recelo, sospechamos que no piensan tales cosas como el autor dice, y llegamos á creer que quieren darse tono. Esa incesante meditación fatiga y seca el alma. Yo creo que hay algo en este mundo que se debe derramar de cuando en cuando. Sr. Valera, ¿por qué no nos hace usted derramar alguna lágrima? ¿Por qué alumbrará usted tanto y calentará tan poco?

Mire usted, Sr. Valera, yo he tenido una novia, aunque me esté mal el decirlo, y me pidió una novela, y yo le di una de las que usted escribió, y á los pocos días me la volvió diciéndome que no le había gustado, lo cual me causó mucho disgusto, porque me di á pensar que el dueño de mi corazón era tonto. Después reflexioné más, y me convencí de que el tonto era yo, es decir, usted, que no había sabido darle gusto. Porque á usted, á quien todo se le alcanza, no debió escapársele que mi novia iba á leer sus novelas. Y entonces, ¿por qué no las ha escrito de suerte que le gustasen, vamos á ver, por qué?

No todos me comprenderán, pero usted, que tiene tantísimo talento, sabrá perfectamente que hay un problema estético detrás de esa pregunta.

Mas si no logra dar solución á este pavoroso problema (como diría un orador del Ateneo), si no triunfa de las mujeres, en cambio, á todos los que ceñimos nuestras sienes con el laurel de un título académico, bien sea el de abogado, farmacéutico, perito agrimensor, etc., etc., nos tiene materialmente hechizados. Todos, todos convenimos en que Valera es un novelista profundo, intencionado, ameno y sabroso cual ningún otro en nuestra patria. Un ingeniero agrónomo que ha viajado mucho, asegura que no lo hay tampoco mejor en Europa y en América. Cuando hablamos de su lenguaje, los abogados, ingenieros y farmacéuticos, no encontramos calificativos bastante lisonjeros. El lenguaje no es, como se dice, patrimonio del hombre: es patrimonio de Valera. Yo tornaría á describir nuevamente este lenguaje clásico y romántico á la vez, si tuviera seguridad de encontrar quien me oyese. Porque lo que es en este momento, francamente, no se me ocurre más sobre el Sr. Valera.

II

La religión, cosa muy santa y muy digna de que los hombres la tomen por lo grave, puede ser trasformada, merced á ilusiones fantásticas y quiméricas imaginaciones propias de la edad juvenil, en un verdadero libro de caballerías. Así como en la edad madura el hombre se aplica á convertir en sustancia cuanto se halla dentro del radio de su horizonte moral y sensible, solidificando, por decirlo así, el ambiente que le rodea, del mismo modo el joven cifra su empeño en convertir en flúido imponderable, en humo, en nada, cuanta sustancia miran sus ojos y tocan sus manos.

El mundo gaseoso que todos hemos habitado por mayor ó menor lapso de tiempo, está impregnado de una pasión omnipotente, pero oscura y arcana aun para el mismo que padece sus efectos. La naturaleza, la religión, el arte no nos hablan más que un lenguaje indefinible y dulce. El alma no toca á la alegría y la tristeza, sino que alternativamente se anega y se revuelve en ellas con extraña violencia. Un vapor sutil é interno sube del corazón al rostro movido por una palabra, por un soplo, y lo enrojece. El sacrificio nos causa dulzuras inexplicables, la soledad nos arrastra con poder irresistible, la meditación es sueño, el sueño es alucinación.

Todo es furtivo y vago en esta edad, pero ardoroso y excéntrico. Los sentimientos dentro de nuestro ser se dilatan y amenazan romper su molde. El fuego de nuestra alma va haciendo presa en ellos y devorándolos todos hasta que llega á uno ante el cual se detiene. ¿Qué sentimiento es éste cuyo poder reconoce nuestro espíritu al cabo, y al cual ofrece en holocausto todos sus pretéritos sueños y fantasías?

Esperad un poco; Valera nos lo va á decir.

Era D. Luis de Vargas un joven de veintidós años de edad, «muy salado, con mucho ángel y con unos ojos muy pícaros», aunque seminarista. Confieso que éste aunque que acabo de estampar tiene cierto sabor herético. Estoy admirado de lo fácilmente que se cae en la herejía cuando no está uno prevenido.

A los veintidós años, como ya tuve el honor de indicar, se tiene siempre algún romanticismo en la cabeza. Este siempre me parece ahora algo benévolo, pero lo dejo porque no me gusta andar en distinciones. El romanticismo de D. Luis era el amor divino, con su cortejo de trasportes místicos, escrúpulos, desprecio de los bienes terrenales, conversión de infieles, etc., etc.

Era un niño muy teólogo que rezaba y pensaba mucho y que lloraba en el silencio de la noche al oir los acordes de la guitarra rasgueada por un campesino enamorado.

D. Luis, que había ido por algunos días á su pueblo antes de recibir las órdenes mayores, á las cuales se avecinaba, escribía luengas cartas á su tío el deán de la catedral de..... En tales cartas desahogaba el tonsurado mancebo con gran discreción los profundos y sutiles afectos que bullían en su alma. Levanta suavemente á vista del lector la cortina á un mundo de pensamientos vagos y aéreos, á una serie de cavilaciones laberínticas y exageradas que muestran bien en claro el estado de confusión de su espíritu. Sin embargo, una frase tenue, casi imperceptible se añade pronto á esta sinfonía ascética que D. Luis hace sonar en sus epístolas; el nombre de una mujer. Esta frase se oye más clara y más distinta en cada nueva carta; va crescendo, crescendo, hasta que se convierte en tema principal. ¡Qué arte tan admirable despliega aquí Valera! No es posible mayor delicadeza ni un conocimiento más perfecto del corazón humano.

El deán advierte la nueva fase que presenta la mística de su sobrino, y le aconseja que se aparte del peligro si no quiere caer en él, ó lo que es igual, que pierda de vista cuanto más antes á Pepita Jiménez. Son de leer entonces los intrincados razonamientos y agudezas del mancebo para convencer á su tío y convencerse á sí propio de que la corriente de sus ideas marcha siempre por el cauce del amor divino. Aunque no fuese más que para aguzar el ingenio, convendría que todos estudiásemos un poco de teología. Mas ¡ay! que la teología, fuerte contra Dios, como Israel, es débil contra una viuda de veinte años. Toda la teología de D. Luis de Vargas viene al suelo reducida á cenizas, como una momia que se sacude, al estrechar la mano de Pepita Jiménez. El sobrino de su tío siente discurrir por sus venas una idea dulce y heterodoxa. Todavía habla de áspides y serpientes que es preciso aplastar; todavía cita textos de la Escritura y se compara á Holofernes y al corzo sediento, y exhala quejas como el Salmista, pero utiliza la Biblia también para llamar á su amante fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los campos, paloma mía y hermana.

Cuando el atribulado joven pide á Dios con acento lastimero que separe de sus labios el cáliz de la amargura (Pepita Jiménez), los del lector no pueden menos de contraerse con una sonrisa de asombro, de tristeza y de burla.

Concluyen las cartas de D. Luis y con ellas la primera parte de la novela.

En la segunda, titulada Paralipómenos, se narra con cierto intencionado ensañamiento la tremenda caída de D. Luis desde la cumbre de su imaginario ascetismo. Pepita se prenda frenéticamente del seminarista y le da á entender su amor por todos los medios conocidos hasta lo presente. D. Luis vacila como un santo llevado sobre andas en día de procesión. El amor divino y el amor humano riñen encarnizada batalla dentro de su alma. Toman parte por el amor divino ciertas consideraciones sociales, á saber: la reputación de santo ganada por D. Luis, y de la cual, como de todas las reputaciones, cuesta mucho trabajo desprenderse; la sorpresa dolorosa del deán al saber su repentina caída, ídem la del obispo que había recomendado con mucho encarecimiento la solicitud de dispensa, ídem la del Sumo Pontífice, que la había concedido en gracia de las relevantes cualidades del candidato. Favorecen al amor humano, su padre D. Pedro, que se hallaba enterado de todo por su hermano el deán; Antoñona, servidora leal y habilidosa de Pepita, y la desesperación de ésta, que no comía, ni dormía, ni sosegaba por culpa del arisco teólogo. Las fuerzas de entrambos contendientes, como se ve, están equilibradas.

¡Pero qué desalmado y maquiavélico es el Sr. Valera!

Sin más ni más se pone de parte del amor humano, y prepara al infortunado D. Luis una emboscada tan cargada de lazos y peligros que no hay santo en el Calendario que supiera escapar á ella. Antoñona, pintando y aun exagerando á D. Luis el estado de tristeza de Pepita, le arranca la promesa de ir á verla antes de su partida, decretada por él mismo para el día siguiente.

Y el Sr. Valera, digo Antoñona, señala para la cita la hora más comprometida del mundo; las diez de la noche. Era una noche serena y perfumada de Andalucía. Brillaban en lo alto las estrellas; sonaban en lo bajo, formando un concierto dulcísimo, las castañuelas, las guitarras, los ruiseñores y los grillos. Celebrábase en el lugar de D. Luis la verbena de San Juan. La luna, el aire, los arroyos, las yerbas y las flores todo lo arregla el Sr. Valera á su gusto, para perder al mísero D. Luis. Pero lo arregla tan admirablemente, que repito lo que antes dije: quisiera ver allí á muchos santos del Calendario.

D. Luis penetra en la casa de Pepita, donde previamente el Sr. Valera, como Mefistófeles, había evocado á los demonios de la voluptuosidad, encargándoles mucho celo y discreción.

La visita comienza grave y ceremoniosa hasta que entran en materia. Una vez entrados, voy á dirigir al autor una sentida queja. ¿Por qué ha dado usted tan poco movimiento al diálogo, y hace que Pepita y D. Luis, en vez de hablar como Dios manda en tales casos, pronuncien esos discursos tan metafísicos y tan indigestos?

Afortunadamente D. Luis, con todo aquello de la luna, el aire diáfano, los ruiseñores, los grillos y las estrellas, venía de buen temple. La pasión triunfa de la metafísica, y sucede lo que ustedes pueden ver leyendo á Pepita Jiménez.

Esta escena y todo lo demás que acontece hasta la conclusión de la novela (que ya no es mucho) lo premiaría yo con la inmortalidad si en mi mano la tuviera. Al ver la resignación con que D. Luis se acomoda á beber el cáliz de la amargura por los ojos de Pepita Jiménez y la filosofía positiva terrenal y tangible que de pronto le acomete, expresada por un sin fin de reflexiones y silogismos á cual más graciosos, no hay labios que no sonrían, no hay ojos que no brillen.

Dicen que el fondo de Pepita Jiménez es satánico, pero ya pueden ustedes suponer quiénes lo dicen. Es más difícil que estos críticos lleguen á entender ciertas cosas que el que un camello pase por el ojo de una aguja.

El fondo de la novela del Sr. Valera es humano, y porque es humano nos interesa. Cierto que algo tiene de Satán D. Luis de Vargas. Se desploma como él por virtud de fuerza mayor; pero Satán cae trágicamente de los cielos herido por el rayo y don Luis sólo cae de su asno. Las ansias y los arrebatos de su ardiente corazón, enderezados merced á circunstancias de su vida hacia el ideal religioso, eran indicios seguros de que aquel corazón esperaba, como la noche al día, la visión de un misterio inefable, la revelación de una mujer. Sus sueños y sus ilusiones no se disipan, porque son privilegio dichoso de la juventud; sólo cambian de rumbo y van á libar de la vida real el dulce néctar de la voluptuosidad. ¡Oh si la realidad nos arrancara siempre de la región de los sueños con mano tan delicada como á D. Luis de Vargas!

Por su forma es Pepita Jiménez la obra más perfecta de Valera y una de las más esmeradas y primorosas de la literatura española. La acción, que no puede ser más sencilla, está presentada con mucho orden y originalidad. Los caracteres trazados con más delicadeza que brío, pero vivos y correctos. Las descripciones de un colorido inimitable y exornadas por las galas de ese estilo mágico que sólo posee Valera. El diálogo un tanto oscuro y alambicado.

¡Lástima de metafísica!

III

Al ocuparme en la crítica de Las ilusiones del doctor Faustino, vuelvo á exclamar: ¡Lástima de metafísica!

No comparto, sin embargo, la especie de que esta producción constituya un gran yerro del autor, como muchas veces he oído afirmar.

Las ilusiones del doctor Faustino, aunque en orden á sus proporciones, desarrollo y aliño de la forma se encuentra muy por bajo de Pepita Jiménez, está á la misma altura, y aun por encima, considerando la trascendencia y magnitud del asunto, la verdad de los caracteres y la profunda ironía que envuelve toda la obra.

En España, donde solemos morirnos algunas veces de seriedad, no da gran resultado un estilo como el del Sr. Valera. Se supone que para que salgan bien las cosas es necesario hacerlas con la mayor gravedad posible, casi sin pestañear. Y mucho menos se comprende que el escritor descienda de esa prosa campanuda é impasible, sin olor, color ni sabor ni otros accidentes de pan y vino, á una más familiar y corriente, sin moldes forjados de antemano, donde se ríe cuando se tiene gana y se llora si hay algo que lo merece.

El que tal prosa emplee en sus escritos, créame usted, Sr. Valera, si se llama Juan no pasará de Juanito.

Acaso, y sin acaso por ser Las ilusiones del doctor Faustino una de las novelas más picantes, más sustanciosas y mejor intencionadas que se hayan producido en España y fuera de ella no ha conseguido á su salida por el mundo más que desaires y vejámenes.

Yo voy á estar más fino, aunque no tanto que me pase. Doy por leída la obra, para evitarme la molestia de narrar el argumento, y paso con la mayor frescura á decir mi opinión.

Vuelven á ser las ilusiones y los sueños de un joven el tema en que se emplea la perspicua inteligencia de Valera. Mas las ilusiones del héroe de esta novela no toman el rumbo generoso que las de D. Luis de Vargas, no salen á espaciarse por las luminosas esferas de la religión ni por los campos inmarcesibles del sacrificio, son ilusiones más caseras y no trascienden del yo bastante enrevesado del doctor Faustino.

Cualquiera ha sido joven en este mundo. Este cualquiera que escribe semblanzas literarias, lo es todavía. No es difícil tampoco tener ilusiones. Yo las tengo muy grandes de que ustedes no me suelten de la mano. Pues bien, cuando las ilusiones distan mucho de la realidad, como en este caso, surge el ridículo, que hábilmente presentado por una pluma discreta y afilada como la del Sr. Valera, sirve de provechosa lección y enseñanza saludable.

La ilusión es el mismo deseo revistiendo forma, tomando vida y apariencia de verdad en la fantasía. Por eso los hombres de imaginación son los más propensos á concebir ilusiones y á naufragar en sus pérfidas aguas. Mas como quiera que la imaginación es la facultad más amable del alma y la que imprime carácter al hombre, el doctor Faustino, con todas sus ilusiones, sueños y fantasías, si logra hacerse ridículo, no excita antipatías ni rencores. Antes me figuro que todos le miran con marcada benevolencia y hasta presumo que el autor llega á prendarse de él por la nobleza y originalidad de su espíritu. Siempre los amores traen inconvenientes, y los del Sr. Valera en esta ocasión han traído para su novela un desenlace desproporcionado y no muy bello. Con el fin de preparar el trágico remate de la obra se ve el autor en la necesidad de vulgarizar al héroe. En efecto, pierde el doctor Faustino su primera originalidad y se trasforma en un carácter endeble y pasivo cuya muerte más sorprende que conmueve. El autor deshace con harta precipitación y torpeza la delicada urdimbre del carácter del héroe. Más que desenlace parece un corte de cuentas.

En la fábula no brilla el Sr. Valera como ya tuve el descaro de manifestar, mas á mí se me advierte que es mejor que no brille. De intrigas tenebrosas, espantables y absurdas nos tienen hasta el cuello los novelistas franceses y la más enferma parte de los españoles. Y sin embargo, ¡quién diría que el Sr. Valera, tan sencillo, tan razonable y tan sobrio en sus fábulas, ha introducido en la de esta novela un elemento maravilloso que resulta melodramático! Yo bien sé por qué lo ha introducido el Sr. Valera. Es que ha oido decir á los críticos que no tiene imaginación y que no consigue dar un interés palpitante á sus novelas. Porque los críticos son de esta guisa. Se presenta un hombre blanco y le llaman pálido; se presenta un moreno y le apellidan negro. Sale á luz un novelista de mucha intriga y enredo: truena la crítica contra la intriga y califica al novelista de intrigante y mala persona. Aparece otro sensato y discreto: entonces la crítica hecha de menos la intriga y se queja amargamente de que no le interese.

Valera ha dicho: ¿queréis aventuras estupendas? Pues allá van; y nos propinó las de la inmortal amiga. Yo me permito creer, Sr. Valera, que no debe usted abandonar jamás por ninguna clase de murmuración, es decir, de crítica, el género realista del cual tan brillante muestra nos ha dado en Pepita Jiménez, porque opino como su correligionario Voltaire, que todos los géneros son buenos menos el fastidioso.

No hay en el género de usted, es verdad, motivo para soltar muchos cabos con el exclusivo objeto de amarrarlos después como Dios dé á entender, que á veces lo da á entender pésimamente, y otras ni bien ni mal, pero en cambio puede comunicarse á la novela un interés más espiritual y de mejor ley, desarrollando plásticamente un pensamiento luminoso y fecundo, interpolando descripciones como la de la Nava en el capítulo titulado El Paraíso terrenal, tan fresca, tan viva, tan primorosa y tan mágica, que puede figurar dignamente al lado de algunas del Quijote, y dibujando en fin con felicidad caracteres y tipos humanos cuyo estudio se me antoja más digno de un ingenio privilegiado como el de Valera, que la exposición desatinada de aventuras increíbles, propias para despertar miedo en los niños.

Las ilusiones del doctor Faustino es una novela de caracteres, y sobre los principales, ustedes me dispensarán si digo algunas palabras.

Yo, que al igual de todos los cándidos, cuando quiero tener malicia me paso de malicioso y suspicaz, he pensado descubrir que el doctor Faustino es el mismo Sr. Valera que viste y calza, y que todos los días vemos por ahí, gozando una tranquilidad de espíritu un tanto positivista y epicúrea, aficionado á las especulaciones y sistemas metafísicos que le interesan como pura poesía, amando y respetando la realidad, hecho, en fin, un D. Juan Fresco. El hombre da mucha vuelta con los años, y creo que para llegar á la situación de ánimo de D. Juan Fresco, es necesario haber pasado por la del doctor Faustino ó algo que se le parezca.

Este pensar mío es el que ha dado margen al cariño que profeso á la obra que voy examinando. Eso de conocer el corazón humano cuando es el corazón humano de otro, no me parece lo más fácil del mundo; mas tratándose del propio, la tarea se simplifica extraordinariamente. El Sr. Valera, que tiene su alma en su armario, la saca, la limpia el polvo, y la ofrece á nuestra vista.

Por eso me embelesan los tipos del doctor Faustino y D. Juan Fresco, porque resultan bellos y al mismo tiempo humanos.

El carácter de D. Juan Fresco, nada más que apuntado ó bosquejado en esta novela, aparece plenamente desenvuelto en el Comendador Mendoza, última producción romancesca del autor que venimos estudiando. Son innegables y patentes las afinidades que guardan entre sí el antiguo y el coetáneo retirado de Villabermeja, y de ambos caracteres tan nobles como despreocupados, repito que conceptúo propietario al Sr. Valera.

La obra no tiene, ni con mucho, la trascendencia y significación que Las ilusiones del doctor Faustino ni la originalidad de Pepita Jiménez. En cambio uno de sus tipos, el de D.ª Blanca, está trazado con más brío del que Valera acostumbra, y su acción, aunque excesivamente sencilla, es rápida é interesante.

Señor Presidente, me siento fatigado y ya no tengo más que decir sobre el Sr. Valera.

Se levanta la sesión.

D. MANUEL FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ.

N O sé cómo arreglarme para decir algo bueno del Sr. Fernández y González. Mucho temo no llegar á decirlo. Por más que lo intento no consigo desechar de mí cierto rencor y mala voluntad hacia su persona ó personalidad, que es lo más de moda, y como soy tan impresionable y tengo tan poco peso (cinco arrobas escasas), lo más probable es que le suelte alguna pulla de mal género, impropia por entero de mis antecedentes y de mis años.

Pero, Señor, ¡quién me habrá metido á mí á crítico!

Hubo un tiempo, sin embargo, en que yo tenía menos años que ahora, et in illo tempore, el Sr. Fernández y González me hizo perder bastante ídem. Cuando lo pienso, no puedo menos de verter lágrimas, y exclamar como Augusto:

«¡Fernández, Fernández; vuélveme mi tiempo!»

No sólo de esta abundosa fuente mana mi rencor. El Sr. Fernández con sus narraciones fantásticas, lances maravillosos y combates descomunales, ha influído de un modo muy pernicioso en mi carácter. Hace ya bastantes años, era yo lo que se llama una malva, incapaz de romper un plato adrede.

Mas hete aquí que leo los Siete Niños de Écija, donde se describe á lo vivo de qué modo siete valientes derrotan y ponen en vergonzosa fuga, en cuantas batallas libran, á siete mil carabineros; y hubieran derrotado en la misma forma á siete millones, dada su infinita bravura. Esta bravura me contagió de tal suerte, que llegué á suponerme dotado de una fuerza incontrastable y sobrenatural, y empecé á ensayar mis fuerzas y arrestos, descargando terribles puñetazos sobre las puertas de la vecindad. Á los pocos días de efectuar estos ensayos, era conocido entre los granujas del pueblo con el pintoresco mote de Brazo de hierro. Y aconteció que un día oí sonar á mis espaldas el famoso apodo acompañado de cierta risa que á mí me pareció por muchos conceptos irrespetuosa. Me vuelvo y veo á tres pilluelos muy risueños que se estaban sin quitarme ojo. Llegó la ocasión, pensé, y encomendándome al invicto Juan Palomo, cerré con el mayor coraje y ardimiento sobre aquellos canallas. Mas ¡ay! que entre nosotros debían existir las mismas relaciones que entre los antiguos aragoneses y su monarca: cada uno de ellos valía tanto como yo, y juntos mucho más que yo.

Me llevaron á casa y me pusieron sobre la frente algunos paños empapados en árnica. Jamás se lo perdonaré al Sr. Fernández y González.

Fundada, pues, mi crítica en motivos tan baladíes, es preciso convenir en que no tendrán fuerza de ninguna clase cuantas censuras dirija al Sr. Fernández y González. Convengamos en ello y meditemos un rato sobre la pequeñez de los hombres que por unos mojicones más ó menos llegan hasta rebajar las glorias de un esclarecido novelista.

Sin embargo, aunque no otra cosa, espero que se me reconozca cierto valor para arrostrar la impopularidad. El Sr. Fernández goza de gran crédito entre las clases más virtuosas de la nación. Conozco algunas amas de huéspedes que en gracia de sus interesantes novelas serían capaces de no pedirle el dinero hasta fin de mes. Y yo, escritor ventajosamente conocido en España, Francia, Inglaterra, Rusia, los Países Bajos y Carabanchel de Abajo, no vacilo en depositar en el pedestal de la estatua de la Verdad mis coronas y mis lauros.

¡Hermosa figura y ejemplo perdurable de heroísmo!

El Sr. Fernández y González no siempre escribió malas novelas. Hubo un tiempo en que las escribió buenas. Esto debía decirlo al final del artículo, bien lo comprendo, para que la última impresión fuese dulce, pero como el Sr. Fernández y González escribió las novelas buenas antes que las malas, parece natural que me atenga á su cronología. ¡Especial cronología la del Sr. Fernández! Todo en el Cosmos progresa, todo se perfecciona por virtud de la ley de la evolución pasando de lo homogéneo á lo heterogéneo[6]. Y no obstante, el Sr. Fernández y González rompe de frente con la ley de la evolución, y después de escribir novelas muy heterogéneas da á luz las homogéneas. El Condestable D. Álvaro de Luna, Men Rodríguez de Sanabria, Martín Gil, El cocinero de Su Majestad y Los Monfíes son novelas históricas en que á más de observarse con algún cuidado los requisitos del género, revela el autor cualidades excepcionales para brillar en él. No resucita por medio de un estudio atento y minucioso el mundo de la Edad Media como Walter Scott, sus costumbres, sus trajes, su fisonomía exterior; mas quizá debido á una portentosa imaginación consiga penetrar más adentro que el inmortal creador de la novela histórica, en sus sentimientos, en sus acciones y su discurso; en el mundo del espíritu.

No maneja tan bien el guardarropa feudal, ni el mobiliario de una sala gótica, ni es capaz de disponer un torneo con tanta propiedad; pero nuestros abuelos no aparecen con ese tinte suave y melancólico que inmerecidamente les concede el autor de Ivanhoe, sino con el lenguaje rudo, la sensualidad desenfrenada y la ferocidad bestial que les conviene. Los acentos ásperos que resuenan en los tiempos medios parecen vibrar puros y frescos todavía en la briosa fantasía de Fernández y González. Penetra por la coraza damasquina y la recia cota de malla, y sorprende los sentimientos de aquellos corazones tan rudos é independientes. Es más realista de la Edad Media que su maestro Walter Scott.

Aún pudiera serlo más, no lo dudo, rebajando un noventa por ciento de aventuras; mas como, después de todo, ninguno de nosotros ha vivido en la Edad Media, la narración de las maravillas acaecidas en esta Edad no nos puede irritar tanto como la de aquellas que suceden en la presente, donde no sucede ninguna.

No tengo inconveniente, pues, en admitir que los siglos medios son poéticos, y que en ellos se efectuaron todos esos lances portentosos que los novelistas nos cuentan, y otros muchos más que no nos cuentan. Mas deseo hacer constar que aunque poéticos eran unos siglos bárbaros, y que en punto á urbanidad y buena crianza, pese á Walter Scott y su escuela, el nuestro les saca mucha ventaja.

Á pesar de esto no falta quien apellida á nuestro siglo torpe y escandaloso, y se siente muy desgraciado por haber nacido en él en vez de florecer en la época del feudalismo. Hay que convenir en que la Providencia ha estado muy dura con los que así discurren poniéndoles sombrero de copa en lugar de casco. Pero una vez que no ha querido darles ese gusto, no hay más remedio que resignarse y esperar de mala manera, en cualquier oficina, á que este siglo se hunda en los abismos del tiempo. Ánimo, pues, que ya falta poco; veintidós años escasos.

Quede sentado que el Sr. Fernández y González manifestó en otro tiempo, muy lejano por desgracia, disposiciones felicísimas para la novela histórica. Pero no hay que atribuirle tampoco con afán hiperbólico aptitudes que no ha tenido jamás. Si las mostró nada comunes para el cultivo de este género, nunca dió la más leve señal de poseerlas para la novela de costumbres, social, realista ó como quiera denominarse. El género histórico es de todos los romancescos el que más semejanzas y afinidades guarda con el poema, y Fernández y González es mejor poeta que novelista. Tal vez dependerá de que el poeta se constituye y caracteriza por la fantasía, viniendo á ser el entendimiento y el estudio nada más que auxiliares de su inspiración, mientras el novelista necesita por partes iguales de una inteligencia superior y de una imaginación pintoresca. El talento de Fernández y González guarda, á mi juicio, más parentesco con el de Zorrilla que con el de ningún novelista de los que figuran ó han figurado en nuestra patria.

Mas ya que su empeño fuera escribir novelas y no versos, parecía razonable que siguiera novelando en el género histórico cada día con mayor discreción y lucimiento. El Sr. Fernández y González toda su vida profesó mucho horror á lo razonable. Así es que, en vez de continuar estudiando para corregirse y mejorarse, comenzó á echar por aquella pluma un diluvio de novelas plagadas de lances y aventuras imposibles que produjeron grandes disturbios en el ramo de modistas. De la novela histórica no quedó más que los nombres de los personajes, los cascos, las lanzas y las cimitarras. Todo lo demás, la pintura de los caracteres, la descripción de las costumbres, la verosimilitud de la fábula, naufragó en un mar de tinta.

Este afán insaciable de aventuras fué causa de su perdición. ¡Lo que es el corazón humano! como diría Pérez Escrich. Un hombre que había pasado toda su vida en el alcázar del rey tratado á cuerpo de ídem, dedicado exclusivamente á vigilar la entrada y la salida de los galanes por las puertas secretas, los suspiros de la reina y las órdenes del monarca, marcha de improviso á Sierra Morena y empieza á echar el alto á los viajeros, en compañía de Juan Palomo y Diego Corrientes.

Estos cambios bruscos é inesperados de la fortuna me conmueven sobremanera.

¡Y qué había de suceder! El Sr. Fernández, que era un caballero muy cumplido y espiritual, consiguió al principio dar cierto barniz romántico á aquellos secuestradores; mas al cabo y á su pesar tuvo que sufrir la influencia nefasta de tan grosera compañía, perdiendo las buenas formas y los refinamientos palaciegos. Descuidó ó abandonó por entero los estudios literarios, acaudalando en cambio gran copia de bellaquerías y ruindades que aspiró á presentar como admirables, redactándolas al mismo tiempo en un lenguaje que por nada en el mundo me atrevería á llamar cervantesco.

Si el Sr. Fernández y González hubiera ido á recorrer los desfiladeros y encrucijadas de Sierra Morena con el objeto de estudiar minuciosamente las costumbres de sus indígenas y ofrecérnoslas después en cuadros romancescos vivos y fieles, yo no le diría una sola palabra malsonante; allá se las arreglara con los enemigos del realismo. Pero eso de ir ni más ni menos que á buscar con su linterna por aquellas breñas almas grandes, corazones generosos, honrados padres de familia y ciudadanos íntegros, se me figura depresivo para los que habitamos en poblado. No parece sino que escandalizado el Sr. Fernández y González de nuestra corrupción, como Tácito de la de Roma, desea presentarnos en las costumbres puras ó inocentes de la bandolería algo que nos edifique y nos enderece. Pues mire usted, Sr. Fernández, convengo en que por Madrid hay muchos perdidos y que es peligroso hasta cierto punto atravesar á las tres de la tarde por delante del café Suizo; pero también hay muchos caballeros, tan fieles como el oro, que sólo le detienen á usted para pedirle fuego. No es absolutamente necesario ser ladrón en cuadrilla para tener un corazón sensible. Conozco muchas personas que, sin haber desvalijado á nadie en su vida, riegan con sus lágrimas las butacas del teatro Español cada vez que se pone en escena Ó locura ó santidad.

Repito, pues, Sr. Fernández, que el ideal de la bandolería no es suficiente para el arte. El ideal cristiano me parece más fecundo y más conforme con la naturaleza humana.

Estos trueques de ideales producen unos efectos desastrosos. Las novelas fueron bajando, bajando, y bajaron yo no sé hasta dónde. Salieron á luz por entregas, por arrobas y por metros cúbicos. El señor Fernández tenía un establecimiento en liquidación dentro de la cabeza.

Y, sin embargo, ¿qué fué de tanta invención? Destinadas estas novelas á entretener los ocios de las clases menos doctas de la sociedad, perdieron casi en absoluto el carácter de obras literarias y fueron proscritas con excomunión mayor de toda biblioteca bien nacida. El autor ya no volvió á preocuparse de la composición, del análisis de los caracteres, ni de las pasiones, ni de la verosimilitud, ni de la pureza de la lengua. Lo único á que atendió fué á sorprender, á asustar las imaginaciones femeniles, á despertar y encadenar la curiosidad, arrastrándola violentamente por sucesos increíbles y absurdos.

De este modo logró conquistar una inmensa popularidad, sobre la cual tampoco debe forjarse grandes ilusiones el Sr. Fernández y González. Tuvo y aún tiene muchos lectores, pero son de tal jaez estos lectores que no pueden fundar ninguna reputación duradera. Leen por distraerse, por matar el tiempo, y las más de las veces no se detienen á mirar el nombre del autor del libro que soportan en la mano. Si lo miran, no son capaces de tributarle admiración, á la manera que al niño jamás se le ocurre admirar al inventor del juguete con que se divierte.

Las obras literarias, ó las que tal nombre merecen, no se presentan como los arenques en grandes turbas; vienen solas después de haber madurado por más ó menos tiempo en el cerebro del artista. Aquellas que no sufren una gestación laboriosa cuando se escriben, es que ya la han sufrido en el pensamiento. Me refiero, por supuesto, á las obras de mérito permanente, capaces de resistir á las inclemencias del tiempo y de la crítica.

La entrega, que Fernández y González ha cultivado con más éxito que ningún otro en nuestra patria, es la institución más perniciosa que inventaron los hombres para tormento de las letras.

Me equivoco, hay todavía otra institución más deletérea: el tomo de á peseta. En tomos de á peseta ha exprimido el Sr. Fernández las últimas gotas de su desordenada inspiración. En vano el poder legislativo de la sociedad se afana por introducir las reformas más convenientes en todos los ramos de la administración; en vano el poder ejecutivo cumplimenta con toda fidelidad las disposiciones legales, desenvolviéndolas y aclarándolas por medio de reglamentos acertados y sabios y concienzudos preámbulos. Mientras Manini, con su biblioteca de lujo, y los traductores de Barcelona sigan conspirando contra la salud pública, no tendremos en nuestra patria ni sosiego, ni riqueza, ni vías férreas, ni administración.

Torna á la ciudad el Sr. Fernández y quiere describirnos la vida real, lo que pasa pared en medio de nosotros. No dejan de tener estas sus novelas contemporáneas cierto interés y movimiento, porque el autor, por más que se empeña, no puede prescindir completamente de su poderosa imaginativa; mas allá, por el campo, adquirió unos modales tan impolíticos y serranos, que por ningún concepto recomiendo la lectura de tales obras á las niñas de quince abriles.

Resplandece en sus últimas novelas, á más de un color verde harto subido, la ausencia absoluta de previsión artística. El autor no medita ni calcula nada de lo que constituye el fondo y la forma de una obra romancesca. Prefiere abandonarse á la corriente alborotada de la improvisación, y allá van escenas y sucesos donde quiere una fantasía delirante. ¡Yo que juzgaba á la improvisación sólo buena para decir unas cuantas redondillas después de haber comido fuerte!

La pintura exagerada y un tanto burda de la vida exterior es lo que se observa á primera y segunda vista en estas producciones. La vida del espíritu merece tanto respeto al Sr. Fernández y González que no se atreve á penetrar en ella. Tal vez el alma humana tendrá que agradecerle este respeto. Debo manifestar, no obstante, en descargo de mi conciencia, que el espíritu del hombre tiene derecho á ocupar el lugar preferente en la novela. Cuando se le condena á comer el pan negro de la emigración, como en las obras de Fernández y González, la novela se transforma en cuento de viejas.

En resolución. No es posible juzgar las producciones del Sr. Fernández y González, si exceptuamos las primeras, citadas ya en este artículo, con arreglo á los sanos principios literarios. Tales obras salen del recinto de la literatura para entrar en el más oscuro y también más lucrativo de la industria. Una vez convertido el arte en oficio, ya no se trata más que de mucho papel y mucha tinta. El que hace un cesto hace ciento, y el que escribió una novela puede escribir un cargamento de ellas.

¡Cuántos años hace que el Sr. Fernández y González está haciendo cestos sin darse punto de reposo!

Sus novelas, como las saetas del ejército de Jerjes, amenazan ya nublar el sol.

Así, que me he visto precisado á pelear á la sombra.

Conste sobre todo, Sr. Fernández, que esta crítica fué inspirada por los móviles más bajos y más ruines.

D. FRANCISCO NAVARRO VILLOSLADA

O ROCEDAMOS con método. El Sr. Villoslada, aunque novelista vivo, no es un novelista contemporáneo. Pertenece al grupo de los románticos que pasó felizmente para no volver. El romanticismo dió muerte al clasicismo: el realismo filosófico acaba de matar al romanticismo. Éste fué una gloriosa insurrección contra las formas aristocráticas y convencionales de la tradición literaria encauzada desde el renacimiento por el seguro pero estrecho álveo de la cultura clásica, un retorno á la verdad y á la belleza aprisionadas en inflexibles moldes, un himno entusiasta á la inspiración libre y sencilla de la Edad Media. En el romanticismo precisa distinguir dos momentos. Detiénense en el primero los apasionados y devotos de la Edad Media, los que no sólo demandan á estos siglos naturalidad y sencillez para la forma, sino ideales, tangibles y completos para la vida, los que aman sus creencias y sus costumbres, oponiéndolas con decisión al amaneramiento y á la tibieza de nuestros tiempos. Fueron representantes más ó menos insignes de estas tendencias, en Alemania los hermanos Schlegel, Tiek, Ruckert y Huland; en Inglaterra, Walter-Scott y Southey; en Francia Chateaubriand, Vigny, y en España el duque de Rivas y Zorrilla.

Pero esta grandiosa revolución literaria encontró en otros muy notables ingenios una representación más amplia y humana. Las altas ideas morales y metafísicas expresadas con exageración, con violencia y con exceso, vinieron á engendrar otro gran movimiento que podemos denominar romanticismo filosófico, que ilustraron, en Alemania, principalmente Schiller, Herder y Heine[7], en Inglaterra Byron, Wordsworth y Shelley, en Francia Hugo, Lamartine y Musset, y entre nosotros Espronceda.

No me cumple el ocuparme ahora en esta segunda fase del movimiento romántico, sino tan sólo decir escasas palabras sobre la primera, por ser aquella en la cual se fija y encierra el carácter del novelista que estudiamos.

Disgustados por la miseria y bajeza de nuestra época, atenta muy particularmente al desenvolvimiento y progreso de los intereses del cuerpo, desnuda casi por completo de fervor religioso, los primeros románticos, á cuyo frente debe colocarse al célebre Walter-Scott, creyeron ver en la época feudal un dechado para la nuestra. La audaz imaginación, estimulada por la distancia y el deseo, hízoles trocar la grosería en caballerosidad, la barbarie en nobleza y la sórdida ambición en altanera bravura, é iluminaron los ásperos contornos de aquella edad con los colores de una luz ideal. Así nació la novela arqueológica; no como descripción más ó menos fiel de las costumbres y sentimientos de un período histórico, sino como fantástica resurrección de una edad de oro.

No gusto de exclusiones en literatura, ni fuera tampoco prudencia desechar un género en el cual ha conseguido su renombre el más insigne de los novelistas modernos; pero sí apuntaré que la novela histórica en su misma naturaleza lleva gérmenes de falsedad y de muerte. Veámoslos.

Para pintar las costumbres de una época histórica no hay nada mejor, está averiguado, que haber vivido en ella. Todo intento de resucitar añejas costumbres tiene mucho de fantástico. Insensiblemente, sin que el artista lo perciba, y á despecho de todos sus escrúpulos y pruritos de veracidad, se introduce en la obra el acento moderno y se enseñorea de ella.

Y si esto podemos decir de las costumbres, ¿qué sucederá con los afectos y pasiones? Aquí es donde se penetra claramente la miseria de la traza y todo el artificio de que los novelistas arqueólogos se valen para deslumbrarnos momentáneamente. Cuando mencionan cualquier usanza antigua suelen poner debajo la autoridad en que se apoyan; mas yo no veo jamás ninguna prueba para sus anacronismos cuando se trata de ideas y sentimientos.

¡Cuántas veces al penetrar en una sala gótica hallé sentado al pie de la tosca chimenea, reposando el codo en uno de los brazos del sitial, la mano en la mejilla, al vecino del cuarto tercero, persona muy honrada, de continente grave y hasta cierto punto melancólico!

—¡D. Facundo, usted por aquí! ¿Cómo es eso?

—Qué quiere usted, amigo mío; fué empeño de Villoslada el ataviarme con este ridículo disfraz, aunque no estemos en Carnaval, y aquí me tiene usted escuchando, quiera que no, dejando para ello abandonada la oficina, á ese trovador errante y cargante.

Doy la vuelta para mirar al trovador y me veo con largas guedejas, muy adormecido y tristón con el laúd en la mano, á Pepito Paniagua, el novio de mi prima, estudiante de segundo año de farmacia, que pasa la vida en el portal de enfrente.

Digan ustedes ahora si no tengo motivos para dejar de creer en la autenticidad de tales guerreros y trovadores.

Pues por estas y otras razones más prolijas, considero que la novela arqueológica no es viable como género literario. Esta consideración tendría mucho mayor mérito si fuese escrita y publicada hace algunos años, lo reconozco, porque entonces hubiera sido una profecía, mientras que hoy aparece tan sólo como la explicación de un hecho. Porque es un hecho que ya no se cultiva la novela histórica ni dentro ni fuera de España.

Todas las personas de cierta categoría literaria están conformes en que las costumbres y los sentimientos que se pinten han de ser las costumbres y los sentimientos contemporáneos. Cuando queramos conocer (de un modo muy imperfecto, por supuesto) los de otra época, acudamos á las crónicas, á las Memorias auténticas, á la literatura de aquel tiempo, jamás á las novelas de los románticos.

Un género literario puede ser efímero, no obstante, mientras obtienen la inmortalidad aquellos que lo cultivan. Buena prueba de esto nos ofrece el ilustre Walter-Scott, rey y señor de la novela histórica. Su fama no se merma ni decae con los años; antes se levanta cada día con más brillo y esplendor. Porque es privilegio dichoso del arte mudar constantemente de gustos y derroteros, dejando á salvo la gloria de sus intérpretes: Walter-Scott tiene feudatarios en todas las comarcas de Europa. Le rindieron pleitohomenaje en su país Horacio Smith, James, el más fecundo de los novelistas históricos, Grattan y Banim, llamado el Walter-Scott irlandés; en Francia, Alfredo de Vigny, Víctor Hugo, Alfonso Royer, el bibliófilo Jacobo y Alejandro Dumas; en Italia, el incomparable Manzoni, Rosini, Guerrazzi y el marqués de Azeglio.

En España recibieron de él el espaldarazo y fueron armados novelistas por su mano Larra, Martínez de la Rosa, Espronceda, Escosura, Enrique Gil, García de Miranda, Fernández y González, Cánovas del Castillo y Villoslada.

No es por cierto este último, ó sea el que ahora nos ocupa, el menos notable de los que hemos apuntado. Hablemos de él un momento, si ustedes gustan.

Se presenta desde luego como discípulo franco y declarado del ilustre baronet escocés, pero no deja de manifestar al propio tiempo una tendencia, aún más pronunciada que la de su maestro, hacia la arqueología. El Sr. Villoslada considera de su deber el restituirnos las épocas históricas por entero, sin que falte ni sobre un cabello, y atento como buen hidalgo al cumplimiento de sus deberes, dispone de tal suerte el enredo de la novela, que va haciendo pasar por delante de nuestra vista en ordenada procesión todo lo más característico de aquellas remotas edades. Primero una refriega en un bosque, después un torneo, más tarde el tormento aplicado á un delincuente, la descripción del interior de un castillo, una conjuración de villanos, la entrada de un rey en una población, etc., etc. Todo esto conspira, sin disputa, á que la novela tenga mayor mérito á los ojos de anticuarios y arqueólogos, pero disminuye no poco su belleza como obra de arte. Percíbese en demasía el artificio con que van sujetas entre sí las escenas y los cuadros.

Éstos y aquéllas, no obstante, tienen mucho vigor y entonación. En cuanto al color local, ustedes dirán. Yo, por mi parte, como no he sido ni pechero ni rico hombre en aquella edad,—lo último me vendría muy bien en ésta—jamás tuve ocasión de presenciar lo que en ellos se describe y no puedo, por lo mismo, entrar en comparaciones que, después de todo, siempre son odiosas.

Mas dejemos á un lado lo del color y vengamos á la fábula. El Sr. Villoslada es español y un buen español, sabe armar un lío de todos los diablos donde quiera que pone la mano. El enredo de sus novelas es complicadísimo, vivo é interesante. Verdad que los términos entre los cuales se mueve la fábula de la novela histórica parecen obligados y de antiguo constituídos.

Una reina que se enamora de un villano, el cual resulta príncipe ó cosa por el estilo; un prisionero que por odiosas artes vive sepultado en una mazmorra largos años hasta que llega el día de su rehabilitación gloriosa; un matrimonio secreto; un relicario; un lunar en la espalda; un paje enterado de todo. El Sr. Villoslada maneja á la perfección tales palillos y mantiene en zozobra hasta el fin la atención del lector.

Por otra parte, las pasiones, singularmente el amor, no son tan nebulosas y desvaídas como en los cuadros de su ilustre maestro. Penderá tal vez de que el Sr. Villoslada, aunque en la región más alta, nació en tierra de España, país donde al amor se le toma más por lo claro.

Los caracteres no están mal trazados, por punto general, aunque algunos los considero algo progresistas para su siglo. Verbi y gracia, en Doña Urraca de Castilla, una de las mejores novelas del autor, dice un noble á un villano:

—«¡Maese Sisnando, merecías haber nacido noble!

—Conde de Lara—contestó el villano,—sois leal y agradecido; merecíais haber nacido hombre.»

Esto me recuerda á un amigo de mi niñez. Era un retirado que había servido á las órdenes de Espartero. ¡Pobre hombre! Parece que le estoy viendo, con su enorme nariz colorada, su boca cavernosa y su formidable caña de las Indias. Por espacio de quince meses me describió todas las semanas la batalla de Ramales. Admiraba mis profundos conocimientos en aritmética y estimaba en lo que valía mi carácter íntegro é independiente. Yo tenía nueve años entonces y juntos salíamos de paseo por un camino solitario hasta llegar á un sitio frondoso donde manaba una fuente. Allí me describía la batalla de Ramales, me decía lo mal que le trataba la huéspeda por una peseta diaria, que fielmente le pagaba, y cuando estaba de humor cantaba con solemne entonación:

Todo conde ó marqués nace hombre,
el dictado le viene después, etc.

Yo también cantaba y se me saltaban las lágrimas. Entonces me decía que yo era un gran hombre, que sabía más que Lepe y que el deán de la catedral.

Á pesar de mi ciencia confesaré que no sospechaba que tuviéramos un correligionario tan avisado como maese Sisnando en pleno siglo XII.

Esto no pudo menos de herir mi amor propio, pero ya le he perdonado la ofensa al Sr. Villoslada, y es lo cierto que hoy le tengo por un novelista de mérito y uno de nuestros escritores más correctos y elegantes.

Parece mentira que yo diga tales cosas de un ultramontano.

Cuéntenselo ustedes á Alarcón, que no lo va á creer.

D. ENRIQUE PÉREZ ESCRICH

S IEMPRE está el hombre orgulloso de alguna resolución ó acto de su vida que le parece digno de loa. Yo, que al parecer nada hice en la mía de notable, puedo preciarme, sin embargo, de no haber leído á Pérez Escrich desde los diez años.

Fué en unas vacaciones. Había ido á cursar mis latines á la capital. Cuando volví al pueblo, el libro, el libro de Pérez Escrich, el Cura de aldea, en una palabra, estaba sobre la mesa de pintado pino, tan rozagante y tan fresco como si acabase de salir de las manos de su creador. Quise recordar las emociones dulces que aquel libro me había hecho experimentar en otro tiempo, poco después de haber salido del claustro materno. Á las pocas páginas comencé á sentir cierta pesadez en la cabeza, como si tuviese allá mucho plomo, y á las otras pocas me quedé deliciosamente dormido.

Ustedes podrán decir, señores, ¡qué no debe esperarse de un muchacho que, en tan corta edad, ya se dormía leyendo á Pérez Escrich!

Han volado desde entonces sobre mi cabeza muchos vientos, ya glaciales, ya ardorosos, y he oído desde mi balcón, no sé cuántas veces, cantar á la codorniz en la vega. Y hoy mi bello ideal consiste en no leer á Pérez Escrich. Pero no puedo menos de tenerlo en el corazón como el Catecismo de Fleury y el Amigo de los niños.

Por Pérez Escrich supe yo, primero que por nadie, de la existencia de los puntos suspensivos. Cuando algún héroe de sus novelas iba á perder el juicio, nunca dejaba primero de lanzar una carcajada histérica, después de lo cual venían dos ó tres líneas de puntos suspensivos. Por bajo de ellos decía el señor Escrich: «¡Estaba loco!» ó «¡estaba loca!», según fuese varón ó hembra el demente. De otras invenciones de los hombres, no menos peregrinas é ingeniosas, tuve noticia por nuestro autor, de las cuales pienso hacer, con la ayuda de Dios, el uso que más prudente me pareciese.

No sólo por haber acaudalado con preciosos datos mi saber debo estar reconocido al Sr. Escrich. Aún recuerdo con lágrimas en los ojos (líquidas perlas que él llamaría) el ruido que hacían sus novelas al entrar por debajo de la puerta. Yo caía sobre ellas como el gato sobre el ratón, y con la entrega en la mano marchaba mayando á devorarla á la soledad de mi cuarto. Pero la primera entrega siempre dejaba levantado un puñal sobre el pecho de un inocente, ó cuando no, pendiente á alguno de un clavo sobre un abismo, y eran de ver entonces las ansias que á mí me entraban por saber cuántas pulgadas había penetrado la navaja ó en qué forma se había roto la cabeza aquel prójimo. El saberlo costaba dinero, que no era el Sr. Pérez Escrich de esos que de buenas á primeras y por afición le vienen á contar á uno todo lo que ocurre, y me veía precisado á demandar socorros á mi padre. Mas éste, por aquel entonces, estaba empeñado en que Cervantes era mejor novelista que Pérez Escrich y solía negarlos, y entonces acudía á mi buena madre, que no profesaba ideas tan perversas. Ésta descogía con mano piadosa la jareta de su faltriquera para que todas las semanas se entrasen por la casa dos reales de Esposa mártir ó de Mujer adúltera, que no bastaban, ni con mucho, para calmar los arrebatos de mi espíritu investigador. Ahora comprendo por qué he llegado á ser el mejor crítico de España.

Pérez Escrich en el campo, en el círculo, en el terreno, en el estadio, en el circuito de la literatura representa una idea, es una idea. La idea de Hegel es realidad. La de Pérez Escrich es entrega.

¡Ay, niñita mía, quién se volviera entrega, aunque fuese de Pérez Escrich, para que tus manos blancas y fragantes como la magnolia le tomasen, para que tu regazo tan casto como la nieve de las montañas le diese reposo!

Esto lo digo por una chica que conocí en Gijón, que se pasaba las horas muertas leyendo á Escrich. Me enamoré de ella, como era natural, y si no hubiera sido por un tío que me dijo á tiempo: «¡Pero, hombre, no comprendes que vas á cortar tu carrera!», me hubiera casado sin remisión. Pero la carrera ante todo. Ya les diré á ustedes en qué pararon aquellos amores.

Decía que Pérez Escrich, como novelista, es una idea. Debo añadir que Pérez Escrich...

Mas antes bueno es que advierta que justamente porque Pérez Escrich es una idea, me siento obligado á hacerle hueco en esta mi galería, ó pepitoria de novelistas. Muchos hay de los que se quedan fuera, tenidos por sí y por los otros en más estima. Pero ¿son tan notorios? ¿Ejercen tanta influencia? En una palabra, ¿son una idea?

Queda demostrado de un modo concluyente que Pérez Escrich es el novelista que en este momento debe ocuparme. No se me tilde de crítico motolito y poco avisado.

¡Despertad, pues, recuerdos azules, verdes y carmesíes de la edad primera! ¡Salid de las argentadas y bramantes olas que lloraban noche y día debajo de mis balcones! ¡Salid de las vegas lujuriantes de maíces que crujen al viento como la seda! ¡Venid de lo alto de aquellas montañas donde blandean las nubes como banderas! ¡Venid y decidme cómo es Pérez Escrich, que ya no me acuerdo!

Pienso, si no me es infiel la memoria, que hay en las obras del Sr. Escrich algo de lo que se observa en las de Esquilo. Los caracteres del Sr. Escrich, á semejanza de los del trágico griego, son inmobles como los peñascos, representan un sentimiento único, son personajes de un momento determinado y de una simplicidad absoluta. Pero el autor de Las Euménidas y del Prometeo encadenado, con tales caracteres, no lograba idear más que una situación casi fija, un cuadro delicioso, pintado con inspiración sublime, pero siempre el mismo; mientras el Sr. Escrich consigue tejer una acción complicada, altamente dramática y llena de peripecias. Sin embargo, el parentesco de ambos ingenios no es menos visible, por más que la distancia de los tiempos haya establecido entre ellos diferencias favorables al último.

Para Escrich, lo mismo que para Esquilo, hay entre el bien y el mal, acá en la tierra, el mismo irreconciliable dualismo que en el cielo. No es posible que en un mismo hombre coexistan partículas de bien y de mal. Sus personajes son siempre Ormuz ó Ahriman, ó lo que es lo mismo, cuando un personaje de Pérez Escrich sale malo, no hay por dónde cogerle de pícaro y endemoniado; al paso que cuando es hombre de bien, lo es á carta cabal. El Sr. Escrich cuida también con particular esmero de unir la belleza física con la moral, prestando hermosura, fuerza y elegancia corporales á los dechados más completos de bondad. En efecto, sería cosa fatal y hasta absurda el que un joven de cabellera rizada, de ojos expresivos, de nariz recta y modales distinguidos robase unas cucharillas de plata. ¡Me encantaban á mí sobremanera aquellas tertulias de sujetos tan lindos y de tan buenas partes! Generalmente llevábanse á efecto en alguna guardilla ó sotabanco, y los que allí se reunían, más buenos que el pan candeal, solían festejar su honradez con algún extraordinario en medio de la mayor cordialidad y buen orden. Las guardillas de Pérez Escrich exhalan un olor tan fuerte á virtud, que echa para atrás.

Casi siempre, en pos de la tertulia de honrados venía la de perdidos, con el objeto de formar contraste. Allí se veía hasta dónde puede llegar la malicia humana. Todos eran bandidos de pura raza, con sus ojos atravesados y sus correspondientes cicatrices. Como era natural, en aquella sociedad nadie creía en Dios, y así tenían buen cuidado de manifestarlo á la primera ocasión.

Los buenos y los malos se distinguen, pues, de un modo cabal en las novelas de Escrich. No aparecen tan bien determinadas las diferencias entre los hombres de talento y los majaderos. Nuestro autor no es tan feliz en la pintura de discretos como en la de tontos. Así es que cuando pretende hacer pasar á alguno por sabio, debemos creerlo tal con aquella fe viva que aconseja el P. Astete para los misterios de la religión.

Por otra parte, sus personajes hablan con un lenguaje adecuado en cuanto es posible á la situación y modo de ser del héroe. Shakspeare hacía lo mismo. ¡Cuán envidiable me ha parecido siempre esta facultad de adaptarse á todos los momentos y estados de la vida! No puedo menos de recordar á un orador sagrado de mi pueblo, que predicaba siempre al aire libre el sermón del Encuentro durante la Semana Santa. Cuando para formalizar de un modo plástico, como era costumbre, las dramáticas escenas de la Pasión, necesitaba dirigirse á las imágenes soportadas por robustos marineros, solía decir: «¡Eh! á sotavento San Juan... María Santísima á barlovento». Hubiera sido un gran novelista aquel cura.

Y á propósito de la Pasión. Tengo entendido que el Sr. Pérez Escrich, en competencia con San Lucas, describió muy á lo vivo la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo en una novela titulada El Mártir del Gólgota. No he leído El Mártir del Gólgota, y lo que es aún peor, doy á ustedes palabra redonda de no leerla; mas precisamente por eso debo extenderme algo sobre esta novela para no romper con la costumbre de la sana crítica.

Si yo fuese un crítico desalmado y avieso, nunca perdería la ocasión de lucir mi donaire escribiendo sobre la obra del Sr. Escrich las frases más sabrosas y picantes, pues ingenio tengo que me sobra para ello. Con la intención más perversa podría comparar su novela á la lanzada de Longinos y con otros pasajes del Nuevo Testamento hacer chacota de ella. Pero esto desmentiría la gravedad ingénita de mi carácter y me haría perder no poco en el concepto de las personas serias. Examinaré, pues, la obra del Sr. Escrich de un modo concienzudo, haciendo resaltar todas sus bellezas y señalando al propio tiempo sus defectos más capitales. Examinaréla desde el punto de vista histórico y asimismo desde el filosófico, económico y administrativo.

En primer término, debo llamar la atención de los lectores hacia una singular coincidencia que corrobora el juicio ya emitido acerca de la afinidad que media entre la inspiración de Esquilo y la de Escrich. Esquilo solía tomar por asunto de sus tragedias los misterios y símbolos de la religión, dando forma poética á las tradiciones de la mitología primitiva, como acontece en la trilogía de los Prometeos. Escrich busca motivo para sus creaciones romancescas en los augustos sucesos de nuestra religión, novelando la dramática historia de nuestro Redentor. ¡Cuántas bellísimas reflexiones le habrá sugerido la inicua degollación de los santos inocentes! ¡Con qué vivos colores habrá descrito el establo donde nació el hijo de María! ¡Qué observaciones no habrá hecho, todas atinadas y profundas, sobre los tres reyes magos, Melchor, Gaspar y Baltasar!

¿Pero quiénes desempeñarán en El Mártir del Gólgota los papeles de cazador maníaco, de pescador distraído, de costurera angelical, de criado fiel y de banquero infame? Porque al Sr. Escrich le pasa algo de lo que á los generales españoles; le caben pocos hombres en la cabeza, y estoy casi seguro de que no ha cambiado el personal de sus novelas por hallarse ahora en la Palestina y en siglo tan apartado. He aquí por qué me estaría muy bien haber leído El Mártir del Gólgota.

Pero si los personajes son siempre los mismos, en cambio la trama de sus novelas suele ser idéntica, y váyase lo uno por lo otro. Creo haber dicho que el centro de operaciones del Sr. Escrich es una guardilla. Allí habita una familia honrada, laboriosa, pacífica, aseada; la familia, en fin, más excelente y admirable que se puede decir ni pensar. Mientras esta familia infinitamente buena vive en la mayor estrechez, procurándose con su trabajo apenas lo indispensable para no morirse de inanición, en un palacio de la misma calle, sumido hasta el cogote en la opulencia, y no sabiendo qué hacer del tiempo y los millones, mora el inicuo despojador de esta familia. Ahora bien: ¿habrá nada más justo que el que esta familia salga de la miseria, torne á disfrutar sus bienes, y el malvado que se los arrancó, confuso y despatarrado, vaya á entendérselas con los esbirros del Saladero? Cierto que no lo hay, y el Sr. Escrich aplica todo su esfuerzo á una empresa tan meritoria. Una vez conseguido su propósito, esto es, después de restituídos los cuartos y puesto el ladrón á buen recaudo, el Sr. Escrich, en conciencia, no quedaba obligado á más. Sin embargo, la novela no da fin en este punto, sino que, desplegando un celo nunca bastante agradecido y pagado con el miserable cuartillo de real en que se estima cada entrega, el autor se entretiene con afectuoso esmero á contarnos en qué forma y manera gastó aquella familia su dinero, qué vida se daba, cuánto pagaba de contribución y qué número de platos se ponían á la mesa. Con esto, la descolorida costurera que tiene entre sus manos El pan de los pobres, se inflama de curiosidad y de gozo: cierra el libro, apoya en la mano su mejilla, y fijando los ojos en la luz de petróleo, comienza á soñar. ¡Quién sabe si algún pícaro de los que pasean en coche por el Retiro estará comiendo una fortuna que pertenezca á sus progenitores! Mira á sus manos, y sus manos no pueden ser más afiladas, más finas, más aristocráticas; mira á sus pies, y sus pies no pueden ser más breves, más estrechos ni más altos de empeine. La costurera se siente con fuerzas bastantes para ser millonaria. He aquí cómo Pérez Escrich sabe herir las fibras más delicadas del corazón humano.

El Sr. Escrich—dicho sea en honor suyo—no es hombre de grandes conocimientos. Las ciencias y las artes no salen casi nunca de sus novelas sin algún arañazo. Sea ejemplo uno de los capítulos de El pan de los pobres, novela que me ha prestado la patrona de un amigo mío.

En este capítulo, titulado «Uno de los dos», dice el Sr. Escrich:

«Á las once y media, Luis y Antonio firmaron como testigos el testamento, el notario se despidió y Carlos, etc.»

Ahora bien, el que esto suscribe, ante el juez competente, como mejor proceda en derecho parece y dice:

Que en el testamento de D. Carlos de San Pablo se ha omitido y se falta á una de las solemnidades necesarias de los testamentos, cual es la presencia ó la firma de los testigos. En el caso de que el testamento de D. Carlos de San Pablo fuese abierto ó nuncupativo, debió atenderse para formalizarlo á la ley 1.ª tít. 19 del Ordenamiento de Alcalá, modificada por la pragmática de D. Felipe II de 1556, y ambas incluídas, como la ley 1.ª tít. 18 del libro 10 de la Novísima Recopilación. En esta ley se previene que en el otorgamiento del testamento abierto deben ser presentes tres testigos vecinos con escribano, ó cinco testigos vecinos sin escribano, ó siete testigos si no son vecinos. En el testamento de don Carlos de San Pablo no aparecen presentes más que dos.

Asimismo digo, que si el testamento de D. Carlos de San Pablo fuese cerrado, debió atenderse para formalizarlo á la ley 3 de Toro, incluída como 2.ª del título 18 del libro 10 de la Novísima Recopilación, la cual fija en el número de siete los testigos que han de firmar sobre la carpeta del testamento. En el de D. Carlos de San Pablo no firman más que dos.

En uno y otro caso, pues, el testamento de don Carlos de San Pablo no cumple con las solemnidades exigidas por la ley, y debe ser redargüido de nulo de toda nulidad, como así espero que se considere, declarando fallecido abintestato al D. Carlos de San Pablo.

Otrosí. Pido que se le dé á cada cual lo que más le convenga, aunque esto sea pedir gollerías.

¡Ya estaba reventando por lucir mis conocimientos en jurisprudencia!

En el mismo capítulo el Sr. Escrich se niega á describir las peripecias de un duelo, so pretexto de que ya lo ha descrito en otros muchos libros publicados anteriormente. Esa no es razón. Cuanto más se repita una cosa, mejor impresa quedará en el ánimo de los lectores, y me sorprende bastante que el señor Escrich rompa en esta ocasión con su constante y saludable práctica.

Al observar cómo me detengo en este capítulo, tal vez pensará el lector que no he leído ningún otro. Pues mucho se engañaría ¡ay! porque todos los he leído.

Hablemos ahora de la filosofía del Sr. Escrich.

La verdad es que este mundo no está bien arreglado. En esto convenimos todos. ¿Por qué había yo de estar, sin bendita la gana, borroneando la semblanza del Sr. Escrich, en vez de ocuparme seriamente en pasear por Recoletos? ¿Por qué cuando salgo de casa con paraguas no llueve, y llueve precisamente cuando salgo sin él? ¿Por qué es la muerte condición necesaria de la vida? ¿Por qué los oradores del Congreso dicen á cada instante «tuvo lugar»?

Son éstos misterios que no acierta á penetrar el humano discurso y que nos llevan á pensar en un más allá. Como decía el cura de mi pueblo en un sermón que predicaba siempre en el día de la Magdalena, «todo es fugaz sobre la faz de la tierra». Pero á mi ver no debemos lamentarnos de que todo sea fugaz en la tierra; al contrario, yo he celebrado mucho que fuese fugaz el tirón que me dieron a una muela cuando me la sacaron. Lo que de veras siento es que se hayan fugado tan presto otros momentos que tengo, cual preciosos brillantes, engastados en la memoria. De todos suertes, ora porque el placer sea fugaz, ora porque el dolor lo es harto poco, pienso que el mundo pudo haberse arreglado de mejor modo. Por donde quiera que tendamos la vista, se observan claras señales de que la Providencia no había leído las novelas de Pérez Escrich. El mundo del Sr. Escrich, digámoslo de una vez, vale sin comparación más que el del Padre Eterno. ¡Cómo había de consentir nuestro autor que un tunante estuviera comiendo tranquilamente hasta su muerte la fortuna adquirida por el crimen! ¡Ni que un aristócrata deshonrase á una doncella del pueblo sin recibir el condigno castigo! ¡Ni que dos muchachos que se quieren dejen de casarse! Pues de todo esto se ve en el mundo á cada paso, en este pícaro mundo, hecho, á lo que parece, sin conocimiento del Sr. Pérez Escrich.

Pasemos al estilo. El estilo del Sr. Escrich no puede ser...

¿Qué es lo que tenía yo que decirles antes?

¡Ah! sí, prometí á ustedes la historia de unos amores en que juega papel importantísimo el autor de quien tratamos, y no quiero pasar más allá sin cumplir la palabra.

Ya les he dicho que el amor mío, aquel que conocí en la villa de Gijón, leía sin duelo á Pérez Escrich. Yo la amaba á pesar de esto. Tenía unos ojos tan tristes, que al mirarlos huía toda la alegría del corazón y pensaba uno en la muerte. Pero eran tan hermosos como sombríos. Parecía que decían: «amadme, que voy á morir». Después que cambié su amor por la honra de ser el peor jurisconsulto de España, aquellos ojos me produjeron muchas pesadillas.

Un día en que desperté más sentimental que de ordinario me decidí á verlos otra vez, y no sin que se alborotase mi buen juicio, tomé prosaicamente un asiento en el coche de Gijón.

Rodaba el carruaje por la blanca carretera con cenefas de césped. Sobre ella, desde ambas orillas, pendían en apretados piños las manzanas relucientes y sonrosadas, y aún más reluciente y sonrosado aparecía á lo mejor entre el follaje el rostro de alguna campesina. Á los viajeros se les hacía la boca agua. La tarde era de otoño, melancólica y huracanada. Las nubes pasaban ligeras sobre un cielo lívido, perdiéndose al instante de vista cual si acudiesen presurosas á un llamamiento lejano. El polvo cegaba los ojos y blanqueaba los vestidos. Retorcíanse los árboles con angustia cual si pidiesen compasión. Allá del monte venían mil ruidos extraños de ejércitos que se pelean, muchedumbres que rugen y olas que braman. Las amarillentas hojas volaban por los aires de aquí para allá aturdidas y sin saber dónde refugiarse. En los momentos de calma se oía bien el ruido de las campanillas, pero muy pronto se confundía con todos los demás. Los pañuelos rojos y blancos de las muchachas que se paraban á vernos cruzar parecían gallardetes sujetos á esbeltos mástiles. Les costaba mucho trabajo refrenar los ímpetus de sus enaguas ansiosas por saludarnos. La brisa se hizo más húmeda y más acre, y comprendí que estaba cerca de Gijón con su gruñona mar. En Gijón se toma el peor chocolate del mundo.

Estaba sentada junto al balcón toda vestida de blanco: los cabellos tan negros como el paño de los féretros, caían hechos sortijas por la espalda.

Hice parar el coche, y llegué hasta sus pies donde me arrodillé. Quise pedirla perdón, pero me dijo: «Déjame, ¿no ves que leo La esposa mártir?»

Efectivamente, leía La esposa mártir. «¡Cielo mío, yo también he leído La esposa mártir!»

Entonces me dijo: «Eres un infame, tú no has leído La esposa mártir; en tus ojos lo estoy viendo, traidor. Ni has leído La esposa mártir ni tienes en el pecho corazón. ¿Dónde está el amor? ¿Quién lo ha visto? Ya no hay amor más que aquí, en este libro. Mira á mis ojos. Están rojos de leer. He leído mucho, mucho. Por eso hoy me río de ti y de tu amor... ¿No ves cómo me río?»

La hermosa lanzó una carcajada histérica.

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¡Estaba tonta!

D. JOSÉ DE CASTRO Y SERRANO

Y O no diré que el Sr. Castro y Serrano sea un gran novelista. No señor, no lo diré. Pero confiesen ustedes que después de haber hablado del Sr. Pérez Escrich, tendría derecho á decirlo.

Al llegar á un villorrio de la Mancha ó de Castilla, sobre todo viniendo directamente de la corte, habrás observado, lector, que las mujeres parecen zafias desgarbadas y hasta ridículas. Pues yo te juro que á permanecer algún tiempo en aquel pueblo, llegarías á juzgarlas con menos severidad y aun presumo que no tardarías en poner los ojos dulces á alguna, teniéndola por tan airosa y gallarda como la dama más elegante que pasea sus gemelos de nácar por el ámbito del Teatro Real. Mas supongamos que te haces carlista y vienes á Madrid con un buen empleo, y al cabo de algún tiempo te encuentras de manos á boca en la Carrera de San Jerónimo con tu manchega deidad. ¡Qué horror! Te pones colorado al pensar solamente que el amigo que va contigo llegue á saber que has compuesto unas octavas reales á aquel talle.

Perdona que me suceda algo parecido tratándose de novelistas. Después de leer á Víctor Hugo, Dickens, Tourguenef, Balzac y Manzoni, soy lo más impertinente y quisquilloso que jamás se ha visto; pero lo mismo es andar algunos días entre Fernández y González, Pérez Escrich y Tárrago, que ya se me ensanchan las tragaderas de un modo inverosímil.

Ó no sé lo que me digo, ó acabo de prevenirles á ustedes contra los elogios que voy á tributar al señor Castro y Serrano.

Lo siento de todas veras, y si no llevase escritas ya cerca de dos cuartillas, es casi seguro que empezaría de nuevo esta semblanza.

No hay cosa que más repugnancia y desazón me cause que esa desdichada y nunca bien entendida división de las obras de arte en realistas é idealistas. No obstante, por espíritu de humildad evangélica y sin otro pensamiento que el de mortificar la carne, diré que el Sr. Castro y Serrano es un escritor realista.

Hay gente—á quien la palabra realismo le huele á hospital, á carbón y á taberna—que de aquí para adelante no ha de mirar más de buen ojo á nuestro novelista sólo por esto. Así como los naturalistas dividen el mundo que habitamos en reino orgánico y reino inorgánico, ellos lo dividen en verso y prosa. Á la jurisdicción del verso pertenecen las noches despejadas de luna, el primer beso que se da á la novia, el canto del ruiseñor, los murmullos del río, las mariposas, el aire cuando no es muy fuerte, que toma entonces el nombre de céfiro, etc., etc. Entra en el recinto de la prosa toda la maquinaria industrial, el comercio por mayor y por menor, los presidios, los hospitales, las grandes ciudades, las estaciones de ferrocarriles, etc., etc.

Ahora bien, yo no creo en esta división. Á mí se me figura que el verso y la prosa andan confundidos en este mundo lo mismo que en el Almanaque de la Ilustración Española y Americana. El distinguirlos entre sí, no es tan fácil como á primera vista parece. Hay ocasiones en que dentro de un espacio tan reducido como el de este Almanaque, cuesta trabajo ímprobo el diferenciarlos, ¡qué no acontecerá tratándose del orbe entero! Para eso están los poetas; para eso y para hacer disparates cuando son ministros.

Quisiera ponerme serio, muy serio, y después de ponerme tan serio como en España se necesita para ser algo de provecho, diría á esos señores detractores del realismo como sigue.

La vida tiene toda ella un aspecto poético. Este aspecto poético, total ó parcialmente velado y desconocido para el común de los hombres, es sólo visible en la mayoría de los casos para las almas privilegiadas. El que no sabe libar de las bajezas y miserias de este mundo la rica miel de la poesía, no se tenga por poeta, por más que le encanten y deleiten hasta conmoverle la amenidad de los campos, la serenidad del cielo, los trinos de los pájaros, y haya escrito en su juventud algún artículo titulado «Impresiones».

Introducid á Dante en los talleres de una fábrica, y allí, donde nadie sospecha que existe elemento alguno poético, es bien seguro que él lo encontrará. Véase si no cómo nuestro Campoamor lo ha encontrado en un tren expreso, Núñez de Arce en los áridos y monótonos campos de Castilla (Idilio), Pérez Galdós en la explotación de unas minas de calamina (Marianela).

Acercad mucho los ojos al cuadro de las Meninas, de Velázquez, y no percibiréis otra cosa que manchones ó plastas de color. Si queréis admirar aquellos prodigiosos efectos de luz, es fuerza que os coloquéis á una distancia conveniente. Así el poeta busca en todos los momentos y situaciones de la vida la distancia para ver los objetos bajo la apariencia bella.

La llamada escuela realista ha padecido lamentable error traduciendo al arte, sin buscar previamente su punto de vista, muchos momentos de la vida indiferentes ó indignos. ¡Pero cuánto bien ha merecido por haber traspuesto la barrera en que los románticos lo tenían encerrado! Innumerables acciones y sentimientos humanos desdeñados por el romanticismo vinieron á reclamar el puesto á que tenían derecho, y aun aquellos otros, perseguidos sin tregua por los románticos, presentáronse desnudos de todo aparato absurdo y convencional. Derrumbáronse los blancos albornoces de los hombros de los caballeros y empezaron á sentir los afectos más tiernos debajo del forrado paletó. Las damas, que hasta ahora no habían comido ni bebido, sacaron la tripa de mal año en las novelas ó poemas realistas. Era ya tiempo. Las pastoras y zagales que tanto tiempo perdieron cogiendo florecitas, sonando el caramillo y mirándose en los arroyos, empuñaron el arado y la rueca que nunca debieron haber soltado. Después de tanta holganza, todos vinieron perezosamente á sus tareas, y tuvimos la satisfacción de verlos en poemas y novelas como si estuviesen en su casa.

¿Manchó sus alas el poeta por acercarse á la tierra? ¡Oh, no! Yo he visto á Eugenia Grándet guardando terrones de azúcar á hurtadillas de su padre para endulzar el café de su amante, y no me pareció por eso menos bella. Yo he visto á Pepita Jiménez con su vestido corto de merino y su pañolito de seda á la cabeza, y no me pareció menos amable é interesante. He visto sobre todo á Margarita, á la inocente niña de los cabellos rubios, delante del torno de hilar, moviéndolo con el pie al son melancólico de su canto, y jamás sacudió mi alma la poesía de los hombres con tal violencia. Antes de verla, grandes poetas que la humanidad justamente reverencia, me habían puesto delante de las más espléndidas bellezas, ideales y magníficas señoras ante cuya hermosura paséme absorto muchas horas. Mas siempre me infundieron tanto respeto, que aunque vivamente herido de la gloriosa luz que en torno suyo esparcían, en el fondo del corazón no las amaba. No se ama lo que está muy bajo ni lo que está muy alto. Cuando cayó en mis manos el libro de Gœthe y conocí á Margarita, no me postré de hinojos confesando mi bajeza como había hecho con las otras, sino que me adelanté á saludarla con efusión como si fuese su amigo. ¡Qué temor puede inspirar la timidez! Entonces caí en la cuenta de que también en la vida de los que oímos á Perier en el Ateneo y tomamos chocolate á última hora en el establecimiento de doña Mariquita, puede existir mucha poesía. Margarita no vive entre las nubes, no es una visión, es nuestra hermana que canta cerca de nosotros mientras pone en orden los muebles de la habitación; es la mujer que amamos, cuya aguja cruje sobre el bastidor como si riera del rubor que la causan nuestras palabras. Margarita es poesía, pero es verdad.

Lo acabo de decir. El arte no es otra cosa en resumen que verdad y poesía. De un puñado de tierra se hace un brillante. Con un puñado de sentimientos se forma un poema. Todo se reduce á saber tallarlos. El poeta puede mover la cabeza sobre las flotantes nubes y bañarse en la radiante luz del sol, cuando para los demás mortales no aparece, pero es á condición de que pise con un pie á lo menos esta pobre tierra, que con tanta paciencia nos soporta.

Mas ahora advierto que con la mayor frescura estoy cortando y rajando en asuntos estéticos, ni más ni menos que si fuese un orador del Ateneo. Bien se habrán reído ustedes de mí. Sin embargo, no estoy arrepentido. El día menos pensado les encajo una defensa del idealismo. Hace tiempo que me llamo discípulo fiel de aquella frase de Voltaire: «Todos los géneros son buenos menos el fastidioso».

Una vez afirmado que me despepito y alampo por el género realista, surge inmediatamente esta formidable pregunta: ¿Es el Sr. Castro y Serrano un realista como Dios manda?

Aquí me tienen ustedes rascándome la cabeza por detrás de la oreja, subiendo y bajando los hombros y ejecutando otra porción de muecas á cual más ridícula, como si no supiese qué responder ó allá adentro me tuvieran agarrada la respuesta con tenazas. En último resultado podría responder como el estudiante de marras: «por mí que lo sea». ¿Pero así se declina una responsabilidad contraída? ¿De esta manera indecorosa se zafa uno de un compromiso sagrado por el mezquino interés de quedar bien con todos?

No en mis días. Por algo dijo un crítico que la crítica era un sacerdocio. En este momento late dentro de mí el sacerdote con terrible pujanza, y si no me van á la mano voy á escribir una que sea sonada.

El Sr. Castro y Serrano pudiera ser mucho mejor novelista de lo que es. De esto no me cabe ninguna duda. Todavía más: creo que tampoco le cabe á él mismo. No sé por qué se me antoja que es el Sr. Castro y Serrano uno de esos hombres que saben que se debe escribir bien, y que si en su mano estuviera, aun á costa de cualquier sacrificio, escribiría admirablemente. Esto ya es algo. Todo hombre debe proponerse hacer bien aquello que tiene entre manos.

¡Y qué gusto me daría á mí el Sr. Castro y Serrano si consiguiese siempre su propósito! Apretar el entendimiento, privarse del paseo y otros recreos honestos, ganar pocos céntimos, gastar la tinta y la salud escribiendo cuartilla sobre cuartilla, y al fin de todo, contemplar que la obra no es un monumento literario! ¡Oh qué cosa tan triste es ésta para el escritor! Crean ustedes que estuve tentado muchas veces á tirar la pluma y entrar en algún negocio de ferrocarriles.

Pero volviendo al tema. ¿Qué mal me resultaría á mí de que el Sr. Castro y Serrano escribiese tan bien como el Sr. Valera? Si cuando llegué á Madrid y por primera vez pisé las calles de esta corte

..........al rico aduladoras
como al pobre severas, desbocadas,

según reza Tirso, me hubiesen mostrado al Sr. Castro y Serrano diciéndome: «Ese caballero que va ahí es el Sr. Valera», téngase por seguro que á la hora presente el Sr. Castro y Serrano sería para mí un eminente escritor.

Y para que se vea lo que son las aprensiones humanas; si al pasar el Sr. Valera por mi lado me hubiesen dicho «ése es el Sr. Castro y Serrano», es más que probable que no me causara ni la mitad de impresión esa nobleza que la comunica el culto fervoroso y constante del arte, y esa firmeza que la experiencia de la vida ha prestado á la fisonomía del Sr. Valera.

Mas el Sr. Valera y el turrón de Jijona son dos cosas difíciles de contrahacer, y ni el mismo Sr. Castro y Serrano, que es hombre docto y de ingenio, sería capaz de ofrecernos un Valera sin descubrir al momento la hilaza de la falsificación. Porque si bien puede oponérsenos que la frialdad es una cualidad en que ambos ingenios parecen ajustarse, yo no puedo menos de revolverme contra tal especie. No negaré que en Valera reina de vez en cuando tanto fresco que le obliga á uno á levantar el cuello de gabán y apretar un poco el paso, pero apenas si llega nunca á cuajar en él la nieve, mientras que el señor Castro y Serrano es un escritor de nieves perpetuas. ¡Al diablo quien pare allí!

Este es el secreto de por qué el Sr. Valera y mucho menos el Sr. Castro y Serrano no llegarán jamás á ser escritores populares. Pero como es un secreto, estimaré que no lo comuniquen ustedes á nadie.

¡Oh cómo ayuda á escribir este musculito hueco que brinca á todas horas en nuestro pecho! Entiende poco de sintaxis y menos de ortografía, pero, créame el Sr. Castro y Serrano, es el medio mejor que se ha inventado hasta el día para entenderse con el pueblo soberano.

Todas las novelas del autor que nos sirve de tema padecen de lo mismo. Hay en ellas observación fina, mucho acierto en la exposición y aliño en el estilo; les falta calor y poesía. Por eso juzgué siempre que el Sr. Castro y Serrano no debía tomar otro papel que el de escritor de costumbres, el cual no hace más que describirlas sin darlas vida en la acción más ó menos complicada de una fábula. No hay que olvidarse de que el novelista es ante todo un poeta. Copiar fielmente la vida ordinaria de los humanos podrá ser en ocasiones obra meritoria, pero no una obra romancesca. Es verdad que deseamos conocer con empeño á veces los actos más insignificantes ó indiferentes de la vida de un hombre, pero es sólo cuando este hombre ha cumplido, está cumpliendo ó va á cumplir algo extraordinario é interesante. ¿Querrá decirme el Sr. Castro y Serrano qué tiene que partir con el arte la vida del tendero que habita debajo de su casa desde que abre el establecimiento y limpia el polvo del escaparate por la mañana, hasta que apaga el gas por la noche? Nada en mi pobre juicio, mientras no se aparte del vulgo de los tenderos, mientras no ponga de relieve de un modo genial y característico algún sentimiento humano ó tome parte activa ó pasiva en el curso de una acción dramática. No me cabe duda; el realismo del Sr. Castro y Serrano no es el verdadero realismo. Podrá ser el realismo de la vida, pero no es el realismo del arte. Aquí vendría muy bien poner una llamada y citar una docenita de autores alemanes para que al señor Castro y Serrano no le quedase ninguna duda sobre este punto. ¡No es vergonzoso que no tenga ni uno disponible!

He leído con placer en otro tiempo una novelita publicada por nuestro autor en la Ilustración Española y Americana que llevaba por título Juan de Sidonia. Aunque excesivamente sencilla en su trama, tiene mucho colorido y gran verdad y delicadeza en los sentimientos. Por Juan de Sidonia adelante se puede llegar á ser un gran novelista.

Mas el Sr. Castro y Serrano muestra afición tan decidida á reposar frecuentemente, que sospecho no ha de llegar jamás al término del viaje. Esta tendencia al reposo que se observa en el Sr. Castro y Serrano no acusa una constitución muy sana; es señal de apoplejía. Adviértese con frecuencia que se detiene ante cualquier objeto, aun el más insignificante y despreciable, y se queda dormido describiéndolo. ¿Por qué para este novelista serán iguales un paraguas ó unos guantes á una mujer hermosa y ha de gastar la misma tinta en describirlos? ¿No comprende que el tenernos quietos tanto tiempo ante cualquier cachivache nos ocasiona gran molestia? Yo creo que el Sr. Castro y Serrano lo hará con la mejor intención del mundo, pero no parece más que lo hace adrede para aburrirnos. Si á esto se agrega—que se agrega casi siempre—un laberinto de reflexiones paradójicas brumosas y ensortijadas con que el autor se cree en el caso de sazonar todas sus descripciones, hay que convenir en que la brevedad es la primera de las virtudes teologales.

El Sr. Castro y Serrano es un gran observador. Pero también lo es el Sr. Valera, y nunca se le ocurrió abusar de este don del cielo, gastando, ó por mejor decir, malbaratándolo en todos los sitios y en todos los momentos.

El Sr. Castro y Serrano es ingenioso. Pero también el Sr. Valera lo es, y no se obstina en estrujar y retorcer conceptos y vocablos para extraerles la gracia.

El Sr. Castro y Serrano es docto. Pero también lo es el Sr. Valera y no siente comezón por mostrarlo.

Según la retórica, acabo de cometer nada menos que tres carientismos. ¡Dios me los perdone!

Por todo se podría pasar, no obstante, si el señor Castro y Serrano no fuese filósofo. Con esto declaro que no puedo transigir. ¿No es bastante que el señor Alarcón lo sea? Aquí en España la filosofía ya va picando en historia, y se cuenta demasiado con la paciencia de los naturales. Por lo demás, justo es decir que el Sr. Castro y Serrano no es de los filósofos más cerriles, y si con fe se lo propusiera, creo que pronto conseguiría dejar de serlo.

He dado á entender hace un instante, por medio de una figura retórica, que el Sr. Castro y Serrano solía introducir en sus novelas observaciones triviales, oscuras y desnudas de interés, y que asimismo no pocas veces alambicaba y retorcía los conceptos y las frases estéril é inoportunamente. Si no añadiese otra cosa á esta censura, cuando me fuese á la cama no me dejarían dormir los remordimientos. Apresúrome, por tanto, á manifestar que siendo muy exacto lo anterior, no lo es menos que este novelista sabe formular su pensamiento en consideraciones profundas, discretas é ingeniosas, como lo tiene probado en muchas páginas de sus libros; y que esparcidas por ellos se encuentran también frases sumamente felices y agudas. Suum cuique tribuere.

El Sr. Castro y Serrano tiene un estilo completamente propio. Ha salvado, pues, la barrera que separa al escritor del que no lo es. Sin embargo, con el estilo acontece lo que con todas las haciendas. Quién la tiene situada en un valle fértil y ameno, en las márgenes de un río bullidor y cristalino, regalada por los céfiros, el azahar y los pájaros; quién se ve precisado á poseerla en Navalcarnero, entre el cielo y el trigo que se abrazan allá á lo lejos, lo menos á catorce leguas. Pues bien, si no me engaño, la finca del Sr. Castro y Serrano debe hallarse hacia Creta, muy cerca del famoso laberinto. Tiene bello y elegante aspecto como la morada de un opulento, pero no pocas veces remedando á Teseo he tenido que dejar el ovillo á la puerta y llevar bien cogido el hilo al internarme en sus crujías á fin de encontrar salida cuando la hubiese menester.

Este escritor trata á su estilo como á barra de plomo. Machaca en él hasta que lo convierte en lámina. No bastándole esto, sigue batiendo hasta que lo transforma en papel. Y no satisfecho todavía continúa empuñando el mazo hasta que resulta un gas veintisiete veces más ligero que el aire. Por donde no pase el estilo del Sr. Castro y Serrano, crean ustedes que no pasa la punta de una aguja.

Que estire su estilo hasta romperlo por lo más delgado dentro del radio de la ciudad, como puede observarse en sus Cuadros contemporáneos, no es pecado tan feo, pues al fin en la corte, desde los novelistas hasta los garbanzos, todo anda estirado. ¡Pero ponerse á sutilizar, como lo hace en La novela del Egipto, frente á la naturaleza, frente al mar, lo mismo que si estuviera delante de la sala de lo civil en pleito de mayor cuantía! Vamos, que esto me parece... Permítaseme que sobre ello haga pronóstico reservado.

En el estilo, nuestro novelista se atiene también demasiado á la simetría, no permitiendo que ningún símil ó parecido marche sin su correspondiente desemejanza, esforzándose con empeño en rebuscar unos y otros de suerte que formen siempre una serie. De tal esfuerzo resulta en el estilo un cierto paralelismo artificioso que nada tiene que ver con el de la Biblia.

En fin, creo que por mucho que en ello me fatigase, nunca recomendaría bastante al Sr. Castro y Serrano la naturalidad.

Y aquí daría remate á esta semblanza si no fuese que aún me resta por decir unas palabras. Hélas aquí:

Aunque el Sr. Castro y Serrano observe en ocasiones más de lo necesario, aunque reflexione y considere también más de lo justo, aunque sea muchas veces nebuloso y afectado en el estilo, aunque se dé aires de filósofo y se entregue sin piedad á las descripciones; por mucho que se esfuerze en ocultarlas, el Sr. Castro y Serrano tiene bastantes cualidades para ser novelista estimable y un excelente escritor de costumbres.

D. JOSÉ SELGAS

I

Y HE aquí que vino á mí el editor y me dijo: Es necesario incluir á Selgas entre los novelistas españoles.

En verdad te digo, repuse, que eso es más difícil de lo que tú te figuras, porque no he leído de Selgas ninguna novela, y sí tan sólo una colección de artículos... Pero tú dixisti: «todo lo que el hombre puede osar yo lo oso», como dijo Shakespeare ó Pérez Escrich, no recuerdo bien cuál de los dos. En el término de cuatro ó cinco días seré con él en la imprenta.

Para ello es indispensable adquirir La Manzana de oro, colección de novelas del Sr. Selgas. El medio más adecuado de adquirir libros conocidos hasta el día es pedirlos á un amigo. Ya la he pedido; ya me la ha concedido; ya está en mi poder La Manzana de oro.

Héteme aquí, pues, sentado frente á la mesa, en silla de gutapercha, bajo la benéfica sombra de una pantalla de papel verde botella, á la hora en que combaten las sombras y los espectros de la noche, á la hora en que las nieblas reposan tranquilamente sobre el casto regazo de los ríos, á la hora en que voltean por los aires las polkas de las murgas, á la hora en que los árboles se embozan de un modo siniestro con el manto de la noche, y pestañean en lo alto dulcemente todos los luceros del firmamento, á la hora en que el Ateneo discute sobre lo predominantemente subjetivo, á la hora en que las hermosas damas que asisten al teatro Real escuchan las melodías de Bellini, hablando con emoción de las últimas capotas que han llegado de París.

Lindo por el Norte con La mujer soñada y La criolla; al Este con Venganza y castigo y Miseria humana; al Oeste con Un rayo de esperanza y El dedo de Dios. ¿Cuál de estas novelas leeré primero? Leeré la última; me parece lo más original.

El caso es que mientras la leo ha de trascurrir algún tiempo, y yo no puedo, sin faltar á la cortesía, dejarles á ustedes esperando después de haber comenzado la semblanza. Confío, por lo mismo, en que sabrán dispensarme algunas impertinencias de que voy á hacer uso, con el exclusivo objeto de que me quede algún tiempo para leer El dedo de Dios.

Después que hube leído aquella colección de artículos originales del Sr. Selgas, más arriba mencionados, si hubiese tropezado con él y yo fuese montado en borrica, de fijo no me apearía de mi cabalgadura para arremeter con su persona y llamarle «famoso todo, escritor alegre y regocijo de las musas», como hizo el estudiante pardal cuando topó con Cervantes en el camino de Esquivias; antes le hubiese dicho en estilo bíblico: «¡anda tú, desdichado, que quieres escribir bien y no puedes!»

Cuando pasaba rozando con algún escaparate de libros y percibía entre ellos uno nuevo de Selgas, me alejaba batiendo las alas y graznando como las chovas de mi ciudad... ¿Qué graznaban las chovas de mi ciudad?

Siempre me causaron envidia. ¡Qué indiferencia tan sublime la suya para todas las miserias de la tierra! Por las mañanas, al primer esperezo del día, salía el bullicioso ejército del bosque donde pernoctaba y partía majestuoso en correcta formación pasando por encima de la ciudad hacia las altísimas montañas que cierran el horizonte por la parte del Oeste. En todo el día no se las volvía á ver. ¿Qué hacían allí? Era un secreto, y ninguna de ellas, «aunque llevan nombre de mujer», tuvo la fragilidad de revelarlo jamás.

En otro tiempo, hace más de un siglo, pernoctaban en los huecos de la torre de la catedral, según documentos que se conservan en el archivo de la misma. Pero una noche, el campanero, ayudado de una docena de chiquillos, les jugó una mala partida y no volvieron á posarse otra vez en sus dominios.

Por la tarde, á la hora del crepúsculo, cuando los picachos donde llevan á cabo sus trabajos misteriosos se tiñen de un color violeta, y los amantes se despiden hasta el día siguiente apretándose dulcemente la mano, las veía tornar con perezoso vuelo. Al divisar la aguja metálica de la torre, que parece un florete siempre dispuesto á resistir los asaltos del rayo, gritaban todas á una voz «¡memento!» y seguían su carrera hasta el bosque, y allí se dormían sin los temores del porvenir, sin las congojas del pasado, protegidas por los honrados robles que no cesan de gruñir en toda la noche quejándose de las libertades del viento.

Posteriormente me han dicho que los dueños de aquel bosque se negaron á darles posada y las arrojaron á tiros, viéndose precisadas á buscar albergue un poco más lejos, y que al cruzar por encima de aquellos robles gritan con más tristeza aún: «¡memento! ¡memento!»

Así graznaban las chovas de mi ciudad. Así graznaba este servidor de ustedes, huyendo á paso de lobo de aquel escaparate.

II

Ya está leído El dedo de Dios. Y en verdad que me ha tocado en el corazón. Me arrepiento sinceramente de haber graznado de aquel modo tan impolítico. No había motivo para ello. Le pido, pues, mil perdones al Sr. Selgas, y en desagravio me apercibo á regalarle por unos instantes el oído con gorjeos y trinos de filomena.

En esta novela, última de la serie intitulada La Manzana de oro, no se resuelve ningún problema. Dignum et justum est. Todo aquel que en el día no resuelva ningún problema, merece una estatua. Es decir, todo aquel de quien se tengan sospechas vehementes de que lo resolverá mal. Declaro, por tanto, que después de haber hecho un escrupuloso reconocimiento en la novela del Sr. Selgas, que lleva por título El dedo de Dios, no encuentro motivo de temor ni de alarma para el público, el cual puede transitar por ella libremente al abrigo de toda filosofía. Con esto ha dado pruebas el Sr. Selgas de ser un gran filósofo.

La trascendencia en las obras de arte no es... (en éste momento quisiera que mi voz fuese derecha al oído del Sr. Alarcón) una nueva cualidad que se añade ó se resta á placer de los artistas, sino el fondo ó la esencia misma del pensamiento creador. Cuando la trascendencia no acompaña al germen de la obra artística, todo lo que se haga por procurársela será inútil, y aún más que inútil, ridículo. Pero ¡Dios mío! yo creo que hay en el mundo muchas cosas hermosas sin pizca de filosofía. Ustedes los que pasean por esas calles del Municipio, ¿no tropiezan á cada paso con ellas? ¿No es verdad que gastan en este momento rusos de color gris y guantes amarillos con vivos negros? ¿No asoman su cabecita por los palcos del teatro de la Comedia, moviéndola vivamente en todas direcciones como los pájaros posados sobre las ramas? ¿No ríen con una cascada de notas aflautadas y alegres, enseñando filas de dientes inverosímiles, al estallar en la escena algún chiste traducido del francés? Penetrad en uno de esos palcos, y penetrad todo lo henchido que queráis de la Crítica de la razón pura. Saldréis con la cabeza dada á pájaros, trastornados, á cien leguas de Kant y de sus categorías, pero con el semblante risueño y un poco de almíbar en el corazón.

Habréis oído hablar mucho de Pepito Esteller, el chico más animado que come pan, del abono de los conciertos, del faetón de Luis, de la última becerrada de los Campos, del matrimonio de la de Vargas... Ni una palabra del imperativo categórico. Os lamentáis amargamente de la frivolidad de los tiempos y de la carencia de ideales para la vida. Mas alguna vez en el apogeo de vuestras vigilias metafísicas cuando Kant os ha hecho sudar durante toda la noche y los carruajes que conducen las gentes del teatro hacen vibrar los cristales de vuestro cuarto, os he visto echados hacia atrás en la silla, poner los ojos en el vacío y sonreir dulcemente. ¿De qué os acordabais? Pongo cualquier cosa á que no es del criterio de la moralidad. Lo cierto es que cerráis el libro sin dejar señal que os indique dónde habéis quedado, y os acostáis de mal humor, gruñendo una porción de cosas extrañas. Y aun se dice que, cuando el sueño os abrocha los párpados, empezáis á figuraros que os halláis en la sala de un teatro inundado de luz y de alegría. El ruido de los abanicos de las señoras es muy insinuante, y el vals que toca la orquesta, lánguido como una noche de Agosto. Y luego hay allí una atmósfera que oprime dulcemente el corazón y produce desmayos de felicidad. La variedad de colores deslumbra al principio los ojos y después los conforta. Las miradas de las bellas van y vienen en todas direcciones, se cruzan y entrecruzan, haciendo salir mil reflejos que traen inquietos á los hombres como si estuviesen bajo la influencia de una próxima tempestad. Sentisteis una conmoción eléctrica. La chispa había pasado cerca, pero sin tocaros. Mas aún no os habíais repuesto cuando otra os dió en mitad del corazón. Aquellos ojos que os miraron desde un palco son más negros que las zarzamoras, y tan dulces. ¿Por qué no vais allá? Á mí se me figura que os están llamando. También debió pareceros lo mismo, porque ganasteis precipitadamente la puerta de la sala y subisteis á grandes trancos la escalera que conduce á los palcos. Pero he aquí que al cruzar el estrecho pasillo donde se hallan con sus puertas numeradas, os sale al encuentro un hombre de luenga y blanca barba, enjuto, huesudo y pálido, con los brazos desmesuradamente largos, con los cabellos caídos sobre los ojos que brillan como carbones encendidos dentro de una hornilla. Al veros se contraen sus labios con una sonrisa feroz.

«¡Ah! ¿eres tú, villano?... ¿eres tú el que busca el amor en este palco? No contabas conmigo, imbécil, ¿no es verdad? Pues aquí me tienes, yo soy Kant... ¿no me reconoces? ¿Dónde has dejado la Razón pura, tunante? Aquí me tienes para cerrarte el paso, tunante. ¡Yo soy Kant, Kant, Kant!»

El fantasma os tiene cogidos por la solapa del frac y os sacude con tal fuerza que estáis á punto de perder el sentido. Entonces despertáis. Y aquella noche las pesadillas se suceden unas á otras cada vez más tristes y monstruosas.

Para no exponerse á sufrirlas todas las noches, creedme, lo mejor es entregarse de vez en cuando á la frivolidad. Que charléis con niñas mimosas y encantadoras ó que leáis novelas de Selgas, es igual en mi concepto. No hay nada menos serio que la frivolidad, pero no hay nada más necesario en ocasiones. Cuando el encéfalo se turba y el corazón sangra, el bálsamo más seguro para curarse es la frivolidad. Al menos por lo que á mi respecta, os puedo decir (¿pero os lo debo decir?) que cuando me siento inquieto y atormentado por esa opresión particular que comunica al espíritu la meditación de los grandes asuntos, prefiero mil veces la conversación petulante, voluble, pueril y graciosa de mi vecina, sobre la cual reposa el alma con deleite y abandono, al Tratado de la tribulación del P. Rivadeneira, que nunca me ha divertido gran cosa. Mas si á vosotros os sucediese lo contrario, estad seguros de que no os diré una palabra.

Mi vecina y las novelas del Sr. Selgas están hechas del mismo barro. Cualquiera sabe más que mi vecina, pero nadie mueve los ojos para arriba y para abajo y aun para los lados como ella. Todas las novelas son mejores que las del Sr. Selgas, pero hay pocas que diviertan tanto. Si las novelas tuviesen una edad como las personas, las de Selgas estarían en los doce abriles. Por eso son tan frescas, tan bonitas, tan triviales, tan caprichosas. Unas veces le estremecen á uno de placer con algún rasgo de ingenio ó alguna chistosa zalamería, otras no hay quien pueda soportarlas. Al lado de escenas dignas de Valera hay otras que envidiaría Pérez Escrich. No encierran caracteres sostenidos y correctos, ni fábula original, ni brillantes descripciones, pero tienen agudezas y muecas encantadoras. Frecuentemente brota de sus páginas una escena interesante, atrevida, luminosa y azulada como una bomba de jabón, y extasiados, llenos de alegría seguís sus giros errantes hasta que, sin saber por qué, tal vez por pura fantasía, estalla y se deshace en el aire.

¿Qué será esto? ¿Será que el Sr. Selgas escribe después de comer? Mucho me lo temo. Es verdaderamente desastroso el escribir sin tener hecha la digestión.

Pero de todas suertes, Selgas es un novelista que se lee. ¡Ay! ¡cuántos he visto morir en la flor de la sexta página! No puede darse nada más conmovedor que esos libros inmaculados y silenciosos, que le miran á uno desde el fondo de un escaparate. El día en que ven la luz, el librero diligente los coloca en primera fila, casi tocando con el vidrio. Poco á poco se observa que van perdiendo terreno, defendiéndose mal de los ataques que les infieren las obras más recientes, hasta que por fin vuelven grupa y se les ve del revés allá en lo más hondo, medio sofocados bajo el peso de un diccionario. ¡Qué ojos tan tiernos ponen los desdichados! Parece que están diciendo á los transeuntes: «Caballero, escuche usted».

Una vez me paré á contemplar á uno de estos huérfanos de la prensa. Se hallaba en una posición insostenible. Un libro de Eusebio Blasco le oprimía la cabeza y otro de López Bago le sujetaba las piernas. No tenía libre más que el vientre. Sentí compasión, y ya me disponía á comprarlo, cuando advertí que el autor de aquel libro era yo; el mismo que tenía los dedos en el bolsillo para sacar su precio. Sin variar de postura levanté los ojos al cielo y exclamé: «¡Oh dioses inmortales, qué amarguras hacéis sufrir á los humanos!»

Mas ahora caigo en que, después de tanta charla, aún no he clasificado al Sr. Selgas. Si me descuido un poco se me escapa sin clasificar. ¡Qué haría por el mundo el Sr. Selgas sin estar clasificado!

Con la mano puesta sobre el corazón, declaro que el Sr. Selgas no es un escritor realista. Sin separar la mano del mismo sitio, declaro que tampoco es idealista. Pues entonces, ¿qué es el Sr. Selgas?

El Sr. Selgas no es más que lo que se ve. No hay en él trastienda ni doble fondo de ninguna clase. Si alguna vez aparece superficial é ignorante, consiste en que lo es. Nada de ficción y disimulo. Me gustan á mí estos novelistas que tienen el valor de su ignorancia.

Producir páginas exuberantes de gracia y colorido cuando ocurren; escribir candorosas necedades cuando buenamente acuden á la pluma. He aquí la misión que la Providencia asigna á los hombres como Selgas. Y en mi pobre juicio nadie debe apartarse del camino que la naturaleza misma le señala. Si el Sr. Selgas siente impulsos de escribir una tontería, ¿por qué no ha de escribirla? La retención de tonterías es muy perjudicial, pues á menudo se mezclan á la sangre y producen trastornos en el organismo. Siga, pues, el Sr. Selgas cuidándose, que la salud es siempre lo primero.

De esto se deduce—al menos debiera deducirse—que en las novelas de nuestro autor se encuentra, en ocasiones, una percepción fiel y clara de la vida, destellos ó relámpagos de realidad que, por desgracia, se apagan presto. Pero ¿qué es lo que no se apaga en este mundo? Todo se apaga, hasta ese sol hermoso y lascivo que arranca por la mañana su blanca túnica á las montañas, se apagará algún día. La misma luz con que escribo se está apagando por falta de petróleo.

En tanto que este cataclismo acontece, apresurémonos á decir sobre el Sr. Selgas unas cuantas tonterías más.

Hay tonterías y hay tonterías; quiero decir, hay tonterías de distintas clases. Hay tonterías solemnes ó aristocráticas. Éstas pertenecen, por derecho propio, á los ministros, embajadores, grandes de España, jefes superiores de administración, académicos, diputados de la mayoría, directores de periódicos, etc., etc. Éstas son tonterías de la sangre. Hay también tonterías del dinero, tonterías centrales y provinciales, rústicas y urbanas, civiles y militares, eclesiásticas y seglares, clásicas y románticas, etc. Pues bien, las del Sr. Selgas pertenecen á la última categoría. No siguen órbita conocida y sobrevienen, como los cometas, cuando menos se piensa, si bien con alguna más frecuencia. Son alegres, campechanas, modestas, de buena pasta. Nadie las quiere mal. Mas téngase presente que debe usarse con cierta prudencia del género tonto, porque es de suyo muy resbaladizo, y aunque Pérez Escrich y algún otro hayan conseguido en él muchos lauros, no aconsejo á los jóvenes escritores que sigan sus huellas.

El Sr. Selgas es un verdadero poeta. No dudo por un momento que esto le ocasionará graves disgustos, así en la vida privada, como en la pública. Al poeta, en este siglo material y positivo, no le caben otras dichas que la cartera de Ultramar, ó que algún pobre diablo, como el que emborrona estos renglones, diga á sus lectores: «El Sr. D. Fulano es un poeta, mucho cuidado con él». Mas el ser poeta no perjudica casi nada para escribir novelas. Se han dado muchos casos de personas que, sin ser poetas, han escrito muy malas novelas. Por lo mismo me guardaré bien de considerar esta cualidad como motivo de censura. Otra cosa sería, no obstante, si el señor Selgas hubiese escrito algún artículo filosófico. ¡Y quién sabe si lo habrá escrito! Torres más altas he visto desplomarse, y la vida nos está ofreciendo á cada paso terribles experiencias... Pero yo no tengo derecho á sondear la conciencia de un hombre. Y, sobre todo, me ha quedado bastante dulce la boca con la última novela que he leído del Sr. Selgas, para que vaya á amargarla sin fundamento con sospechas y presunciones de mal agüero. No obstante, si el Sr. Selgas ha cometido alguna vez uno de estos actos reprobados por todas las leyes divinas y humanas, entiéndase que retiro cuanta insinuación favorable á su persona se hallase en este artículo, y ruego al Dios de los poetas líricos que le obligue á rimar un millón de veces hijos con prolijos.

Su estilo es fino, delicado, trasparente, nervioso. Pero á todos los estilos nerviosos les falta casi siempre la salud. En ciertos momentos de exaltación, llegan á donde no pueden llegar los más robustos y fornidos, tocan con su mano febril los cielos más lejanos y recónditos de la poesía; mas al día siguiente, desmayados y ojerosos, se arrastran lánguidamente por la tierra ó rendidos al sueño y la fatiga se dejan caer en el rincón más infecto de la prosa. Hay un medio de endurecer tales estilos. Que se acerquen á la naturaleza; que escuchen con atención y recogimiento su lenguaje augusto; que salgan sin temor á recibir los rayos del sol del Mediodía, las brisas acres de la mar, las húmedas y glaciales de la montaña, los punzantes olores de los pinos; que salgan á contemplar los furores del cielo, los arrebatos de la mar, las peripecias infinitas de la lucha solemne entre la luz y la sombra; que salgan á embriagarse con todos los aromas de la creación; que hagan gimnasia; y al cabo de algún tiempo adquirirán color y fuerza, color y fuerza que no conseguirán jamás tantos estilos crasos y linfáticos como hoy vegetan en nuestra literatura.

NUEVO VIAJE AL PARNASO

PROEMIO

I

Y O no creo en la crítica. Tengo la inmensa desgracia de no creer en la crítica. ¡Quién me hubiera dicho que tan presto había de llegar á un tan fatal escepticismo! Porque ¡ay! ustedes no saben cuánto amarga la existencia la convicción de que todos esos críticos, tan doctos, tan serios, tan diestros en averiguar á qué género, especie y familia pertenece una obra, tan hábiles para caer con la velocidad de un rayo sobre cualquier inverosimilitud, no sirven para nada.

Pero lo que más me amarga (con paz sea dicho de mis compañeros) es el considerar que mis afanes críticos no han de tener recompensa en esta ó en la otra vida. ¡Es triste, muy triste! Estoy por maldecir la hora en que por primera vez tomé la pluma para decir en un periódico de provincia que la señorita C*** «se había excedido á sí misma la noche del lunes».

Mi horroroso escepticismo se formó con dos proposiciones, una negativa y otra positiva.

Primera proposición.—Nunca hizo falta la crítica para que apareciesen grandes artistas.

Segunda proposición.—La crítica ha empequeñecido el arte.

La crítica, en calidad de alto y poderoso cuerpo que juzga, decide, corta, raja, truena y relampaguea, es de muy reciente invención, y habiendo existido desde los tiempos más remotos grandes artistas, no hay para qué demostrar la verdad de mi primera proposición.

En cuanto á la segunda, exigiría uno ó más volúmenes para quedar bien dilucidada; pero sólo dedicaré á ella una ó más cuartillas, porque no tengo tiempo ni paciencia para otra cosa.

Así que surgió la crítica como cuerpo jurídico-literario, nació el sistema. Los unos, extasiándose en la contemplación de las obras del clasicismo, unas veces con verdad, otras hipócritamente, pensaron que el arte había tocado á su límite en aquella dichosa edad greco-romana, y que el destino de los artistas futuros era pasar la vida copiando los admirables modelos que de ella nos quedaron, como aprendices en una escuela de dibujo. Advertiré, de paso, que para estos críticos la cualidad predominante del arte clásico no es el reposo ó la gracia que en él resplandecen siempre, sino el orden ó la simetría. Porque, dicho sea de paso también, los críticos suelen fijarse con harta frecuencia en lo menos importante. ¿Qué hay, pues, aquí? Un atentado contra la libertad del artista.

Los otros, porque realmente lo sintieran así, ó por el gusto de llevar la contraria á los clásicos, no quisieron ver la belleza sino en lo extraordinario, en lo desordenado, en el absurdo ó en el delirio. Nuevo atentado contra la libertad del artista.

Otros más modernos, apartándose de ambas escuelas, condenan todo arte que no sea un reflejo, mejor dicho, una repetición fiel y minuciosa de la vida, llevando su teoría hasta los más groseros excesos. ¡Siempre cadenas para el artista!

Además de estos tres grandes grupos de críticos, hay otros muchos esparcidos por el haz de la tierra trabajando con el mayor desinterés por el triunfo de sus teorías. Citaré únicamente los metafísicos y los trascendentales, de los cuales no quiero hablar, porque no me gustaría pasar por desvergonzado.

Para desvanecer las malévolas sospechas que al llegar aquí pudiera concebir el lector respecto á mi acrisolada modestia, le diré que no he citado tanto crítico con el fin de desacreditarlo, sino, muy al contrario, para darles á todos la razón. Tratándose de arte, soy lo que llaman vulgarmente un pastelero. Cuando llega á mis manos un clásico como Esquilo, me deshago en elogios del clasicismo; si es un romántico como Calderón, no hay un romántico más furioso que yo; y si por ventura acabo de leer una novela de Balzac, no puedo menos de exclamar: «¡Admirable, admirable, monsieur Balzac!» Si alguien me moteja por esto, diré con cierta habanera que oí cantar á una niña muy graciosa:

«Si yo soy así,
¿qué he de hacerle yo?
Todos para mí
son á cual mejor.»

Esta cita, eminentemente clásica, me excusa de alegar nuevas razones.

II

Como otros muchos hombres que andan por el mundo, estoy condenado á trabajar sobre un objeto que no es de mi gusto. Este libro es un libro de crítica, mejor dicho, es un cordero que sacrifico en aras de una deidad en quien no creo. Se halla bastante esparcida la creencia de que quien toma el oficio de crítico manifiesta por el hecho mismo cierta arrogancia, presunción ó amor exagerado de sí mismo. No lo creo. De mí sé decir que cuando voy á juzgar á un artista verdadero, lo que me asalta no es un sentimiento de superioridad respecto á él, sino de espantosa y amarga inferioridad. Si yo me juzgase superior ó semejante al artista, me pondría á crear, no á criticar. Por eso los juicios más ó menos acertados que estampo en este libro, no me enorgullecen. Si de algo estoy orgulloso, es de haber sabido comprender y gozar las bellezas creadas por los poetas que en él se estudian. Porque, cuando otra cosa parezca, créanme ustedes, es mucho más difícil admirar que censurar. He visto amenudo personas de vulgar inteligencia discurrir con bastante acierto, y aun señalar con claridad los defectos de una obra de arte; ¡pero á cuán pocos he visto conmovidos al hablar de Víctor Hugo ó de Byron! ¡Á cuán pocos he visto cautivos por esa idolatría que el genio inspira á los espíritus sensibles y lúcidos! Voltaire, con ser Voltaire, nunca pudo admirar á Shakespeare; el mismo Lope de Vega no admiró jamás á Cervantes. No es maravilla, pues, que yo que no soy Voltaire, ni Lope de Vega, no consiga admirar á Grilo, á Blasco, á Retes y á otros insignes poetas de esta era.

Con todo eso, en mi crítica, como ustedes podrán ver, no deja de haber algunos trozos admirativos. Repito que son de los que estoy más satisfecho. Hace mucho tiempo que vivo en la creencia de que la tarea del crítico (si es que alguna tiene) no consiste precisamente en escudriñar las manchas ó defectos que toda obra, por ser humana, ha de llevar forzosamente; tarea, sobre fácil, ingrata; sino, antes bien, aclarar, difundir, popularizar las bellezas de las obras artísticas, llamar la perezosa atención del público hacia ellas, colocarlas sobre las alas del entusiasmo para que lleguen á todos los espíritus, soplar el polvo que muchos hombres tienen en los ojos, para que puedan verlas y gozarlas. Esta tarea es noble, hermosa y fecunda, aunque no sea lo que hoy se entiende por crítica. Los párrafos donde aspiro á desempeñarla han salido del fondo de mi alma, y así como han salido los he estampado, sin tener en nada las prácticas de este género de escritos. De su verdad estoy más convencido que de la de aquellos otros en que acepto ó rechazo teorías estéticas, señalo defectos ó determino nuevas vías para el arte. Porque de mis impresiones vivo seguro siempre; de mis opiniones, jamás. Escribiendo estos párrafos he gozado momentos muy felices, aunque otra cosa crean los espíritus frívolos que no penetran jamás en lo profundo del pensamiento del escritor. Cuando censuro, cuando ataco, no puedo menos de pensar que me parezco al murmurador. Sólo me encuentro grande cuando tributo mi admiración á los grandes.

He admirado, pues, hasta donde he podido. Si no pude tanto como hubieran deseado algunos de los poetas que en este libro figuran, acháquese á inopia, y no á falta de buen deseo. Mejor que nadie sé que yo no moriré de un exceso de respeto, pero tengan ustedes presente siempre que tampoco me he puesto sobre el trípode para definir y juzgar, sino que les he hablado como si me tropezaran en la Puerta del Sol, y charlando de literatura, me preguntasen qué opinaba de Campoamor, Núñez de Arce, Grilo, etc., esto es, con la franqueza, con la osadía, con la incoherencia propias de la conversación. Aun con eso, es posible que haya dado por genios á algunos que no lo son. Porque bien mirado, no creo que en España existan tantos genios como se supone. Las contribuciones absorben más de la mitad del producto neto de las tierras y de la industria; las cosechas, de algunos años á esta parte, son muy malas. Y si á esto se agregan las frecuentes calamidades que padecemos, como guerras, terremotos, inundaciones, etc., etc., bien se puede asegurar, sin temor de equivocarse, que una nación á tal punto enflaquecida y miserable, no puede tener bien alimentados á seis docenas de genios. Nunca me arrepentiré, sin embargo, de haber echado unas cucharadas más de miel en el plato de algún poeta. Después de todo, es inevitable el exagerar un poco el aplauso tratándose de los contemporáneos con quienes uno se roza y se codea en el comercio de la vida. Es noble también corresponder, por lo menos con unos granitos de incienso, á los esfuerzos que nuestros vates hacen diariamente para proporcionarnos instantes agradables. Si el crítico no recompensa á su modo estos esfuerzos, ¿quién se encargará de recompensarlos? El pueblo español, que tiene aparejados siempre honra y dinero para el primer político gárrulo y corrompido que viene á demandárselos, los niega siempre, con una entereza y constancia dignas de mejor causa, á los poetas ilustres. Seamos, pues, agradecidos con los que de vez en cuando refrescan nuestro espíritu fatigado sumergiéndolo en las cristalinas aguas del ideal.

Mas no confundamos por eso el cariño y el respeto que deben inspirar los verdaderos poetas y la indulgencia con que deben acogerse sus yerros y descuidos, con esa perniciosa benevolencia que todo lo aplaude, que todo lo celebra, lo mismo las obras sublimes del genio que las torpezas é insulseces del último coplero. Cuando veo circular con el mismo aplauso entre los críticos las perlas y diamantes de Ayala, Núñez de Arce y Campoamor y las cuentas de vidrio de Blasco, Grilo, Sánchez de Castro, Retes, etc., etc., no saben ustedes cuánto me entristezco. Estas confusiones me parecen lastimosas, porque privan al artista de su genuina recompensa, que es el brillo. ¡Y quién puede brillar habiendo tanto lucero en el firmamento!

He huído, pues, con particular empeño de esta feroz nivelación artística, dando al César lo que es del César, y á Grilo lo que es de Grilo. Como ustedes podrán ver, he sido muy parco en el empleo del análisis. Lo tengo por arma peligrosa y que expone al que la usa á cometer sensibles injusticias. Sólo en casos muy señalados, y con el objeto más bien de castigar una reputación inmerecida que de probar la incapacidad del poeta, me parece lícito acudir á ella.

Si ustedes se deciden á leer este libro, verán que el haber huído del análisis no es su mérito principal. El más grande de todos es el de ser corto. Sé que al lado de este mérito se encuentran infinitas manchas que lo deslucen; pero ya me he resignado de antemano á escribir una obra con defectos. Siento no ser perfecto como mi Padre que está en los cielos, pero no puedo remediarlo.

III

Un instante para concluir.

Después de escritas las ocho semblanzas de poetas que van á continuación, quedé un poco cabizbajo al observar la clara desemejanza que existe entre todos ellos. Considerando la distancia que media entre la fisonomía artística de Zorrilla y la de Campoamor, entre la de Núñez de Arce y Aguilera, no pude menos de pensar lo siguiente:

La poesía de nuestro tiempo no tiene un ideal. El poeta, al abrir sus ojos, ya no ve, como veían los griegos, como veían los cristianos en la Edad Media, un sol de belleza luciendo sobre el horizonte y una muchedumbre feliz con adorarle y bendecirle. Ya no puede agregarse tranquilo á esta muchedumbre para que los rayos de aquel sol caigan sobre su frente y enciendan su pensamiento. En la actualidad todos los soles pasados resplandecen sobre nuestras cabezas, y cada cual tiene su grupo de adoradores. Quién dirige sus ojos al asiático, quién al griego, quién al cristiano. Pero ¡oh Dios! ¡cuánto han perdido estos soles en brillo y en calor! Se necesita que nuestros poetas sientan mucho frío en casa para salir á gozar con sus tibios rayos. Entre la poesía oriental, cristiana ó helénica de nuestros tiempos y las creaciones de Valmiky, Píndaro y Dante, existe la misma diferencia que entre esas salas griegas, árabes y góticas que los opulentos de ahora hacen construir en sus palacios, y el Partenón, la Alhambra y la catedral de Burgos. Nuestra época, por su afán incomprensible de lanzarse en pos de todos los ideales y de beber en todas las fuentes de belleza, no tendrá jamás fisonomía ni carácter propios, y en vez de monumentos habrá de contentarse con legar á la posteridad chalets.

Así pensaba con tristeza, cuando dentro de mí escuché una voz elocuente que me hacía una oposición ruda y violenta. Esta voz interior pedía con justicia que no fuese tan superficial en mis juicios, que penetrase más adentro, hasta llegar á las entrañas de nuestra poesía.

Tenía razón la voz. Di un paso más y pude ver claramente el triste lazo que une las almas de todos nuestros poetas. ¿Por ventura no hay en la sed, en la fiebre que empuja á la poesía de este siglo á sumergirse en todos los ideales pasados, algo que la caracteriza perfectamente? ¿No hay algo que, como un tósigo fatal, penetra por toda ella y hace que adolezca?—Miradla. Ha perdido todos sus colores, sus movimientos son febriles y descompasados, tiene grandes y oscuras ojeras, su voz es apagada y ronca. ¡Ay! No cabe duda, nuestra pobre poesía está tísica. ¡Cuán interesante la ha puesto, sin embargo, su cruel enfermedad! ¡Qué grandes son ahora sus ojos y qué vaga su mirada! ¡Qué trasparencia hay en su rostro! ¡Qué suave melancolía se esparce por toda su figura! ¡Qué triste es su acento y qué conmovedor! El frío ha penetrado hasta la médula de sus huesos. Ningún sol pasado puede darle calor; y la poesía triste, nerviosa y exaltada de nuestro tiempo morirá.

Allá en lo futuro, de tanta negación, de tanto escepticismo, de tanto esfuerzo y tantas lágrimas, ¿no surgirá siquiera una verdad que engendre otra poesía fresca, tranquila y creyente? Y si esto sucede, aquellas dichosas generaciones, que gozarán de una paz que nosotros nunca hemos podido gustar, ¿no tributarán un recuerdo de simpatía y admiración á la pobre tísica del siglo XIX? Esperemos que sí.

D. JOSÉ ECHEGARAY.

H ACE ya muy cerca de dos años que permanezco silencioso como un diputado de la mayoría. No he dicho hasta ahora sino pocas palabras sobre el ingenio dramático del Sr. Echegaray; y en las batallas que se han librado en el teatro con motivo de sus dramas quiso la fortuna que no hubiese perdido los ojos, aunque en más de una ocasión se hayan visto entre los dedos de algún crítico y la pared. ¡Dios me los conserve mucho tiempo sanos para no ver los dramas de Sánchez de Castro!

Mas no por haberlo guardado tanto tiempo me harán ustedes la ofensa de suponer que no he formado juicio sobre el teatro de Echegaray. Gracias á Dios, tengo sobre este punto mi correspondiente opinión, como cualquier farmacéutico. Y ahora que me veo lejos de aquellos dedos frenéticos—¡cuidado con los dedos que gastan algunos críticos!—respiro fuerte y digo mi opinión.

Don José Echegaray era, como todos saben, un notabilísimo ingeniero y fué ministro de varios ramos. Por consiguiente, ¿qué razón había para que no fuese autor dramático? Efectivamente, allá por el invierno de 1873 fué representada su primera composición dramática con el título de La esposa del vengador, que era una primorosa leyenda con innumerables defectos y algunas bellezas. Más que la obra en sí, cautivóme y sedujo la novedad del intento. El teatro español, merced á los trabajos de los Eguílaz, Larra, Rubí y otros, había dado grandes pasos hacia el confesonario; se postraba á los pies del coadjutor de la parroquia, acusándose de sus pecados románticos, rezaba el rosario todos los días, asistía á las cuarenta horas, tomaba el sol por las tardes. Era un teatro chocho. Cuando adoptó otro género de vida, todas las gentes dijeron: «¡Echegaray es el que lo ha pervertido, el que lo ha sacado de quicio! Desde que trata con él ha vuelto á fumar, á decir requiebros á las muchachas y á retirarse á las altas horas de la noche. ¡Esto no se puede tolerar, es verdaderamente escandaloso!»

Allá en el fondo yo me alegraba mucho de que se retirase tarde. El teatro debe gozar independencia y tener su llavín para cualquier evento. La esposa del vengador me pareció una calaverada de buen género, la expansión afortunada de un ingenio privilegiado. ¿Nada más? Nada más.

Tenía toda la frescura y toda la inocencia de una virgen de quince años. Era suave, delicada, irreflexiva, levantada de inspiración y de cascos. No hubo más remedio que aplaudirla.

Empezaba á oscurecerse la estrella del P. Astete. La esposa del vengador nada nos decía acerca de las bienaventuranzas ni de los frutos del Espíritu Santo: omitía por entero los sacramentos que se han de obrar y hasta prescindía de los que se han de recibir. Conmoviéronse hasta los cimientos los corazones de la clase media. ¿Qué iba á ser de nosotros? Si en el teatro no se nos enseñaba lo que hemos de creer, lo que hemos de orar, lo que hemos de obrar y lo que hemos de recibir, ¿á dónde volver los ojos? Con permiso de estos corazones diré que, á mi entender, el teatro de Echegaray es más moral que el de Eguílaz. Tengo mis razones para creer esto, y si ustedes se dignan prestarme atención se las diré en pocas palabras.

Todos ustedes sabrán probablemente que apoderarse de lo ajeno contra la voluntad de su dueño es un pecado, y otro pecado levantar falsos testimonios, lo mismo que desobedecer á los padres y jurar el santo nombre de Dios en vano. ¿A qué ir, pues, al teatro cuando se representan las obras de Eguílaz? ¿Á gozar de sus bellezas? Es inútil, porque no las hay. ¿Á dormirse? Es muy feo y se expone uno á que le despierte el acomodador. Sin embargo, esta última solución no me parece del todo inadmisible, y aparte de sus inconvenientes, porque los tiene, lleva algunas ventajas á todas las demás. Y si te duermes, lector, que sí te dormirás, ¿en qué forma te habrás moralizado? ¿Con qué tristeza no pisarás después la escalera de tu casa, considerando que entras tan inmoral como has salido?

En cambio, duérmete si quieres en los dramas de Echegaray. Si por acaso fueses tan duro de corazón que no te conmovieran las escenas patéticas, ya se encargaría alguno de esos actores tan bien entonados que sólo España posee de tenerte despabilado. Pero no; yo sé que no hay necesidad de que se griten los dramas de Echegaray para que se escuchen con atención. Sin el auxilio de aquellos inolvidables pulmones, lo mismo hubieran conmovido al público. El Sr. Echegaray recoge en el teatro, siempre que se le antoja, una buena cosecha de lágrimas.

Ahora bien, las lágrimas ¿no son un medio de moralizar al hombre? ¿Cuándo se derraman lágrimas? Cuando el corazón se enternece. Pues enterneciendo el corazón muchas veces lo haremos más blando y más sensible, y el hombre será más clemente y generoso.

Esta afirmación no es sofística. La puedo demostrar con un poco de metafísica. El dolor de un semejante enternece nuestro corazón, despierta en nosotros la piedad y también el amor. Porque el dolor para muchas personas formales y también para mí es una gran injusticia. Si el dolor recae sobre un malvado, contraría el fin general humano, que es el pleno goce de la vida; mas si atormenta á un hombre virtuoso, no sólo contraría este fin general, sino también el particular de la virtud, que merece recompensa. En uno y otro caso hay una injusticia que nos hace padecer moralmente. Mas para que una injusticia nos haga padecer es necesario que en aquel momento la idea de justicia se levante con extraordinario poder en nuestra alma. Y cuando la idea de justicia se enseñorea de nuestra alma, ¿no somos más morales que cuando yace aletargada en algún oscuro rincón del pensamiento? He aquí cómo, á mi juicio, una obra dramática, por el mero hecho de ser bella, sin propósito alguno de aleccionar á los espectadores, puede influir más poderosamente en su moral que aquellas otras cuyo primero y tal vez único intento sea éste. El arte perfecciona nuestras facultades morales, no recordándonos el catecismo, sino fortaleciéndonos, elevándonos, arrastrando nuestro espíritu á la región de las ideas grandes y nobles. De mí sé decir—y me pongo de ejemplo, porque soy para el caso como cualquier otro—que cuando presencio la representación de Hamlet me conmueven tanto los sublimes pensamientos del héroe, que me figuro participar de su grandeza, se despierta en mi ser lo que hay de más generoso, siento mi espíritu más grande y ennoblecido, en una palabra, me reconozco más moral que cuando salgo de ver Bienaventurados los que lloran.

No obstante, es necesario averiguar de dónde viene la emoción; si llega á nosotros sostenida por la falsedad y el absurdo, ó la trae en sus brazos el arte.

Cuando veo llorar á una persona en el teatro pienso que por lo menos aquella persona tiene un corazón sensible. Las personas acá en España, tratándose del teatro, no deben exagerar la cuestión de lágrimas. Me parece que tienen muchas más ocasiones de reir. Sólo algunos chistes de Pina y tal vez algún otro de Blasco son los que arrancan con entera justicia raudales de ellas á los ojos.

En la última escena de Ó locura ó santidad estuvieron á punto de soltárseme. Si no hubiese acontecido que una señora se desmayó á mi lado y no hubo más remedio que socorrerla, seguramente habría despilfarrado algunas. Pero aquello me dió tiempo á reflexionar, y he aquí lo que salió de mis reflexiones.

Efectivamente, en la escena pasaba algo grave. Dos jayanes al servicio de un manicomio se llevaban maniatado á un caballero, bajo el supuesto de que estaba loco. No estaba loco, todos lo sabíamos, y padeciamos, como es natural, presenciando aquel acto de barbarie. Mas aquel acto de barbarie había sido preparado por el autor con el exclusivo objeto de conmovernos. Por lo mismo teníamos derecho á exigir que la preparación fuese discreta y artística. Aquella situación atrevida é interesante no tenía, por desgracia, raíces muy seguras; se hallaba presa por tan sutiles hilos al argumento de la obra, que el más leve soplo de la reflexión bastaba á soltarlos. El entendimiento juega un papel secundario, pero juega su papel en la contemplación de las obras de arte, y es gran torpeza llevarle la contraria tan resueltamente como se hace en esta obra. ¿Será posible convencer á nadie de que, mediando buena fe, se arrastre á un manicomio á un hombre de talento, estudioso, sensato y recto, á las pocas horas de haber declarado que la fortuna que posee no le pertenece, por extraordinarias que sean las circunstancias que acompañen á esta declaración? Yo pregunto á toda la clase médica española: ¿Hay en ella dos individuos, sobre todo si han recibido el grado antes de la revolución, que por los síntomas que ofrece el espíritu de D. Lorenzo de Avendaño sean capaces de decretar su inmediata clausura? Yo pregunto á todas las familias honradas de Madrid: ¿Hay alguna que permita y aun promueva el encierro de su jefe en una casa de locos por los motivos y con la premura de aquella que Echegaray nos presenta en su drama? De resultas de no haberme contestado nadie á estas preguntas que hice mientras socorría á aquella señora, resolví no conmoverme. Y no obstante, si un espectador ó alabardero tuviese la desgracia de caer desde el paraíso á las butacas, pueden ustedes creer que el suceso me impresionaría fuertemente. Me impresionaría mucho, aun cuando aquella escena no había tenido preparación de ninguna clase. No sé si el lector comprenderá esto, pero yo lo comprendo perfectamente.

Á pesar de cuanto he dicho, estoy lejos de aplaudir el espíritu de crítica, por no decir intelectualismo, con que de poco tiempo á esta parte acude el público al teatro. Pasaron los buenos tiempos en que los espectadores tomaban parte con lo más hondo del alma en las peripecias del drama, se apasionaban, se enfurecían, trataban de saltar al escenario en socorro del héroe, arrojaban comestibles sólidos á la cabeza del traidor. Sólo en algunos apartados rincones de nuestras provincias se da el caso ya de que el público obligue al protagonista de Carlos II el Hechizado á dar muerte cuatro ó cinco veces consecutivas al odioso fraile, autor de sus desgracias. En el resto de España, el fraile muere á la hora en que escribimos de una sola puñalada. El público que acude á los estrenos en Madrid, mujeres, viejos y niños, todos se constituyen en tribunal y afectan la imperturbabilidad de un magistrado en vista pública y solemne. En las escenas más interesantes y patéticas, lo más que se permite el espectador es una helada sonrisa de satisfacción y el siguiente galicismo: Está bien hecho. En tanto que dura la representación, todos, todos, hasta aquella rubia de la platea cuyos cabellos parecen dorados á fuego y uno á uno, tienen aspecto de estar escribiendo en lo más profundo del pensamiento unos Apuntes críticos con mucha fibra y mucho calor de humanidad.

Permítaseme que eche de menos en el público un poco de sensibilidad, y después permítaseme proseguir.

El defecto capital del teatro de Echegaray, aquel que resplandece en todas sus obras, es la falsedad. En algunas de ellas, como En el puño de la espada, la falsedad puede denominarse absurdo. Un viento atracado de embustes corre por todos sus dramas, desatando los cabos, invirtiendo los términos, lacerando la urdimbre y arrojando las escenas muy lejos unas de otras, de tal modo que sus personajes quedan gesticulando en la soledad, y el público no ve la razón de sus desconcertados ademanes. Lo que se echa de menos en las obras dramáticas de Echegaray son las matemáticas. En estas obras se estampa el resultado sin haber hecho las operaciones previas, y el público pide que se le muestre la pizarra.

Ahondando un poco en la indagación de este asunto, tal vez observemos que el defecto enunciado, si ataca á la esencia misma de la obra y la reduce á la categoría de efímera, no es de los que niegan por sí la aptitud del artista. Lo que sí muestra inmediatamente es que á la creación de la obra acompañó un algo perturbador y malsano que el autor debió haber huído con empeño. Es imprudente introducirse en el laboratorio de un poeta para espiar sus trabajos, y á seguida noticiarlos á los cuatro vientos. Pero si me fuese dado vencer la repugnancia que me inspira este espionaje y me pusiera á observar el crisol donde hierven los dramas de Echegaray, creo que no tardaría en percibir ese elemento pútrido que causa el daño de la obra. Después, si se me obligase á darle un nombre y no tuviese á mano otro más poético, lo llamaría «precipitación».

La precipitación de que el Sr. Echegaray hace uso en la fabricación de sus dramas es de la peor ralea, porque es la que acompaña, no tan sólo á la ejecución, sino también al pensamiento mismo de la obra.

Estoy pensando en que la idea de haber aproximado el gabinete de un poeta al laboratorio de un químico por algo debió acudir á mi cerebro ahora. ¿Por qué habrá sido?... Quizá tenga su raíz en la impresión que me causó el Sr. Echegaray la vez primera que le vi salir á la escena solicitado por el clamoreo del público. La figura del Sr. Echegaray no despertó en mí, ni más ni menos, la idea del poeta, sino la del astrólogo. Sin que pudiera oponerme al escape de mi fantasía, adornéle de súbito con una bata sembrada de estrellas, le puse sobre la cabeza una caperuza y en la mano una varilla de virtudes, aposentéle en una cámara tétrica toda atestada de libros, de redomas, de animales disecados. Le vi enfrascado á una luz mortecina en la lectura de una Trigonometría rectilínea. Parecía hallarse inquieto, cerraba los ojos con frecuencia y lanzaba tristísimos suspiros.

«¡Ay!—exclamó—¡Aritmética, álgebra, geometría, y por mi desdicha también la trigonometría, todo lo he profundizado con un trabajo constante, y heme aquí pobre tonto!... Hace ya algunos años que enseño á la multitud las matemáticas y no estoy bien seguro de haber enseñado algo de provecho. Ni aun me lisonjeo de que sirva para nada el reducir los quebrados á común denominador. Por eso me he dedicado algún tiempo á la política. Pero todo esto, política y matemáticas, es intrincado, es oscuro, y además sospecho que no sirve para nada. ¡Oh, si yo pudiese franquear esta muralla de fórmulas algebraicas y expedientes que me aprisiona! ¡Si yo pudiese, libre como el humo que se escapa de estos carbones, recorrer á la dulce claridad del gas los escenarios de los teatros, aspirar el perfume de los polvos de arroz, salir cogido de las manos de los artistas, en forma de danza, á embriagarme con el néctar voluptuoso del aplauso! ¡Oh, qué extraña turbación se apodera de mi ser! Escucho una voz celeste que me dice: El mundo de las bambalinas y del albayalde no está cerrado... Ánimo: aún puedes morder donde han mordido Retes y Echevarría... Sí, creo que el genio de Shakspeare da vueltas en torno de mi cabeza y me incita á escribir dramas. Siento que mi espíritu se entrega todo á ti. ¡Oh, espíritu inmortal!... Ven, ven...

(El genio de Shakspeare desde dentro): Huyamos.

Pero esto es Fausto puro, dirán ustedes. No lo niego, diré yo.

Volvamos á la precipitación, volvamos aunque no sea sino para afirmar que la precipitación es una frase inventada por mí para explicar y atenuar algunos pecados cometidos por el Sr. Echegaray. Por lo demás, yo no puedo negar á ustedes el derecho de achacar sus yerros á inopia y no á precipitación.

El comercio y trato frecuente de los grandes hombres suele dejar en nuestra inteligencia huellas muy visibles. Por estas huellas es fácil conjeturar cuál ha sido el grande hombre que más nos ha cautivado. Yo me atrevo á pensar que el favorito del Sr. Echegaray ha sido Arquímedes. De él es de quien ha tomado, sin duda, la mala costumbre de pedir gollerías. Arquímedes decía: «Dadme una palanca y un punto de apoyo, y removeré la tierra». Mas el pobre Arquímedes se fué al otro mundo sin tener el gusto de remover la tierra, porque nadie pensó en darle la palanca ni el punto de apoyo. Echegaray dice: «Dadme un hijo formado por el rayo de la luna que penetra por un vidrio roto (el arte se encargará de pagarlo); dadme un puño de espada que sirva de archivo á una correspondencia que no es posible quemar ni hacer pedazos; dadme una hoja de puñal donde se escriba con sangre como en la mejor vitela, de tal suerte que lo que sobre ella se estampe no pueda borrarse sin habérsela hundido previamente en el pecho el protagonista; dadme la luna, en fin, y yo os daré un drama».

Efectivamente, el público dió la luna y el Sr. Echegaray los dramas. Mas debemos reconocer que éste es un cambio de servicios perfectamente enclavado en la teoría de la circulación, expuesta con gran lucidez por Bastiat, y ni el Estado ni yo tenemos derecho á contrariar el libre desenvolvimiento de las leyes naturales que presiden á la producción, distribución y consumo de los dramas. Lo único que lamento amargamente es que el desgraciado Arquímedes se haya ido al otro mundo sin tener el gusto de remover la tierra.

Inmediatamente después de esto tenía pensado decir al Sr. Echegaray que no tiene un gusto muy exquisito para la elección de temas, á los cuales tampoco sabe dar variedad, ni gran acierto en la pintura de caracteres, que huelen á bastidor desde muy lejos, ni tampoco una versificación flúida, castiza y armoniosa que velara púdicamente las liviandades del fondo. Pero todo esto tenía pensado decírselo de un modo delicado, ingenioso, como deben decirse estas cosas cuando uno quiere sentar plaza de escritor ático, intencionado y habilidoso.

Más de un cuarto de hora he pasado tirándome por la barba y con la vista fija en un mico de bronce que sirve de remate á la tapa del tintero, y no acaba de brotar en mi cabeza ni una sola frase irónica. Me voy convenciendo con verdadero dolor de que no soy tan socarrón como creía.

Despechado y sin aliento, arrojo una mirada sobre las cuartillas escritas. Son veintisiete. Por consiguiente, según mi cálculo, falta por escribir una tercera parte del artículo.

Ahora bien, esta tercera parte la dedica todo crítico bien educado á elogiar la obra que juzga cuando es mala. Cuando es buena, lo común es dedicar dos terceras partes. No seré yo ciertamente quien con mano torpe pretenda romper el curso de nuestras costumbres venerandas, consagradas por los siglos y las generaciones. De las dos terceras partes que llevo escritas, resulta que el Sr. Echegaray es mal poeta dramático. Confío en que de la que falta ha de resultar que es bueno.

El Sr. Echegaray no es tan insignificante poeta como pudiera deducir cualquier adversario suyo de las premisas que he sentado. Yo escribo para las personas ilustradas é imparciales, para aquellas que saben conceder á las frases su verdadero sentido y ver al través de las travesuras del estilo el corazón del escritor. Esas personas que tienen los ojos puestos sobre el mío saben cuán lastimado está y cuán triste por las frases que un destino cruel me ha obligado á estampar. Yo admiro al Sr. Echegaray, le admiro como admiran los gusanos á las estrellas, si es que las admiran. En materia de admiración, muy pocos serán los que puedan ponerme el pie delante. Pero yo bien sé por qué admiro al Sr. Echegaray: las personas que penetran mi corazón, bien lo saben, el señor Echegaray también lo sabe. Hay muchas cosas inefables para la humana lengua, y una de ellas es ésta. Asisto á la representación de una obra de Sánchez de Castro, y quien dice Sánchez de Castro dice Retes. La obra sale mala, como puede suceder, que esto no me lo negarán ustedes. Pues bien, este pobre joven que ha sacrificado veinte reales para verla, se emboza con la mayor dignidad en su capa y sale del teatro murmurando entre dientes Dios sabe qué cosas. Se estrena un drama de Echegaray, y el tal drama no satisface ni con mucho mis exigencias. Pues en vez de salir irritado y feroz á saciar mi cólera en un chocolate, salgo con la sonrisa más plácida del mundo, una sonrisa que envidiaría el mismo Perier, enojando á los amigos con mi descarada alegría, y cantando salmos en honor del Sr. Echegaray.

«Porque tienes garras como el león y dientes como el chacal, señor, desgarras y trituras el arte dramático.

Te glorificaré por tus dramas malos lo mismo que por los buenos y cantaré tus alabanzas.

Tú has abierto mi boca, señor, y mi boca cantará tus alabanzas.

Cuando tú llegaste, los dañinos gorriones, entre los cuales figuraban Pérez Escrich y Larra, y también Eguílaz, divertían sus ocios en picotear la escena.

La picoteaban sin compasión; en su pico no se hallaba palabra de verdad, ni verso sin ripio, y en su alma de gorrión se albergaban la frivolidad y la impotencia.

Llegaste y los desmenuzaste como polvo que el viento esparce, y los barriste como lodo de las plazas.

Á tí, ¡oh señor! tributaré gracias con todo mi corazón, y narraré todas tus maravillas.»

Las maravillas del Sr. Echegaray son algunas escenas tan bellas como hacía muchos años no habían resplandecido en el teatro español y un enjambre de pensamientos graves y luminosos que surcan altaneros el piélago de sus obras, dejando brillante estela de fuego.

Las buenas acciones siempre las tengo presentes y no olvidaré mientras viva de qué modo se ha portado el Sr. Echegaray en una célebre noche. Tres veces consecutivas había subido el telón, y tres veces consecutivas había vuelto á bajar. Cuando subía, me quitaba el sombrero y lo colocaba con delicadeza, que semejaba unción, en la butaca de enfrente hasta que llegaba un caballero de corbata encarnada que me obligaba á levantarlo rápidamente y á plancharlo dos ó tres veces con la manga de la levita. Estas maniobras me hacían perder algunas docenas de versos. Cuando bajaba, me ponía el sombrero y trataba de lanzarme á los pasillos. Indudablemente en la vida del hombre hay momentos críticos. Uno de ellos es salir de una fila de butacas del teatro Español en noche de estreno. ¿Se debe salir dando el rostro ó la espalda á las señoras que ocupan la fila? Militan razones poderosas en pro de ambos sistemas. No obstante, mi opinión, y la apunto con las debidas reservas, es que se debe salir mirando á las señoras. Se deben apretar las piernas hasta donde alcancen las fuerzas contra la fila contigua, con el fin de hacer patente que vuestras extremidades son tan inofensivas como hidalgas. Conviene que al demandar perdón por la molestia, formuléis brevemente una enérgica protesta contra la empresa del teatro, que sacrifica el pudor al sórdido interés. No dejéis tampoco de decir, si os ocurre, alguna frase ingeniosa y moral, sobre todo moral. Si no os ocurre, lo más sensato es doblar el espinazo, sonreir con modestia y abreviar cuanto se pueda. Recorría automáticamente los pasillos, el salón de descanso; escuchaba distraído profundas disquisiciones sobre la verdad de los caracteres y la verosimilitud de la fábula, y pienso que cuando me aposenté de nuevo en la butaca y vi sepultarse á los músicos, cual gnomos misteriosos, en sus tétricos agujeros, ¡Dios me perdone! pero algo semejante á un bostezo vagó por mis labios. Alzóse la cortina pausadamente, con cierto chirrido profético, anunciando que en el caso poco probable de que la obra saliera de la noche limpia de todo silbido, tos ó estornudo, no reportaría pingües ganancias á la empresa. ¡Lo que es el sino! ¡Partiendo de la garita del apuntador hacia dentro, hasta el telón tiene derecho á carecer de sentido común!

Así que vi el escenario, me dió en la nariz un tufillo de belleza que reanimó mi espíritu soñoliento. ¿Tufillo lo he llamado? Pues no es verdad; aroma, aroma era, aroma embriagador que llegaba al corazón. Un hombre que agoniza vertiendo profundos pensamientos en flúido y enérgico romance. Esto no se ve todos los días. ¡Cuántos se mueren en las tablas con el ripio entre los labios! Después, una escena verdadera, con vida terrenal, que en el cerebro delirante del moribundo engendra otra más grande y fantástica. Sombras que toman carne para ofrecer perdón al crimen. Seres vivos que la noche y el remordimiento convierte en sombras. Relámpagos siniestros que alumbran una conciencia cenagosa. El amor tomando posesión de un corazón dolorido. Un poco de verdad y otro poco de poesía. Por allí debía de andar el arte.

Aplaudí como se aplaude cuando no se representa nada de Blasco, y sin acordarme poco ni mucho de que era un crítico, lloré como un simple mortal. No hay más remedio que confesarlo: los críticos, salvo honrosas excepciones, tenemos también corazón como los demás.

¡Qué noche aquélla! Fué La última noche del señor Echegaray. Después le aplaudí más de una vez, pero mis palmadas, casi siempre débiles é indecisas, sonaban á hueco, como las cabezas de algunos sabios. No crea, sin embargo, el Sr. Echegaray que estoy cansado de aplaudirle ni de escuchar sus alabanzas, como aquel paisano de Atenas, que se hastiaba de oir las de Arístides. Aún me restan fuerzas bastantes para sonar las palmas, y si llega el caso sabré gritar: «¡Bravo, bravo, el autor!» tan bien como cualquier radical. La Providencia me ha concedido un tesoro de aplausos; mas yo no tengo facultad para malgastarlo en cuatro días. Redundaría en menosprecio de las buenas obras dramáticas futuras y pretéritas, en perjuicio del Sr. Echegaray, que tiene derecho á no ser empujado por oscuros y peligrosos senderos, y en menoscabo y daño de mi conciencia, que si no regatea jamás los aplausos al mérito, me exige estrecha cuenta de los que tributo á la torpeza.

D. JOSÉ ZORRILLA

A las nueve; á las nueve en punto de la noche. Se había anunciado con la debida anticipación en los periódicos y la tabla de anuncios del Ateneo lo aseguraba de un modo terminante:

«El viernes á las nueve de la noche el eminente poeta D. José Zorrilla dará lectura pública de algunas composiciones inéditas.»

No podía estar más claro. Y no obstante aún me quedaba un resquicio de duda. Verdad que el autor del Tenorio estaba vivo, pero había dejado de pisar muchos años hacía la tierra española. Fatigado de regocijar nuestras moradas con sus melodiosos cánticos, el misterioso pájaro había levantado el vuelo y yo no sabía dónde lo había posado; en qué paraje risueño y frondoso, bajo un cielo azul, había fabricado su nido. ¿No podría haber otro D. José Zorrilla á quien le hubiese convenido nacer poeta? Un tanto extraño parecía en este caso que la tabla de anuncios del Ateneo le apellidase eminente, mas la crítica severa y concienzuda no ha sido jamás el fuerte de la tabla de anuncios del Ateneo. La duda, ese fantasma siniestro del siglo XIX que turba las conciencias y las empuja á los negros abismos de la filosofía alemana, se había apoderado de mi alma, cuando tropecé con un empleado de la casa.

—Este D. José Zorrilla que aquí se mienta ¿es verdaderamente D. José Zorrilla?

La pregunta no podía ser más directa, más clara, más concreta.

—Creo que sí, porque el señor presidente ha mandado preparar un refresco para esta noche.

La respuesta era precisa y categórica. Ningún artículo de El Siglo Futuro fué en la vida ni más claro ni más contundente.

Quedamos en que era D. José Zorrilla el que había de leer aquella noche varias composiciones inéditas.

¡Es decir que iba á hallarme frente á frente del prodigioso mago que había evocado en mi espíritu juvenil sueños infinitos, azules, verdes, rosados y de otros colores intermedios; con el arpa de oro cuyas dulces canciones arrullaron las horas melancólicas de mi adolescencia; con el cometa fulgurante que al promedio del siglo apareció en los cielos del arte, y cuya cola, formada por miríadas de tomos de poesías, aún no ha traspuesto por entero el horizonte!

No faltaré; de ningún modo faltaré. Aunque necesite perder un sermón de Sánchez de Castro ó un drama del P. Sánchez, no faltaré.

En tanto que la hora llegaba, empecé á meditar—cosa bastante rara en un crítico—acerca del romanticismo.

El romanticismo ha llegado á ser en nuestra época una abstracción, una idea que la crítica considera, ya funesta, ya dichosa; que para ciertos historiadores atacados del novísimo sistema de explicarlo todo, fué simplemente una necesidad de los tiempos. Probablemente no será nada de esto, y sí tan sólo un grupo de hombres de poderoso ingenio con el cual nada podía rivalizar más que su arrogancia. Amantes de la libertad, orgullosos de vivir y respirar, pensando que sus obras no cabían en el molde clásico ni en ningún otro molde conocido, comenzaron á asestar furiosos golpes á las formas tradicionales de la poesía. Rompieron la tupida malla de preceptos que el estudio de los clásicos, unido á la miseria del ingenio, había formado en los últimos siglos, y lanzaron sus vuelos por los mundos no explorados de la fantasía. Hoy el viajero tropieza en el camino con los restos de algún pájaro infeliz víctima del frío y de la oscuridad, pero tiene presente que otros muchos surcaron atrevidos las tinieblas y dichosos llegaron á puerto de salvación.

El cultivo ciego, insensato, de la forma llegara á tal punto en los tiempos que precedieron al romanticismo, que habían sido proscritas del arte las ideas por inútiles. Todo estaba inventado. Los asuntos del poeta se hallaban trazados de antemano, y ¡guay del que osara salirse de la pauta! Un amante que llora celos, ausencias ó fierezas de su amada; un natalicio, una muerte, unos días, un matrimonio; en el aniversario de la entrada del Rey nuestro señor en Madrid á su vuelta de Francia; en el día del cumpleaños de la Reina nuestra señora; oda al combate de Trafalgar; soneto á un pajarillo; sátira contra las costumbres del tiempo; letrilla contra los pantalones cuando empezaron á usarse; en la proximidad del parto de la Excma. Sra. Marquesa de Villaburrida; á cierto joven militar de grandes esperanzas con motivo de su temprana y repentina muerte: á mi señora D.ª Ramona Portillo; epístola á Poncio quejándose del atraso que sufría el autor en su carrera, etc., etc.

Tales eran los temas predilectos de aquella musa cumplimentera. Delito de leso clasicismo se consideraba enamorarse á derechas de Pepita, Asunción ó Juana. El poeta no podía amar sino á Galatea, Florinda ó Cloe y eso en el campo y disfrazado de Batilo ó Fileno, porque en la ciudad ya se guardaría bien de hacerlo. Si le gustaba una niña era indispensable el decir que ardía en ansias ó que se hallaba encadenado por un déspota inhumano, para que se le creyera. El cuello de la niña había de ser albo forzosamente y los cabellos madeja de oro, los ojos lanzarían mortíferos venenos, dado que no hubiera en ellos un Cupidillo que disparase mortales saetas; los labios serían hibleos, las mejillas de nácar y el seno tomaría la denominación de pomas de nieve ú orbes torneados. La poesía, en resumen, se hallaba estereotipada.

En esto, dejáronse oir los rugidos de los románticos, que llegaron cual rebaño de leones agitando ferozmente sus melenas, y al llegar pusieron en gran desorden y confusión á la turba de gozques que alastraban contra el regazo y comían en las blancas manos de las damas aristocráticas. Traían consigo la idea de libertad, la de naturaleza—á la cual no siempre han sido fieles—y más arraigada que otra alguna, la de tristeza. La tristeza fué la musa que inspiró por más tiempo al romanticismo. Sin que hubiese mayor motivo que antes, todos los poetas de aquella época convinieron en ponerse muy tristes y en dar claras señales de hallarse bajo el peso de un gran dolor. Caían sobre el suelo las lágrimas y formaban pronto regueros, arroyos, ríos caudalosos que se llevaban los puentes y los corazones; desatábanse en el espacio furiosos vendavales de suspiros y estallaban tempestades de sollozos. Más grande desesperación no la habían presenciado los siglos.

Aun dando por supuesto, como es justo que se dé, que aquella tristeza tenía no poco de afectada y artificiosa, ¿quién osará negar que constituye un manantial riquísimo de inspiración poética? Lo pregonan con elocuencia el Childe-Harold y el Manfredo de Byron, el René de Chateaubriand, los cantos líricos de Heine, de Víctor Hugo, de Espronceda y de Zorrilla. Estas obras serán por siempre bellas, aunque el arte, en sus giros de vagabundo, haya abandonado la región de las tristezas individuales y parezca sumergirse ahora con deleite en el océano profundo de la realidad. No queramos juzgar las obras de arte con el criterio que el gusto de hoy nos señala. Si despreciamos las obras y los hombres del romanticismo porque las aficiones de nuestra época nos empujan por opuestos derroteros, cuando otros gustos y otras tendencias hayan venido á sustituir á las nuestras, ¿con qué derecho pediremos gracia para nuestros poetas más queridos y para nuestras obras más predilectas? Pensemos más bien que la belleza es una dama serena y augusta, pero muy coqueta; el arte un mancebo turbulento y caprichoso que sin cesar la enamora. Que vista la dalmática griega, ó la toga romana, ó el jubón de la Edad Media, ó el frac de nuestra época, que gaste peluca ó melena, que parle en latín ó en sueco, como se muestre insinuante, rendido y discreto, obtendrá sus favores.

Aquí llegaba en mi trascendental meditación, cuando rasgó la atmósfera erudita del Ateneo la voz del ujier: «Cátedra del Sr. Zorrilla». ¡Ay! Quizá este mismo ujier gritaría impío al día siguiente: «Cátedra del Sr. Vilanova».

Acudí con ligereza á sentarme delante de la misma tribuna, y esperé con recogimiento, con cierto temblor cortesano, la llegada del monarca.

Y llegó. ¡Pero cómo llegó, cielos! Como oveja á quien privaron de su vellón; como pájaro desplumado. ¡Llegó sin melena!

El viejo y trasquilado león subió lentamente los escalones de la tribuna, y una vez arriba, alzó la cabeza. La juventud había huído de aquella frente, el fuego de aquellos ojos, el carmín de aquellos labios. Paseó una mirada por la concurrencia, y saludó. Yo no sé lo que vi en aquella mirada y en aquel saludo, pero me sentí profundamente conmovido. Aquella mirada triste, muy triste, aquel saludo humilde y encogido parecían decir:

«Estoy en el Ateneo de Madrid; lo sé. Los que aquí os reunís, todos sois más ó menos sabios; todos sabéis que he cometido muchos anacronismos y muchas faltas de gramática. Sé que os reís de mis composiciones vacías, de mi lirismo trasnochado; sé que os gustan otros poetas más filósofos, sé que ya no tengo ni un admirador ni un amigo entre vosotros. La generación á la cual el soplo de mi musa revolvía y encrespaba unas veces, y otras rizaba y adormía blandamente; el público que decía mis versos en el teatro antes que el actor los profiriese, se ha llevado á la tumba mi renombre. Los amigos que conmigo lo compartían han caído también uno á uno en el oscuro misterio de la muerte. Cuanto miro en torno mío, me es extraño y desconocido. No entiendo vuestra sabiduría, no entiendo vuestro escepticismo, no entiendo vuestros versos. Me encuentro solo, triste y pobre, y ni aun fuerzas me quedan para repetiros la vieja canción. Nada puedo daros digno de vosotros: perdonadme, señores, perdonadme.»

Y á mí se me encogía dentro del pecho el corazón y me asaltaban deseos irresistibles de decir:

«Procedamos por partes, ilustre vate. En primer lugar, gracias á Dios, no somos todos sabios los que aquí nos reunimos. Desde mi asiento estoy viendo á varios que no lo son, puede usted creerlo, no lo son. Algunos hay que la opinión pública califica de tales, pero ya sabe usted que la maledicencia en nuestro país no respeta nada, y que no es posible poner trabas á las lenguas. De los pocos que restan, la mitad son traducidos del francés y la otra mitad en el pecado llevan la penitencia, pues nadie cuenta con ellos para nada. Mas supongamos por un instante que todos lo fuésemos. ¿Piensa usted que habrá sabio alguno, por tonto que sea, á quien no cautiven y deleiten los hermosos poemas que usted ha creado? ¿Piensa usted que esta poesía amaneradilla y artificiosa que hoy está de moda osará chistar mientras se alce en los aires el son de sus dulces y frescas melodías?»

Esto diría seguramente si hubiese dicho algo. Me reduje á pensarlo, con otras muchas cosas que el lector irá conociendo seguramente si no se queda rezagado en la lectura de este artículo.

Situémonos en un punto de vista equidistante de todas las escuelas y de todas las tendencias que han imperado en el arte. Mejor dicho, situémonos en tal lugar y tan lejano que apenas se divisen esas barreras que las alternativas y variantes del gusto han levantado en los vergeles de la poesía. Desde aquí, desde el lugar empingorotado donde plugo á mi voluntad colocarme, no acierto á ver ningún lindero; el huerto de los clásicos es una prolongación del de los románticos, ó tal me parece al menos, y el de los realistas se introduce sin que nadie le vaya á la mano por el de los idealistas. En unos y otros las flores y las berzas fraternizan con efusión. Los ingenios que los han cultivado están allí representados con tamaños muy distintos, sin que pueda asegurar que se haya atendido para nada ni á la época en que florecieron ni á la escuela en que militaron. Por ejemplo, allá veo á Calderón que está representado por un coloso de oro con rica corona de brillantes, mientras Sánchez de Castro es una hormiguita que en este momento le entra por la ventana de la nariz y le hace estornudar.

Mas en realidad mi obligación en este momento es no acordarme para nada de Sánchez de Castro y no quiero dar un paso más por este terreno escabroso. Así, pues, convirtiendo mis ojos á Zorrilla, observo que su talla se eleva majestuosa sobre todos los poetas españoles de este siglo, y sólo Espronceda y Quintana logran altura parecida. Bien se me ocurre que esta observación tomada del natural, como ahora se dice, no enternecerá el corazón de los poetas que hoy figuran; mas ¡ay! consiste en que el corazón del poeta, blando y sensible para el canto del ruiseñor, para el beso de la virgen, para las noches de luna, es de piedra berroqueña para los versos de su vecino.

La poesía de Zorrilla es una flor de los campos, risueña, fresca, suave, fragante. Nació sin que una mano diligente hubiese derramado en aquel sitio algunos granitos de semilla traídos de París. Nació porque Dios quiso que naciera para solaz del viajero que en el camino angustioso de la vida se tiende á descansar un instante en los dominios del arte. La regadera de la ciencia no ha venido á chapuzarla mañana y tarde. En los días de cierzo no ha tenido cristales que la resguardaran; en las noches de hielo no ha tenido á su lado estufa que le prestara calor. Alguna vez se doblaba la pobrecita al peso de la nieve; otras veces se arrugaba por las quemaduras del sol. Pero tornabais al día siguiente y la encontrabais de nuevo fresca y erguida derramando aromas y esparciendo reflejos.

Porque Zorrilla es un gran poeta, á despecho de la ciencia, á despecho de la Academia de la Lengua, á despecho de sus torpes imitadores y hasta á despecho de sí mismo. Infinitamente más poeta que otros que poseen mucha ciencia, mucha Academia y pocos imitadores.

Á la flor de la poesía dedicámosle hoy cuidados exquisitos y prolijos. No los rechazo, que prefiero yo con mucho los refinamientos del espíritu á las groserías de la letra. Mas déjenme ustedes admirar de buena voluntad á aquellos árboles gigantes de espeso y oscuro ramaje cuyas copas se columpian majestuosamente al impulso de los vientos en los bosques de mi país, y no tanto á aquellos otros del Buen Retiro cortejados sin cesar por la mano solícita del jardinero y recibiendo el agua bonitamente por tubos de hoja de lata. No lo puedo remediar.

Los versos de Zorrilla no han sido forjados penosamente como tantos otros en las fraguas del pensamiento. Zorrilla no ha tomado jamás las medidas á la idea para encajarla en el verso. El verso y la idea nacieron en su mente á un tiempo mismo, como la luz y el color. Si á Zorrilla le privaseis del lenguaje numeroso, le arrancaríais las alas y pronto veríais con qué dificultad se movía por la tierra. Si quisierais enseñarle la prosa, veríais cuán torpemente se expresaba, como esos pobres mirlos á los cuales sus dueños ¡progresistas! se empeñan en enseñar el himno de Riego con la flauta.

La prosa es una cosa muy excelente. Yo se la recomiendo con toda mi alma al Sr. Grilo. Mas la prosa sólo puede expresar lo que se concibe en prosa: cuando se concibe en verso, se debe parir en verso. Hay tal vaguedad en las ideas del poeta y tanta contradicción en sus sentimientos, que no es fácil empeño introducirlos en la prosa sin sacarla de quicio. El verso, según dicen, es el lenguaje intermedio entre la prosa y la música. Zorrilla lo ha hecho acercarse mucho más á la música que á la prosa. Por eso penetra más fácilmente que ningún otro poeta en nuestra alma y se guarda más tiempo en la memoria. ¿Quién en España no sabe versos de Zorrilla? ¿Quién es el que no ha sentido el aroma de aquella flor silvestre de que antes os hablaba?

Voy á figurarme que cruzáis por un país extranjero. En una sala espléndida, muy bien arrebujada con riquísimas alfombras y tapices, chisporrotea un fuego malicioso haciendo guiños y prometiéndolas muy felices al aterido contertulio, que descalzándose los chanclos y sacudiéndose la nieve, alza la cortina diciendo: «Good evening gentlemen».

Ya estáis de la parte de adentro, y al compás de vuestros pasos se alza un repique adulador en el cristal de las arañas y en la porcelana de las mesas. Y luego los enormes espejos, tan altos como el techo, se apresuran á reproducir profusamente vuestra imagen, como si fuese la de un grande hombre. Así que llegáis á las cercanías de la chimenea, os inclináis con mucha gracia y estrecháis una mano más blanca que el manto con que en aquel instante se embozan los árboles del jardín, más suave que la seda que viene de las Indias. No quisiera equivocarme, pero aquella mano pertenece, á mi entender, á una lady de alabastro con ojos azules. Habláis del tiempo, por supuesto, habláis del príncipe de Gales, habláis de sport, y hasta, si os parece oportuno, habláis de los ojos azules de mylady. Todo esto á mí no me importa poco ni mucho. Pero la conversación viene á caer sobre materia de poesía, y entonces ya pongo el oído para escucharla. Mylady tiene gran pasión por Tennyson, y se empeña en leeros uno de sus idilios, que vosotros, claro es, encontráis divino. Á la lectura del idilio sigue un silencio, y al silencio esta pregunta: «Decidme, my dear, ¿qué poetas tenéis en vuestro país?»

¡Ah! Yo estoy seguro de que en aquel instante separáis la vista de la argentada lady, y la sacáis por el balcón á pasear por otros espacios. Una lágrima tiembla en vuestros párpados, que no llega á caer, porque aquella lágrima pertenece á la patria y no quiere pisar tierra extranjera. Allá, muy lejos, detrás de la nieve, hay una región feliz donde calientan los rayos del sol y esparce el azahar sus fragancias. Las aguas azules del mar y los bosques espesos de lauros, la lengua melodiosa de las aves y la boca imperceptible de los insectos elevan sin cesar un coro de bendiciones al firmamento límpido...

«Señora, el primero de nuestros poetas se llama D. José Zorrilla. Sus versos son el más preciado regalo de los oídos españoles. Ninguno ha conseguido tanta popularidad, porque ninguno es tan sencillo, tan melodioso y tan flúido. Sus versos tienen el color de nuestras flores, el brillo de nuestro cielo, la frescura de nuestra brisa. Cuando los escuchamos, nos sucede lo mismo que cuando paseamos al declinar la tarde por las riberas del Tajo, se olvida uno de que esta tierra es un valle de lágrimas. Ninguno tampoco más nacional. Su espíritu nos pertenece de tal modo, sus pensamientos están ligados por tan estrechos lazos á la tierra española, que en vano querríais formaros idea de su encanto los que no habéis balbuceado jamás plegarias á la Virgen, los que no habéis escuchado en esa lengua los consejos de vuestra madre. Su poesía, como nuestro sol, no se puede traducir.»

Sí; estoy seguro de que estas ó parecidas palabras saldrían de vuestra boca, porque en tal instante no querríais semejaros al asno de la fábula, que dispara furiosas coces sobre la frente del león moribundo. Quizá en vuestro corazón tendríais ya reservado este papel para algún amigo de Madrid. Y no diríais mentira. El troquel que acuñó los versos del Capitán Montoya y Margarita la tornera bajará al sepulcro de Zorrilla, y tal vez se guarde allí por siempre. Aquellos fantásticos caballeros de la tradición no tornarán ya á este mundo, tan vivos, tan altivos, tan resueltos; aquellas doncellas de ojos garzos que beben por entre una reja el tósigo del amor, no serán tan puras, tan risueñas, tan ideales. Las noches de Andalucía, diáfanas ó brumosas, los bosques, las tempestades, las flores, los claustros, el canto de las aves, los suspiros del amor, ya no tendrán pincel que los retrate y los difunda por la tierra. ¿Qué jinetes osarán en lo porvenir cruzar de noche un bosque de este modo?

Muerta la lumbre solar,
iba la noche cerrando,
y dos jinetes cruzando
á caballo un olivar.
Crujen sus largas espadas
al trotar de los bridones,
y vense por los arzones
las pistolas asomadas.
Calados anchos sombreros,
en sendas capas ocultos,
alguien tomara los bultos
lo menos por bandoleros.
Llevan, por que se presuma
cuál de los dos vale más,
castor con cinta el de atrás,
y el de adelante con pluma.
Etc., etc.

¿Qué náyade se atreverá en adelante á salir del fondo del agua en esta forma?

Tocó en el haz del agua
su cabellera blonda;
quebró la frágil onda
su frente virginal.
Dejó el agua mil hebras
entre sus rizos rotas,
y á unirse volvió en gotas
al limpio manantial.

Oigo decir que Zorrilla no ha respetado en más de una ocasión la gramática. Pero ha respetado la belleza. Y aun sobre su decantada incorrección pudiera decir unas palabras. Si ustedes me lo permiten, las voy á decir.

Es mi creencia arraigada que los idiomas no se perfeccionan en las Academias, como el estado político de las naciones no progresa por la labor de las Cámaras altas. La tarea de unas y de otras es de conservación y resistencia: nada más. Los idiomas progresan por el impulso que les comunica un gran escritor ó por el nuevo aspecto en que los ofrece. Sin acudir á países extraños, donde hallaríamos grande copia de ejemplos, y ateniéndonos solamente al nuestro, consideremos que el más singular y glorioso de nuestros escritores, Miguel de Cervantes, ha sido quien abrió más amplios horizontes á la lengua, comunicándole el mayor grado de flexibilidad á que pudo aspirar jamás idioma alguno. Observemos de paso que Cervantes no está notado de escritor correcto y castizo, pues no tuvo inconveniente en aportar al castellano multitud de italianismos y galicismos. Asimismo es verdad que todos nuestros grandes escritores han trabajado sobre el patrio idioma, otorgándole cada cual su propia y peculiar fisonomía. Quevedo, Rivadeneira, Solís, el P. Isla, etc., han bordado primorosamente en el rico tapiz del habla castellana, llevando siempre un nuevo color á su exquisita urdimbre.

En tiempos más cercanos, ¿quién no recibirá deleite leyendo la prosa tersa y elegante de Jovellanos, ó los versos sonoros de Quintana, ó la acerada frase de Larra? Y no obstante, éstos, que serán siempre dechados del buen decir, no lo son de corrección y pureza.

Zorrilla ha prestado servicios eminentes al idioma. En sus obras adquirió el más alto grado de dulzura y armonía. Cuando hayan desaparecido los correctísimos escritores que tan duramente le zahieren por sus descuidos, y las obras donde han estampado sus relamidas frases hayan vuelto á la tierra de donde salieron, aún vivirá Zorrilla y sus canciones andarán en boca de los hombres.

Mas, á todo esto, todavía no he preguntado al poeta que me ocupa en qué ideales se inspira. Es extraño, muy extraño; mucho más extraño tratándose de un sujeto que lleva varios años de socio del Ateneo.

Iba á remediar mi falta, cuando me interrumpe una salva de bravos y palmadas. Los sabios aplauden desaforadamente La siesta. Mas ahora corresponde preguntar: ¿Cuál es el ideal de La siesta?

Opino como Zorrilla: dormirla con Rosa.

EPÍLOGO

Alguna vez le he vuelto á encontrar en las calles de Madrid, triste, cabizbajo y acompañado de López Bago.

El genio, vaya ó no vaya acompañado de López Bago, es digno de respeto.

Por eso yo, aunque lleve la derecha, me apresuro á dejarle la acera.

D. RAMÓN CAMPOAMOR

P ARA comprender bien la fisonomía poética de Campoamor es necesario pertenecer por entero, con alma, vida y corazón, á la época presente. El Sr. Campoamor es un poeta de la edad presente. No hay más que considerar un instante sus patillas para convencerse de ello. Hace algunas noches le oía leer uno de sus bellísimos poemas, El amor y el río Piedra. Y al escuchar las aventuras de aquellos enamorados desertores que van dejando en las grutas, en los céspedes y en las zarzas del río Piedra sus risueñas ilusiones, el autor se me representaba de improviso bajo una forma semejante. También él es un desertor, un desertor de la fe, que marcha por la vida río abajo, río abajo, también dejando entre los zarzales jirones de sus creencias. Y al dejarlas se detiene un punto para lanzar sobre ellas una mirada triste; suelta una lágrima, escribe una dolora, se echa á reir y sigue su camino. Y con él vamos todos, todos, casi todos (como él diría), y también soltamos lágrimas y carcajadas, pero no soltamos doloras para no descalabrar á nuestros semejantes. Pero río abajo, río abajo, se va á parar al escepticismo, dirán ustedes.—Tal vez.—¿Y entonces?—Entonces ¿qué?...—Nada.

Campoamor no tiene padre. Menos afortunado en esto que D. José Zorrilla, el cual es hijo legítimo de un ruiseñor, según ha tenido la bondad de revelarnos últimamente, nuestro poeta es un pobre huérfano dentro de la literatura patria. Fuera de ella quizá tenga algún pariente cercano, pero que no merece por ningún concepto el nombre de padre. En el mundo de la poesía lírica no está mal mirado el que no tiene padre conocido. Es un mundo democrático, donde cada cual es hijo de sus versos y donde conviene mucho que éstos se parezcan lo menos posible á los de los demás, aun cuando no acaben de hacerse cargo por completo de ello el Marqués de Molíns, el Conde de Cheste, el Marqués de Valmar y otros próceres del Reino.

En cambio, vean ustedes; en el mundo de la poesía dramática no acaece ya lo mismo. El poeta dramático puede y debe tener presente para orientarse en sus concepciones la tradición del teatro nacional, porque el poeta aquí no va á expresar exclusivamente sus sentimientos, sino también los del público. Así es el mundo, ó mejor dicho, así son los mundos.

Como no tiene padre, nuestro poeta ha gozado de una libertad envidiable desde sus primeros años, enderezando sus pasos á donde bien le plugo, unas veces exhalando gemidos y vertiendo lágrimas en compañía de la musa romántica, otras retozando alegremente con la clásica. Mas no es hacedero pasar en esta existencia, que no llamaré mísera porque ya lo han hecho antes algunos ilustres escritores, entre ellos Pérez Escrich, de la risa á las lágrimas y de las lágrimas á la risa sin llegar á una conclusión. Justamente á esta conclusión ha llegado nuestro poeta. Y la conclusión es la siguiente.

Las lágrimas y la risa no son otra cosa que manifestaciones concretas del estado particular del pensamiento en cada momento. La risa expresa la alegría, como el llanto la tristeza. Mas he aquí que el pensamiento consigue sobreponerse á estos medios de expresión congénitos á nuestra naturaleza, y se eleva á una región serena y en cierta medida indiferente, á donde llegan confundidos y revueltos los suspiros y las risas. Entonces el pensamiento, tal vez sin darse cuenta de ello, si se ve triste toma para salir á la calle la risa, máscara de la alegría; si se encuentra alegre, el llanto, vestidura del dolor.

No es esto lo corriente, debo confesarlo; pero alguna vez acontece, y cuando acontece, al que de tal modo quebranta el orden establecido para la emisión del pensamiento, se le llama humorista, aunque la palabra no haya recibido todavía carta de naturaleza en nuestro idioma. Humorista, sin embargo, no es únicamente el que pone en contradicción su pensamiento con sus palabras, pues esta contradicción se observa en cualquier escritor satírico, sino más bien el que pone en contradicción su pensamiento con el pensamiento universal. El escritor que sólo aspire á producir un efecto cómico, no llegará jamás á este punto. Es necesario poseer un alma superior y lúcida, que aprecie las cosas de este mundo en su verdadero tamaño y no en el que se ofrecen á los ojos del vulgo. El humorismo es un soplo delicado que se esparce por todos los pensamientos del escritor, suavizando su aspereza, refrenando sus tendencias á lo absoluto y tiñéndolos todos con el color de lo relativo. Es algo que nos emancipa y nos liberta de la bajeza de esta vida, colocándonos en un sitio elevado é inexpugnable. El humorista ríe; pero bien sabemos todos que su risa no durará mucho, y que sus lágrimas se encuentran siempre apercibidas á salir. En este mundo no todo inspira risa. El humorista llora; mas si aplicamos el oído, no tardaremos en percibir cómo se une al coro de gemidos una nota risueña y bulliciosa. En este mundo no todo arranca lágrimas. El humorista ridiculiza los actos y las personas, pero su sátira no lleva veneno, y por eso no mata, antes vivifica. Cervantes, el más grande de los humoristas, ridiculizando en un personaje la desmedida afición á las aventuras caballerescas, no ha podido menos de hacerlo amable á todos los corazones sensibles. El espíritu del verdadero humorista se halla dotado, en fin, de una tolerancia inagotable para con los defectos de la humanidad. Los considera como una herencia que no es posible repudiar, y dirige sus ataques más al defecto en general que á los defectos.

Pues bien, señores; tengo el honor de presentar á ustedes un poeta humorístico. Mírenlo ustedes bien, porque en España no hay más que este ejemplar. Y aun éste ha llegado un poco tarde á rendir parias á esa musa pálida y nerviosa que acarició á Byron, á Heine y á Musset. Después de malgastar los bríos de su juventud en estériles devaneos con otras musas y más tarde en licenciosas bacanales filosóficas, es natural que al entregarse á ésta se hallase un tanto debilitado y maltrecho. No le dedica como Musset y Heine las primicias de su fantasía, sino los últimos resplandores. Por eso las poesías de Campoamor no tienen la frescura y espontaneidad que tanto encarecen y abrillantan las de aquéllos. Acá para nosotros; yo creo que el Sr. Campoamor tiene demasiada metafísica entre pecho y espalda. Nada más funesto para los órganos vocales que la metafísica. Estoy seguro de que los catarros del señor Campoamor no proceden de otra cosa. Sin embargo, el Sr. Campoamor lo ha advertido, si no á tiempo, con bastante oportunidad al menos. Yo le he visto apostrofando á la metafísica cual si tuviese la calavera de Yorik en la mano; y como Hamlet arrojarla diciendo: «¡qué olor tan fétido, puf!»

Efectivamente, Sr. Campoamor, hay muchas cosas en el cielo y en la tierra que no conocen ni Orti y Lara ni Aristóteles; y ha obrado usted muy cuerdamente poniendo cada día mayor distancia entre sus poesías y Lo absoluto. Pero aquella sucia calavera dejóle algunas telarañas en los dedos y fué necesario que usted se bañase en el Jordán cristalino de los Pequeños poemas para arrojarlas de sí enteramente.

Vamos á otra cosa. En la poesía del Sr. Campoamor se observa un desequilibrio notable entre el pensamiento y la forma. Aquél es el tirano que se impone con maneras tan descorteses, tan despóticas en ocasiones, que la mísera forma corre á ocultarse por los rincones de la prosa, reduciéndose de buena voluntad al menor tamaño y apariencia posibles. Pero de estas y otras cosas no doy culpa ninguna al Sr. Campoamor. Hemos convenido en que pasaron los tiempos ominosos de las formas. Los escultores achacan la decadencia de su arte á los excesos del pensamiento, que favorecen el desarrollo de la cabeza destruyendo al propio tiempo la armonía corporal que el arte reclama, y yo no estoy muy lejos de creerlo así. La facultad del alma que hoy alcanza más éxito entre la buena sociedad es el entendimiento. Sentiría mucho, no obstante, que se viese en estas palabras una alusión directa ó indirecta al Sr. Grilo ni tampoco al Sr. Blasco.

En el cerebro de los hombres de este siglo, las ideas se codean, chocan, se atropellan, quieren salir todas á un tiempo, cual si estuviesen en el Ateneo en el momento de pedir la palabra el Sr. Perier, y, es claro, no hay manera de que salgan con la debida compostura. Fuerza es confesarlo; el siglo va echando demasiada cabeza, si bien me complazco en reconocer que dentro del siglo hay algunas cosas que, aunque no tienen pies, tampoco tienen cabeza. ¿Necesitaré repetir que no hay en mis palabras ninguna alusión concreta?

La forma huye, pues, del siglo en que vivimos, y es lo peor de todo, que en la poesía no puede sustituirse por el algodón y la goma como en otras esferas de la vida individual. Ya no les queda á los desdichados hijos de esta época más que fondo, y todavía á muchos de ellos les niega la suerte este último consuelo. Pero no se lo ha negado al Sr. Campoamor. El Sr. Campoamor es el poeta más sustancioso que poseemos; tal vez el único que pudiera sufrir una traducción en prosa á cualquier lengua extranjera. Y aun cuando no es opinión mía que deba someterse al poeta á prueba tan terrible, porque hay en la poesía un algo sutil, vagoroso y tenue que se evapora y desvanece así que se quiebra la estrofa en que se guarda, debemos confesar que da señales manifiestas de robustez y brío la que sabe resistir á esa brutal profanación. Si no aconteciese de esta suerte en otros varios casos, no es del todo seguro que la mayoría de los españoles leyesen los poemas de Byron y de Gœthe.

Porque ha querido hablar de las cosas del cielo con el lenguaje de la tierra, los dioses indignados vertieron sobre los poemas de Campoamor el veneno de la monotonía, de esa monotonía que en los alejandrinos franceses hace tan desastrosa competencia al opio. El desdén soberano con que Campoamor arroja á los pies de los dioses la octava sonora, la quintilla chispeante, la décima coqueta y el romance cadencioso, quedándose tranquilo con su pobre pero honrada silva, es un rasgo de audacia y estoicismo que me seduce. Sin embargo, guárdense nuestros vates de imitar un acto de heroísmo semejante, pues si los dioses por capricho perdonan á uno de estos temerarios, cuando algún otro intenta repetir el sacrilegio, no dejan de confundirlo con ejemplar castigo. Verbi y gracia: días atrás he visto los pequeños poemas de un joven vate, formando un elegante tomo con hermosa cubierta á dos tintas, que hacinados miserable é irrespetuosamente en un cesto, se vendían en la Puerta del Sol á medio real. ¡Qué terrible enseñanza para los jóvenes poetas!

La sencillez de Campoamor es proverbial, y porque es proverbial puedo excusarme de hablar de ella. Tan sólo quiero que ustedes me den su opinión sobre el siguiente caso.

Más de una vez me ha acontecido el pararme en los pasillos de un teatro ó en la puerta de un salón de baile á inspeccionar seriamente la entrada de las bellas. ¡Qué joven no tiene en su vida alguno de estos rasgos de talento! Otros jóvenes, dando pruebas del mismo ingenio, no tardan en colocarse á mi lado en alineación derecha, quizá con idéntico objeto, y presto se forma una apretada fila de cuellos á la marinera y corazones predispuestos á la admiración. Las bellas pasando por delante de la noble fila con los ojos bajos y el rubor en las mejillas esperando humildemente el fallo de aquellos cuellos soberanos. Y á cada nueva belleza que entra abrochándose los guantes, se alza del seno de la fila un himno de murmullos y de muecas que va derecho al trono del Altísimo á felicitarle por sus últimas producciones. Mas, no cabe duda, cuando la fila se siente verdaderamente alarmada y herida en lo más íntimo, es cuando pasa Melita. ¡Melita es tan linda!... ¡Tiene unos ojos!... ¡Y unos labios!... ¡Va siempre tan sencilla!... Y sobre todo, eso de no pintarse poco ni mucho es un rasgo que la coloca á la altura de Lucrecia y de la madre de los Gracos en opinión de la muy alta y poderosa fila. Por eso aquellos esforzados jóvenes se sienten acometidos de la imperiosa necesidad de producir en su garganta algunos gruñidos muy lisonjeros, sin duda alguna, para Melita.

Esto mismo se ha repetido en distintas ocasiones, y cuantas veces se ha repetido, otras tantas he visto á Melita tan linda y tan risueña, y otras tantas su acrisolada y nunca desmentida sencillez ha pesado de un modo decisivo en la opinión.

Ahora pregunto yo: ¿Tendrá algo que ver la sencillez de Campoamor con la de Melita?

LAS DOLORAS

Pregunta. ¿Qué son doloras?

Respuesta. Unas composiciones breves, ingeniosas y muy desengañadas, que revolotean sin cesar desde la poesía á la prosa y desde la prosa á la poesía, donde se expresa un pensamiento que el Sr. Rayón y algunos otros distinguidos críticos, entre los cuales se cuenta el Sr. Rayón, no dudan en calificar de filosófico.

P. ¿Es ésta, por ventura, la definición aceptada y seguida en las escuelas?

R. No señor. En este punto, como en algunos otros, no todos los sabios estamos de acuerdo. El señor Marqués de Molíns «tiene para sí que tales poesías, sencillas como la anacreóntica, ligeras como el madrigal, picantes como el epigrama, no están empapadas en el vino de los banquetes como la anacreóntica, ni perfumadas de tomillo y mejorana como el madrigal, ni salpimentadas de mostaza como el epigrama; pero que conmueven como la oda, describen como el idilio y corrigen como la sátira». No me es posible, sin embargo, acostarme á la opinión de este varón eminente.

P. Y el nombre de doloras ¿de dónde lo hubieron?

R. El Sr. Conde de Revillagigedo, con esa perspicacia que caracteriza á los condes, supone que tuvo origen en algún misterio del corazón. Y efectivamente, nadie puede dudar de que los corazones son muy capaces de encerrar misterios. Pero ¿tenemos acaso derecho á introducirnos en su vida privada?

P. Mas dejando á un lado al Sr. Conde de Revillagigedo, pues no es bueno en este instante discutir las grandezas de la tierra, ¿cuál es vuestra opinión (entendiendo que os pido la mejor que tengáis) sobre las doloras de Campoamor?

R. No sólo os daré mi opinión, sino también la de mi familia, en el caso de que os fuese de alguna utilidad. Las doloras, aunque un poco dadas á la metafísica, son unas composiciones muy bellas, elegantes y discretas. Predomina en ellas la imaginación sobre el sentimiento, y esto es precisamente lo que las aparta de los lieder alemanes, con los cuales guardan más de un parecido. Son picarescas, llenas de gracia y donaire y nos dicen más á veces con una mueca, que el Sr. Perier con un discurso. Ríen mucho y lloran alguna que otra vez. La gente ha dado en decir que tienen poco corazón.

P. ¿Por qué habéis dicho de ellas que son muy desengañadas?

R. Porque no he querido llamarlas escépticas. No se dirá jamás que yo he sido grosero con las damas. Y si paramos mientes en este asunto, aún se verá claramente que existen razones para adoptar un adjetivo y desechar el otro. Cuando leo las doloras, sin poderlo remediar me acuerdo de ciertas preciosas jóvenes que después de dos ó tres acometidas infructuosas de matrimonio se deciden á tener ojeras y á estar distraídas cuando se las habla, plegando sus labios húmedos y rojos con una sonrisa irónica, y paseando su belleza por teatros y salones con la misma unción que si mostrasen las tablas de la ley al pueblo israelita. Aquellas jóvenes no son escépticas; sienten la belleza, sienten la religión, sienten el arte y sienten el matrimonio. Pero están desengañadas.

P. ¿Qué tenéis que decir sobre su moralidad?

R. Dirigíos, si tenéis empeño en saberlo, al cura de la parroquia.

P. ¿Y qué opináis del comentario que el Sr. Rayón va poniendo á cada una de las doloras?

R. Bien echo de ver, por la pregunta, que no habéis visto jamás unas láminas que suelen traer los libros de cirugía, donde aparece primero el rostro hechicero y virginal de una niña, y en la página siguiente este mismo rostro despojado de la piel.

P. ¿Por qué decís que revolotean sin cesar desde la poesía á la prosa y desde la prosa á la poesía?

R. Porque en algunas de ellas el pensamiento es tan poético, que merece una expresión más pura y armoniosa que la que el Sr. Campoamor le presta, y en otras tan prosaico, que no hay razón para lanzarlo á los espacios de la poesía en alas de la versificación, cuando debiera discurrir á pie por la tierra como el vulgo de los mortales. Muy lejos de mí la idea de dividir las palabras en legales é ilegales, cual si fuesen partidos de oposición. Si hubo un tiempo en que multitud de vocablos no podían tener acceso á la vida del arte, hoy por fortuna el cuarto estado del diccionario ha roto sus cadenas, y en la más encopetada poesía se tropieza sin sorpresa con palabras de un origen muy humilde. Mas con ser esto tan cierto como justo, no os daréis por ofendido si opino que, cuando en la mente del escritor se presenta un pensamiento lúcido y como si dijéramos de sangre azul, el escritor se encuentra en la imprescindible obligación de procurarle el traje que conviene á su rango, al paso que cuando llama á su puerta un pobre diablo lleno de harapos y greñas, la caridad no le ordena más que alargarle un plato de potaje para remediar su hambre.

P. ¿Y creéis que las doloras llegarán á formar un género literario?

R. No, padre.

P. ¿Y en qué os fundáis?

R. En que el carácter de las doloras no está determinado por su forma, sino por su fondo. Ahora bien; el fondo de las doloras es el mismo talento poético del Sr. Campoamor. ¿Creéis que un talento tan original tendrá muchos hermanos?

P. ¿Cuáles son las mejores á vuestro juicio?

R. Aunque son muchas las que me gustan, en general considero superiores las comprendidas en la cuarta parte, no sé si por su belleza intrínseca, ó por la aureola que las presta el no llevar comentario de Rayón.

EL DRAMA UNIVERSAL

No tengo predilección por el poema simbólico ó fantástico. Algo parecido me pasa con las ostras. Las como cuando se presenta la ocasión, es decir cuando me las ofrecen; pero yo no las pido jamás. Mas no por eso dejo de comprender la afición á los poemas simbólicos. Es una afición tan plausible por lo menos como la de las ostras. Mi espíritu, abierto á todos los mariscos y á todos los poemas, sabrá, ya que la vez se presenta, tributar los honores debidos al Drama universal.

Allá en otro tiempo, sin embargo, sentía yo verdadera pasión por las ostras. Mas he aquí que un amigo escribe un poema simbólico, y lo que es aún más generoso por su parte, se decide á leérmelo. Bien sabe Dios que jamás he exigido á ningún amigo que me lea un poema simbólico. Comprendo que la amistad tiene sus límites, y por eso si él no se ofreciese espontáneamente á leérmelo, nunca me hubiera aventurado á pedírselo. Me llevó á su casa, me regaló el paladar con unas ostras y me leyó su poema simbólico. Por la noche soñé unas cosas espantosas. Un mar embravecido, negro como la tinta, arrojaba á la orilla donde yo estaba una cantidad de ostras que iba en aumento de un modo prodigioso. La playa se hallaba cubierta enteramente por ostras que destilaban fríamente su licor viscoso y nauseabundo. Yo trataba de huir á toda prisa, pero en vano, porque á cada paso aquel maldito licor me hacía resbalar. ¡Qué angustia! El mar seguía rugiendo y arrojando ostras y ostras. Parecía que se habían dado cita en aquella playa las ostras de las cinco partes del mundo. Por último desperté, y noté que me dolía la cabeza. Después, creo que me hicieron tomar algunas limonadas purgantes y un océano de caldo. Cuando salí de la cama, al cabo de varios días, había perdido casi todas mis ilusiones sobre las ostras y los poemas simbólicos.

Mas echo de ver que estoy poniendo una singular introducción al juicio crítico de El drama universal. ¡En vez de disertar ampliamente sobre los orígenes y vicisitudes del poema simbólico al través de las edades, me entretengo en hablar frívolamente de una indigestión de ostras! Me están hormigueando por el cuerpo unos deseos terribles de mostrar al respetable público que si me empeño soy capaz de ofrecerle una erudita introducción fraguada con todas las reglas del arte. Todo parece invitarme á ello. La hora; el sitio—que es la biblioteca del Ateneo de Madrid;—el ruido ameno de los pasillos; todo me dice con elocuencia que puedo escribirla impunemente. Enfrente de mí, detrás de los cristales de un armario, percibo los lomos verdes, rojos ó grises de los libros mejores para el caso. Allá veo uno que dice con caracteres de oro: Schlegel.—Histoire de la litterature ancienne et moderne; más allá otro que dice: Hallam.Introduction to the literature of Europe in the fifteenth sixteenth and seventeenth centuries; más allá: Leveque.—La science du beau; y á este tenor otras muchas obras monumentales y sublimes que llevan en sus entrañas ricos veneros de citas. ¡Cómo me miran las taimadas!—«Anda, ven acá, parecen decirme, ábrenos y verás cuántos medios hay en el mundo de darse tono. Si tienes la digestión rápida, como decía Schiller, verás cuán fácilmente te convertimos en sabio.»

Es una fuerte tentación, pero sabré resistirla. Para algo me ha dado Dios esta inflexibilidad de criterio que tanto perjudicaba á mi nodriza en los primeros meses de mi vida.

Voy, pues, á expresar sin una sola cita y con las menos palabras posibles (pues hace demasiado calor en la biblioteca del Ateneo de Madrid) mi humilde, pero lisa y llana opinión sobre El drama universal.

No sé, ni me importa saber, lo que se ha propuesto el Sr. Campoamor al escribir El drama universal. Probablemente sería (lo saco por el título) una cosa enorme y grandiosa. Y antes de pasar más adelante, me conviene indicar que las obras artísticas más trascendentales conocidas hasta el día, no son precisamente aquellas en que el artista vió al escribirlas su trascendencia; antes me figuro que tales obras son trascendentales sin que el mismo artista lo sospeche. Véanse, por ejemplo, el Quijote de Cervantes, el Hamlet de Shakspeare, Edipo en Colona de Sófocles, y tantas otras en que la poderosa intuición, y todavía pudiera decir el instinto del escritor, ha llegado sin quererlo á los parajes más recónditos de la filosofía.

Entrando por el poema del Sr. Campoamor, observo que juegan en él pasiones humanas. El Sr. Campoamor fué muy dueño de encarnar estas pasiones humanas en seres fantásticos, pero yo también lo soy de preferir que las hubiese encarnado en seres humanos. El amor es el asunto del poema. El señor Campoamor fué muy dueño de dividir el amor en tres categorías: el amor terrenal, representado por Honorio; el amor ideal, representado por Soledad, y el amor divino, representado por Jesús el Mago; pero yo también lo soy de pensar que no existe más que uno. Y porque no existe más que uno, el personaje que lo encarna, Honorio, es el único que interesa y conmueve en el poema. Porque el amor de Honorio no es el amor sensual, sino amor humano, esto es, amor que participa á la vez del orden físico y del moral, amor que se mueve dentro de nuestra peculiar esfera. Por eso no hallo bien que el Sr. Campoamor oponga á este amor, que es el verdadero, el amor de Soledad, que es una abstracción. Las abstracciones, que generalmente vienen del Norte, son frías como las escocesas y las rusas, y cuando ponen el pie en un poema simbólico, casi siempre es para echarlo á perder. Soledad, como ser abstracto, no consigue interesar á nadie. El amor purísimo y castísimo que profesa á Palaciano parece copiado de un libro de misa. En cuanto á Jesús el Mago, á pesar de sus apariciones y desapariciones, á la hora en que escribo estas líneas no sé todavía á punto fijo qué papel juega en el poema.

El problema de la lucha del espíritu y la materia, que es el fondo metafísico de El drama universal, tiene poco de poético planteado en la forma simbólica que lo ha hecho el Sr. Campoamor. Por regla general, los problemas se aburren mucho dentro de las obras de arte y están siempre como forasteros. Parecen á esos ingleses lacios y fatigados que recorren nuestras ciudades del Mediodía en busca de un rayo de sol para calentar su helado corazón. ¿Y Fausto? me dirán ustedes. En primer lugar, Fausto es la obra gigantesca de uno de los más grandes poetas que registra la historia del Arte. Después (dicho sea esto con perdón de mi muy querido é ilustre amigo Urbano González Serrano), la metafísica de la segunda parte de Fausto me seduce mucho menos que el drama de la primera. ¡Ay! á este tenor, ¡cuántas veces me gusta más la criada que me abre la puerta de alguna casa, que su señorita!

Mas si dejamos á un lado (al que ustedes quieran; lo mismo me da uno que otro) la trascendencia del Drama universal, y pasamos á considerar lo que ante todo debe considerarse en un poema, esto es, su poesía, ¡con cuánto placer echara mi pluma á caza de frases lisonjeras! Aparte de la monotonía que engendra el cuarteto, aun más monótono que la octava, no conozco otra obra en la moderna literatura española que la aventaje en riqueza de imágenes, en brillantez y en colorido. Hay en el fondo de ella depositado oro bastante para dorar muchos poemas, y todos sus cuartetos por lo elegantes y sustanciosos semejan estuches diminutos donde se guarda siempre una joya. Pero ustedes saben muy bien que yo no puedo seguir á caza de frases lisonjeras, sin inferir una ofensa más ó menos grave á

L O S   P E Q U E Ñ O S   P O E M A S

Río abajo, río abajo, no se va á parar al escepticismo. Si alguno dijera lo contrario, aunque fuese el mismo autor de este artículo, mi opinión es que no se le debe hacer caso. Río abajo, río abajo, podrá ir á parar al escepticismo el autor de este artículo, que es hombre vulgar, para quien las cosas se gastan pronto y pronto decaen, cuando lo que se gasta y decae en realidad es su imaginación. El autor de este artículo podrá muy bien dentro de algunos años ver el mundo al través de mil prosaicos desengaños y de su propia fatiga; podrá renegar de las flores, las mujeres y las lágrimas, declarándose ciego partidario de los calzoncillos ingleses y de los discursos de Perier. Pero ¿quién puede tomar como ejemplo en asuntos tan elevados y espirituales al frívolo cuanto insignificante autor de este artículo?

Tal vez me haya excedido un poco en los cargos que dirijo al autor de este artículo. Si es así, declaro que no ha sido mi ánimo, ni lo será jamás, inferirle el más pequeño agravio.

El Sr. Campoamor, como todos los hombres de espíritu verdaderamente poético, no envejece. El espectáculo que le rodea no le agita, pero le impresiona como en sus mejores años. Yo opino que aún mejor que en sus primeros años. ¡Oh! ¡quién llegara á su edad con una imaginación viva y fresca para recibir las bellezas infinitas de lo creado! ¡Pues qué! dentro de treinta años, la brisa que venga de bosque en bosque á murmurar á nuestro oído, ¿será por ventura menos tibia y traerá menos perfumes? La ola lejana del mar, bañada por la luz del mediodía, ¿será menos brillante y azul? Las aguas de los ríos ¿correrán al través de las sombras vacilantes de la noche con menos calma y majestad hacia el Océano? ¿Las flores soltarán, fatigadas de vivir, sus pétalos, allá en la tarde, con menos dulzura y silencio? Y aquellos picos siempre nevados, que se columbran desde el balcón de mi casa, ¿serán menos hermosos cuando el sol les dirija su última mirada?

¡Ay! mucho lo temo. Por eso siento ya una envidia anticipada hacia el Sr. Campoamor. Los pequeños poemas son la poesía del ocaso; pero ¡qué ocaso tan espléndido! Ese sol, como el de su país y el mío, se pone más hermoso aún que se levanta. ¡Qué luz tan suave, qué ternura y qué melancolía tienen los últimos poemas de Campoamor! Al hundirse en los espacios insondables, ese sol no corre ansioso soñando dichas imposibles allá en otras esferas: baja lentamente, mirando con tristeza hacia la tierra y acariciando dulcemente sus recuerdos. En su carrera ha habido nubes que le empañaron y ofuscaron, pero ya no se acuerda. Ya no se acuerda sino de aquellos pedazos de cielo azul desde donde contemplaba extasiado las flores que crecen por la tierra.

La fantasía del poeta llega á comprender, después de haber discurrido por el mundo de los sueños y de las verdades, que muchas cosas le calentaron sin razón y otras le enfriaron sin motivo. Los jóvenes se arrojan ansiosos sobre aquellos objetos que más se destacan y brillan, y abandonan por insignificantes é indignos otros más pobres y modestos. Así podemos observarlo en las obras de la escuela romántica.

Los pequeños poemas han venido á demostrar cuánta sinrazón hay en ello. Con una ironía dulce, con una sensibilidad tierna, con una fantasía sana y equilibrada, Campoamor va recogiendo del suelo aquellas florecitas que no han conseguido fijar nuestra atención ni detener nuestro paso. Poco á poco forma con ellas un ramo, y al enseñárnoslo nos estremece de placer y remordimiento. Aquí es una pobre joven que viaja en un tren expreso, herida mortalmente de un desengaño de amor. Allá es una novia que enrojece y tiembla y medita á la vista de un nido. Más allá es una pobre niña que espera á todas horas una carta que no viene. En todas partes lo humilde, lo pequeño; jamás lo brillante y elevado. Pero lo humilde surge al reclamo del poeta con proporciones grandiosas, y llega á fascinarnos como lo más soberbio. Por eso ahora, si veo á una niña que contempla un nido, me detengo, cual si creyera escuchar la turba de inefables pensamientos que cruzan aleteando por aquella cabecita blonda. Cuando miro al cartero penetrar en una casa, me digo siempre: ¡quién sabe si llevará un nuevo desengaño á Dorotea! Cuando viajo en tren expreso, vislumbro por el cristal de la ventana mil negruras y fantasmas que antes no percibía. Y si en el fondo del carruaje veo reclinada una joven rubia «digna de ser morena y sevillana», siento punzantes deseos de preguntarle su triste historia, y de envolver sus lindos pies con mi manta zamorana.

Así es el Arte. El poeta añade cada día nuevos mundos al que Dios ha sacado de la nada.

D. ANTONIO F. GRILO

C ADA vez que tomo la pluma para escribir la semblanza de un grande hombre, me asalta el temor, que me turba y desazona, de no ser bastante respetuoso con él. Hoy, como nunca, esta terrible duda se presenta negra y honda en mi espíritu. He arrojado una mirada previa al fondo de mi conciencia, y no he visto en ella depositado bastante respeto para trazar esta semblanza. En vano acudo á mil oscuros expedientes para estimularlo y acrecerlo. En vano me represento al Sr. Grilo con el laúd entre las manos y los ojos puestos en el cielo, lanzando á los aires su melodioso cántico al pie de las columnas de La Ilustración Española y Americana. En vano recuerdo haber oído de los autorizados labios de mi prima que Grilo «hace unos versos muy bonitos». En vano quiero figurármelo en pie, detrás de una mesa, lealmente acompañado de un vaso de agua azucarada, dirigiendo sus versos á un senado ilustre, circundado por esa aureola que presta al poeta una hermosa voz de bajo cantante. Nada; por más que hago no consigo confiarme en mi respeto, y tiemblo pensando que puede faltarme á lo mejor.

Esta duda me incita á mirar hacia atrás en mi vida literaria. Considero que esta vida se ha deslizado dulcemente hasta ahora escribiendo despropósitos á propósito de oradores, novelistas y poetas, ensalzándolos ó despreciándolos al sabor de mi pluma desbocada, y comienzo á sentir desasosiego en la conciencia. Creo ya que es necesario corregirme por medio de la pena; que es fuerza atemperar mis ímpetus procaces con saludable escarmiento. Yo mismo quiero entregar mi cuello al hacha justiciera para borrar los yerros de mi nefanda crítica.

Sabed, señores todos, los que visteis vuestros sagrados versos ó inmaculada prosa en los torpes renglones de este crítico, que este crítico acaba de cometer un drama. Y no sólo lo ha cometido, sino que, sin leérselo previamente á nadie, pues se dice partidario del antiguo precepto de Manú «no leas dramas al prójimo para que el prójimo no te los lea á ti», ha tenido la perfidia de presentarlo en el teatro Español sin conocimiento de los Sres. Retes y Echevarría.

Ha sonado, pues, la hora de la reparación. El crítico quiere daros la batalla en vuestro propio terreno y debéis acudir á él provistos de vuestras sonrisas más concluyentes y de vuestras toses más demoledoras. Como adversario leal, debo, sin embargo, advertiros de las fuerzas con que cuento para la lucha, puesto que no es mi ánimo armaros asechanzas. En primer lugar no debo ocultaros que el drama es bueno. Después de esta sincera y espontánea declaración que acabo de hacer, sin que para ello se haya ejercido sobre mí presión de ningún género, considero que ya no dudaréis ni por un instante de mi lealtad.

Á más de esto, para contrarrestar y resistir el ataque de los morales, esto es, de Pérez Escrich, Sánchez de Castro, Herranz, Frontaura, etc., cuyas fuerzas no puedo desconocer, os diré que cuento con el apoyo tan ferviente como valioso de los autores de obras en un acto. Es una falange de jóvenes llenos de talento y de fe en el empresario. Podrán causar á mis enemigos mucho daño.

Paso por alto algún otro detalle de mis fuerzas, porque quiero llegar cuanto más antes á lo principal. Señores, aquello en que después de Dios tengo puestas todas mis esperanzas para la salvación y éxito dichoso de mi drama, son unas veinticuatro décimas de esas llamadas calderonianas, que el protagonista debe decir al punto de atravesar con su espada al único tío materno que le resta. No puede darse nada más enmarañado y perfecto que estas décimas. Mucho dudo que podáis resistir á su ímpetu salvaje. Si fiáis en vuestro esfuerzo y no os duele una derrota, acudid á la cita que os demando, pues me propongo confundiros y correros, dejándoos con las bocas «abiertas al negro espacio», como los grifos de Echegaray.

En tanto que la clepsidra tiene en suspenso el instante de mi triunfo, me permitiréis, señores, que dedique algunas líneas al Sr. Grilo.

En el Sr. Grilo existen dos naturalezas: una, la del poeta; otra, la del pensador. La índole y carácter de este artículo no me consienten, como fuera mi gusto, estudiar por igual estos dos aspectos diversos del mismo ingenio, sino que necesito separar por abstracción la naturaleza del poeta de la del pensador y atenerme únicamente á una de ellas, que será la primera. Por lo cual consideraré, en este mi artículo, las composiciones del Sr. Grilo como si se hallasen desprovistas enteramente de pensamiento, aplazando para otra ocasión el estudio minucioso de su contenido.

Y empezando el examen del poeta, nos corresponde preguntar: ¿qué nuevos elementos aporta el señor Grilo á la obra del arte nacional? En la respuesta á esta pregunta debe ir envuelta sin remedio la definición breve y precisa del carácter del poeta, porque aquello en que los poetas discrepan y se apartan de los que les han precedido, esto es, lo que hay en ellos de nuevo y peregrino, es lo que señala y determina su carácter artístico. Á mi juicio, la ventaja principal de que nuestra poesía es deudora al Sr. Grilo consiste en el empleo más amplio y comprensivo que hasta aquí se ha hecho nunca de las piedras preciosas como elemento poético. Nadie puede desconocer la importancia que las piedras preciosas tienen dentro de la literatura, sobre todo como términos de comparación. En nuestros clásicos se encuentran alguna vez empleadas con bastante acierto, aunque siempre tímidamente. Las piedras de que se valen suelen ser por regla general las más comunes y conocidas; el brillante, el rubí, la esmeralda, el topacio y pocas más. Estábale reservada al Sr. Grilo la gloria de dar un paso de mucha trascendencia en esta vía. El Sr. Grilo, no sólo ha manejado siempre con gran novedad y atrevimiento las de uso más frecuente, sino que puede considerarse como dichoso introductor de una multitud de ellas que nuestros clásicos desconocían por completo, tales como el zafiro, el ágata, el granate, la turquesa, el ópalo y otras muchas que se encuentran á cada paso en las composiciones del ilustre escritor que nos ocupa.

Pero si es la mayor, nadie osaría afirmar que es la única ventaja que ha otorgado al arte patrio. El señor Grilo ha conseguido como ningún otro escritor español poner al servicio de cada idea el mayor número posible de palabras. La palabra es sin disputa el más precioso don que la Providencia concedió á los humanos, y el que á juicio de los naturalistas nos aparta rigurosamente del bruto. Comprendiéndolo así el señor Grilo, es quizá de todos los humanos el que mejor ha sabido aprovecharse de ese inestimable favor, procurando por medio de todas las voces del diccionario de Domínguez (que es el más completo) alejarse el mayor trecho posible de los animales inferiores. La palabra no fué dada al hombre en un solo instante y gratuitamente, sino tras largo y penoso aprendizaje. El tránsito del sonido inarticulado al sonido articulado costó á nuestros antepasados muchos siglos[8]. Más tarde el paso de las lenguas monosilábicas á las aglutinantes y de éstas á las de flexión se realizó en larguísimo período histórico[9]. El progreso no sólo ha caminado á la par con el lenguaje, sino que es, en el sentir de varios eminentes filólogos, una consecuencia de esta noble facultad humana. Y en efecto, ¡qué distancia tan inmensa no existe entre el hombre primitivo, que expresa con un sonido inarticulado el más intrincado de sus razonamientos, y el Sr. Grilo, que emplea un número infinito de sonidos articulados para decir que le encanta la luna y que de ningún modo puede pasar sin ella!

Sin necesidad de acudir á las épocas prehistóricas, ¡cuantos pasos no ha dado el género humano desde los primeros escritores que surgieron en la tierra, verbi y gracia desde Moisés, que con dos miserables palabras quiere relatar la aparición de la luz, hasta nuestro poeta, que hubiera sabido íntercalar oportunamente más de dos mil, como lo exige la grandeza del asunto y la propia dignidad del poeta!

Mucho se engañaría, no obstante, el que juzgase que sólo por la abundancia y riqueza de voces brillan las composiciones del Sr. Grilo. En la acertada y oportuna colocación de aquéllas hay también no poco que admirar. Echemos una mirada á cualquiera de sus más notables poesías, por ejemplo, á la titulada Al borde del abismo, y nos convenceremos de ello.

Empieza esta composición:

A la orilla del mar; casi sin luna,
sin una luz apenas,
un ¡adiós! nuestras almas se decían
en la noche desierta.
Dos infinitos batallaban solos
en la muda ribera;
el de aquella imposible despedida
y el de la mar inmensa.

Considere el lector cuánta fuerza y majestad comunica á la composición el adverbio casi interpolado en el verso primero. No es posible decir de modo más elocuente y peregrino que la luna se hallaba en cuarto menguante.

El adverbio apenas del segundo verso presta al casi del primero un apoyo eficaz y desinteresado, que este último nunca agradecerá lo bastante. Al mismo tiempo, y penetrando en el asunto de la composición, declaro que no he visto jamás un cuadro tan desolador. Porque, si para nadie es cosa agradable encontrarse á la orilla del mar, casi sin luna, con dos infinitos que batallan solos, para el Sr. Grilo, que nunca se ha excusado de expresar su fervoroso apego á aquel satélite, debe ser una situación verdaderamente desesperada.

Citaré á más de ésta, como es mi deber, la célebre composición titulada Las Ermitas de Córdoba. Sólo de pensar que pudo haberse muerto el Sr. Grito sin escribir Las Ermitas de Córdoba, me estremezco. Yo no comprendo de qué modo podría pasar la sociedad elegante sin esta maravillosa poesía, sobre todo por las noches. El oir al Sr. Grilo recitar, con las manos quietas, Las Ermitas de Córdoba, es uno de esos goces sencillos y honestos que no puede sustituirse con nada. ¡Plegue al cielo que nuestra aristocracia continúe siempre buscando un refugio para su hastío en esta milagrosa composición!

Mas, como no hay nada en el mundo perfecto, en algunas de las poesías del Sr. Grilo he creído hallar ciertas imperfecciones que, si no dañan poco ni mucho á su pensamiento (del cual he dicho ya que prescindía por entero en este artículo), turban y empañan el claro brillo de la forma. Sea ejemplo este soneto que trascribo fielmente de La Ilustración Española y Americana:

AL RÍO PIEDRA
¡Niágara de Aragón! ¡Del alta cumbre
tus ondas vuelcas de luciente plata,
cuyo raudal sonoro se desata
de saltos en vistosa muchedumbre!
¡Rota el agua en su inmensa pesadumbre,
en torrentes de espuma se dilata,
y ruedas de una en otra catarata,
copiando el iris en cristal y lumbre!
¡No hay peña que á tu paso no sonría
mientras filtras tus gotas una á una
de la gruta en el ámbito indeciso!
¡Ah! ¡la escala eres tú, por donde un día
las hadas, á los rayos de la luna,
bajaron á este nuevo Paraíso!

Monasterio de Piedra 20 de Agosto de 1876.

 

Observo en el soneto anterior algunas exageraciones é injusticias que me importa rectificar. Deploro en primer término que sin más ni más, y sólo por capricho, ponga el Sr. Grilo en el mismo nivel al río Piedra y al Niágara. Prescindiendo de que las comparaciones siempre son odiosas, creo que en el caso del Niágara me sentiría profundamente humillado de este parangón; porque al fin y al cabo, si no vale más que el río Piedra (que esto no puedo decidirlo, pues no tengo el gusto de conocer ni á uno ni á otro), por lo menos tiene mucha mayor reputación y un nombre más conocido en las letras. Duéleme en segundo lugar que «el raudal sonoro de las ondas se desate en una muchedumbre vistosa de saltos», porque hasta aquí, por regla general, los saltos no eran aficionados á reunirse en grandes agrupaciones; y me inquieta bastante que eso suceda ahora, pues siempre estoy temiendo cualquier desmán por parte de las muchedumbres.

El segundo cuarteto dice que

«¡Rota el agua en su inmensa pesadumbre,
en torrentes de espuma se dilata,
y ruedas, etc.»

No veo aquí tampoco la paz y la concordia que deben reinar siempre entre el sujeto y el verbo. Ese desfachatado ruedas tiene todo el aire de sublevarse contra el agua.

En cuanto á las copias del iris que el Piedra ha conseguido sacar en cristal y lumbre, me veo en la precisión de confesar que aunque me eran conocidas mucho ha las reproducciones en cristal, por lo que se refiere á las de lumbre no puedo decir lo mismo. Esto, después de todo, no tiene mucho de particular, porque nadie ignora que la fotografía está haciendo en estos últimos tiempos unos progresos increíbles.

Transijo con que todas las peñas, sin exceptuar una siquiera, sonrían al pasar el río Piedra, aunque no veo motivo para ello, y hasta con que dicho río filtre sus gotas con tanta sobriedad y parsimonia en las grutas. Por lo que no puedo pasar en modo alguno es por que el Sr. Grilo califique, tan á la ligera, á los ámbitos de indecisos. Ninguno, absolutamente ningún motivo tiene el Sr. Grilo para arrojar sobre los ámbitos ese odioso calificativo. ¡Pues á buena parte va con los ámbitos! No puede darse nada más decidido que ellos así que toman una resolución, por peligrosa y extremada que sea.

«¡Ah! ¡la escala eres tú, por donde un día
las hadas, á los rayos de la luna,
bajaron á este nuevo Paraíso!»

Aún estoy en duda sobre lo que quieren decir estas frases; mas si por ventura se pretende significar con ellas que el río Piedra es una escala, no puedo menos de rechazar con todas mis fuerzas tan gratuita suposición. Tengo razones poderosas para creer que este virtuoso río ni sirve ni ha servido jamás de escalera á nadie para subir ó bajar á los rayos de la luna, y mucho menos á las hadas. Cualquiera comprenderá que eso no está en su carácter.

Después de observar estas y otras extrañas injusticias del orden físico y del orden gramatical en las composiciones de nuestro poeta, á nadie sorprenderá que me haya quedado meditando sobre él unos instantes. En conciencia, me corresponde declarar que hay pocas cosas en el mundo que se presten á tantas consideraciones como el Sr. Grilo. Yo quería conocer la fuente misteriosa de donde manaban estas injusticias, ó la raíz invisible que las unía al espíritu del poeta, ó el rasgo genial y característico en que se aposentaban; quería darme cuenta, en suma, y penetrar en ese mundo de representaciones y sentimientos que los grandes poetas llevan consigo, dentro del cual todas sus grandezas y extravagancias hallan cumplida explicación. Varias veces había arrojado ya la sonda en el espíritu de nuestro poeta sin que jamás hubiese logrado tocar en firme. No fuí en esta ocasión más afortunado que anteriormente. Con la frente apoyada sobre la mano, y la mano sobre el codo, y el codo sobre la mesa, dejaba correr la cuerda por los dedos de mi pensamiento, y el plomo que la arrastraba seguía marchando con vertiginosa rapidez por el espíritu del Sr. Grilo, cual si estuviera ansioso de encontrar el fondo. Pero no lo encontraba. A medida que la cuerda se iba deslizando, crecía más y más la admiración que siempre he profesado á este poeta, hasta el punto de no caber ya en los estrechos límites de mi chaleco, por lo cual tuve la precaución de soltarle unos botones con el único y exclusivo objeto de dar á aquélla algún respiro. El cielo de mi pensamiento se iba poblando de refulgentes consideraciones, y adquiría un parecido notable con la bóveda estrellada, cuyo centro se halla en todas partes, y cuya circunferencia en ninguna, según Pascal. De repente el plomo cesó de caminar. Había concluído la cuerda.

No sé lo que entonces me ocurrió, aunque algo debió ocurrirme. Lo cierto es que se abrió la puerta de mi cuarto para dejar paso á un personaje, que según lo que entonces pude colegir era mi criada, la cual me entregó una tarjeta. Esta tarjeta decía como sigue: La Musa del Sr. Grilo. Y nada más.

Al fin y al cabo se trataba de una mujer, y yo que en estos asuntos soy muy nervioso, no pude evitar un raro estremecimiento en toda mi persona, del cual estoy en este momento sinceramente arrepentido.

—Dígale usted que pase adelante.

Fuése la criada, y se puso á discusión con mucha premura en mi cerebro la actitud que yo debería adoptar en el instante de abrirse la puerta nuevamente. Por último se decidió como lo más sensato que me echase un poco hacia atrás en la silla, dejando descansar el brazo izquierdo con cierto abandono sobre el respaldo de otra que á mi lado tenía, mientras la mano derecha jugaba graciosamente con el mico de bronce que corona la tapa del tintero. Las piernas extendidas con dignidad, y la cabeza inclinada hacia un lado. Lo que costó más trabajo resolver fué el problema de la mirada; mas al fin prevaleció la idea de que fuese abierta, tranquila y un si es no es fría.

Cualquiera comprenderá que esta noble actitud no impidió que me levantase apresuradamente, haciendo mil reverentes cortesías así que penetró en el cuarto la Musa. La Musa era una señora de la cual no habría muchos que dijesen que era bonita y airosa (aunque alguno habría, porque nunca falta un caballo de buena boca). En el traje que vestía, bordado primorosamente con toda clase de piedras preciosas, se hallaban dignamente representados los siete colores primordiales del iris y todos los demás intermedios.

—¿Á qué debo el honor, señora?... Señora, tenga usted la bondad de tomar asiento.

Sentóse la Musa, haciendo antes con la cabeza ciertos movimientos que no me parecieron bastante compatibles con su elevada posición, y fijó en mí una mirada que decía todo lo que una mirada puede decir en semejantes casos.

Sonaba en la parte de afuera un fuerte y extraño rumor, y como la Musa notara la inquietud que me causaba, dijo:

—No tenga usted cuidado; es mi séquito de palabras, que he dejado en el pasillo.

Tenía la Musa una voz muy dulce, que me reconcilió hasta cierto punto con sus movimientos de cabeza, los cuales continuaban cada vez más extraños é inverosímiles.

—Señora, ¿podría saber?...

—¿Qué?... ¿el significado de mi visita? No, caballero, no puede usted saber nada. La explicación de mis actos y de mis palabras sólo corresponde á Dios.

—Dado que así sea, no es por eso menos grato y honroso para mí ver en esta su casa á la persona que mejores ratos ha hecho pasar á la buena sociedad madrileña... ¿Tendría usted la bondad, señora, de no enredar con esos papeles? Me va á costar después mucho trabajo arreglarlos.

La Musa fijó otra vez en mí su mirada comprensiva, y quiso decir algo, pero no lo dijo.

—Á propósito, señora; en este momento me hallaba sumido en enojosas perplejidades y confusiones que usted mejor que nadie, seguramente, podría desvanecer. Meditaba sobre el dueño actual de su albedrío; meditaba sobre el Sr. Grilo tratando de investigar, ó mejor dicho, de medir, el contenido de sus composiciones. Dispénseme usted, graciosa señora, si faltándome fuerzas para llevar á cabo tal empresa, me atrevo á suplicarla que me diga dónde está el fondo poético del Sr. Grilo.

Aquí la Musa se inmutó visiblemente, acudiendo súbita palidez á sus mejillas. Alzó los brazos al cielo con ademán patético, movió la cabeza fantásticamente, y muy temblorosa y conmovida, dijo:

—¡Oh caballero!... por Dios no quiera usted saber eso. No sea usted tan cruel como otros críticos... ¡Para qué le hace falta á usted saber eso!

Gruesas lágrimas empezaron á rodar por las descoloridas mejillas de la Musa. Llevóse las manos á la cara y comenzó á sollozar fuertemente. Parecía que iba á ahogarse.

Yo permanecí mudo contemplándola con lástima, y bien sabe Dios que no cruzó por mi cabeza la idea de insistir en mi deseo.

Respetemos los grandes dolores.

D. ADELARDO LÓPEZ DE AYALA

I

H E leído en Hegel (cierta vez que tomé la resolución de leer á Hegel) que la poesía dramática es aquella «que reune á la objetividad de la epopeya el carácter subjetivo de la poesía lírica». No estoy bien seguro de haber comprendido todo el alcance de las reflexiones con que el filósofo germano ilustra este su principio estético. Mas sí lo estoy plenamente de poderlas repetir al pie de la letra, como lo ha hecho ya mi esclarecido amigo el Sr. Revilla, ganando, con justicia, por ésta y otras graves empresas, fama de docto y avisado. Respetando, como debo respetar, esta fatal delantera, permítaseme, no obstante, deplorarla amargamente. Nadie puede figurarse hasta qué punto me conceptuara feliz de que tales flores metafísicas se irguieran todavía sobre el tallo frescas y olorosas, esperando con resignación la podadera del sabio. Me cuesta gran trabajo renunciar á ese barniz filosófico que tanto avalora las producciones de los jóvenes críticos. Yo había soñado para esta semblanza con un preámbulo sabio y concienzudo que supiera abrirle mañosamente las puertas de la buena sociedad y de las doctas corporaciones; un preámbulo que ganase para su autor inmediatamente una inmensa reputación de hombre serio. ¡Ah! ¡Quedan ya tan pocos hombres serios! ¡Son tan pocos, por desgracia, los escritores que saben mantener su pluma limpia de toda farsa ó chanzoneta! Quizás dentro de poco no quede en el mundo más hombre serio que el Sr. Revilla. Por mi parte, declaro que hice hasta aquí y seguiré haciendo, Dios mediante, los mayores esfuerzos para despojarme de esa levadura jocosa que se desliza como veneno mortal en la mayoría de mis producciones.

Hace algunas noches me hallaba presenciando una de las brillantes funciones ecuestres y gimnásticas del circo de Price en la misma sazón que la embajada china asistía también al espectáculo desde un palco. Respirábase en aquel recinto una atmósfera frívola, que no podía menos de disgustar á todo hombre grave. Los clowns agotaban el repertorio de sus muecas y carocas más ridículas y extravagantes, las cuales producían en aquel público superficial mucha algazara, escuchándose aquí y allá extemporáneas y fútiles carcajadas, viéndose en todas partes desordenados movimientos que turbaban el ánimo y lo dejaban sumido en tristes meditaciones. Halló el mío, sin embargo, motivo para regocijarse al percibir los semblantes serenos y rígidos del embajador chino y su cortejo. ¡Qué majestad y qué calma reinaban en aquellos continentes mongólicos! Todos se mantenían en una perfecta dignidad, sin manifestarse en poco ni en mucho impresionados por lo risible del espectáculo. Yo los contemplaba extasiado, y lágrimas de admiración acudían sin poderlo remediar á mis ojos. ¡Ay!—pensaba al mismo tiempo.—Con facultades tan excepcionales de gravedad y circunspección, ¡á dónde no habrían llegado estos chinos si se hubiesen dedicado en España á la crítica literaria! Tratemos de imitarlos hasta donde alcancen nuestras fuerzas, y si está de Dios que he de renunciar á Hegel (como es mi deber, una vez que otros con más méritos han sabido trasladar á nuestro idioma sus profundos razonamientos), procure al menos decir algo mesurado y digno sobre el Sr. Ayala.

II

La combinación de lo objetivo con lo subjetivo ha sido siempre el fuerte de los españoles. Nuestro país, más dado por impulsos naturales á la acción que á la contemplación, fué toda la vida vasto escenario manchado con la sangre de innumerables tragedias. El drama se aloja en los temperamentos exaltados é irreflexivos, como la culebra en su nido de hierbas. No hay más que hacer un poco ruido para que se despierte. ¡Y en nuestra patria se ha hecho siempre tanto ruido! Quizás por eso los españoles hemos convertido en sangrientos dramas los aspectos más nobles de la vida, el amor, la gloria, el honor, la religión. El español no ha devorado jamás sus impresiones en el silencio y la soledad, como el sombrío germano ó el melancólico semita; ha necesitado sacarlas al aire libre y verlas seguir su camino por la tierra. La lucha consigo mismo dura para él sólo un instante; la lucha con lo que le rodea dura toda la vida. Prefirió siempre lo definido y lo enérgico á lo vago y lo sentimental, y con la misma facilidad que ha hecho salir el pensamiento de la boca, ha sacado la espada de la vaina. En la historia no existe ningún pueblo que haya tenido tan cerca el pensamiento de las manos.

Un pueblo tan objetivo, digámoslo con Hegel, necesariamente ha de poseer una gran epopeya ó un gran teatro. Nosotros poseemos un gran teatro. Añadid unos bastidores por los lados, unas bambalinas por arriba, unas candilejas por abajo y unos deliciosos versos por todas partes, á lo que ha doscientos años acaecía á la luz del sol en nuestros palacios, en nuestros caminos, en nuestros templos, á la de la luna, en nuestros jardines, en nuestras calles y en nuestros mesones, y tendréis un teatro apasionado, vivo é interesante. Así lo han hecho Lope, Calderón, Tirso y Moreto. Y como la literatura responde siempre á cualidades ó aficiones del espíritu, y gusta también de adquirir costumbres pisando hoy el camino que siguió ayer con preferencia á otro nuevo, de aquí que, á pesar del transcurso de los tiempos, del cambio radical de vida y de las notables modificaciones que el carácter ha experimentado, nuestra poesía se dirija aún hoy con amor al teatro, que ha sido siempre el de su gloria. Desde Calderón hasta ahora hemos perdido mucha fe, mucho heroísmo, mucha superstición, mucho entusiasmo, mucha firmeza y muchas costumbres pintorescas, que todavía nos agrada ver retratadas en la escena. Sobre todo, hemos perdido á Calderón. Mas aun con eso, no deja nuestra época de ofrecer aspectos interesantes y poéticos que, si no engendraron hasta el presente un gran teatro, han motivado por lo menos algunas obras maestras del arte dramático. Moratín, Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega, García Gutiérrez, Tamayo y Ayala son sus autores.

No es Ayala el menos insigne de cuantos acabo de mencionar. De todos los autores que han intentado representar á la sociedad española de este siglo en sus obras, si exceptuamos á Bretón, ninguno lo ha realizado, á mi entender, de un modo más perfecto y acabado que Ayala. Pero ¿es el destino del artista representar al vivo los sentimientos de la sociedad en que ha nacido, ó debe, por el contrario, expresar los sentimientos generales y permanentes del género humano, para que sus obras tengan consistencia y sepan resistir al esfuerzo de los siglos? No lo sé, ni lo sabe nadie tampoco; que es imposible resolver asuntos en que intervienen gustos, opiniones y hasta escuelas filosóficas contrarias. La inclinación del sentimiento me arrastra, sin embargo, á preferir lo primero. Yo amo ante todo y sobre todo en el artista lo individual, esto es, lo que le caracteriza y le distingue de los demás hombres y los demás artistas. Me deleito en observar la impresión que sobre su espíritu excepcional causa lo que le rodea, las huellas profundas ó leves que van dejando en él los sucesos de la vida. Dejémosle que pinte á su manera sus propios sentimientos y los sentimientos de los que le acompañan en este viaje terrenal. Humanos sentimientos habrá de expresar, porque hombre es él y hombres los que le rodean. Lo que hace amable la poesía, después de todo, no son, en mi entender los sentimientos generales y permanentes que expresa, sino el cómo se han sentido estos sentimientos en cada pueblo, en cada individuo; el cómo la luz interior que á todos nos alumbra se ha descompuesto al atravesar aquellos prismas, originando tantos y tan hermosos matices. La poesía es un mundo aparte, donde los sentimientos se fijan con fuerza unas veces, se desvanecen y se pierden otras, se iluminan, se oscurecen, agítanse febriles ó reposan blandamente; modifícanse, en fin, de mil extraños modos, para que el poeta extraiga de ellos ese divino jugo que hace la vida dulce. Esto es la poesía, y esto es lo que me tomo la libertad de juzgar que es, no creyendo con ello herir la dignidad de nadie. Todo hombre lleva, más ó menos grande, uno de esos mundos dentro de su alma. Yo sé que mis sentimientos son iguales á los de otro hombre cualquiera; mas en los años que llevo de existencia, han surgido dentro de mi espíritu algunos risueños ó lúgubres fantasmas que se desvanecieron tan pronto como los que el humo de mi hogar forma en los aires, algunos fugitivos y adorados sueños que pasaron para no volver, y que exclusivamente me pertenecen. Si yo hallase en el fondo de mi pensamiento la expresión que les conviene, no les quepa á ustedes duda, sería un poeta.

Por eso lo es el Sr. Ayala; porque la encuentra. La mayor parte de los hombres pasamos por el mundo sin percibir apenas más que las apariencias de las cosas. Actores ó espectadores en los sucesos que en torno nuestro acaecen, no comprendemos, ni nos imaginamos siquiera su valor poético hasta que el artista nos lo ofrece en sus producciones.

Todos los días tropezamos en las tertulias á que asistimos con alguno de esos hombres cuyo egoísmo les lleva á concebir y pregonar un sistema moral para la vida, donde se disculpen y hasta se ennoblezcan los vicios y los crímenes de la suya; con uno de esos distinguidos infames que aspiran por medio de modales elegantes y correctos á difundir entre los pueblos un nuevo Evangelio, donde la perfidia y la bajeza sean consideradas de buen tono, y las más nobles virtudes, patrimonio sólo de los cursis. Al lado del apóstol también solemos ver al discípulo, que, rebosando de fe y entusiasmo, marcha con botas de charol por el áspero sendero del maestro. Pero no se le ha ocurrido sino al Sr. Ayala que el converso fije sus miradas en la esposa del apóstol, y éste le preste, sin saberlo, todo su valioso apoyo para la consumación de su propia deshonra, originándose de aquí un enredo tan sencillo é interesante como el de El tejado de vidrio.

¿Quién no ha presenciado y aun intervenido en alguna de las contiendas que el interés del dinero riñe á cada instante con los sentimientos generosos y los afectos dulces del corazón? El interés—que responde á uno de los aspectos repugnantes de la naturaleza humana—no es un vicio peculiar de nuestra época; mas no hay duda que en nuestra época presenta caracteres singulares y dignos de atención. La codicia ha tomado en el transcurso de los tiempos formas más sutiles y corteses; se ha acicalado un poco, y se la conoce hoy con el nombre inofensivo de negocios. Nadie mejor que el Sr. Ayala ha sabido describirla, poniéndola en lucha con la pasión más divina y humana al mismo tiempo, con el amor, en El tanto por ciento, la más trascendental sin duda, y en concepto de muchos, la más bella de sus obras.

Apenas pasa un día sin que necesitemos estrechar la mano de una de esas niñas angelicales que van á pie por Recoletos, lanzando miradas furtivas y ardorosas á los carruajes que cruzan. Á veces la vemos acompañada de un joven de modesto porte y mirada franca. Es su novio, nos dicen; un muchacho que sigue la carrera de médico y está empleado en una sociedad de ferrocarriles. Después de escuchar la noticia pasamos á otra conversación. Más tarde nos dicen que aquella niña se ha casado con Fulano de Tal, un conocido nuestro y hombre acaudalado. Más tarde la vemos en un palco del Teatro Real ó en un carruaje de la Castellana, y le quitamos desde lejos el sombrero. Más tarde vemos á su marido acompañando á otra mujer, hermosa y cubierta de galas. Más tarde la encontramos en una casa, nos saluda con afecto, se muestra un poco expansiva y nos dice que no es dichosa en su matrimonio. Y el joven estudiante, empleado en ferrocarriles, ¡ay! ni por casualidad vuelve á parecer por nuestro pensamiento! ¿Dónde está?—Á lo mejor vemos su nombre en un periódico. Le han nombrado presidente de una comisión científica. ¡Pluguiera á Dios que le nombrasen también hombre feliz!

¡Qué historia tan vulgar! Y, sin embargo, con ella se ha formado una de las obras más admirables del teatro moderno.

Consuelo era uno de esos ángeles que piensan mucho en su porvenir, «y no se empalagan nunca de sí mismos cuando se miran al espejo». Fernando la amaba con toda su alma, como aman los hombres sensibles y honrados, sin empalagarse jamás de pensar en ella. Fernando llega un día á casa de su amada después de larga ausencia. Consuelo se desmaya al verlo. ¡Qué corazón tan puro! Examinad bien ese corazón, no obstante; dadle muchas vueltas en la mano, y percibiréis en cierto paraje una ligera picadura. Por allí ha penetrado el gusano de la vanidad. Arrojad, arrojad pronto ese corazón. Dentro de él ya no hay más que podredumbre.

¡Pobre Fernando! Acaba de recibir la primera pedrada que el egoísmo arroja á la inocencia en este mundo! Consuelo, aquella niña que había visto por vez primera sentada al piano,

«muy sorprendida y risueña
de que mano tan pequeña
moviese tan grande estruendo»,

aquella niña que se había filtrado en su alma como un rayo de luz, no era un rayo de luz de los cielos, sino de las hogueras del infierno. El oro que Fernando despreciara por no manchar su conciencia, lo había recogido Ricardo, y Ricardo había decidido pedir la mano de Consuelo por conducto de Fulgencio, el mismo día que llegó Fernando. Consuelo á su vez había decidido casarse con Ricardo. ¡Qué tiene esto de particular! ¿Acaso es la primera niña que deja un novio y toma otro? Así razonaba ella con profundidad que encanta y admira á Fulgencio, hombre muy bien afinado con el sentido moral predominante en nuestra sociedad.

Hay una escena violenta entre Consuelo, Antonia su madre y Fernando. Antonia, que amaba ya á éste como á un hijo, se desmaya; pero Consuelo se había comprometido á salir en carruaje con Fulgencio, la señora de éste y Ricardo, y no tiene más remedio que marcharse apenas vuelve su madre á la vida. ¡Ay! ¡Fernando la ha perdido para siempre... y su madre también! Así terminó el acto primero.

Ricardo era un hombre frío, imperioso y egoísta. Nada tiene de extraño que Consuelo se enamorase de él perdidamente. Ricardo, pasada la luna de miel, considera á su mujer como el mueble más elegante de su casa. Una vez satisfecha su vanidad por esta parte, era imprescindible satisfacerla por otras, y al efecto dedica su amor y sus brazaletes á una renombrada cantante. Consuelo sorprende una carta y paladea todo el amargor de los celos. Fulgencio, el dulcísimo Fulgencio, tiene la buena ocurrencia de convidar á comer en su casa (donde comían también Ricardo y Consuelo) á Fernando. ¡Con qué jovial indiferencia había escuchado Consuelo esta noticia! Al saber Fernando que va á sentarse á la mesa en compañía de Ricardo y Consuelo, trata de irse.

Ya es tarde. Consuelo penetra en la habitación y experimenta una ligera sorpresa, de la cual bien pronto se repone. Mientras Consuelo habla con Fulgencio para informarse del concierto donde canta su rival, Fernando, apoyado en una silla, no despliega los labios. En este silencio tan natural, tan delicado, tan conmovedor, se revela bien claramente lo poeta que es el Sr. Ayala. Un autor observador no hubiese dejado nunca de hacer prorrumpir al desdichado amante en desesperadas exclamaciones, que destruirían enteramente el efecto de esta interesantísima escena.

Fernando no quiere quedarse á comer, y Consuelo lo despide diciéndole:

«Pues, Fernando, que nos veas
antes de irte; no seas
ingrato...»

Todos nos hemos oído llamar ingratos de esta suerte por alguna hermosa dama; pero todos conocemos también la trascendencia de la suave y distraída sonrisa que suele acompañar á este adjetivo. Por eso Fernando cae desolado en una silla, cubriéndose el rostro con las manos. ¡Cómo la ama todavía!

Consuelo, ofuscada por los celos, se arroja á dárselos á su marido con Fernando, suponiendo que éste, amante suyo en otro tiempo, era el mejor para el caso. En presencia de Ricardo le escribe una carta invitándole á que venga á visitarla, y entrega el billete á Ricardo para que lo remita á su destino (esto es, para que lo lea). Pero Ricardo no lee el billete, porque ha leído ya todo lo que necesitaba en el alma de Consuelo, y lo deja intacto sobre la mesa. Llega Fernando, y Fulgencio, que había recogido el billete, se lo entrega.

¡Por qué se habrá escrito una carta tan infame! Parece increíble que dos renglones de una letra menuda y desigual vuelvan el entendimiento y hasta el corazón del revés. Yo, sin embargo, lo creo á pie juntillas. Fernando se sorprende, se acalora, se llama infame, delira... y resuelve acudir á la cita. Da fin el acto segundo.

Es de noche. Lorenzo, el criado de Ricardo, después de haber acompañado al Teatro Real á Consuelo, se entretiene en coloquio amoroso con Rita la doncella. Algunos tildan de larga esta escena. Yo la encuentro tan extraordinariamente bella, que nunca me he fijado en sus dimensiones. El suave donaire, el sosiego y la frescura de esta escena son medios artísticos de gran delicadeza para que la aparición del drama cause efecto más seguro. El drama aparece con la entrada repentina y violenta en la escena de Consuelo. Se dirige al armario de sus joyas, y pide con voz temblorosa la llave á Rita. En el teatro había visto á su rival luciendo un aderezo muy semejante al suyo, y viene á saber si es el mismo. El aderezo no está en el armario. En el mismo instante aparece Fulgencio, que de acuerdo con Ricardo, era portador de otro aderezo igual y una mentira. El portador recibe en pago de sus buenos oficios algunas injurias, y Consuelo se queda á solas con su amargura y sus celos abrasadores. ¡Cuán lejos estaba su pensamiento en aquel instante de Fernando! Y, sin embargo, en aquel instante Fernando entraba en la casa, subía la escalera, alzaba la cortina del gabinete. ¿Qué venía á hacer allí? Consuelo, la misma Consuelo, cuya mano había escrito una carta llamándolo, se lo pregunta con sorpresa.

Fernando venía á apurar las heces de aquel cáliz que el destino le presentó al enamorarse de Consuelo. Venía á saber que no sólo no había sido amado jamás, sino que su amor había servido en esta ocasión de señuelo para atraer al precioso é irresistible Ricardo. ¡Y la mujer que se cebara con tanta saña en su pobre corazón estaba allí, la tenía delante de sus ojos siempre con su rostro dulce y angelical! Fernando se para á meditar el estrago que aquel rostro dulce y angelical ha hecho en su alma, y se sienta con tranquilidad aterradora en una silla. ¿Qué intenta? ¿No repara que Ricardo vendrá muy pronto? ¡Qué importa! «Hoy habrá penas para todos», dice con sonrisa feroz el desdichado amante. Y ni las amenazas ni las súplicas de Consuelo le conmueven. Mas al fin le disuaden de su propósito las lágrimas de Antonia, de aquella pobre madre que había protegido su amor en otro tiempo.

«¡Triunfa el crimen. ¿Quién lo duda,
si hasta le prestan su ayuda
la virtud y la bondad!»

exclama Fernando al partir. Llega Ricardo, y sin sospechar siquiera, ó si lo sospecha sin dársele nada de los atroces tormentos que sufre Consuelo, se despide de ella para París. Se va á París con su querida. La infeliz esposa se arroja á los pies del marido, y con sus lágrimas y ruegos quiere retenerlo. Todo es en vano. Las lágrimas pueden mucho con los hombres que tienen corazón, pero nada con los que no lo tienen. Se va Ricardo y aparece Fernando, que por haber hallado la puerta cerrada, tuvo necesidad de presenciar la escena anterior desde la habitación contigua. A él se dirige la infeliz Consuelo pidiéndole perdón. Pero Fernando, el humillado y escarnecido Fernando, ¡cómo se ha de compadecer de sus tormentos, cómo se ha de apiadar de ella! Se va Fernando como se había ido Ricardo. En aquel amargo trance, ¿á quién acudir? ¿Quién podía compartir con la desventurada esposa el dolor de aquel fiero abandono? Tan sólo su madre, su tierna madre, que tanto la amaba. Mas al dirigirse á su habitación, Rita sale de ella dando gritos y pidiendo socorro... Su madre se había ido también á otro mundo mejor!

«¡Dios mío! (exclama Consuelo desplomándose)
¡Que espantosa soledad!»

Sí: la soledad espantosa que el egoísta va formando en torno suyo en esta vida. El desenlace no es artificioso ni violento: es un desenlace sencillo, natural y lógico. Obsérvase en él sobre todo la austeridad que debe acompañar á una catástrofe interior más que exterior. Pero esa misma austeridad lo hace infinitamente más conmovedor. Aquella figura sola, terriblemente sola enmedio del escenario, que cierra los ojos para mirar á su alma, y se desploma lúgubremente sobre el pavimento, es una figura verdaderamente grande y patética.

He relatado adrede el argumento de Consuelo, por ser éste tal vez la más sencilla y corriente de las historias que el Sr. Ayala ha elegido para tema de sus obras. El cómo de esta historia tan vulgar se ha hecho una obra dramática tan primorosa y exquisita, yo no puedo explicarlo. Vayan ustedes al teatro, y allá verán cómo se ha hecho. El Sr. Ayala nos trasporta á todos á las tablas con los mismos cuerpos y almas que tenemos; y sin dejar de ser los mismos pobres diablos que nos empujamos por las tardes en Recoletos y tomamos el fresco por las noches en los jardines del Buen Retiro, quedamos por arte de birlibirloque trasformados en personajes interesantes y poéticos. Casi estoy por asegurar que el Sr. Ayala sería capaz de presentar en la escena una discusión del Ateneo, con discurso de Perier y todo, y hacer que todos estuviésemos embargados y suspensos escuchándola.

Mas yo, que sé decir todas estas lindas cosas de un poeta, me pinto solo para decir las feas cuando por desgracia las encuentro. Y si no, van ustedes á ver.

Las obras todas del Sr. Ayala dejan percibir, desde el comienzo hasta el fin, al artista de corazón y al poeta de nacimiento; mas en ninguna de ellas se revela el ingenio poderoso que señala ó determina, impulsado por una fantasía viva y espontánea, nuevos é ignotos derroteros para el arte. Estos ingenios, que aparecen de tarde en tarde, son por regla general fecundos, desordenados, sublimes muchas veces, monstruosos y extravagantes otras, pero siempre grandes y admirables. No concurren estas circunstancias en la inspiración del Sr. Ayala, por lo cual, á mi entender, no debe ser comprendido entre tales ingenios, sino mejor entre aquellos otros que arrojándose con criterio más seguro, pero con menos inventiva y atrevimiento, por las vías trazadas por los primeros, las asientan y perfeccionan.

Caracterízanse las obras del Sr. Ayala por una perfecta regularidad y proporción entre todas sus partes, por un orden acabado en el desenvolvimiento de la fábula, y principalmente por una discreción nunca desmentida en todo cuanto dicen y ejecutan sus héroes. Es una discreción pasmosa. Declaro, no obstante, ingenuamente que tanta discreción me llega algunas veces á fatigar. Hay ocasiones en las obras de arte en que el lector desea que el artista le sorprenda por un golpe de mano atrevido de la imaginación, aunque sea por un disparate estupendo. Llegan momentos en que realmente siente uno la nostalgia de Grilo. Todo menos ese compás que el entendimiento—no la fantasía—va marcando fríamente al través de los parajes de una obra. En las de nuestro poeta percíbese con harta claridad la mano que escribe y que borra, que torna á escribir y torna á borrar. El arte es de todo punto necesario, pero conviene siempre ocultar esa mano entrometida, para que las gentes, en vez de arte, no den en llamarle artificio.

Mas si la inspiración del Sr. Ayala no tiene ni el calor ni la fuerza que la de nuestros grandes dramaturgos del siglo XVII, en cambio hay en ella tanta dulzura y elegancia que no puede menos de ser amable para todo el mundo, aun para aquellos que, como yo, prefieren lo grandioso á lo correcto. Me gustan más, lo confieso, los aromas penetrantes de un bosque de naranjos y limoneros, de acacias y magnolias, pero también aspiro con delicia el perfume suave y delicado de las flores que crecen en los tiestos. Me gustan más las tierras que naturaleza hizo fértiles, pero me agradan también mucho las que lo son por la diligencia y el esmero de su dueño.

Tiene, á más de dulzura y elegancia, la inspiración de nuestro poeta un no sé qué de buen tono, un cierto dejo aristocrático que al trasmitirse á sus obras se filtra también en el alma de los espectadores. Cuando salgo de verlas en el teatro, aunque vista camisa de color y americana, sin saber por qué, me figuro que estoy vestido de frac y corbata blanca, y al poner al pie en la calle me extraña grandemente que no me espere para llevarme a casa un ligero y elegante landó con dos caballos.

Hasta las sesiones del Congreso de Diputados notan la presencia de nuestro poeta cuando toma asiento en el sillón presidencial, reduciéndose á ser más amenas y correctas. Hay algunas, no obstante, que saben resistir con buen éxito á la influencia artística del presidente. ¡Cuántas veces le he visto al declinar la tarde, con sus dos maceros detrás, bostezando una de estas rebeldes sesiones! Así que llega á persuadirse de que ni sus efusivos bostezos ni las miradas distraídas que pasea por el ámbito de la sala logran enternecer á la empedernida sesión, el señor Ayala adopta, como es natural, las medidas que la prudencia y su alta representación aconsejan. Se echa hacia atrás, y apoyado el codo en el brazo del sillón, deja reposar blandamente la mejilla sobre la mano. Sus ojos permanecen abiertos, muy abiertos, pero su abundante cabellera empieza á descender con lentitud por el suave declive de la frente, y en breve tiempo logra invadir la mayor parte de aquel rostro literario más que político. Al poco rato, sobre la silla presidencial ya no se ven más que cabellos. El Congreso está presidido por una melena.

La luz que poco antes entraba á torrentes por los medios puntos abiertos en las alturas del salón, empieza á retraerse disgustada de la inflexibilidad del reglamento. Lo primero que deja sumido en la sombra es la cabellera del presidente. Pasa con la mayor indiferencia por encima de la «orden del día», que se halla extendida sobre la mesa, y baja culebreando y con mucho cuidado para no hacerse daño por la charolada madera de la tribuna hasta el redondel, ó como se llame. En el redondel no están más que los taquígrafos, gente de escasa importancia. La luz los mira de reojo y con altivez, y marcha hacia el banco azul, donde se encuentra á la sazón un ministro. La luz se apercibe un momento, como para poner los papeles en orden, y de repente se encara con él, interpelándole:—¡Eh! señor ministro, ¿qué noticia tiene S. S. de los desórdenes ocurridos en Navalcarnero? El ministro, como acontece siempre en tales casos, frunce las cejas, arruga la nariz y cambia inmediatamente de postura. La luz marcha poco satisfecha del ministro. Bien se le conoce en la mirada severa y rápida que lanza de una vez á toda la derecha. Esta mirada va á extenderse también á la izquierda, mas la luz allí se encuentra casi sola y se quiebra, y se sume tristemente en el terciopelo de los bancos. Después se pone á escalar con trabajo las paredes, deteniéndose en cada relieve y en cada adorno para tomar aliento. Después se asoma á la boca de las tribunas, y al ver su negrura renuncia de buen grado á esclarecerlas. Sin embargo, allá enfrente, en la tribuna de la presidencia, muy cerca de una columna, se ve una cabecita blonda, una cabeza de mujer. La luz, sin respeto alguno á lo sagrado y augusto del recinto, se detiene frívolamente á jugar con aquella cabeza, y ahora se empeña con malicia en herirla en los ojos para hacerla sonreir, ahora se entretiene en retozar con sus cabellos, ahora la baña pérfidamente con viva claridad, logrando ruborizarla. ¡Ay! ¡quién no se ha detenido alguna vez en su vida á jugar con una cabecita blonda, sin pensar en el tiempo que pasa! El tiempo que pasa obliga, no obstante, á la luz á abandonar aquella cabecita, y se despide de ella con un prolongado beso, primero en los labios, después en los ojos, después en la frente, después en el pelo. ¡Adiós! ¡adiós! Sube un poco más y llega al techo. Allí se para un buen espacio, y medrosa quizá de los grifos y cariátides, tiembla y se estremece, lanza vivos y vacilantes reflejos que iluminan por momentos todos los ángulos, todos los huecos del vasto recinto, arroja con furia oleadas de sombra á todas partes, y esparce el terror y el misterio por los rostros y las figuras de los cuadros. Después, sin saber por dónde, se va como si fuera un duende.

El Sr. Ayala, bien guarecido detrás de su melena, contempla absorto en esta hora el viaje interesante de la luz. Nadie diría, al verlo con los ojos desmesuradamente abiertos é inmóviles, que preside una sesión de diputados de carne y hueso, sino un congreso de fantasmas y de espíritus.

¡Y quién sabe si lo presidirá! ¡Quién sabe si de allá, de los negros rincones de la estancia, saldrán flotando mil imágenes tristes ó risueñas, de todos colores y apariencias, que irán á formar en el aire y delante de nuestro presidente una mágica asamblea! Siendo así (que me perdone el orador que use á la sazón de la palabra), yo asistiría con más gusto á esos debates invisibles del espacio que á los que debajo de ellos se efectúan.

D. VENTURA RUIZ AGUILERA

I

L A ilustre escritora francesa princesa de Ratazzi afirma, en su último libro sobre España, que el Sr. Ruiz Aguilera es un joven de muchas esperanzas. Lo mismo se decía de él allá por los años de 1840 ó 1842. De lo cual se deduce muy naturalmente que el Sr. Aguilera, en punto á juventud, se ha adelantado muchísimo á su siglo, haciendo dar un salto prodigioso á la vida media del hombre; ó bien que la ilustre princesa de Ratazzi no está por completo en lo firme al estampar tal noticia. Después de conocer personalmente al Sr. Aguilera, me siento inclinado á pensar lo último, á reserva, no obstante, de reformar mi juicio en el caso de que la egregia escritora alegase nuevos datos ó probara en cualquier forma su aserción. De todas suertes, quiero hacer constar que es la primera vez en mi vida, y plegue á Dios sea la última, que en público ó en privado me separo á sabiendas de la opinión de una princesa.

D. Ventura Ruiz Aguilera (á quien interinamente consideraremos como hombre ya entrado en días) ha tenido la mala ocurrencia de nacer poeta. Mejor le hubiera sido nacer contratista de obras públicas.

Como es fácil de comprender, una vez dado este mal paso, no tuvo otro remedio que atenerse á las consecuencias, trabajando mucho, viviendo modestamente, y viéndose al fin de su carrera olvidado del bullicioso mundo, cuyas orejas ha regalado tantas veces con su cántico. Y aún se da por contento el pobre con que le dejen abrir por las mañanas el balcón de su cuarto del barrio de Pozas para recibir el sol, que como un niño inquieto y revoltoso entra sin pedir permiso, y todo cuanto hay dentro quiere registrar y palpar en un instante; con que le dejen por las noches sentarse en su butaca, y mirar atentamente los penachos de humo que forman los carbones encendidos de la chimenea, y tomar alguna que otra vez la pluma para trasladar al papel lo que aquellos penachos, tan mudos al parecer, le cuentan. Durante el día está en la oficina. ¡Ay! ¡Qué poeta se escapa en este siglo de la oficina! Podrá revolotear locamente en los primeros años de su vida, como el pájaro que incautamente penetra en una sala. Mas no consigue nada con volar de aquí para allá, lanzándose con ansia una y otra vez al espacio en busca de aire y libertad. Los dueños de la casa no tardan en cerrar los balcones, para acosarle después á su sabor en ruidosa zalagarda con toallas, pañuelos y sombreros por todos los ángulos, hasta que, rendido y jadeante, cae en poder de una mano brutal que inmediatamente lo encierra en una jaula. Allí lo podéis ver todo el día informando expedientes del modo más deplorable que le es dado.

Dicen que allá en otro tiempo, hace ya muchos siglos, existió una nación llamada Grecia, donde los poetas, lejos de ser perseguidos, representaban el papel principal en todas partes, hasta el punto de que no se promovía empresa ó se preparaba fiesta sin contar con ellos, ni se realizaba hecho alguno político sin su intervención. Los mismos contratistas de obras públicas, cuando tropezaban con un poeta en la calle, se quitaban el sombrero y le hacían un saludo muy reverente, y á un general famoso que había vertido su sangre en cien combates, no había que hablarle de sus hazañas y victorias, porque esto era ponerse mal con él, sino de tales ó cuales coplas que había presentado en un certamen, y que los jueces con señalada injusticia no habían querido premiar. No satisfechos aquellos hombres con prodigar á los poetas en vida toda clase de mercedes y honores, solían después de muertos erigirles estatuas que colocaban en los templos, ni más ni menos que si fuesen dioses, y no pocas veces aconteció pasear una de estas estatuas en un espléndido carro por todo el país, enmedio del entusiasmo y los vítores fervorosos de la multitud.

Si alguno de los poetas de ahora, por ejemplo el Sr. Grilo ó el Sr. Blasco, pensasen que saco todas estas cosas de mi cabeza, yo les juro por mi vida que son la pura verdad, ó que por tal la dan al menos las historias más corrientes. En verdad que fué aquélla una época próspera y dichosa para los poetas. Bien se puede asegurar que no volverán á verse en otra.

Los romanos, que sucedieron á los griegos, continuaron honrando y enalteciendo á los poetas, aunque ya con bastante menos ardor, porque andaban sumamente atareados con sus guerras y expediciones.

Vinieron después los bárbaros, incapaces por entero, como su nombre lo indica, de entender al señor Revilla, ni menos tomar parte en los debates del Ateneo.

Pues aun á los bárbaros les gustaba la poesía. En sus fiestas más ruidosas, en sus orgías más desenfrenadas y brutales, llegaba un momento de desmayo para el cuerpo y excitación para el espíritu; un momento en que la imprecación expiraba en los labios, la copa se desprendía suavemente de las manos, y los ojos buscaban distraídos y arrobados los postreros rayos de la luz. En aquel momento aparecía entre tanto rostro fiero un semblante dulce, expresivo y circundado de dorados bucles, donde brillaban unos ojos tristes y misteriosos. Era el poeta. Todas las miradas sentían necesidad de posarse sobre él, y todos los corazones se creían en la obligación de amar á aquel ser débil y extraño, que de parte de Dios venía á desenterrar los nobles sentimientos que dentro de ellos se hallaban sepultados. Estos corazones era lo único que se movía, lo único que sonaba imperceptiblemente en la estancia al comenzar su canto el trovador. Fuera sonaba el viento y sonaba el mar. La canción del poeta les hablaba de su Dios, de su patria, de su amor, de todas las cosas en que el cielo y la tierra parecen confundirse, como allá á lo lejos en el rojizo horizonte. Y de aquellos ojos, poco antes inyectados de sangre por la cólera, saltaba á veces una lágrima que podía contar, si quisiera, muchas cosas de aquel sitio en que el cielo y la tierra se confunden.

Cesaba el canto. Las cuerdas del laúd seguían vibrando melancólicamente un momento, y después también cesaban. Alzábase un murmullo en la estancia, y muchas manos grandes y velludas alargaban doradas copas al buen trovador. El vino chispeaba en la copa, y la alegría chispeaba en los ojos del trovador al beberlo. Pero la luz moría, y aún le quedaba algún camino que andar. Por eso, enmedio de bendiciones y roncos adioses desaparece de la sala. Si alguno de los alegres convidados quisiera asomarse poco después á una de las ventanas del castillo, tal vez podría verle ocultarse lentamente allá en el rojizo horizonte.

También en nuestras fiestas y banquetes llegan momentos de fatiga y tristeza: que es la alegría como un río impetuoso, que no puede menos de reposar alguna que otra vez en un sombrío remanso. Mas cuando llega uno de esos remansos, he aquí que entra por la puerta de la sala un grupo de botellas rebujadas en papel de estaño. Los criados se apresuran á desembozarlas, suenan algunas detonaciones y se esparce por las copas un licor muy ruidoso y fanfarrón, pero insípido y embustero. Los convidados, no obstante, se regocijan y alborozan de nuevo; ríen, cantan, patean, dicen chistes y se tiran los platos á la cabeza. ¡Oh! No cabe duda, el champagne ha reemplazado perfectamente al trovador.

Que la poesía no ha muerto bien lo sé. La poesía es inmortal. Pero que la estimación concedida al poeta va muriendo, muriendo hasta convertirse en la sombra de una nada, tampoco puede dudarse. El poeta, en nuestra sociedad, va siendo cada día más singular y anómalo. Es un ser que, como el Hijo de María, no encuentra una piedra donde reclinar la cabeza. Siguen naciendo poetas como antes, pero ya nadie se dedica á poeta, porque caería en ridículo quien tal hiciese. Un poeta, en la actualidad, no es un poeta; es un diputado constitucional, un ex-ministro, un presidente del Congreso, un gobernador civil ó un empleado del Banco que escribe versos. Lo cual, hasta en concepto de ellos mismos, no pasa de ser una flaqueza, inofensiva de todo punto. Cuando encontráis á cualquier poeta amigo en la calle ó en un tranvía, y entabláis conversación con él, lo que soléis preguntarle es si hay esperanza de que su partido suba al poder ó de que caiga, si le han ascendido, qué sueldo tiene ahora, cuántas horas de oficina, etc., etc. Si por casualidad os ocurre preguntarle por sus versos, veréisle ruborizarse un poco, mirar al suelo, sonreirse y mover la cabeza á un lado y otro.—«Phs... Estos días atrás he escrito una cosilla... una tontería... Ya se la leeré á usted cuando vaya á almorzar conmigo.»—Á lo mejor esta tontería es La lira rota ó El Raimundo Lulio, ó La leyenda de Noche-buena ó El nudo gordiano.

Este desprecio que de sus mismas obras hacen los poetas, tiene una explicación. Es que en la época actual, sin saber cómo y á su despecho, el alma del contratista de obras públicas ha trasmigrado al poeta. El contratista que entra con un amigo (solo no entra jamás) en la librería de Fe, al contemplar tanto libro apilado en los estantes se ve necesariamente acometido por una reflexión que está siempre emboscada detrás de los libros para caer de improviso sobre todos los contratistas.—«¡Cuánto se escribe hoy!» medita. Y sumido hasta el cogote en tan honda consideración, empieza á tomar libros y á soltarlos, después de darles algunas vueltas en la mano y leer el título en voz alta, hasta que viene á sacarle de sus cavilaciones y maniobras la amabilidad del Sr. Fe (que es mucha) mostrándole las novedades del día.

—Vea usted; aquí tiene La última lamentación de lord Byron...

—Por Gaspar Núñez de Arce (dice el contratista leyendo por encima del hombro del Sr. Fe). ¡Hombre, sí! Este ha sido secretario de la Presidencia. Le conocí mucho cuando estuvo de gobernador en Barcelona. Es hombre despejado...

—Ha llamado mucho la atención este su último poema.

—¿Sí?... Pues me lo llevo (arrollándolo como un plano de carretera).

Si tuvieseis tiempo para ir conmigo aquella misma noche á cierta alcoba lujosamente decorada, veríais un hombre acostado en una cama, con La última lamentación de lord Byron en la mano. ¡Qué paz y sosiego reinan en la fisonomía de aquel hombre! ¡Qué gorro de dormir tan admirable ciñe sus sienes! ¡Qué luz tan suave esparce el quinqué sobre el vaso de agua, el azucarillo y las galletas inglesas! ¡Qué aire tan respetuoso y sumiso tiene el almohadón de plumas que está tendido á sus pies!

Mas apenas hacéis atropelladamente estas observaciones, cuando se escucha un fuerte resoplido, y la alcoba queda á oscuras.

En la alcoba hay todavía un espíritu que dice muy bajo á las tinieblas:—«Lo más que habrá sacado ese hombre con tanto verso son cuatro ó cinco mil reales...»

Poco después no queda más que un cuerpo roncando.

II

Decía más arriba, á vueltas de una digresión con la cual no contaba, que el Sr. Aguilera había nacido poeta. Añado ahora que nació poeta dulce, ameno, delicado y tierno. En la resignación y sosiego que se observa en todas sus composiciones trae al recuerdo al maestro Fray Luis de León y á San Juan de la Cruz. Los huracanes de la vida no han formado jamás en su alma medrosas tempestades. Las nubes volaron ligeras por ella, dejando siempre descubierto un fondo azul. Y en ese fondo azul, reverberante de luz, nadan como brillante polvo de oro los más gratos sueños y los más nobles sentimientos del corazón. Y ese fondo azul, esa eterna y pura alegría del alma es la que se descubre bajo todas las composiciones de Aguilera, aun bajo aquellas que están inspiradas por un sentimiento triste.

Mirad á un cielo azul: ¿qué es lo que veis? Lo primero que se ve en un cielo azul es á Dios. El autor de estas líneas cree haberlo visto algunas veces cuando niño, á fuerza de abrir mucho los ojos hasta que le dolían, y pasando horas enteras tendido con el rostro vuelto al firmamento. Después, viniendo los años, perdió la costumbre de pasar las horas enteras mirando hacia arriba, porque necesitaba á todo trance estudiar la ley de organización del poder judicial. Y sucedió que, en cierta ocasión en que muy festejado y risueño se tendió como antes para verlo, no lo consiguió. Pero allí estaba. Lo sabe porque otras veces miró con semblante mucho menos risueño y lo halló fácilmente.

De la misma manera, lo primero que se encuentra en el fondo azul del Sr. Aguilera es á Dios. No busquéis en sus composiciones arrebatos místicos, ni explosiones de entusiasmo por la fe ni encendidas diatribas contra el impío, ni siquiera gritos del combate con la duda amarga. Pero late en ellas el amor sincero á lo divino, porque son tiernas, sencillas y bellas, y Dios no puede estar lejos de lo que es tierno, sencillo y bello. Los cuatro versos de algunos de sus cantares infunden más fe en el alma que cien tomos de controversia teológica. Son cuatro versos que abren por un instante las diamantinas puertas del cielo y dejan entrever lo que hay dentro. ¡Qué más se les puede pedir!

Cuando trata directamente un asunto religioso, como en la Leyenda de Noche-buena, lo hace con una verdad, con una sencillez, con un sentimiento tan vivo y tan fresco de los inefables misterios de la Religión, que necesitamos acudir á los recuerdos de la infancia para hallar algo parecido en nuestra alma.

El Sr. Aguilera, en este caso, es un hombre que describe y expresa con fidelidad asombrosa los frescos y puros conceptos de un niño. Léanse, en confirmación de mi aserto, los siguientes versos que tomo de esta leyenda:

—Golondrinas que en rápido vuelo,
Os tendéis por la atmósfera azul:
¿Dónde vais, dónde vais, golondrinas?
A quitar las agudas espinas
De la angustia que siente Jesús.
—Si Jesús en Belén ha nacido
Coronada su frente de luz,
¿Qué corona, decid, golondrinas,
Qué corona de agudas espinas
Atormenta al divino Jesús?
—Si los hombres sois ciegos del alma
Y con ella no veis su dolor,
Viendo están, viendo están golondrinas,
Que aunque niño, corona de espinas
Ya en su espíritu lleva el Señor.
Hoy nosotras, con pío amoroso,
Templaremos su interna aflicción;
Vendrá un día que irán golondrinas
A quitar en la cruz las espinas
Que la frente herirán del Señor.

¿Qué más se ve en el fondo azul del señor Aguilera?—El amor á su patria; el amor á la tierra española.

¡La patria! ¿Qué es la patria?—La patria es un hombre andrajoso y sucio que se estrecha con efusión en una soledad de América ó de Asia; la patria es una frase de desprecio que se pronuncia allá muy lejos, donde no brilla el sol ni huele el azahar, y hace correr la sangre por el suelo; la patria es un canto que suena de noche en una ciudad de Inglaterra ó Alemania, haciendo saltar una lágrima á los ojos de un hombre que lee en su gabinete; la patria son unos batallones de soldados barbilampiños y morenos que llegan de Africa, y entran en Madrid con música y banderas desplegadas; la patria es el gentío inmenso que se arroja gritando á su paso, ebrio de entusiasmo y orgullo; la patria, últimamente, es una cosa que no se puede definir, como acontece con otras muchas.

¿Los españoles tenemos patria?—Unas veces se me antoja que sí; otras que no. Lo que no ofrece duda es que trabajamos todo lo posible por no tenerla. Hace muchos años que los españoles empleamos lo mejor del tiempo en zaherir á nuestra patria con la lengua y con la pluma, y en desgarrarla con la espada. Sería un milagro que quedase todavía algo de ella.

Por otra parte, la patria ha pasado de moda. Los filósofos han demostrado recientemente que el sentimiento patriótico no se acuerda con las exigencias cada día más amplias y universales del espíritu humano. Es un sentimiento primitivo y grosero, que se aloja por lo común y arraiga con extremada fuerza en los hombres de inteligencia inculta y de carácter bravío.

Lleno mi espíritu de estas ideas cosmopolitas y filosóficas, enderecé mis pasos alguna vez al Museo del Prado. Mi objeto ostensible al dar este paseo era ver y recrearme con las pinturas que allí hay; mas en el fondo de mi corazón latía también el deseo de inculcar á los chisperos y manolos que figuran en el célebre cuadro del Dos de Mayo, de Goya, alguna de las ideas generales y comprensivas de que iba saturado. Es imposible imaginarse nada más salvaje que la actitud de aquellos chisperos desharrapados, con los brazos en alto, erizados los cabellos, los ojos amenazando saltar de las órbitas, frente á las bocas de los fusiles franceses, y gritando al parecer con todas sus fuerzas: ¡¡¡Fuego!!!

No conseguí mi objeto. En vano quise persuadirles de que aquella actitud, si bien en otra época tenía razón de ser, mirando al estado del progreso, en los momentos actuales era completamente inexplicable, y se hallaba en abierta oposición á la doctrina corriente entre los tratadistas. En vano les demostré como pude que el concepto de humanidad era superior al de patria, y que éste, como más limitado y primitivo, debía subordinarse siempre á aquél. No querían escuchar nada; no atendían poco ni mucho á mis razones, y quedaron, como es fácil colegir, tan ignorantes y bárbaros como antes. De tal modo, que aún podéis verlos cuando queráis, firmes en su cuadro y cubiertos de sangre, siempre con los brazos en alto y los cabellos erizados, gritando como energúmenos: ¡¡¡Fuego!!!

Mucho me holgaría de que lo que voy á decir en este instante no lo escuchase ninguno de los varones que siguen con ahinco y amor los pasos de la ciencia.

Cierta tarde en que me hallaba frente al mencionado cuadro, amonestando á aquellos salvajes, como tengo por costumbre siempre que me pongo al habla con ellos, me distraje al parecer con un rayo de sol, que vino de repente á herir á un manolo en el rostro. Al mismo tiempo una mosca grande y azulada empezó á zumbar confusamente algunas cosas á mi oído, y perdí el hilo del discurso. Sin saber por qué ni cómo, en aquel momento sentí mucho calor en las mejillas, comenzaron á latirme fuertemente las sienes, percibí cierto olor á pólvora, y sin saber también por qué ni cómo (¡qué vergüenza!), pienso que exclamé, dirigiéndome á los feroces chisperos: «¡Oh, amigos míos, quiero ser bárbaro como vosotros!» Afortunadamente no había nadie en la sala.

El Sr. Aguilera, al parecer, también quiere ser bárbaro, y escribe sus Ecos nacionales, inspirados en el amor vivo y ardiente de la madre patria. Estas composiciones fueron escritas en los años juveniles del autor, y aunque revelan, bastante inexperiencia artística, que en ocasiones semeja puerilidad, trasparéntase en ellas un sentimiento tan puro, un candor y una energía que cautivan y embriagan. Quizá si tuviesen más aliño no produjeran el mismo efecto. Están destinadas al pueblo, á ese pueblo español tan noble, tan altivo, tan feliz en otro tiempo, cuando el despotismo austriaco no había asentado su maldita planta en nuestro suelo. Haga Dios que algún día ese pueblo español salga de su letargo y se disipen los malos sueños que oscurecen su frente; no para conquistar tierra, que harta tenemos ya, sino para ser más dichoso dentro y más respetado fuera.

El pueblo ha pagado bien al Sr. Aguilera el amor que le profesa, dándole lo único que podía darle, su poesía. El pueblo expresa siempre su poesía en una forma muy breve y concisa. El pobre necesita trabajar, y no tiene tiempo á componer grandes trozos de versificación. Por tal motivo, se ha acostumbrado á decir mucho en pocas palabras, y acaso también por llevar un poco la contraria al Sr. Grilo. El arte supremo de iluminar vivamente el espíritu con cuatro versos, haciéndole columbrar dilatados y hermosos horizontes, no lo robó el Sr. Aguilera al pueblo, como se ha dicho; el pueblo se lo ha regalado, como desquite de una deuda de amor y de sacrificios. No es tan insignificante el regalo como algunos piensan, incluso quizá el mismo Sr. Aguilera. A mi juicio, son los cantares la obra maestra de nuestro poeta y aquella en que no ha tenido, ni tiene, ni es probable que tenga rival. Los cantares de Aguilera no morirán jamás, porque salen del fondo del corazón, y como él mismo dice con admirable delicadeza:

Cantar que del alma sale,
Es pájaro que no muere;
Volando de boca en boca
Dios manda que viva siempre.

Volando de boca en boca, y acompañados de la guitarra, los he visto cruzar á menudo, unas veces tristes, otras alegres, pero siempre dulces y apasionados.

¿Qué más se ve en fondo azul del Sr. Aguilera?—El amor de la naturaleza. No hay que confundir el amor que Aguilera siente hacia la naturaleza con esa afición frívola y afectada, hoy tan en boga entre viajeros y bañistas, los cuales creen pagar su deuda de admiración á la naturaleza gritando sin ton ni son en todas partes: «¡Magnífico! ¡Delicioso! ¡Sorprendente!» y poniéndose una rama de madreselva en el sombrero cuando tornan del paseo. No; el Sr. Aguilera ama la naturaleza como ésta pide que se la ame, con sentimiento profundo y verdadero, con extática contemplación y fervoroso culto, con cierto misterioso terror que contrae el corazón y cierra la boca. Solamente á los que así la aman entrega el tesoro infinito de sus gracias. Así la ha amado Fray Luis de León, el inmortal autor de la Vida del campo, con quien guarda nuestro poeta, según creo haber indicado, un estrecho y singular parentesco, y así la amaron todos los ingenios que han sabido cantarla.

Mas el amor de la naturaleza para el Sr. Aguilera y para todos los que residimos en la corte es un amor platónico, porque no gozamos de sus galas y encantos. En Madrid hay unos árboles en el Retiro y unas montañas hacia Fuencarral que los miran por encima de las torres y las chimeneas. Lo que queda entre estas montañas y estos árboles no merece el nombre de naturaleza. En punto á naturaleza, los madrileños no deben alzar el gallo á nadie, porque el más zafio y miserable labriego de Asturias ó Galicia es mil veces más rico que ellos.

No obstante, sería poco decoroso despreciar lo que hay en casa. A mí me gusta mucho el cachito de naturaleza que posee Madrid. Aquellos árboles del Retiro son muy hermosos, digan lo que quieran. Son hermosos por la mañana cuando, regocijados y alegres con la salida del sol, bendicen la tierra sacudiendo sobre ella, como enormes hisopos; el rocío que vino por la noche á dormir en sus hojas. Son hermosos al mediodía cuando el sol los baña, los inunda con su luz amarilla, vistiéndolos de verde y oro, como si fuesen primeros espadas. Entonces los últimos vapores del rocío se disipan y se pierden en la atmósfera, la luz consigue penetrar por mil intersticios en su interior y los hace trasparentes como faroles venecianos, los troncos parece que están satinados, el sol dibuja con sus ramas negra y tremante red en la arena, y las hojas chiquitas de las puntas relucen como monedas de oro acabadas de acuñar. Son hermosos sobre todo á la tarde, cuando se destacan sobre el azul pálido del cielo con tal limpieza que parecen recortados á tijera por una mano invisible. Si os sentaseis debajo de uno de ellos á contemplar la muerte del día, veríais al principio regueros de luz que cambian á cada instante de cauce, corriendo primero por la parte baja de la copa, después por el centro, después por la cima, después por ninguna parte. La sombra lo envuelve en su manto protector, y el árbol, inmóvil y silencioso, se prepara á dormir, respirando con libertad en el ambiente fresco y húmedo. Más he aquí que de aquellas montañas del Guadarrama, un poco soñolientas también, llega una brisa áspera y fría, con el exclusivo objeto de darle las buenas noches. Una hojita que en el extremo de la rama más alta parece servir de vigía se estremece primero débilmente, después empieza á moverse con brío tocando á rebato, y todas las demás, advertidas de la presencia del emisario, comienzan á bailar alegremente, devolviendo su cordial saludo al Guadarrama. Cumplido este deber de cortesía, el árbol se abandona al reposo, y duerme á pierna suelta.

¡Qué hermosos están aun durante el sueño estos árboles, dibujando sus fantásticas siluetas en el oscuro azul de la noche! Acaso no sea todo oscuridad ni duerma todo en el interior de estos árboles. Reparando bien, tal vez percibáis el brillo suave é intermitente de una de sus hojas. Alzad los ojos al mismo tiempo, y veréis en el cielo un lucero tan brillante como presuntuoso. Retiraos, no seáis indiscretos.

Mas hágome cargo, aunque tarde, de que no estoy escribiendo la semblanza de los árboles del Retiro, sino del Sr. Aguilera, y paso inmediatamente á otro punto.

¿Qué más se ve en el fondo azul del Sr. Aguilera?

En ese espacio diáfano flotan como claras estrellas dos ojos negros, grandes, brillantes y serenos que podéis ver retratados en la hoja primera de sus Elegías y Armonías. Era una niña, era un pedazo del alma del poeta, la que en otro tiempo los hacía brillar con su sonrisa, los elevaba, los adormía, los ocultaba un instante en la sombra de sus pestañas y los hacía lucir de nuevo como dos rayos de sol que hieren el cristal de una fuente.

¡Cuántas veces os habréis sentado en las sillas del paseo de Recoletos! ¿no es cierto? Pues en verdad que no habrá dejado de revolotear en torno vuestro casi siempre un enjambre de niños que juegan corriendo unos en pos de otros y lanzando chillidos penetrantes, como golondrinas que se persiguen por el aire. Á fuerza de contemplar con mirada distraída aquella escena bulliciosa, concluís por fijaros en una niña de ojos y cabellos negros y vestido blanco. Os interesa su mirar melancólico y la suavidad y elegancia de sus movimientos. Al pasar á vuestro lado muy descuidada y risueña, la pilláis al vuelo por uno de sus bracitos y la atraéis blandamente hacia vosotros, la aprisionáis entre las rodillas, tomáis entre las vuestras sus diminutas manos, que parecen dos botones de rosa, y la acariciáis de mil maneras, interrogándola al mismo tiempo sobre el juego en que se divierte, cuál es su nombre, cuántos años tiene, cuántos hermanos, etc., etc. Al principio os mirará con ojos de asombro y temor, se negará resueltamente á contestar y tratará de arrancarse á vuestras caricias. Mas poco á poco irá perdiendo el miedo, y á los cinco minutos sois los mejores amigos del mundo. Á los diez ya sabéis que su hermano menor es un insoportable glotón, capaz de comerse la parte de dulces de todos los hermanos, y algunos otros gravísimos secretos. Al cuarto de hora, cuando su aya viene á llamarla y os presenta la mejilla para que la beséis, vuestra amistad está á prueba de desavenencias y disgustos. ¡Oh, bien se puede asegurar que durante este cuarto de hora no os aburristeis poco ni mucho! Mas cuando la veis alejarse dando graciosos brincos, ¿no ha cruzado por vuestra mente la idea de que pudierais tener una hija igual, y que podía morirse? Sí; con seguridad ha cruzado y habéis sentido todo vuestro cuerpo estremecerse de súbito con un movimiento de terror, y habéis medido con los ojos de la imaginación los profundos abismos del más fiero dolor, del dolor de los dolores.

Pues bien, figuraos que el padre de aquella niña es nuestro poeta y que la ha perdido. Otro hombre no hubiera podido hacer más que llorarla. Él la ha llorado y la ha cantado. Y su canto es el más armonioso, el más sentido, el más tierno que ha salido de su pecho. Las elegías que Aguilera dedica á la memoria de su hija, por el profundo sentimiento que guardan y por la delicadeza con que han brotado de la pluma, serán leídas mientras haya poesía. Parecen escritas como fueron sentidas, en el mismo instante en que el brillo de un lucero, los ecos lejanos de un organillo ó los lirios que crecen en un balcón traen á la memoria del poeta su dicha pasada y su desgracia presente. Detrás de aquellas páginas se escuchan realmente los sollozos. Voy á coger no más que dos perlas del collar, copiando las siguientes bellísimas composiciones:

Debajo de mis balcones
Parábase el saboyano;
Ella, la música oyendo,
danzaba al sonido mágico,
y yo de gozo temblaba
como la hoja en el árbol.
Debajo de mis balcones
hoy se paró el saboyano;
levantar le vi los ojos
una, dos, tres veces, cuatro...
¡Y una, dos, tres, cuatro veces
sin esperanza bajarlos!
No mires á mis balcones:
¿por qué miras, saboyano,
si ya no ha de salir ella
á este balcón solitario,
para echarte la limosna
bendecida por su labio?...
No mires á estos balcones,
y si vuelves, saboyano,
la voz del órgano apaga,
y pase por Dios callando,
pues yo no sé lo que tiene
¡ay! que no puedo escucharlo.
  *
*   *
—¡Cómo tardan estos lirios,
cómo tardan en dar flor!—
Me decía muchas veces
al regar los del balcón.
—Cuando se abran, serán tuyos
contestábale mi voz;
y esperando el ángel mío,
esperando, se murió.
Vino Mayo ¡ay, no viniera!
y los lirios del balcón
su corola azul abrieron
á los céfiros y al sol.
Y las lágrimas brillaban
que sobre ellos vertí yo,
al dejarlos en la tumba
donde tengo el corazón.

III

Y ahora, ¿qué voy á decir de los defectos del señor Aguilera? He pasado un rato delicioso escribiendo las anteriores líneas, sin curarme para nada de ellos. Ni yo lo he sentido, ni acaso el lector lo sienta tampoco. Encadenado al vuelo del poeta, vime suspenso un instante sobre la tierra. Pienso (Apolo me perdone la injuria) que fuí poeta el espacio de un relámpago. No es maravilla que me pese el salir de un grato sueño para dar con verdades frías y amargas. ¡Es tan triste acostarse poeta y despertar crítico! Pero Dios lo quiso, y el editor también. ¡Seamos críticos!

No satisfecho el Sr. Aguilera con expresar lo que sentía bien, verbigracia, los afectos más arriba indicados, quiso también cantar en más de una ocasión lo que sentía mal ó no sentía de modo alguno. De aquí han nacido todos sus defectos. En el crecido número de sus composiciones se encuentran no pocas endebles, fatigosas y descoloridas, sobre todo en el Libro de las sátiras, no tanto por falta de primor y elegancia en la forma (que rara vez acontece), como por falta de verdad y de brío en la inspiración. El Sr. Aguilera ha incurrido en un vicio, harto frecuente por desgracia en nuestra época; el de acudir á lugares comunes, á frases llevadas y traídas por todos los que comercian con las Musas. Los lugares comunes en filosofía admiten excusa y hasta prestan utilidad, mas en el Parnaso son rechazados y perseguidos como animales dañinos. No es posible encarecer bastante el horror con que las Musas miran la poesía de estereotipia, tan en boga al presente. Dicen ellas, y yo soy de su opinión, que cuando el poeta no tiene nada nuevo que decir ó no encuentra nueva forma en que expresarlo, debe callarse.

Puesto ya á censurar, también diré que el señor Aguilera introduce alguna vez en sus poesías lecciones de moral que encajarían mejor en una plática de Semana Santa. Una cosa es componer poesías, y otra dirigir pastorales á los católicos de una diócesis. También diré que acostumbra á desleir sobradamente los conceptos, dando esto por resultado el que se pierda, ó debilite al menos, el efecto que deben producir, comunicando al propio tiempo á sus composiciones cierta languidez, que alguno pudiera calificar de inanición. También diré que la afición á poner estribillo en una gran parte de sus poesías, produce en ciertos casos el efecto apetecido de moverlas y animarlas; mas en otros, quizá por rechazarlo la índole del asunto, ó por no acertar á poner el que conviene, las hace pueriles unas veces, y otras artificiosas.

Pero no diré más; que ya me voy avergonzando de echar en cara estas menudencias á un tan insigne y excelente poeta.

D. GASPAR NÚÑEZ DE ARCE

A UNQUE parezca descortés y hasta irreverente dar comienzo á la semblanza de un poeta con una apología de la prosa, tengo razones poderosas para escribirla, y la he de escribir, si en ello hubiera de irme la fama de atento y comedido. No la escribo porque tenga en aborrecimiento el verso; que el hecho mismo de consagrar mi pobre ingenio al estudio de los poetas dice bien claramente lo contrario. Tampoco porque juzgue, como algunos, que es el verso un lenguaje propio de la infancia de los pueblos y opuesto á la gravedad de nuestra época, y que ha de llegar un día en que desaparezca totalmente. Para mí el verso es y será eternamente el lenguaje genuino de la poesía. Y cuenta que lo dice un hombre tan pudoroso en esta materia, que para él las columnas de La Ilustración Española y Americana son selvas vírgenes donde nunca ha osado poner el pie: incapaz, por consiguiente, de meterse con nadie ni de escribir un mal soneto, á no ser que le hurguen mucho y de mala manera: en cuya fe quiere vivir y espera morir. Mas el verso, como todas las grandezas de la tierra, no necesita apologistas. Por el hecho de existir pregona su excelencia; mientras la prosa, la prosa vil, al tenor de las causas malas, necesita campeones que salgan á su defensa. No es bizarro el que ahora se presenta, pero sí bastante cazurro, y ha de suplir, ciertamente, con zancadillas y trazas de mala ley lo que le falta de arrojo. Mucho cuidado con él.

La prosa no es bonita, debo confesarlo, pero no me nieguen ustedes que es muy expresiva. Tiene las facciones abultadas é incorrectas, le falta majestad y dulzura en los movimientos, es áspera, indómita y arisca, todo lo que ustedes quieran; pero no me nieguen ustedes que es muy expresiva. ¡Oh, sí, es muy expresiva! El alma se ve muy pronto por sus ojos grandes y oscuros. En sus posturas descuidadas y caprichosas, en sus movimientos desordenados y bruscos, en sus arrebatos y en sus desmayos, hay á veces mucha gracia. Y luego, ¡tiene unas salidas! Nunca puede estar tranquila ni caminar con paso mesurado y sereno. Á cada instante se siente acometida por la necesidad de alargarlo ó acortarlo. Viene un período amplio, terso y sonoro, de esos que piden á todas horas los pseudo-clásicos, sin saber lo que piden; en pos de él, otro breve y palpitante como el corazón que lo dicta. Aparece uno suave y almibarado, como el requiebro de un adolescente, y á toda prisa surge detrás otro seco y áspero que le deja cortado. La prosa, en fin, odia de muerte la monotonía, y procura demostrárselo en cuantas ocasiones se presentan. Quizás por eso se eleva rara vez al cielo. El cielo es hermoso, pero es monótono.

Mas si no consigue volar por el cielo sereno y límpido, en cambio discurre admirablemente por la tierra. Alguna vez se mancha con sus lodos y se pincha con sus abrojos, pero sabe lavarse inmediatamente en sus claras fuentes, y curarse con el bálsamo de sus flores. No se desdeña de andar á pie por los parajes más escabrosos, ni penetrar en los lugares más humildes. A menudo se la ve pararse ante un objeto ínfimo y despreciable, iluminándolo y describiéndolo con amor. Á veces también, á semejanza del mar, sabe reflejar el azul del cielo.

No se me oculta, sin embargo, que se la mira generalmente con desprecio. No se me oculta que al ver á la prosa entrarse por un hospital, por una fábrica ó por una taberna con la mayor frescura, y ponerse á referir cuanto allí ocurre, por insignificante y hasta despreciable que sea, hay muchos que dicen pestes de ella, y se creen humillados al leer lo que juzgan indigno de toda atención. Sé de sobra que hay mucha gente para quien no existe ni puede existir arte alguno en la descripción del catre en que duerme un niño desamparado y pobre, ó en la de la faena de un rudo labrador, ó en la del tocado breve y sencillo de una costurera. ¡Ah! Tal vez se figura esa gente que no se encuentra á Dios más que en la sublimidad de la bóveda celeste poblada de astros luminosos, á cuyo lado el que habitamos no es más que un leve grano de arena. Si tal se figura, es que no ha mirado jamás en una gota de agua por el lente de un microscopio. Habiendo mirado, no dejaría de comprender al instante que es tan fácil llegar á Dios por lo infinitamente pequeño como por lo infinitamente grande.

Tampoco la prosa carece de ritmo en absoluto. Su ritmo es mucho más hondo y arcano que el del lenguaje métrico, mas no por eso deja de existir. Un oído delicado lo percibe como blanda y recóndita música dentro de una selva oscura. ¿Quién osará negar el ritmo, el número y la armonía á la prosa de Cervantes, Fenelón ó Manzoni? No seré yo quien cargue con semejante responsabilidad. Lo que hay es que el ritmo de la prosa no es uniforme y continuo como el de la versificación. Los vientos del pensamiento lo agitan á su capricho y le hacen variar á cada instante de rumbo, sin darle jamás punto de reposo. La prosa, mejor que el verso, obedece á las insinuaciones del espíritu, dejándose llevar cual dócil pluma, unas veces por regiones serenas y tranquilas, otras por parajes revueltos y oscuros...

Pero basta ya de panegírico; que tal suma de perfecciones voy acumulando sobre la prosa, y tan devoto de ella me presento, que temo murmuren las malas lenguas.

Llegó el instante, por mí bastante temido, de dar explicaciones sobre las causas que engendraron este inoportuno panegírico. Y ála verdad, si ustedes pudieran pasarse sin ellas, me alegraría en el alma, porque no tengo deseo alguno de manifestarlas. Mas ustedes no pueden pasar sin explicaciones, por más que la galantería les mueva á decir otra cosa, y aunque me pese, creo hallarme en la obligación de remediar su justa curiosidad.

¿Y por qué siento dar explicaciones? Dirélo de una vez: porque temo que estas explicaciones no agraden al Sr. Núñez de Arce. Tal temor, si bien se nota, es más lisonjero que ofensivo para el Sr. Núñez de Arce, puesto que si yo no le respetase y admirase muy de veras, á buen seguro que no me turbaría más ni menos. Mas, por desgracia, sé lo peligroso que es decir á una mujer hermosa que no es la más hermosa del mundo, ó á un poeta inspirado que no es el más inspirado de todos los poetas. Desde Homero hasta Revilla, no ha habido jamás poeta alguno que escuchase con calma una afirmación parecida. Compadézcanse ustedes de mi situación, y por Dios me den algunos alientos, que harto los necesito. Comienzo.

Reconozco, como tendré ocasión de mostrar en el presente artículo, muchas y notables dotes de poeta en el Sr. Núñez de Arce, mas he dado en imaginar que las tiene aún más notables y sobresalientes de prosista. En las cortas páginas que lleva escritas en prosa, he pensado reconocer casi todas las cualidades que distinguen á los grandes prosadores; flexibilidad, número, concisión, elegancia, naturalidad, energía. Si se me apurase, tal vez llegara á decir que en el género histórico es donde pudiera alcanzar mayores lauros. Tengo la creencia de que si el señor Núñez de Arce hubiese dedicado su pluma á la historia, dejaría oscurecidas, por lo que toca al aspecto literario, las glorias de todos nuestros historiadores, excepto Mariana. Y aquí me salta al encuentro cierta semejanza que hace tiempo he observado entre nuestro poeta y otro de la nación portuguesa: Alejandro Herculano. A entrambos los caracteriza la austeridad del pensamiento, la virilidad y firmeza del tono y la sobriedad de la dicción. Pero Alejandro Herculano, que no pasa de notable poeta, fué un eminentísimo prosista, el más eminente quizá de cuantos ha producido la Península Ibérica, en este siglo, dejando, como es sabido, en la historia y en la novela monumentos perdurables del arte literario. ¿Sentirá ahora el Sr. Núñez de Arce que le compare á Herculano?—Lo sentirá, estoy seguro de ello; y lo sentirá, porque la comparación, como dicen los filósofos, sólo es exacta en potencia, dado que el Sr. Núñez de Arce no ha querido hasta el presente mantener relaciones duraderas con la prosa. Respetando, como me cumple, su acuerdo en este punto, permítaseme deplorarlo, en gracia siquiera de la desgraciada defensa que de aquélla acabo de hacer. Y ya no necesito decir más para explicar el raro modo de dar comienzo á este artículo.

Mas ya que me veo forzado á juzgar en el Sr. Núñez de Arce al poeta y no al prosista (como fuera mi gusto), debo empezar declarando que ciertas cualidades que el Sr. Núñez de Arce posee en alto grado, esenciales para el prosador, no lo son tanto en mi concepto para el poeta, á saber: la concisión y la energía. Nada más frecuente, cuando se quiere ensalzar la musa del Sr. Núñez de Arce, que apellidarla viril, como si con este adjetivo quedase hecha su apología por completo y no hubiese más que decir. Es más: hasta he leído juicios críticos en que se considera esta cualidad como la más alta y suprema que el poeta puede recibir del cielo. No lo entiendo yo así. ¡Medrados estaríamos si no hubiese más que virilidad y fuerza en la poesía, si el poeta hubiese de cantar por necesidad á todas horas asuntos ó temas viriles! Tanto valdría afirmar que en el terreno metafísico, la belleza y la forma se confunden. Por fortuna no es esto cierto en ningún terreno. El elemento femenino ha jugado, juega y jugará un papel principalísimo dentro del arte. En la humanidad, la belleza no está representada por el hombre, sino por la mujer. Y la naturaleza, si es sublime en sus aspectos ó momentos terribles, bella no lo es más que en los de calma y sosiego, y en los lugares apacibles y amenos.

Tampoco hay que confundir la energía de la expresión, que es ingénita á todo el que se halla bien penetrado de un sentimiento, sea éste tierno ó viril, con la índole de los afectos que animan al poeta. Espronceda es más enérgico para mí en su Canto á Teresa que Quintana cantando el combate de Trafalgar. Y es porque, á mi entender, le tenían con más cuidado á Espronceda las liviandades de su querida, que á Quintana la derrota de la escuadra hispano-francesa.

Por lo dicho, y por algo más que me callo, no soy tan gran admirador como otros de los poetas viriles (cuando la virilidad reside en la naturaleza del asunto ó en el tono, y no en la mayor ó menor energía del sentimiento). Así que no doy la estimación que aquéllos á la virilidad del Sr. Núñez de Arce. Pudiera muy bien ser más viril que Adán, padre del género humano, y no tener pizca de poeta. Si lo es, y excelente, no lo debe á los temas viriles que elige para sus composiciones, ni al tono elevado que adopta para cantarlos, sino á su ingenio y fantasía.

En cuanto á la concisión, cierto que es una dote que puede cuadrar bien á un poeta; pero no le es tan indispensable como al prosista. Conviene distinguir además la concisión ó sobriedad de la frase de la precisión y fijeza de los conceptos. La primera puede enaltecer las producciones de un poeta: la segunda no hace más que confundirle con el prosador. El verso es semejante á la música, y como ésta, sirve para expresar lo más vago, lo más delicado, lo más inefable de los sentimientos humanos. Cuando se le obliga á decir cosas que la prosa puede expresar tan bien ó mejor que él, á mi juicio, se le desnaturaliza. Esto hace en ocasiones el Sr. Núñez de Arce. Algunas de las composiciones insertas en los Gritos del combate parecen escritas en prosa sonora y rimada, y semejan manifiestos políticos en verso, más que verdadera y limpia poesía.

¿Llevará, por ventura, la musa política el feo vicio del prosaísmo? No lo sé; mas cuando echo la vista á los frutos que ha dado en este siglo dentro y fuera de España, me siento inclinado á pensarlo. Aunque fijemos nuestra atención en lo más selecto, por ejemplo, en Quintana y Beránger, yo encuentro el prosaísmo (el prosaísmo del concepto y del sentimiento, que es mil veces peor que el de la frase) cebándose sañudamente en un gran número de sus composiciones, por más que el primero aspire á disfrazarlo con la pompa del estilo, y el segundo con su donaire. Me parece que en esto no hago más que seguir la opinión general, porque la fama de ambos poetas ha desmedrado notablemente con el tiempo. No quiero decir, sin embargo, que la política no pueda inspirar en ocasiones á los poetas grandes, bellos y atrevidos pensamientos, aunque sí imagino que la política antigua, entregada al acaso ó á los golpes de la fortuna y á la espontaneidad de las fuerzas individuales, servía mejor para el caso que la moderna, sometida casi por completo á una serie de reglas complicadísimas que la convierten en una maquinaria inflexible y monótona. Padilla luchando á campo abierto en Villalar con el emperador Carlos V, es una figura poética; pero un general que se pronunciara hoy con unos cuantos batallones en favor de la descentralización, no lo sería gran cosa. Y es porque en el instante en que las ideas dejan de formar parte de nuestra vida, de nuestra carne, si pudiera hablar así, como en el caso de Padilla, para convertirse en abstracciones, se deshace su encanto. El poeta no quiere abstracciones, sino figuras vivas, imágenes, algo visible y palpable que infunda calor en su corazón y en su fantasía. El Sr. Núñez de Arce ha caído en el mismo vicio que su maestro Quintana, y como él ha procurado velar lo descarnado y prosaico del pensamiento con la magnificencia del estilo. Esto no obstante, debo hacer una declaración que va á estremecer profundamente muchas orejas clásicas. Para mí, el discípulo posee más cualidades de poeta que el maestro. Está muy lejos de superarle, ciertamente, en la profundidad del pensamiento, ni en el vigor y armonía de la elocución poética, pero le lleva ventaja en el calor y riqueza de la fantasía, que, por más que á ello se opongan los pseudo-clásicos, es lo que eternamente caracterizará al poeta. No manejará la lengua con tanto imperio y maestría, ni escribirá unos versos tan audaces como los de Quintana, pero éste tampoco escribiría ni el Idilio ni el Raimundo Lulio de nuestro poeta.

No es sólo la política la que inspira al Sr. Núñez de Arce, aunque sí le preocupa con exceso. Hay otro orden de pensamientos que le atraen, le alteran y le mortifican, como puede verse leyendo sus Gritos del combate; y son los del orden religioso. No me asombra. Las cosas de ultratumba nos traen revueltos á muchos que no tenemos nada de poetas. Hasta aquí, por consiguiente, el Sr. Núñez de Arce no es más que uno de tantos. Conviene ahora saber si esta preocupación constante de la mayor parte de los hombres en el día inflama su espíritu y le presenta nuevas y originales bellezas, pues es de lo que se trata.

Nuestro poeta se empeña en hacernos creer que su espíritu vive presa de la duda más cruel, que no puede deshacerse de ella, que en todos los parajes y ocasiones le acompaña y le persigue, etc., etc. Y á la verdad, lo que se vislumbra en las poesías del señor Núñez de Arce no es un alma atormentada por la duda, sino un hombre descreído que echa menos sus perdidas creencias. Esto, que hasta cierto punto es una falta de sinceridad, de la cual tal vez el mismo poeta no se dé cuenta perfecta, contribuye poderosamente á que tales poesías no hieran la fantasía ni conmuevan el corazón de quien las lee. Otra razón hay para que estas composiciones, bien entonadas, correctas y armoniosas, no nos hieran muy vivamente; y es que los pensamientos en ellas esparcidos tienen más de científicos que de poéticos. Son los pensamientos que se ocurren á un hombre de talento, y no á un poeta. El Sr. Núñez de Arce no ha sacado partido del estado de incertidumbre ó de incredulidad en que necesariamente han de vivir los poetas de esta época. Byron, Schiller, Heine, Musset, Leopardi y otros varios, han creído, han dudado, han descreído. Todo esto se trasluce con bastante claridad en sus obras, aunque ellos muy rara vez nos lo digan concretamente. Y la enfermedad que les devora presta á sus poesías diversas tintas ó colores, según los estados por que atraviesa; unas veces oscuros y lúgubres, otras vagos y desvaídos, otras dulces y melancólicos. Pero siempre, siempre buscando la belleza con admirable instinto. Así que, para mí, sus figuras son mucho más interesantes y amables que la del Sr. Núñez de Arce, el cual se revuelve airadamente contra su siglo y contra Voltaire, Darwin y todo el cortejo de filósofos modernos, á quienes achaca la culpa de que él no viva feliz y satisfecho. Es muy lamentable; mas para el arte es aún más lamentable que la duda ó el esceptismo no hayan logrado descubrir tesoros de más valía dentro de su espíritu.

Los defectos que dejo apuntados proceden, si no en todo, en gran parte al menos, de que el Sr. Núñez de Arce no está completamente en su cuerda en la poesía lírica. La índole de su ingenio y de su inspiración es mucho más épica que lírica. Y si fuera permitido á un hombre humilde y desautorizado, como yo, invocar el auxilio de dos palabras tan augustas, diría que es más objetiva que subjetiva. Lejos de mi la idea de entrarme de rondón, por esto, en el dominio de las divisiones literarias. Entre todos los españoles que saben leer y escribir, no habrá otro menos amigo de clasificaciones. Creo que las divisiones en el arte son como las que se hacen en el mar: tan pronto hechas como borradas. Pueden los retóricos á su antojo dividir el arte en géneros, á semejanza de los astrónomos que dividen el firmamento en zonas para mejor estudiar sus estrellas. Dios en el cielo y el poeta en el arte nunca tendrán en cuenta para nada tales divisiones. Mas una cosa es trazar clasificaciones y otra determinar el carácter y naturaleza de la inspiración de un poeta. Á esto únicamente me dirijo cuando digo que el Sr. Núñez de Arce es más épico que lírico.

Como poeta lírico, carece de aquella delicadeza y escrupulosidad con que los grandes modelos exploran todos los pliegues de su alma y sondean sus más profundos misterios; carece de aquella exquisita sensibilidad que les mueve de un modo irresistible á exhalar sus afectos. Pero en cambio su imaginación viva y osada, su briosa entonación y su maestría para describir y narrar, le están pregonando como un gran poeta épico. Así lo ha comprendido él mismo al cabo, decidiéndose á escribir algunos poemas que son los cimientos más seguros de su gloria. Entre ellos, dos, el titulado Raimundo Lulio y el que por un extraño capricho titula Idilio, compiten con lo más hermoso y selecto que este siglo puede ofrecer en poesía á los futuros.

El Idilio es una prueba más de que en la vida lo pequeño es muchas veces lo grande. Casi tantas como lo grande es lo pequeño.

¡Lo pequeño y lo grande! ¿Quién se atreverá á decidir sobre uno y otro? Cuando niños nos hacen llorar cosas que hacen reir á los hombres. ¿Me negaréis que aquellas lágrimas son tan sinceras y tan vivas como todas las demás que se vierten en el mundo? Cuando jóvenes nos desesperan ó nos arrebatan de alegría ciertas cosas que los viejos desprecian. En cambio los jóvenes suelen mirar con soberano desdén otras que preocupan á los viejos. Y si esto acontece en un mismo hombre, ¿qué no sucederá entre hombres diferentes? Preguntadle al comerciante de enfrente qué es lo que opina del ruido que hacen las hojas al caer ahora por otoño. Preguntadle á un poeta qué juzga de la subida de los algodones. Preguntadle á una madre que ve á su hijo partir á la guerra qué es lo que opina de la autonomía de los Estados. Preguntadle á un diplomático cuánto le preocupa el dolor de aquella madre. ¡Lo pequeño y lo grande! ¿Quién se atreverá á decidir sobre uno y otro?

El asunto ó tema del Idilio del Sr. Núñez de Arce quizás será para otros muy pequeño; para mí es muy grande. La amistad cándida y pura de un niño y una niña que crecen bajo un mismo techo, transformada por virtud de la edad y de cierta separación en amor apasionado: el término fatal que la muerte viene á dar á este naciente amor. Así es el tema en resumen. He dicho que para algunos tal vez será pequeño, porque los hombres suelen á menudo burlarse de estos afectos ó pasiones de la adolescencia y llamarlos niñerías. Quizá tengan razón; mas antes que yo se la dé, precisa que me demuestren que los afectos ó apetitos que después cautivan su alma valen más que estas niñerías. Que estos hombres pongan la mano en su pecho y me digan ingenuamente si á los cincuenta años de edad se sienten más nobles, más desinteresados, más valerosos, más compasivos y más prontos al sacrificio que á los diez y ocho. Que me digan también si los sustanciosos devaneos de la edad viril les han proporcionado más goces y menos remordimientos que los amores tontos y platónicos de la adolescencia. Así que me lo digan (y yo los crea), renunciaré de buen grado á parar mientes en tales menudencias. Mientras tanto, no extrañen ustedes que adore estas niñerías, considerándolas como flores que exhalan su fragancia, no sólo por los años en que viven, sino aun por toda la existencia cuando se guardan como preciosas reliquias dentro del corazón. Sigamos ahora con la niñería del Sr. Núñez de Arce.

Aunque no tenga á la vista su precioso Idilio, y lo haya leído hace ya bastante tiempo, recuerdo muy bien todos sus detalles; prueba incontestable de que me ha impresionado fuertemente. Recuerdo aquella partida del estudiante novel á la ciudad, aquel caballo overo que aguarda á la puerta, aquella tierna despedida de la madre, la reprimida aunque no menos tierna del padre, y la triste y candorosa de la huérfana que ha sido su compañera; recuerdo su gozosa vuelta, sus inocentes recreos, aquel carro del vecino en que tornaba á su casa por la tarde; recuerdo aquella esquivez incomprensible para él de su compañera de la infancia; recuerdo aquella tarde en que á solas con sus pensamientos trepa al castillo derruído, y la magnífica descripción que el autor hace entonces de los campos de Castilla, la tempestad que le sorprende en aquel sitio y su fatal caída; recuerdo aquel rostro angelical que el estudiante ve siempre cerca de su lecho, y que apenas se pone bueno desaparece; recuerdo aquella delicada y naturalísima declaración de amor, las nobles promesas de la madre, la nueva partida, la nueva vuelta... En fin, lo recuerdo todo, y todo me encanta hasta un grado indecible. Yo sé dónde está el secreto del hechizo que para todo el mundo tiene este poema. Sí, yo lo sé. No hay en él otro secreto que la verdad del sentimiento. Créanme ustedes, cuando un autor siente una cosa, tiene mucho adelantado para hacer sentir con ella á los demás.

De muy distinto modo, pero no con menos fuerza, me ha impresionado la lectura de Raimundo Lulio. Trátase de un personaje tan insigne, y al mismo tiempo tan misterioso, que cuanto á él se refiera no puede menos de tener mucho interés y excitar la imaginación. Raimundo Lulio es el faro que desde una isla del Mediterráneo esclarece las tinieblas de la Edad Media.

Lo que sirve de argumento al poema es un episodio de su vida terrible hasta lo sumo, y tan dramático... Pero antes de pasar más adelante, necesito escribir una carta al Sr. Núñez de Arce. Suplico á ustedes el favor de entregársela en propia mano y no leerla por el camino.

Sr. D. Gaspar Núñez de Arce.

Muy señor mío y de mi mayor aprecio: Si algo puede con usted la sincera admiración, y aun el cariño que le profeso, acoja con indulgencia la respetuosa súplica, con honores de consejo, que voy á hacerle.

Por su propio interés y por el de la poesía española, que tiene en usted un tan ilustre representante, le ruego que cuando llegue el día de dar á la estampa una nueva edición de su Raimundo Lulio, vea de modificar, enmendar, ó para mejor hacer, suprimir la introducción que le pone, dedicada «á un amigo de la infancia». Las razones que para desear tal supresión tengo son las siguientes:

1.ª La introducción me parece, á más de inoportuna, prosaica, y que no corresponde al tono inspirado y majestuoso del poema.

2.ª Las pestes que usted dice en ella de la ciencia me parecen indignas de quien se llama á renglón seguido «hijo de su siglo».

3.ª El supuesto de que Raimundo Lulio, desengañado de la ciencia, cuyo símbolo es Blanca de Castelo, dijo adiós al mundo me parece falso. Lo que se saca de la vida de este varón, siendo también lo más lógico, es que, desengañado del mundo, buscó abrigo en la religión y en la ciencia.

4.ª Aun concediendo que todo fuese cierto, nunca debió usted declarar que Blanca de Castelo es un símbolo. Estas declaraciones se dejan para los críticos, retóricos y demás gente menuda. El poeta debe amar los hijos de su fantasía como si fuesen de carne y hueso; por lo que son, y no por lo que pueden representar.

Perdóneme el atrevimiento, en gracia del afán que siento por no ver deslucida una joya de tanto precio. Y considere que convertir una figura hermosa y divina, como la de Blanca de Castelo, en una abstracción, es un sacrilegio casi tan grande como el de su amante al penetrar en el templo á caballo.

Suyo, devoto y afectísimo,

A. Palacio Valdés.

Calificaba más arriba el episodio que se narra en el Raimundo Lulio de terrible y dramático. Así es, en efecto. El amor impuro y fogoso del protagonista recibe una lección tremenda, como venida de aquel cielo triste y severo de la Edad Media. El sacrílego jinete que penetra en el templo haciendo chasquear las herraduras de su caballo contra los mármoles sagrados; la airada muchedumbre que le recibe primero con sordo rumor y después le acosa por las calles; el lúbrico insomnio que le acomete más tarde; la misteriosa cita; la escena viva y exaltada en que la pasión del fogoso mancebo se desborda:

«Y estalló con sus cláusulas de fuego,
con su expresión incoherente y rota
por el halago y la pasión y el ruego:
con ese dulce cántico que brota
al fecundo calor de una mirada,
y lleva una ilusión en cada nota;
con esa breve frase entrecortada
que, al morir en los labios, adivina
el corazón de la mujer amada,
música de la almas, peregrina,
que con suspiros trémulos empieza
y con vibrantes ósculos termina»;

el horror de que se siente poseído al contemplar el seno de su amada carcomido por repugnante llaga cancerosa... todo es sombrío y patético; todo está pintado con tal brío, con toques tan seguros y enérgicos, que nos hiere y nos conmueve profundamente. Causa verdadera maravilla la sobriedad de dicción con que está escrito este poema. Apenas huelga una sola palabra. Y, sin embargo, por un poderoso y casi inconcebible esfuerzo, todo está dicho, y todo está bien dicho. La fantasía del poeta es en esta ocasión como una lente, que ata y hace pasar los mil rayos del sol por un punto. El tono es grave y solemne, como conviene al narrador. Sólo un gran poeta puede hacer hablar á un personaje como Raimundo Lulio, grande de por sí y engrandecido además por el tiempo y el misterio, sin empañar el brillo que adquirió en nuestra imaginación.

Después de leer este poema, ¿quién no se convencerá de que el Sr. Núñez de Arce no debe pulsar más cuerda que la épica? El rápido y majestuoso desenvolvimiento de la acción, la firmeza y dignidad de los caracteres, la verdad de las descripciones, aquel concebir osado y aquel decir grave y conciso, no dejan lugar á duda sobre este punto. Por esta vía debe marchar, y por ella confieso que ha marchado de algún tiempo á esta parte. Los últimos poemas que dió á luz son brillantes y hermosos. No obstante, el Sr. Núñez de Arce, estoy seguro de ello, tiene fuerzas para hacer mucho más todavía. Quisiera verle acometer una empresa grande y digna de su inspiración; una empresa que le inmortalizara, como al autor de Fausto ó al de Manfredo. Los tiempos no se prestan á ello, bien lo conozco. Si tuviese la fortuna de escribir algo semejante, la crítica igualitaria que al presente se usa nunca le perdonaría el haber rebasado la línea de los Grilo, Blasco, Retes, Herranz, etc., etc. Las flores más bellas de su imaginación quizá serían roídas como avena ó paja. Y si, por ventura, resultaba que el poema era un sí es no es más subjetivo ú objetivo de lo que le correspondiese de derecho, ¡ya le caía obra al Sr. Núñez de Arce!

Con todo eso, no dejaré de aconsejarle que emprenda su poema. Demos que tenga muchos defectos y que éstos no sean imaginarios, sino verdaderos y efectivos; si las bellezas que haya en él son dignas de la inmortalidad, inmortal será el poema con todos sus defectos. ¡Los defectos! Moratín encontraba el Hamlet atestado de ellos. Y, sin embargo, ¡cuánto más vale dormir alguna vez como Shakspeare que andar siempre tan vigilante y avispado como Moratín!

D. MANUEL DE LA REVILLA [10]

R EVILLA!—He aquí un nombre que hace soñar, como esas nubes rojas que se amontonan en el horizonte al declinar a tarde, para servir de lecho al sol en su caída. Hay en este nombre algo de vago y misterioso que fascina el espíritu y lo inclina á meditar. Cuando lo escuchamos, sin saber por qué, viene á nuestra mente el recuerdo punzante de una flor que hemos deshojado, ó el de una voz que nos cantaba al oído cuando niños para dormirnos, ó el de unos labios ardorosos que rozaron nuestra mejilla en otro tiempo, ó las notas suaves, tiernas, purísimas de la metafísica neo-kantiana. Si se me preguntara dónde está el secreto de tal fascinación, no podría contestar satisfactoriamente. Para mí no está en que el señor Revilla sea filósofo, y sea poeta, y sea orador, y crítico, y catedrático, y revistero de teatros. Cada una de estas cualidades de por sí, estoy seguro de que no le haría el blanco de la admiración de sus contemporáneos. Mas ha de existir entre ellas una singular y extrañísima relación, inextricable para el espíritu, mediante la que el fenómeno indicado se realiza. De tal suerte, que si el Sr. Revilla fuese orador y poeta, y no fuese filósofo al mismo tiempo, perdería por eso sólo la inmortalidad; y si fuese orador, poeta, filósofo y catedrático, y no tuviese además la cualidad precisa de revistero de teatros, es como si no fuese nada para el efecto de la fascinación. El Sr. Revilla es, pues, el resultado feliz de una agregación de elementos diversos, cuyo modo de enlazarse ó combinarse sólo Dios conoce. La naturaleza nos está ofreciendo á cada paso ejemplos admirables de estas dichosas combinaciones. Suprimid á cierto paisaje el mar que se divisa á lo lejos ó la montaña que se levanta imponente sobre él, y perderá su carácter y no atraerá vuestra atención. El Sr. Revilla es como un paisaje (en este respecto nada más): no es posible quitar ni poner en él cosa alguna, sin privarle de su efecto.

Desde muy temprano ha reconocido en sí mismo una vocación decidida á influir sobre su siglo, y siguiendo los nobles impulsos de su alma, no ha querido privarle de ninguno de aquellos medios por los que un hombre puede influir sobre un siglo. Bien sabido es de todos que el primero y más poderoso es la gravedad. Nada hay tan pernicioso, y por consiguiente, nada tan aborrecible, en mi pobre opinión, como las expansiones jocosas ó burlescas en todos los puntos de vista que se las considere. Porque no sólo han sido y son una rémora para el progreso moral y material de las naciones, sino, lo que es aún peor, han servido ya en algunas ocasiones para poner en duda el ingenio y la sabiduría del Sr. Revilla. ¡Qué tiempos los nuestros! Ya no existe para este siglo menguado nada de respetable ni digno de ser mirado seriamente. Escribe, pongo por caso, el Sr. Revilla uno de sus artículos guarnecidos y bordados de primorosas metafísicas, y sin más ni más, salta un cualquiera diciendo, con cierta vaya impertinente, que aquel artículo es una colección de lugares comunes, un tejido de frases huecas arrancadas al tecnicismo filosófico para imponer respeto á la gente ignorante, al modo que se fija en las huertas un muñeco de paja para espantar á las aves inocentes. Por eso la gravedad del Sr. Revilla es un dulce y apetecible oasis en este vasto arenal de liviandades.

Aunque ya he hablado de ella en otra ocasión, sólo fué por incidencia; así que no me considero relevado de la obligación de consagrarle algunas palabras. Y la primera cuestión que se presenta es la siguiente: ¿La gravedad del Sr. Revilla es de nacimiento, esto es, puede considerarse como una dote otorgada graciosamente por el cielo, ó es una cualidad adquirida en virtud de un largo y penoso aprendizaje, de prolijos afanes y desvelos? No es tan fácil como á primera vista parece la resolución de este problema. Mirando el asunto por encima, y teniendo presente nada más que lo rara que es hoy esta cualidad, aun entre los hombres más favorecidos por la Providencia, es fácil deducir que el Sr. Revilla ha llegado á ella por el trabajo y el estudio. Esta facilidad arrastró á muchos al error. Cualquiera que se fije un poco, comprenderá que la gravedad del Sr. Revilla tiene un no sé qué de agreste, indómito y bravío que la distingue perfectamente de las demás gravedades imitadas ó contrahechas. Es una de esas gravedades que aparecen muy de tarde en tarde en la historia humana, y por lo tanto, considero absurdo el suponer que esté en manos del hombre el adquirirla. Para encontrar algo parecido, es preciso remontarse á los primeros tiempos de Roma. Aseveran los historiadores más fidedignos que Numa Pompilio no conoció la risa, aunque sí añaden que, en sus conferencias con la ninfa Egeria, acostumbraba sonreir una que otra vez, pero sólo por complacencia. Mi profesor de psicología, lógica y ética, también poseía en cierto grado esta cualidad; por lo cual, hoy que la edad me ha enseñado á juzgar mejor á los hombres, no puedo menos de reconocer que, aunque oscuro, era un hombre muy notable. No vaya á creerse, sin embargo, que intento comparar la gravedad del catedrático de psicología, lógica y ética con la de Numa Pompilio y Revilla. ¡Oh, no! Cuando el Sr. Revilla, después de tomar convenientemente las medidas á una obra literaria, la califica de predominantemente subjetiva, y por ello la condena, como es justo, á una eterna execración, es tan serena y tan augusta su frase, palpita tanto heroísmo dentro de ella, que el espíritu se engrandece y se inflama, y es preciso acudir á los recuerdos de la Ilíada, á Héctor, á Diómedes, á Menelao, para observar algo semejante.

Y aunque muy fuera de sazón, no quiero pasar más adelante sin formular una pregunta que constantemente se está presentando en mi espíritu. Es la siguiente: ¿Cómo el Sr. Revilla, sin imaginación alguna, sin gusto, sin ingenio, y con una ilustración tan superficial, juzga con tal grandeza las obras de arte que le ponen delante? Repito que muchas veces me hice esta pregunta, y siempre concluí pensando que en el Sr. Revilla existe algo extraordinario que, aun sin darse acaso él mismo razón de ello, le mueve á dictar sus fallos; algo que, después de encenderle, como á la pitonisa griega, le inspira y le sostiene sobre el trípode, circundando su frente con la aureola del misterio. Este algo, digámoslo de una vez, no puede ser otra cosa que el genio[11]. El genio, sólo el genio puede volar tan alto sin necesidad de los medios que los humanos juzgamos indispensables.

Decía que la pregunta estaba fuera de sazón, y como ustedes han podido ver, era muy cierto. Sin embargo, ya se sabe que estas informalidades é impertinencias son en mí frecuentes, y no hay que asombrarse. Por algo gozo fama entre mis enemigos (porque aquí donde ustedes me ven tan jovencito y tierno, ya me permito el lujo de tener enemigos) de crítico subjetivo entre los subjetivos. Soy como si dijéramos un crítico lírico, pues la subjetividad es lo que caracteriza al género lírico, mientras el Sr. Revilla, á juzgar por su inflexible talante y por la opaca sublimidad de sus formas, es un crítico épico. De la combinación de lo lírico con lo épico, como han demostrado hasta la saciedad Hegel y el Sr. Revilla ya saben ustedes que nace lo dramático. Por consiguiente, vean ustedes lo que son las cosas: el día que al Sr. Revilla y á mí nos dé la gana de reunimos en la mesa de un café, pongo por caso, ya está formado un crítico dramático, sin necesidad de más músicas. Concluímos de tomar café, nos damos la mano y nos separamos. Cada cual torna á ser lo que antes era, yo el crítico lírico y él el épico. ¡Es admirable!

Pero estos temas incidentales me están apartando, á despecho mío, del propósito único del presente artículo. Toquemos de una vez en las entrañas del asunto, y hablemos del Sr. Revilla como poeta, sin meternos en otras honduras.

Yo no he leído los versos del Sr. Revilla; lo declaro con la franqueza que me caracteriza. Mas al mismo tiempo quiero hacer constar que no fué por mi culpa. He aquí lo que sucedió. Habiendo pensado, como es natural, cuando empecé á escribir estas semblanzas, en incluir entre ellas la del Sr. Revilla, pedí su tomo de poesías á un amigo (si ustedes quieren que diga quién es, lo diré), el cual, como lo tuviese ya leído, me lo prometió para el momento oportuno. En esta seguridad descansé confiadamente, sin preocuparme más del asunto. Cualquiera creo que haría lo mismo. Pues bien, hace cuatro días, tropiezo con mi amigo, y le digo al pasar: «Necesito ese tomo de poesías; mañana mandaré por él». Mi amigo, entonces, arqueó un poco las cejas, levantó un sí es no es los hombros, y por tres veces consecutivas sacudió la cabeza en distintas direcciones. No había para qué decir más: era cosa corriente. Envío, pues, por él, y en vez de las poesías, veo llegar al emisario con una esquela muy fina en que mi amigo me pide mil perdones, porque, sin recordar su promesa, había prestado el libro á un canónigo de Granada, el cual se había marchado á su destino sin devolvérselo. Este golpe me hizo bastante impresión. ¿Qué significaban entonces aquellos movimientos de cabeza, hombros y cejas del día anterior? Es lo que no pude averiguar hasta la hora en que escribo estas líneas. De resultas de todo ello, me quedé sin leer las poesías del señor Revilla. No obstante, mi amigo dice en la esquela que escribe con la misma fecha al canónigo de Granada, á fin de que remita el libro tan pronto como le sea posible. Lo espero con ansiedad, y excuso encarecer á ustedes los nuevos y puros atractivos que tendrá para mí después de haber pasado por las manos de un digno y respetable capitular.

Entre tanto, para no defraudar completamente la atención del público, que pensaría hallar en estas líneas un examen más ó menos sucinto de los talentos poéticos del Sr. Revilla, voy á echar mano de alguno de los materiales que hace tiempo estoy acumulando para una obra más importante que la presente. La obra se titulará Vida y opiniones de D. Manuel de la Revilla, y pienso dedicar á ella todos los días que de aquí adelante me conceda Dios sobre la tierra, pues ya estoy realmente cansado y arrepentido de ocupar tan sólo mi espíritu en asuntos frívolos é indecorosos. Me ayudará en esta empresa, superior á mis fuerzas (no me forjo ilusiones), un distinguido artista conocido y estimado ya del público, á cuyo cargo queda la formación de unos magníficos planos en que podrán verse, en todo su espesor, las opiniones del Sr. Revilla desde su nacimiento hasta su disolución, con exactitud y claridad. Será una obra primorosa y exquisita, que ha de facilitar extraordinariamente la inteligencia del texto.

Entre estos revueltos materiales, voy á elegir una opinión grandiosa y peregrina, como todas las de nuestro poeta, que ha de dar al traste, si no me equivoco, con las ideas más propagadas en asuntos de arte. Todo el mundo sabe que algunos poetas antiguos más de una vez trataron de enseñar distintas ciencias ó artes, valiéndose para ello de las formas artísticas, y que los retóricos, apresurándose á dar un nombre á este capricho, lo llamaron género didáctico ó didascálico. Debemos confesar que el género didascálico, á pesar de sus esfuerzos, no logró pelechar gran cosa. Pero no es eso lo peor, sino que en los últimos tiempos llegó á tal punto su laceria, que algunos autores diéronle por muerto, y, so pretexto de que el fin único y esencial del arte debe ser la manifestación de la belleza, pretendieron hasta borrar su claro nombre. Á tanta vergüenza hubiéramos llegado sin la dichosa aparición en nuestro planeta de un hombre extraordinario que, fijando en la vasta esfera del arte su mirada de águila, halló medio de cortar á tiempo la perniciosa corriente. Este hombre dijo: «El fin del arte no es, como se ha creído hasta ahora, la belleza, sino la ciencia; no hay arte donde no se enseñe algo útil y provechoso; el artista y el maestro de escuela se confunden en una unidad superior; no hay más arte que el didascálico». El nombre no convenía, sin embargo, por ser esdrújulo, y lo llamó arte docente ó trascendental.

Fué una verdadera revelación para los que yacíamos sumidos en los groseros errores de la antigüedad. Crear una belleza sólo por crearla me pareció entonces cosa indigna de un hombre serio. La naturaleza empezó á hablarme con un lenguaje distinto del que antes usara. Antes, por ejemplo, al cruzar por un bosque, veía unos árboles cuyos troncos blancos y satinados parecían de plata, me gustaban muchísimo, los miraba, los remiraba, pero no pasaba de ahí. Ahora sé que esos árboles se llaman abedules, que su madera es excelente para hacer canastos, y que también se emplea para construir las cajas de las diligencias. Cuando los veo, echo inmediatamente la cuenta del número de chaplones que de sus troncos podrán sacarse, ¡y encuentro en ello un placer tan vivo y tan puro! Antes, al ver amontonarse por el azul del cielo ejércitos de nubes oscuras y medrosas anunciando tempestad, me quedaba mirando para ellas como un tonto, sin pensar en nada. Á fuerza de mirar, llegaba á ver las más raras y monstruosas escenas que nadie puede imaginarse; unas veces era una araña inmensa que iba tejiendo su tela por el espacio; otras veces era un navío que marchaba con rapidez vertiginosa sacudido por la borrasca; otras, era un brazo colosal que sostenía una espada no menos disforme, cuya punta enrojecida se estaba templando en el sol, quizá para atravesar después á la tierra; otras, era la lucha tremenda de un demonio de grandes cuernos con un ángel; el ángel caía al fin vencido, y presa del dolor, sacudía sus monstruosas alas contra la frente de unas montañas lejanas. Todo esto era sencillamente un absurdo, porque en aquellas nubes no había arañas, ni navíos, ni ángeles, ni mucho menos demonios. Allí no había más que una serie de cumulus que á fuerza de hincharse concluían por reunirse y cubrir la tierra, formando después verdaderos y genuinos cumulo-stratus. Cualquiera comprende que era una insensatez confundir un cumulo-stratus con un navío ó una araña. Hoy, gracias al Sr. Revilla, no se me ocurren tales disparates, porque veo las cosas desde un punto de vista docente. Antes un río claro y límpido era para mí un objeto que siempre miraba con deleite. Pues hoy, créanme ustedes, por sereno y cristalino que sea un río, como no tenga truchas, lo encuentro aborrecible.

Tuve noticia de la teoría del arte docente ó trascendental en un verano, residiendo en el campo. La buena nueva llegó á mí por medio de un periódico que traía inserto uno de esos artículos que el Sr. Revilla viene escribiendo constantemente desde que empezó á arder en su pecho el fuego sagrado de la crítica. Aquí debo advertir que con las críticas del señor Revilla me sucede lo mismo que con ciertas óperas de mi gusto; esto es, que á fin de que me impresionen más fuertemente, sólo las oigo ó las leo de raro en raro. Quiso la fortuna que leyera este artículo, donde, con motivo de no sé qué novela, desenvolvía nuestro poeta su grandiosa y atrevida concepción de la naturaleza y del arte. La luz se hizo súbito en mi espíritu, y pude medir con la vista todo el horror de una obra artística sin trascendencia.

Ya he dicho que era en un verano, y que estaba pasando una temporada en el campo. Por aquel entonces solía yo levantarme temprano (¡qué tiempos aquellos! ¡ya no volverán!), y después de levantarme, acostumbraba á salir á respirar el aire puro de la mañana sentado debajo de un magnífico y corpulento roble. Era un roble que se moría de risa cuando le hablaban de los árboles del Retiro. Sin poder decir fijamente si era simpatía personal ú otra razón de más peso la que enderezaba su vuelo, lo cierto es que todos los días, y á la hora en que yo me sentaba, venía un pájaro á posarse sobre el roble. Yo no tenía el honor de conocerle, pero no importaba nada, porque él guardaba poca ceremonia en eso de no cantar delante de gente. Se conocía á la legua que era un pájaro despreocupado y un poco aturdido, gozoso de vivir y viviendo mucho más en el mundo exterior que en sí mismo. Era un pájaro predominantemente objetivo, como diría el Sr. Revilla, con el estilo mágico que él sólo posee. Tenía parda la color, el pico amarillo, el mirar firme y osado, los modales francos y desenvueltos, ofreciendo el conjunto de su persona un cierto aire de petulancia que no dejaba de sentarle bien. Apenas se posaba en una rama, empezaba á columpiarse, y con la cabeza un poco entornada y los ojos puestos en el espacio, entregábase á la voluptuosidad del movimiento, sin que aparentase pensar absolutamente en nada. No tardaba, sin embargo, en proferir varias notas graves y llenas como las de las flautas metálicas. Era su preludio.

Sin otra preparación, subíase repentinamente al tono agudo y lanzaba al aire una serie interminable de trinos penetrantes y acalorados, como quien quiere echar el alma por la boca. Ora atronaba el espacio con una cascada de notas fuertes y vibrantes que llegaban á producir mareo, ora desfallecía y se dejaba arrastrar al tono más suave y apagado. Tan pronto cambiaba á cada instante de inflexión y de ritmo, de modo que los trinos salían atropelladamente de su boca persiguiéndose los unos á los otros, como insistía una y otra vez, por un largo espacio, sobre una misma frase; parecía que trataba de que la aprendiésemos de memoria. De todas suertes, siempre terminaba con un arrullo tenue y moribundo, como si quisiera indicar que aún le quedaban muchas cosas por decir, aunque no esperásemos que salieran jamás de su boca.

En honor de la verdad, debo confesar que el canto de aquel pájaro me gustaba. No sé por qué extraña asociación de ideas, cuando cantaba, me acudían á la memoria los instantes felices de mi existencia. Veíalos pasar leves, dulces, luminosos como ellos fueron, sonriendo tristemente y diciéndome adiós para siempre. Aquí podría aprovechar la ocasión para contar á ustedes mis primeros amores, sin que ninguno tuviera derecho á quejarse; pero soy incapaz por naturaleza de jugar á nadie estas pasadas. Tan sólo diré que el canto de aquel pájaro resucitaba en mi espíritu sentimientos muy dulces que hacía mucho tiempo había dado por muertos. Todo era una pura ilusión, sin embargo, y una flaqueza de mi alma, disculpable únicamente por el estado de ignorancia en que me hallaba respecto á los eternos principios del arte. Porque, es preciso decirlo claro, no podía darse nada más deplorable que el canto de aquel pájaro desde el punto de vista docente; nada más desprovisto de trascendencia. Después de escucharlo me quedaba tan sabio como antes, no puedo negarlo, pero ni la más leve partícula de ciencia venía á acrecer el caudal de mi sabiduría. Así lo comprendí con dolor al cabo, por lo que me propuse no sufrir más tiempo las impertinencias de un descarado partidario del arte por el arte. Si entre tanto trino y gorjeo se hubiese deslizado, siquiera fuese de un modo secundario, cualquier problemita insignificante de historia ó de metafísica, crean ustedes que nunca me resolvería á hacer lo que hice. ¡Pero decidirme á perder de un modo necio el tiempo! Francamente, que ya no se espere jamás eso de mí. Lo que hice, pues, fue aparejarme con una piedra bastante crecida al sentarme un día, como de costumbre, debajo del roble, y así que columbré á mi pájaro, encajársela sin otras retóricas con toda mi fuerza. No le toqué; mas al sentir tan cerca de sí la primer pedrada de la crítica (crítica aunque severa muy justa), desplegó sus alas y no volvió á parecer por aquel sitio. ¡Pobre diablo! ¿A dónde habrá ido á parar?

En verdad que la grandiosa teoría del Sr. Revilla está á punto de hacer cambiar radicalmente la faz de todas las artes, arquitectura, escultura, pintura, música, poesía y baile. Tengo algunos motivos para creerlo. Por lo pronto, me han informado de que el único maestro que en España cultiva con buen éxito la expresión más pura y genuina de la música, esto es, la sinfonía, está escribiendo una en que probará, ó tratará de probar al menos, que el problema amenazador de las subsistencias sólo puede resolverse rebajando las tarifas del arancel. Este precioso tema, que el oboe se encargará de apuntar nada más en el andante, se irá repitiendo por el allegro, el allegro con motto y el scherzzo entre mil combinaciones armónicas, hasta quedar totalmente dilucidado. Por otra parte, un joven escultor amigo mío está á punto de terminar una preciosa Venus en cuclillas, que llevará grabada á cincel en la espalda la «teoría del valor» de Bastiat, que comienza como todos saben: «Disertación, fastidio; disertación sobre el valor, fastidio sobre fastidio». De esta suerte, el espectador podrá gozar con la belleza de la estatua y al mismo tiempo meditar sobre el asunto más escabroso de la economía política. Creo que el público ha de acoger con entusiasmo esta Venus trascendental, si no por su mérito, al menos por ser la primera que del género docente le presentan.

La teoría va, pues, abriéndose paso al través de la frialdad de los unos y de la abierta oposición de los otros. Su glorioso fundador puede estar seguro de que no tardará mucho en triunfar por completo. Y como nada es despreciable tratándose de contribuir á una obra tan fecunda y generosa, yo también quiero llevar un grano de arena al edificio, dedicando mi pluma (que no puedo llamar mal cortada, porque es de acero) al cultivo del arte trascendental. Al efecto, tengo intención de escribir una novela en la que, por medio de una acción no muy complicada, pero bastante dramática, trataré de presentar y aun resolver el siguiente

PROBLEMA

«Un cosechero recoge de sus fincas en los años ordinarios doscientas cincuenta fanegas de trigo candeal, noventa de centeno y treinta y siete de mijo. Ahora bien, suponiendo que durante un año llueve una tercera parte menos que en los ordinarios, ¿cuánto trigo, centeno y mijo recogerá?»

Dicho se está que trataré de desenvolver este problema de tal modo que se deduzca del contenido mismo de la fábula, y no sea un miembro agregado artificiosamente á la novela. Para ello he de procurar que la acción sea rápida, haciendo que dure solamente los tres meses de otoño. La descripción de la sequía, que como es natural formará una parte muy principal de la obra, será bastante sobria, sin perder de su verdad y energía; las escenas, sobre todo desde que el nudo se forma por entero, serán vivas y dramáticas. Por último, veré de concentrar en cuanto sea posible un gran interés sobre el cosechero, héroe de la acción, haciéndole morir trágicamente en el cadalso. Lo difícil en esta obra, como en todas las demás del arte docente, es presentar el problema aparentando encubrirlo, como hacen los arroyos con las guijas que tienen en el fondo.

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En este momento llega á mi noticia que el señor Revilla no es el inventor del arte docente. Aún más, que el Sr. Revilla lo ha combatido personalmente con gran encarnizamiento hace pocos años. Cuando esto fuese cierto, no es posible negar que el arte docente era muy digno de ser inventado por el señor Revilla. La conversión, según me aseguran, se realizó al doblar nuestro poeta la esquina de la calle de la Montera á la del Caballero de Gracia, donde creyó escuchar una voz misteriosa saliendo del fondo de la tierra, que decía: «¡Emanuel! ¡Emanuel! ¿Cur persequeris me?» Instantáneamente el poeta sintió iluminarse su alma con una luz viva y purísima, y derramando abundantes lágrimas, dió gracias al Todopoderoso por no haberle dejado eternamente en el abismo del arte por el arte. En el mismo punto levantó en su pecho un altar al culto del arte docente, y el sol de la verdad comenzó á teñir de grana y oro los bordes de sus revistas de teatros. Sin dar paz á la mano, el Sr. Revilla viene trabajando desde entonces tanto y tanto en favor de esta nobilísima teoría, que bien puede perdonársele el no haberla inventado.

Mas el Sr. Revilla empieza ya á recorrer ese doloroso calvario que el mundo ofrece siempre al genio. El público (¡á reserva de glorificarlo después de muerto!), cuando no se ríe de ellas, aparenta no comprender sus intrincadas opiniones; en tanto que el Gobierno, cuya obligación de alentar al genio debiera ser una verdad, me aseguran que está pensando seriamente en prohibir el uso de los vocablos objetivo y subjetivo. Si por desgracia este rumor tuviese fundamento, ¡triste es decirlo! al Sr. Revilla no le queda otro recurso que retirarse á la vida privada.

FIN.

INDICE

Los oradores del Ateneo.
Páginas.
Treinta años después7
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Los novelistas españoles.
Proemio121
Fernán Caballero127
D. Pedro Antonio Alarcón141
» Juan Valera153
» Manuel Fernández y González177
» Francisco Navarro Villoslada189
» Enrique Pérez Escrich199
» José de Castro y Serrano215
» José Selgas231
 
Nuevo viaje al Parnaso.
Proemio247
D. José Echegaray259
» José Zorrilla277
» Ramón Campoamor295
» Antonio F. Grilo317
» Adelardo López de Ayala333
» Ventura Ruiz de Aguilera355
» Gaspar Núñez de Arce379
» Manuel de la Revilla399

NOTAS:

[1] Estas butacas fueron sustituídas al fin por otras, si no tan vistosas, un poco más cómodas.

¡Loado sea el señor secretario!

[2] Observen ustedes que escribo Krause con una ese, aun cuando sus impugnadores en España lo escriben casi siempre con dos.

[3] La Academia de la Lengua no permite que se haga política, pero la haremos á hurtadillas.

[4] Elia, cap. X.

[5] Se me figura que ya he dicho algo sobre este señor en otra parte. Véase por si acaso Los oradores del Ateneo.

[6] Véase Herbert Spencer, First principles.

[7] No hago mención de Goethe, porque el Júpiter de la poesía abrazó con su poderoso ingenio el romanticismo histórico, el filosófico y el realismo de nuestros días.

[8] Darwin.—La descendencia del hombre y la selección natural.

Haeckel.—Historia de la creación de los seres organizados según las leyes naturales.

[9] Hovelacque.—La lingüística.

Whitney.—La vida del lenguaje.

[10] Al leer esta semblanza, escrita ha más de treinta años, no puede menos de parecerme injusta. Revilla fué uno de los hombres de más talento que he conocido. Pero al mismo tiempo, siento en mi alma un cosquilleo de orgullo al pensar que tal violenta arremetida al crítico máximo de aquella época, que daba y quitaba reputaciones á su talante, fué obra de un joven literato de 23 años. Era lo que se ha llamado, después de la hazaña de Hernán Cortés, quemar las naves.

Cuando se publicó en la Revista Europea, mis juveniles compañeros del Ateneo me miraban con asombro y lástima, y se decían al oído: «¡Se ha perdido! ¡Se ha perdido para siempre!»

Por la noche me hallaba sentado entre ellos en un diván del pasillo de dicho centro, cuando acertó á pasar Revilla, que no me saludó, como era natural. Pero volvió á cruzar una y otra vez y yo advertí que estaba inquieto. Al fin se plantó delante de nosotros, se respaldó contra el armario de libros que guarnecía toda la pared del corredor, sacó un cigarrillo, lo encendió con calma, y mirándome fijamente me dijo:

—Ya he leído eso.

Yo me limité á sonreir sin contestar.

—No siento el ataque—profirió al cabo de un momento;—lo único que deploro es que está escrito sin gracia alguna.

—No lo he escrito para que le hiciese gracia á usted—respondí—sino al público.

—Pues se ha equivocado usted, porque al público tampoco le hace gracia.

—Será á sus amigos: á sus enemigos les ha hecho destornillarse de risa.

La conversación siguió en este tono algunos momentos y al cabo el insigne crítico se alejó con sonrisa amenazadora, diciendo:

—¡Nos encontraremos!

Por desgracia para él y para las letras patrias no pudo saciar su venganza. Poco tiempo después le acometió una enfermedad cerebral á la cual sucumbió.

[11] «Genio», en la acepción que aquí le damos, es un neologismo que debe admitirse, pues en ocasiones como la presente, no hay vocablo castellano con que pueda ser sustituído.







End of Project Gutenberg's Semblanzas literarias, by Armando Palacio Valdés

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